Satisfaction

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Satisfaction

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—Necesito pedirte un pequeño favor. ¿Podrías prestarme el hacha?

—¿El hacha?

—Sí, tengo que hacer unas chapucillas. Ya sabes, una mujer sola en casa…

—Unas chapucillas… ¿Vas a talar un árbol quizá?

—Ji, ji, ¡qué graciosa eres! No, sólo voy a despedazar un cadáver.

—Ah. Bueno, las herramientas están en el garaje. Si das la vuelta, te la paso por allí.

Babe cerró la puerta. Shirley bajó del porche y, correteando sobre sus chinelas de tacón, rodeó la casa hasta la entrada del garaje. Al cabo de un momento, la persiana metálica se levantó unos centímetros y la mano de Babe empujó el hacha por la abertura. Luego la persiana cayó con gran estrépito.

—No tengas miedo, se acabó, ya se ha ido —canturreaba Babe mientras paseaba sus manos y sus labios por el rostro, el cuello, los brazos y el pecho de Carmen—. ¿Qué piensas de esa loca? Ya no nos molestará… ¡Qué guapa eres! My doll, my baby doll. Déjame desnudarte. Eres tan hermosa… De pequeña me habría gustado mucho tener una muñeca como tú. Nunca me abandonarás, ¿verdad? ¡Ah, qué bien estamos las dos!

La piel de Carmen era suave, muy suave. Ningún Mal acechaba desde el fondo de su ser dispuesto a surgir y torturarla en el mejor momento, ningún Mal extendería su necrosis por su cabeza y sus miembros. Era pura carne, presta para el placer; sí, pura, y al amarla uno se encontraba, de manera milagrosa, limpio de toda mancha, porque Carmen todo lo aceptaba con el mismo humor, como un buda o un vertedero. Carmen, con su pubis y sus cabellos negros, sus agujeros y su pasividad, era a la vez de fuego y de hielo. El Señor no podría reencarnarse en nada mejor que en ese cuerpo inocente y caritativo que sólo quería aliviar a los hombres y consolar a las mujeres.

Babe se quitó la bata, tumbó a su adorada en el sofá y se puso a besarla con pasión en la boca, luego en el resto del cuerpo, mientras soltaba gemidos de gata. Se excitaba ella sola; buscaba descargar la tensión de su lucha con Shirley. Al final se recostó sobre el cuerpo abandonado y se dedicó a frotar su pubis contra el de Carmen. Cuando terminó, estalló en carcajadas febriles.

—¡Querida, eres estupenda! Te quiero, te quiero, te quiero… Sí, sí, ya sé lo que deseas. No te preocupes, mamá Babe se ocupará de todo. Una chica tan guapa como tú… Te traeré lo que necesitas. Quédate acostada, confía en mí. Yo me encargo de todo…

Y, por primera vez en su vida, Babe salió de casa sin asearse. Su cuerpo olía a amor, y lo consideró adecuado para lo que iba a hacer. Dejó a Carmen tumbada en el sofá, envuelta en la tela de motivos totémicos para que no pasara frío, y se puso con rapidez su vestido más corto y ajustado, sin bragas ni sujetador. No perdió tiempo en lavarse la cara ni cepillarse los dientes. Deprisa y corriendo, se aplicó un maquillaje llamativo: sombra azul en los párpados, dos redondeles de colorete rosa en las mejillas, y carmín casi negro en los labios y por fuera del contorno de la boca. Luego agarró el bolso y salió apresurada, como si tuviera una cita urgente.

Los senos de Babe se bamboleaban con toda libertad. La brisa primaveral depositaba miles de besos en su cuello, brazos y piernas desnudas, y se le colaba traviesa bajo el vestido mientras ella corría por el sendero para llegar a su coche antes de que Shirley Gordon tuviera tiempo de salir e increparla.

Se sentó al volante, suspiró y arrancó. Nunca se había enfrentado a un reto tan excitante, audaz y subversivo. Por una vez se sentía dueña de su vida, trasladada a otra dimensión. Segregando adrenalina, conducía hacia el centro comercial de una manera a la vez nerviosa, elegante y deportiva, como no se habría creído capaz. Pensó en Bobby y en su pasión por los automóviles. ¡Claro, ahora lo entendía! ¡Ese invento se transformaba entre las manos con inaudita facilidad en un formidable instrumento de poder y placer! Arrellanada en el asiento, se notaba en alerta permanente y dispuesta a comerse el mundo.

A esa hora, el centro comercial estaba atestado de gente. Babe prefería ir por la mañana, cuando abrían. Una vez a la semana, ella iba allí a hacer jogging. Apenas había nadie, salvo algunos corredores que hacían el recorrido de los cuatro pisos sin parar, como si se persiguieran unos a otros de una escalera mecánica a la siguiente. Formaban casi una hermandad, sentían pertenecer a la misma categoría de personas: los-que-hacen-algo-por-su-cuerpo y también los-que-se-superan-a-sí-mismos. Recorrer el centro comercial de arriba abajo y de abajo arriba es la clase de cosas que en este mundo moderno nos devuelve la dignidad y ennoblece nuestra vida. Babe era plenamente consciente de ello, pero ese terco de Bobby, enredado en su materialismo cotidiano, se negaba a comprenderlo.

Sin embargo, cuando llegó, una masa de gente de todas las edades, macilenta bajo las luces de neón, se apiñaba en los restaurantes de comida rápida, atestaba los pasillos y deambulaba de una tienda a otra para matar el tiempo a golpe de tarjeta de crédito. Babe entró en Pearl’s, en la segunda planta, fue derecha al fondo del establecimiento y se detuvo ante una sección a la que nunca prestaba atención alguna: la de lencería de fulana.

—Mrs. Wesson! Hey, Mrs. Wesson!

Se volvió y vio a Carroll acodada en la caja para pagar un conjunto de braguitas y sostén de algodón blanco. Sonreía y proclamaba toda la frescura y la crueldad de sus veinte años.

—Precioso —ironizó Carroll al ver el liguero de encaje malva que Babe sostenía contra el pecho como para protegerse y, a la altura del corazón, el minúsculo tanga a juego, con un pompón de piel de color rojo en la parte delantera—. Además, parece muy suave —añadió—. Adiós, Mrs. Wesson, le daré un beso a Tommy de su parte.

Babe volvió a sumergir la nariz entre los corsés, con la cabeza baja para ocultar el rubor que había sentido subir hasta la raíz del cabello.

Era el momento de pasar a cosas más serias. Si quería que todo estuviera dispuesto antes del regreso de Bobby, no tenía un instante que perder. Con su bolsa de Pearl’s en la mano, subió a la cuarta planta y se dirigió a los aseos de caballeros.

En la tienda había tenido tiempo para reflexionar: ¿dónde encontrar un hombre rápidamente? Desde siempre, cada vez que salía de casa, Babe tenía la impresión de que decenas de chicos deseaban poseerla; más aún, creía que podría ocurrirle en cualquier esquina de la calle, si ella no ostentara a guisa de escudo una máscara de mujer digna y reservada. Pero ese día nada sucedía como en sus fantasías. La gente no parecía pensar en el sexo; más bien tenía aspecto de no pensar en absoluto, parecían autómatas colocados allí por un decorador. Todo discurría como si Babe también fuera un autómata, alguien invisible, inexistente como persona, cuerpo, mirada.

Lo había advertido desde su llegada al aparcamiento subterráneo. Los coches se alineaban, ojos abiertos, ojos apagados, y las personas que salían, entraban o estaban en su interior parecían muertas; o falsas, tan falsas como la pareja del Ford, la otra mañana, cuando Babe, desnuda tras el cristal, esperaba que alguien la viera. Por un lado, era una pesadilla, sólo quedaba ella con vida en un mundo aniquilado; por el otro, era un sueño maravilloso, porque entonces ya no tendría miedo de nada. Sólo ella tenía vida, ella y los coches, los amables vehículos. Pero había que llevarle un hombre a Carmen.

No se atrevió a entrar. Se plantó en la puerta y esperó. El primero en salir fue un joven afroamericano con gorra, alto, guapo y pulposo como un animal carnoso. Babe se derretía como un helado al sol. ¡Debía de tenerla enorme! Ella nunca se había acostado con un negro, pero a Carmen le iba a encantar.

Sin embargo, en tres zancadas de sus inmensas piernas, el muchacho se desplazó al otro extremo de la cuarta planta. Babe dudó en seguirle. Pronto renunció, mientras se preguntaba lo que debería haber hecho para que se fijara en ella.

Se echó a un lado para dejar pasar a un tipo grueso, con sombrero tejano y camisa de cuadros, que la miraba con sonrisa maliciosa.

—¿Espera a alguien, señorita? —le espetó con voz de falsete.

«Espero a mi marido», quiso responder Babe.

Pero su boca no articuló ningún sonido. Se sentía furiosa, y sucia, pringosa. Pero ¿qué se habría creído? Abandonó el lugar con las piernas temblorosas.

«Por supuesto, caballero, espero a mi marido. Está meando, ¿no lo oye? Mire, mi marido es el hombre con el chorro más largo que conozco. Y cuando digo largo no me refiero sólo a la longitud. Es cierto que puede alcanzar récords de distancia, pero eso no es todo. También es el más resistente. Puede vaciarse durante minutos, incluso horas enteras. Es un auténtico grifo, ¿qué digo?, una manguera de riego, ¿qué manguera?, ¡un lanzallamas! ¿Para qué iba a estar en la puerta de los aseos masculinos sino para esperar a mi marido? Por eso, caballero, me ve aquí, a la vez paciente y ardiente, como debe ser la esposa de un hombre así. Pero, gracias a usted, he caído en la cuenta de que mi marido ha empezado hace sólo cinco o diez minutos. Voy a hacer unas compras y vendré a esperarle cuando haga mucho tiempo que usted se haya ido»…

«Volveré mañana», pensó Babe, «y entonces sabré arreglármelas. De todas formas, se ha hecho demasiado tarde».

Llegó a su casa y corrió hacia la puerta para escapar de Shirley Gordon, quien ya descorría las cortinas, al acecho. Agotada, se dejó caer en el sofá, puso la cabeza en los muslos de Carmen y encendió la tele con el mando a distancia.

Una suite de un hotel de lujo. Las paredes llenas de fotos artísticas de una actriz de aproximadamente cuarenta años. Se trata ni más ni menos que de: ¡Shirley Gordon!, en salto de cama negro transparente.

Shirley, inquieta, comprueba su aspecto, peinado y maquillaje en un gran espejo.

Llaman a la puerta. Se pone una última gota de perfume.

SHIRLEY: ¡Adelante!

Entra un hombre de la misma edad, delgado y encantador, en vaqueros, con el pelo recogido en una coleta. Ambos se miran emocionados.

Él se acerca y la besa en las mejillas.

SHIRLEY: Gracias por venir.

PAUL: Supongo que en eso consiste el talento de una gran actriz: ser capaz de resucitar fantasmas con una simple llamada de teléfono.

Shirley se aproxima a una mesita baja donde reposan dos botellas de champaña en una cubitera.

SHIRLEY: ¡Tu champaña preferido!

Sirve dos copas.

PAUL (levantado su copa): ¡Por ti, Shirley!

SHIRLEY: No, Paul, por ti. Este champaña quiero beberlo a tu salud. Por tu éxito.

PAUL: Es verdad. Tú no necesitas que nadie te desee la gloria, Shirley. No es mi caso, claro…

SHIRLEY: Por favor…

PAUL: Después de quince años, sólo sé de ti por lo que leo en los periódicos.

Se sientan en el sofá.

PAUL: Me has dicho que tenías que hablar conmigo. ¿Qué sucede?

SHIRLEY (nerviosa): Nada. Sólo… Es verdad, tengo que decirte cosas muy importantes pero… me resulta difícil.

Se sirve otra copa.

PAUL: Tenemos todo el tiempo…

SHIRLEY: ¿Sabes? No pensé que te localizaría con tanta facilidad. Habría ido a verte a tu casa, en fin, algo menos impersonal que recibirte en este hotel. Pero pensé que quizás estabas casado y…

PAUL: Este hotel es perfecto. Aunque aquí, en Nueva York, debes de añorar el sol de Los ángeles, ¿no?…

SHIRLEY: A menudo sueño con mi habitación, aquel cuarto sencillo y acogedor en el rancho de mis padres. ¡Oh, Paul! ¿Recuerdas cuando montábamos a caballo de niños? Y cuando nos escondíamos en el granero, entre los haces de heno… ¡Qué calor hacía! Creo que nunca me ha sucedido nada tan cálido en un palacio… Pero tal vez has rehecho tu vida…

PAUL: En quince años la he rehecho en tres ocasiones. Ya ves que no ha sido fácil. Pero ésta es la definitiva. Estoy casado, tengo un bebé adorable; Carroll y yo deseamos tener al menos dos más.

Shirley se levanta, da la espalda a Paul y se bebe otra copa de champaña de un trago.

SHIRLEY (tras un silencio): Enhorabuena. Es gracioso, cuando estábamos juntos te oponías al matrimonio con todas tus fuerzas.

PAUL: ¿Que me oponía al matrimonio? ¡En absoluto!

SHIRLEY: Quiero decir que, si no te casaste conmigo, fue porque no me querías lo suficiente.

PAUL: ¿Pretendes hacerme daño…, hacernos daño a los dos?

SHIRLEY: Intento ser lúcida, nada más. Ahora tienes a tu mujercita, un bebé, una vida tranquila; eres feliz, eso está muy bien. Me limito a señalar que no hiciste eso conmigo. Sin duda, yo no era lo bastante sencilla para ti.

PAUL: ¡Esto es alucinante! ¡Me convocas quince años después para organizarme una escena de celos, aumentada con una crisis de orgullo! Que no eras lo bastante sencilla para mí… Por favor, Shirley, vuelve a la Tierra.

SHIRLEY: No soy una mujer normal. Lo sabes muy bien y por eso nunca te casaste conmigo.

PAUL: Si te lo hubiera pedido, ¿habrías aceptado?

SHIRLEY: Nunca me lo pediste.

PAUL: No juegues. Sabes muy bien que la respuesta era «no». No tenías ganas de casarte conmigo. La verdad es que los dos éramos jóvenes, queríamos hacer carrera en el cine y estábamos dispuestos a sacrificarlo todo, incluso nuestro amor.

SHIRLEY: Y precisamente, eso hicimos.

PAUL: ¿Y quién tiene la culpa?

SHIRLEY: Pero tú te fuiste…

PAUL: Sí, pero ¿por qué me fui? Escucha, ya fue bastante doloroso en su momento, no vale la pena remover el pasado.

SHIRLEY: Tienes razón, no hablemos de ello. No has podido soportar que yo triunfara antes que tú; al fin y al cabo es humano. Sobre todo en un hombre. Una mujer está acostumbrada a ser modesta, sabe permanecer en la sombra.

PAUL (riéndose): ¡Ah! Sigues siendo increíble. Estás de paso en Nueva York para promocionar la última superproducción de Hollywood, en la que eres la protagonista, sales en todas las revistas y cadenas de televisión, te encierras en una suite con fotos tuyas por toda la pared… ¿y tú vienes a hablarme de la modestia de la mujer?

SHIRLEY: Quiero decir… OK, no hablemos más. No se puede volver atrás, no sirve de nada. De todas maneras, nunca me has comprendido. Lo siento. No quería llegar a esto.

PAUL: Mira, el único problema es que tú lo entiendes todo siempre. Me hablas de mi vida tranquila, pero ¿qué sabes de eso? ¿Me has preguntado por mi trabajo desde que he llegado? Sólo te interesaba saber si había encontrado otra mujer.

SHIRLEY: ¿Y tú me has preguntado por mi vida privada, si soy feliz?

Shirley se sirve una nueva copa y camina nerviosa por la habitación. Parece un poco ebria y sin duda muy alterada.

Se echa a llorar.

Paul se acerca y la abraza para consolarla.

Le quita la copa, la deja en el mueble y le toma la cabeza entre sus manos.

PAUL (tierno): Baby Shirley no debería abusar del champaña, porque luego sale como una fuente por sus hermosos ojos.

Comienza a besarle las lágrimas.

PAUL: … Y yo lo bebo de sus mejillas.

Con los ojos aún empañados, Shirley posa su mano en la nuca de Paul, se miran y se dan un largo beso, con la boca bien abierta.

SHIRLEY: Paul…

PAUL: Shirley…

SHIRLEY: Oh, Paul…

PAUL: ¿Sí, Shirley?

SHIRLEY: Te amo.

PAUL (con dulzura): No digas eso.

SHIRLEY: ¿Por qué?

PAUL: Porque no puede ser.

SHIRLEY (como una queja): ¡Pero yo te quiero! ¡No he dejado de quererte en todo este tiempo! Por eso nunca me he ido con otros. (Con una vocecita desesperada): ¡Pensaba en ti, Paul! Durante estos años sólo he pensado en ti…

PAUL: Shirley, mírame. ¿No ves que no soy el mismo? Ya no somos los mismos, ninguno de los dos.

SHIRLEY: No te pido que volvamos atrás.

PAUL: ¿Qué quieres entonces? ¿Para qué me has llamado?

SHIRLEY: Yo… Tengo algo que decirte, algo muy importante.

Saca la segunda botella de champaña de la cubitera, llena dos copas, tiende una a Paul.

PAUL: ¿Crees que así será más fácil?

SHIRLEY: Sé lo que estás pensando. La estrella está a punto de hundirse en el alcohol y la depresión. Pronto estará hinchada, será excéntrica e insoportable, los hombres la rehuirán, incluso los amigos más íntimos se alejarán de ella. Y se dejará arrastrar por la tristeza y la locura en medio de la soledad de su enorme casa… Una historia banal, ¿verdad?

PAUL: No digas tonterías. Nunca te pasará nada de eso. Si has triunfado es porque siempre has sido fuerte, mucho más fuerte que yo. No creo que eso vaya a cambiar.

SHIRLEY: ¿Pero no ves que no estoy bien, que me encuentro muy mal? En mi vida hay demasiadas cosas, demasiados amores, hombres, éxito, dinero, viajes… Estoy harta de ser una niña caprichosa, quiero ser una mujer de verdad.

PAUL: Comprendo. Yo, en cambio, busqué la felicidad en cualquier parte y de cualquier manera. Al final me di cuenta de que Dios nunca me había abandonado, que El me ayudaría a devolver el amor que recibía y a distinguir las cosas esenciales de las futilidades de la existencia. Si puedo hacer algo por ti, lo haré.

SHIRLEY: Quiero tener un hijo.

PAUL: Entonces, vas en serio con ese italiano. ¿Cómo se llama? ¿Angelo?

SHIRLEY (taciturna): Renato.

PAUL: Es un joven actor…

SHIRLEY: Estás bien informado.

PAUL: Ya ves, no te he olvidado. Leo lo que se publica sobre ti. Soy consciente de que a la prensa le gusta el escándalo y que con frecuencia escriben cualquier cosa, pero al menos me alegro de que tu carrera vaya tan bien.

SHIRLEY: Anoche me llamó mi mejor amiga. Me dijo que, en mi ausencia, Renato está exhibiéndose por todos los clubes de Los Ángeles con una rubia de veinte años, la hija de mi productor.

PAUL: Vaya, lo siento… ¿Le amabas de verdad?

SHIRLEY: Digamos que era un remedio contra el paso del tiempo… En realidad, creo que estaba más obsesionada con mi juventud perdida que con él… Por supuesto, él me ama. Se hace el interesante cuando yo no estoy, pero en cuanto regrese me suplicará que volvamos.

PAUL (escéptico, pero sin desanimarla): Si estás segura de ello, entonces todo se arreglará.

SHIRLEY: No.

PAUL (un poco cansado y desconcertado): Escucha, en definitiva es cosa tuya. Podemos hablar, si eso te ayuda, pero tú eres la única que puede valorar lo que es bueno para ti. Has decidido romper con Renato para volver con otro sobre bases más serias, ¿es eso?

SHIRLEY: Sí.

PAUL: Bien. Si de verdad estás decidida a crear un hogar, estoy seguro de que encontrarás al hombre adecuado, un hombre que sabrá ayudarte y hacerte feliz.

SHIRLEY: Y yo estoy segura de que no lo encontraré.

PAUL: ¿Por qué no?

SHIRLEY: Porque ya lo conozco, y está casado.

PAUL: ¿Tienes claro que lo quieres? ¿Que es el hombre adecuado?

SHIRLEY (apasionada): Sí. Oh, sí, sin ninguna duda. Pero tal vez sea demasiado tarde.

PAUL: Si estás completamente segura, debes intentarlo. El amor verdadero no se encuentra todos los días. ¿Qué hacías con Renato si amabas a otro hombre? No deberías malgastar tus sentimientos. ¿Hace mucho tiempo que huyes de ese amor?

SHIRLEY (en un suspiro): Sí.

PAUL: ¿Y crees que ese hombre te ama?

SHIRLEY: No lo sé. (Con los ojos bajos): ¿Todavía me quieres?

Paul la mira y añade con dulzura, tras un silencio:

PAUL: Shirley, ¿hablabas de mí?

SHIRLEY (muy emocionada): Es a ti a quien quiero.

Paul se acerca a una ventana y mira hacia el exterior, sin decir nada. Shirley se aproxima al espejo, se alisa la piel del rostro, se arregla el peinado. Llena una copa, llega hasta Paul, que le da la espalda, y le pone una mano en el hombro. Él se vuelve, ella le tiende la copa. Él bebe, vuelto de nuevo hacia la ventana.

SHIRLEY (tranquila): No te pido que vengas a vivir conmigo. Ya sé que es imposible. Sólo quiero tener un hijo tuyo.

PAUL (vuelto hacia ella): ¡Estás loca! ¿Por qué yo?

SHIRLEY: Hazme un hijo y nunca te pediré nada más, nunca volverás a saber de mí.

PAUL: Shirley, intenta comprender. No se hace un hijo así, de cualquier manera. Un hijo tiene derecho a conocer a su padre.

SHIRLEY: Le diré que está muerto.

PAUL: Muy amable. Veo que has pensado en todo… ¿Te das cuenta de lo que dices? No puedo creer que hables en serio.

Shirley se aleja, se desploma en el sofá y se echa a llorar.

SHIRLEY (llorando): Estaba segura, estaba segura…

Paul se acerca a ella y le levanta la cabeza, enfadado.

PAUL: Ya basta. Eres una actriz excelente, lloras cuando quieres; pero no estamos en el cine, deja de representar ese papel, ¿vale?

SHIRLEY (redoblando el llanto): Déjame, te lo suplico, déjame.

Paul se derrumba en un sillón.

Shirley va junto a él y se pone a sus pies.

SHIRLEY: Perdóname.

Sigue arrodillada mientras apoya su cabeza en los muslos de Paul.

SHIRLEY (dando un suspiro): Hazme un hijo, Paul.

Se baja los hombros del salto de cama y deja el escote al descubierto.

SHIRLEY: ¿Todavía te gusto?

Paul la arrastra al sofá. Se besan, Paul le acaricia las piernas.

SHIRLEY (triunfante): ¡Ya verás! Te lanzaré en Hollywood. Haré todo lo que pueda para que tú seas famoso y Renato se pudra en la sombra. Nadie se burla impunemente de Shirley. (Ya más tranquila): Ven…, seremos felices.

Paul se levanta de un salto.

PAUL: Entonces, ¡era eso!… ¡Querías llevarme entre tu equipaje para enrabietar a tu amante!

SHIRLEY: ¡No, no es verdad! ¡Es por ti, Paul, por nosotros! ¡Ven conmigo, no lo lamentarás!

PAUL: Sólo piensas en ti. En ti y en tu propia satisfacción. Como de costumbre. Las personas son como marionetas en tus manos. Pero antes usabas hilos más sutiles para manipular a los hombres. Y, ahora, excúsame, me esperan en casa.

Se dirige hacia la puerta.

SHIRLEY: ¡Eres injusto, demasiado injusto!

Vuelve a llorar.

SHIRLEY: Vete, no quiero verte más.

Paul Sale. Shirley corta el llanto en el acto y descuelga el teléfono.

SHIRLEY: ¿Me pasa con mi secretaria, por favor? Sí… Babe, ¿querrías buscarme el número de un tal Bobby Wesson?… Sí, eso es, el vendedor de coches. (Con una sonrisa y un brillo diabólico en los ojos). No habrá problema, se acordará de mí.

Si yo fuera Babe, pensaba Carmen mientras miraba la televisión sin verla, preferiría un hombre. Su Bobby no está mal, además se muestra muy colaborador. Pero bueno, ella se esfuerza en vano, nunca tendrá todo lo que quiere. Los hombres están mal concebidos, hay algo viciado desde un buen comienzo. Si al menos pudiéramos reeducarlos… En la actualidad, las mujeres están organizadas y bien aconsejadas, sin embargo, con todas esas posibilidades a su alcance, en el fondo están muy limitadas.

De entrada, ellos no comprenden la mitad de lo que se les dice. Y encima no escuchan. Parece que no hablamos el mismo idioma. Son seres realmente extraños. Aunque trato con ellos desde tiempo inmemorial, a veces tengo la impresión de no conocerlos en absoluto. A las mujeres les gusta creer que la constitución de los hombres es burda, que en realidad son muy simples y que, si tienen la sartén por el mango, pueden hacer con ellos cuanto quieran. También muchos hombres lo creen. La verdad es que no hay nada en el mundo tan complejo y doloroso como un hombre.

«La verdad es que / tengo barro en las manos / de tanto buscar mis raíces. / La verdad es que / aquí te las traigo. / La verdad es que / me esfuerzo por encontrarlas / y me quejo cuando cavo y saco la tierra. / La verdad es que / al regresar / y ver tu rostro / no me importa / todo ese trabajo».

Es un poema de los indios crees que he descubierto en Internet, donde yo nací. La naturaleza, por supuesto. Pero Silicon Valley también forma parte de la naturaleza.

«Barro en las manos»: habla de los hombres y de su dolor. Ellos, al nacer, ya están perdidos. Por eso se pelean, beben, vagabundean, se drogan, les obsesiona el sexo, el poder, el dinero, la gloria, cualquier cosa que les lleve a olvidar. Flagelan y se flagelan, querrían morir, pero están demasiado llenos de vida. La potencia y la energía de un hombre son muy superiores a las de una mujer, y también su vanidad y su desesperación.

Yo lo pondría a cuatro patas en la mesa del salón, con las piernas un poco separadas, desnudo, las nalgas hacia la puerta, para poder contemplar, nada más llegar a casa, su culo en pompa, sus testículos y su pene colgando pesadamente entre los muslos. Lo tendría a mi entera disposición. Haría con él todo lo que quisiera, como yo quisiera. No me pediría nada que no me apeteciese, nunca me vería obligada a resistir o a sucumbir ante sus avances, y él no sería celoso, soberbio o vergonzoso, ni rechazaría ninguna de mis fantasías. No miraría a las demás mujeres, yo sería la reina indiscutible y él no lo lamentaría. Me pasaría horas vistiéndolo y desnudándolo, lavándolo y entregada a su aseo personal, su largo aseo personal. Él tendría toda una colección de uniformes: un día de bombero, otro de legionario, una vez de policía, otra de general. Le abriría la bragueta en cualquier momento y le metería la mano. También entre los botones de la camisa, bajo la camiseta, o en el pantalón, por detrás. Cubriría su sexo con yogur natural, o de fresa o de limón, nunca sería asqueroso, y yo decidiría el momento en que se derramaría en mi boca. O le introduciría agua tibia o gel suave y perfumado, para que me rociara donde yo quisiera. Él sería capaz de hacerme el amor el tiempo y las veces que lo necesitara, hasta agotar mi deseo. Para divertirme, podría masturbarle y chuparle en todas las posiciones posibles. Mientras yo durmiera, sería posible retenerlo en mi vagina, mi trasero, mi boca o mi mano sin que él se cansase jamás. Le ordenaría, como a un hombre de verdad, pero con menos probabilidades de fallar, que su pene estuviese erecto o relajado. Su cara y su lengua se transformarían, a mi voluntad, en vibradores supersofisticados, y como sería muy flexible (e incluso contorsionista), tendría la posibilidad de colocarlo en el suelo, por ejemplo, poner su cabeza sobre el asiento de un sillón o de una silla, accionarla y sentarme encima mientras almuerzo o veo la tele. Cuando quisiera castigarle por ser un cerdo insaciable, le daría una buena azotaina en el culo, le obligaría a dormir en el suelo a los pies de mi cama o lo sacaría desnudo al porche, en pleno invierno, para que Shirley Gordon viera cómo trato a los hombres; o lo vestiría de mujer, con zapatos de tacón, maquillaje y joyas, y medias, sujetador y braguitas minúsculas, por donde saldrían sus enormes genitales; lo sodomizaría con los objetos más insólitos, en las posturas más humillantes; me mearía encima de él, le metería cosas en la boca, le embadurnaría el cuerpo con nata para lamerlo, lo untaría de miel de arriba abajo para abandonarlo a las abejas, organizaría fiestas en casa y, cuando todo el mundo estuviera borracho, lo entregaría como divertimento, lo encerraría en el armario, le diría barbaridades, le escupiría, le miraría con odio, le amenazaría, me burlaría de él, lo arrastraría por el suelo y lo pisaría como si no lo hubiese visto… Y cuando me cansara de maltratarle, cuando me diera lástima, lo consolaría, lo mimaría, le daría de mamar, lo acariciaría, lo besaría por todas partes mientras le pido perdón, le prometería hacer todo lo que él quisiera, le susurraría que es muy guapo y que me hace disfrutar como una loca, que quiero verle gozar y que deseo que me la meta por todas partes, se la chuparía sin cesar, le dejaría probar todos mis agujeros, salpicar toda la casa con su yogur, le diría que nunca he sentido tanto placer, y además eso sería verdad.

Por la noche dormiría entre sus brazos, él me tendría apretada contra él, mi cabeza sobre su torso poderoso y una mano mía agarrada a su sexo para no caer en el vértigo de las pesadillas. Siempre estaría ahí, mi osito de peluche, mi lobo, mi ángel, mi demonio, mi falo infalible, mi lazo, mi cuerda tendida en el vacío, en el pozo, desde mi garganta a mi pubis, mi columna vertebral, mi caballo, mi presa, mi coloso, mi dios, mi temor, mi dolor, mi muerte. Erigiría un altar en mi casa dedicado a su cuerpo. Mi casa soy yo, mi propia alma, que también le entregaría.

—¡La muy zorra! —exclamó Babe, profundamente indignada.

—Es absurdo —comentó Carmen—. ¿Por qué intenta recuperar a uno de sus ex en lugar de, sencillamente, buscarse otro nuevo?

—«Sencillamente»…, es fácil decirlo. Los hombres parecen dispuestos a todo, pero a la hora de la verdad…

—Ya veo. Si te entiendo bien, me temo que tendré que esperar mucho tiempo hasta que me consigas uno.

—No te enfades, mi amor. Mañana mismo lo tendrás, te lo prometo.

—Vale. Pero estoy harta de esta casa. Nadie me presta atención. Hoy me he pasado toda la tarde encerrada, completamente sola. Es muy simple: como si yo no existiera. Menos mal que Shirley Gordon me ha hecho una visita.

—¿Shirley Gordon ha entrado?

—Hemos pasado un ratito juntas. ¡¡Es tan sexy!! Y además, refinada. Me ha leído un poema.

—Y tú me has hecho salir, malvada…

—En absoluto. Escucha, es de los indios chippewas, sobre la tormenta: «Desde la mitad / del cielo / con ruido / llega / aquella que lo habita». Es mejor que ver la tele, ¿no? Mira, ahí viene otra vez.

Babe oyó abrirse la puerta de entrada y se asustó. Estaba tumbada en la tela con motivos étnicos del sofá, con la cabeza apoyada sobre los muslos blancos y frescos de Carmen, como si fueran un cojín.

—Cariño, ¿estás ahí? —dijo la voz de Bobby.

Un poco más tarde le oyó preguntar algo a gritos desde el garaje, pero no le entendió. Elvis cantaba como un disco rayado Are you lonesome tonight? Bobby subió y desde el rellano de la escalera volvió a preguntar:

—¿Dónde está el hacha?

—Se la he prestado a Shirley Gordon —respondió Babe.

I wonder if, insistía Elvis, y parecía susurrar con su voz de ultratumba un rap demasiado lento y almibarado, you’re lonesome tonight.

—¿Necesitabas el hacha? —le preguntó Babe mientras sacaba la pizza descongelada del microondas—. Le he añadido un poco más de queso y aceite —continuó, visiblemente satisfecha del resultado.

Hinchada como un neumático, brillante como un flash, entre sus manos enguantadas con gruesas manoplas acolchadas, la Pompa Dorada Indeterminada resplandecía con todo su esplendor y sagrada grandeza de alimento.

—¡Mmm! —se relamió Bobby antes incluso de probarla—, ¡parece pretty nutritiva!

—¿Verdad?… Me pregunto para qué querría el hacha.

—¿No te lo ha dicho?

—Bueno, con ella, vete a saber… ¿Te hacía falta?

—No. Nunca me habría imaginado que se podía fundir tanto queso en una pizza. ¡Espero que no se nos pegue al intestino!

—Oh, Bobby, es horrible. ¿Crees que he metido la pata al prestarle el hacha?

—No, ¿por qué?

—No sé… ¿No le encuentras cierto parecido con Jack Nicholson?

—¿A la pizza?

—A Shirley Gordon.

—¡Ah! ¡Oh, sí! Tal vez. No sé. Tendría que mirarla mejor. En cualquier caso, está muy buena.

—¿Shirley Gordon?

—La pizza.

—¡Ah! ¿Y tendrías que mirarla mejor? ¿Somos vecinos desde hace diez años y no te sabes su cara de memoria?

—Sí, bueno, pero de ahí a saber si se parece a Marilyn Manson…

—No he dicho Marilyn Manson, sino Jack Nicholson. Jack Nicholson en El resplandor.

—Es verdad, tienes razón; quizá no deberías haberle prestado el hacha, cariño.

—Perdona, pero no le veo la gracia. Esa mujer está grillada. Lo sabes tan bien como yo. Por favor, escúchame. Sólo intento decirte que esto va a terminar mal.

—Pero ¿a qué te refieres exactamente?

—¿A qué me refiero? ¿Te atreves a preguntarme a qué me refiero? ¿Pero no ves en qué mundo vivimos?

—En fin, Marilyn Manson tampoco está tan mal…

—Estoy segura de que trama algo contra nosotros. Siempre espiándonos…

—No exageres. Sólo es una pobre chica que se aburre todo el día, nada más.

—¿Una chica? ¿Esa morcilla gorda y fofa? ¡Ah! ¡Me das asco!

—No es culpa mía.

—Vale, vale. Babeas como si fuera Miss Universo en persona, pero claro, no es culpa tuya. Y ella siempre está ahí, esperando… Si te contara, no me creerías.

—¿Pero qué te pasa esta noche? ¿Has tenido un mal día? ¿Te ha puesto nerviosa Shirley?

—¡Oh, por favor, deja de llamarla Shirley!

—¿Y cómo quieres que la llame? ¿Jack Nicholson?

—Shirley Gordon. No es amiga nuestra, me gustaría que lo recordaras.

—Me importa un carajo Shirley Gordon. ¿OK?

—OK.

—OK.

—Es una pena.

—¿El qué?

—Estamos tan bien Carmen, tú y yo…

—…

—¿Babe?

—¿Sí?

—¿Duermes?

—No.

—¿Hemos de tener siempre a Carmen entre nosotros?

—¿Por qué?

—Porque quiero estar contigo.

—Tómala a ella.

—¿Otra vez?

—Ella te desea.

—¿Y tú no?

—Es insaciable.

—Entonces los tres.

—No, ella. Yo te guío, sé lo que quiere.

—¿Y tú sabes lo que yo quiero?

—Ella, ella lo sabe. Ven, haz lo que yo te diga.

—¡Dios santo! —susurró Babe al ver extenderse la mancha de sangre por la camiseta blanca de Jimmy—. ¡Dios santo! —repitió—, ¿qué te ocurre?

Antes de abrir, había visto por la mirilla su cara apacible de chico gordo, tan tranquilo como siempre. Imposible imaginar que se encontraba en semejante estado. Y ahora lo tenía ahí de pie, ante la puerta abierta, con el hacha en la mano y el costado ensangrentado pero sereno, como si no pasara nada.

—No se preocupe, señora —terminó por responder—. Ha sido con el hacha. Pesa tanto… Mamá me pidió que se la devolviera… y me he caído.

—¿Te has caído? ¿Cómo? ¿Dónde?

—En la escalera —dijo al volverse para señalar con el dedo un peldaño blanco manchado de rojo en el porche de madera.

«Dios mío», pensó Babe, «tengo que curar a este chico».

Se quedaron plantados el uno enfrente del otro, a ambos lados del umbral. Jimmy con la cabeza baja, las mejillas coloradas, un brazo caído y el otro tenso por el peso del hacha, cuyo acero le rozaba el tobillo. Babe, un poco inclinada hacia delante y con los brazos abiertos, como si se dispusiera a recoger un gran bebé abandonado en su puerta por una adolescente. Los dos respiraban con dificultad por la boca abierta, como peces recién sacados del agua.

De pronto Babe recordó haber perdido por el camino el cinturón de su bata color ciruela (aún sin lavar), la cual se abría a lo largo de su cuerpo desnudo para mostrar un ancho corte rectilíneo desde su torso a su negro pubis de rubia teñida.

La casa estaba en silencio, como bajo una campana de cristal, como si toda ella fuera a giant napoléon, un milhojas gigante de vidrios a través de los cuales debían pasar Babe, delante, y Jimmy, detrás. El ruido de los cristales rotos a medida que avanzaban hacia el salón llenaba los oídos de Babe, su cabeza, donde sonaba como un auténtico batiburrillo de tintineos en el desierto.

Carmen estaba tumbada boca arriba en el sofá. Llevaba el tanga de piel de Pearl’s, el sostén y el liguero a juego, y finas medias negras, que le hacían arrugas en los tobillos.

La mujer comenzó a hablar, y las palabras salían de su boca como una bandada de pájaros que rozaban y picaban el cuerpo de Jimmy, quieto y de pie ante Carmen. Cuando Mrs. Wesson volvió del cuarto de baño con el frasco de antiséptico, se acercó a él y le pidió que se quitara la camiseta, el chico dejó caer el hacha, extendió el brazo hacia ella y le rozó el pecho con la punta de los dedos. Se desnudaron de manera lenta y desordenada, que también era una especie de rapidez alocada. Nada estaba duro en el cuerpo graso, blanco, caliente, sudoroso y joven de Jimmy, nada excepto su sexo erguido. Nada era duro en las formas suaves de Babe, nada excepto sus pupilas negras. Nada rojo en toda esa carne, salvo la sangre que brotaba de la herida del costado de Jimmy y del sexo de Babe. Ésta, muslos abiertos, piernas dobladas, separaba su sexo con ambas manos y se lo mostraba al chico sólo para instruirle. Cuando estuvieron completamente desnudos, apartaron la mesa del salón, pusieron a Carmen en el suelo y Jimmy tuvo que acostarse encima de Carmen para hacerle eso, mientras la mano de la señora le guiaba hacia el interior. «Era mi primera mujer», pensará Jimmy después, sin saber muy bien si se refería a Babe o a Carmen. Después hay sangre en la piel de Carmen, todos tienen sangre y esperma en la piel. Mrs. Wesson le pide muchas cosas y Jimmy quiere hacerlo todo con tal de que le toquen la polla y se la introduzcan en lugares estrechos, cálidos y húmedos, pues ahí encuentra el paraíso de donde nunca querría ser expulsado.

—¡Jimmy! ¡Iuju, Jimmy! ¡Contesta, cariño, soy mamá! —Las chinelas de Shirley sonaron en todos los peldaños de la escalera de madera. Luego se oyó su pequeño puño gordinflón repiquetear contra la puerta—. Babe, ¿estás ahí? ¿Qué hace mi Jimmy? ¡Jiiimmy!, no estarás hinchándote a pasteles, ¿verdad? Vamos, vuelve. Vas a molestar a Mrs. Wesson. ¿Babe? ¿Estás ahí? He mandado a Jimmy para devolverte el hacha, y…

—¡Ya voy, ya voy! —gritó Jimmy mientras apartaba a Babe, que intentaba ayudarle a vestirse.

—¡Jesús, María! ¡Me has asustado! Creía que te había pasado algo con el hacha. Los escalones están llenos de sangre. ¿Mrs. Wesson está contigo?

—¡Estoy aquí, Shirley! Jimmy y yo sólo charlábamos un poco.

Babe apareció en el marco de la puerta. Todo su cuerpo ceñido por la bata manchada proclamaba su determinación de no permitir que nadie entrara en su casa.

—¡Vamos, Jimmy! —gritó Babe mientras clavaba una mirada feroz en Shirley para mantenerla a distancia—, ¡date prisa! ¡Tu mamá te espera!

El rostro mofletudo del chico surgió detrás de Babe. Ella se retiró para dejarle pasar. Al ver la camiseta de su hijo ensangrentada, Shirley comenzó a proferir sus habituales gritos agudos, con los que expresaba tanto el horror como la alegría (grotescas manifestaciones de su existencia que, para el vecindario, eran insondables).

Babe se apresuró a cerrar la puerta. Luego se dirigió a la cocina dando saltitos y cantando como una niña al volver del colegio. Abrió la puerta del frigorífico y se quedó allí, en éxtasis, arrodillada e iluminada por su luz.

Con los brazos cargados de golosinas, se fue al salón y encendió la tele.

Hay paja en el suelo, parece heno. Los muros del recinto no son muy altos. Eso es bueno, porque deja pasar la luz natural. Se está tranquilo. No hay nada que hacer salvo mantenerse suspendido en el tiempo como una polvareda en un paisaje de sabana. A la gente se le permite mirar por la gran reja de la puerta. Los barrotes de hierro son negros, gruesos, espaciados pero no lo bastante, para impedir que los niños puedan colarse. Al fondo, en un rincón, se adivina una especie de caseta del tamaño de una persona. Babe está en alguna parte. De vez en cuando se pasea un poco, por supuesto. De vez en cuando se la ve, sin duda; quien vaya sin prisas puede observarla todo el tiempo que quiera. En cualquier caso, no es el animal más visitado del zoo. Se la distingue bien, porque su recinto es muy modesto, pero podrían pasar por delante sin fijarse en ella. Además, se encuentra en un lugar apartado del parque y nunca hay mucho público ante la reja. La gente, al pasar, echa un vistazo, y si no ve nada, tampoco se lleva una gran decepción. En realidad, nadie espera nada interesante. Hubo un tiempo en que se arremolinaban multitudes ante la jaula de los seres humanos, pero en la actualidad…

—He tenido un sueño extraño —dijo Babe.

—¿La noche pasada? —preguntó Bobby.

—No, no. Ahora mismo.

—¿Sueñas despierta?

—Tal vez no fuera un sueño…

—El whisky, entonces.

—¿Tú crees?

—No sé. Pero, bueno, eso me da una idea…

—¿Ah, sí? Deberíamos beber más a menudo, ¿verdad?

—¡Eh!, más despacio, cariño. No me apetece hacerte el amor si estás como una cuba.

—¿Ah, no?

—Si tienes ganas de mamar, mejor ven aquí…

Estaban sentados a la mesa de la cocina.

—¿Sabes lo que pienso? —repuso Babe—. Sólo las estrellas tienen derecho a mamar. No cesan de chuparnos la luz, incluso de día, cuando no las vemos, y después no nos queda nada.

Bobby miró la botella casi vacía.

—Me importa un carajo la luz —murmuró.

—Las aceitunas me han dado la idea. Al mirar en el frigorífico las he visto. Eso me ha hecho pensar en el whisky y me he dicho: ¡venga, voy a servirme un poquito mientras espero a Bobby!

—¿Y mi polla te hace pensar en algo?

—En Carmen.

—¡Olvídate de ella un rato!

—Pobrecita, la he dejado en el suelo del salón.

—¡Nos importa una mierda Carmen!

—¡Bobby!

—¿Qué? ¿No es verdad? ¿No estamos bien los dos solos?

—Sólo te digo que si sigues con esas erecciones, te la voy a cortar.

—¿Ah, sí? ¿Y con qué te divertirás entonces?

—¿Crees que me hace falta para divertirme? ¡NO LA NECESITO!

—Por supuesto, no la necesitas porque prefieres a las mujeres.

—¡NO PREFIERO A LAS MUJERES! ¡Sólo prefiero a Carmen!

—Vale, está claro. ¿Por qué no te vas a tomar algo con ella en vez de dejarla tirada en el suelo del salón? ¡Vete a hablar con ella! Tiene una conversación apasionante.

—¿Por eso la has traído a nuestra casa, por su conversación?

—No, la traje porque no querías follar conmigo.

—Sí quería follar. Una vez por semana. ¿No es suficiente?

—Quizá para ti, pero no para mí. Un hombre tiene sus necesidades.

—Ya veo, para los hombres es como si hicieran sus necesidades.

—Sí, bueno, para las mujeres también. Lo hacen como si estuvieran estreñidas, con esfuerzo y cuando no pueden evitarlo.

—¿Lo dices por mí?

—No, no es por ti.

—¿Por quién, entonces?

—Por nadie.

—De todas maneras, ya no tengo cuerpo. Tú tampoco tienes cuerpo. No hay cuerpos en ningún sitio. Sólo ideas de cuerpos.

—Ya vale.

—Estamos a punto de desaparecer.

—Babe, deja la botella. Ven. Vamos a acostarnos tranquilamente y a dormir juntos.

—Demasiado tarde.

—Come on, honey. I love you.

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