Sara

Sara


Primera parte » Abram

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Ella supo, sin ni siquiera verlo, que estaba allí, a su espalda. Él, el esposo. Vio el cuenco de madera que abandonaba la mano de su padre para pasar a la de aquel hombre, y creyó que su corazón iba a estallar.

A su vez, el esposo se inclinó para llenar el cuenco. Su hombro desnudo rozó la cadera de Sarai. Ella respiró el violento olor de su cabellera aceitada con mirto. Los dedos que iban a tocarla se reflejaron en el agua perfumada.

Pero Sarai saltó entonces de la pileta y, chorreando agua, tomó su túnica del suelo y corrió hasta el extremo del estrado donde se encontraban las mujeres. Egimé fue la única que se interpuso en su camino; Sarai la empujó sin miramientos. Oyó el ruido de una caída y algunos gritos. Corrió atravesando una estancia, otra luego. Los cantos habían cesado, vio el rostro estupefacto de una sirvienta y siguió corriendo hasta el jardín. Sabía por dónde pasar: por los canales y las alboreas, podía pasar de uno a otro, llegar a las calles de la ciudad bajo los muros de palacio.

Seguía hacia adelante, sin más objetivo que huir lo más lejos posible. Entre los altos muros de adobe, las calles eran estrechas y sombreadas, a veces sólo lo bastante amplias para dejar pasar a tres o cuatro personas de frente o a un asno con sus albardas. Ante la pasmada mirada de los viandantes, se deslizó sin reducir su carrera entre los sacos y los cestos de los vendedores ambulantes.

Sin aliento, finalmente llegó al gran canal que flanqueaba la muralla de la ciudad real de Ur y que, por sus mil ramificaciones, distribuía el agua del Éufrates a los templos, a los palacios reales y a las moradas de los poderosos. Llegando por el oeste y por el sur a las puertas que daban al río, rodeaba la ciudad noble como una isla, la separaba y la purificaba de las mancillas de la ciudad baja, donde vivía el pueblo bajo.

Agazapada a la sombra de un muro, Sarai intentó reconocer entre la multitud a los sirvientes o a los esclavos a los que su padre podría haber ordenado que fueran tras ella. No vio a ninguno. La sorpresa debía de haber sido tan grande que estaba ya lejos antes de que se lanzaran en su busca.

Ahora tenía que alcanzar de inmediato una de las puertas. Sin embargo, vaciló. ¿Le permitirían los dioses cruzar la muralla?

Debía de tener un extraño aspecto, apresuradamente cubierta con su toga de borlas y desordenados pliegues, con los ojos negros de khol, la cabellera como una diadema caída durante su carrera. Adivinó de antemano la mirada de los guardias que vigilaban estrechamente las entradas y las salidas de la ciudad noble, tan asombrada como la de los viandantes con los que se había cruzado hasta el momento.

Pensó por unos instantes: ¿y si volviese a la casa de mi padre? Sililli podría ayudarme a entrar en mi habitación. Debe de estar llorando y llena de inquietud. Estará muy contenta al verme. Sin duda ya no se habla de esposo y esposa. Sin duda, humillado, insultado por su ira, el tan noble esposo que le había encontrado su padre ya debía de estar fuera de la casa, una casa cuyas habitaciones debían de resonar, todas, con el furor de Ichbi Sum-Usur.

No, no podía regresar. Todo había terminado. Desde el instante en que vio a aquel hombre, su esposo, en el estrado, su decisión estuvo tomada. Nunca más vería a Sililli, a sus hermanas, a su padre, ni siquiera a Kiddin, lo cual no lamentaba demasiado. Su gesto, realizado ante todos, la convertía ahora en una muchacha sin familia. Todo lo que importaba era escapar de los soldados que, cuando se acercaba el crepúsculo, devolvían a cada cual a su casa y expulsaban a los vagabundos de la ciudad noble. Encontraría un abrigo para pasar la noche fuera de los muros. No era el momento de compadecerse por su suerte; al contrario, tenía que endurecer su corazón y dar pruebas de valor. Mañana tendría todo el tiempo para reflexionar, más y mejor.

Con un paso que intentó dar con la mayor naturalidad posible, retrocedió para zambullirse en la sombra rojiza de una calleja poco frecuentada. En su carrera, había descubierto un callejón casi obstruido por una pared medio derrumbada; penetró en él.

Al abrigo de las miradas, deshizo su peinado, retiró los alfileres de cuerno a cuyo alrededor había enrollado Sililli sus mechones. Hubiera sido preferible deshacer las trenzas, pero no tenía tiempo para ello. Se limitó a ponérselas en el cuello. Usando un faldón de su toga, se frotó los labios y los ojos, esperando quitar el maquillaje. Tras ello, se desnudó y desgarró el dobladillo de su túnica para arrancar las borlas de esposa que aún colgaban. Y, siendo consciente de que realizaba un gesto irremediable, las arrojó entre los adobes.

Rápidamente, dio vuelta a la tela para que el tejido pareciese menos lujoso, luego se envolvió con ella y se cubrió la cabeza. Esperaba que los guardias sólo vieran en ella a una sirvienta, tal vez, aunque lo bastante noble para no llamar su atención. Con una reciente confianza e, incluso, una alegre excitación, cruzó de nuevo el muro para llegar al canal y alcanzar la puerta del norte.

Pero, instantes más tarde, su reciente seguridad se debilitó.

La muralla de la fortificación de Ur, construida desde hacía mil años, era gruesa como cincuenta hombres y alta como cien. Sólo en el reino de Shu-Sin I, hijo de Shulgi, Nippur poseía tan formidables murallas. Unas puertas permitían pasar en los cuatro puntos cardinales; puertas reforzadas de bronce, tan pesadas que eran precisos cincuenta hombres y bueyes para moverlas. Ahora que Sarai estaba lo bastante cerca, veía deambular a los guardias, empuñando la lanza, con cascos, y protegidos por capas forradas de cuero, observando con vigilante mirada a quienes entraban o salían.

Sin embargo, los dioses decidieron facilitarle las cosas. Con gran estruendo, llegó una procesión que regresaba de los grandes templos de Sin o de Ea hasta la ciudad baja. Detrás de los músicos, unos hombres llevaban literas cubiertas de flores donde se levantaban las estatuillas de sus antepasados. A su lado, jóvenes sacerdotisas, vestidas con la simple túnica de los templos secundarios, sin cinturones ni joyas en el peinado, transportaban pebeteros de los que escapaba el ácido humo de la caña y la goma de bidurhu. Detrás se apretujaba una muchedumbre. A Sarai no le costó ocultarse en ella; sólo una muchacha de su edad la miró con cierto asombro cuando se puso a su lado.

La procesión cruzó el puente de madera que atravesaba el canal. Los guardias se alinearon a ambos lados de la puerta, como debían hacerlo. Sarai contuvo el aliento al sumirse en el frescor del muro; éste era tan grueso que le parecía avanzar por un túnel. No oyó ningún grito ni llamada.

Al otro lado se extendían huertos y escaleras abiertas en una antigua muralla. De pronto, Sarai descubrió la inmensa ciudad baja. Centenares de calles se entrecruzaban, se perdían a lo lejos por decenas de us. Se adivinaban los techos a lo largo de toda la curva del río.

Fuera de los muros de la ciudad real, el desorden se adueñó de la procesión. Algunos muchachos escaparon del cortejo peleándose. Unos habitantes se apretujaron en los bordes de las calles para cantar, danzar y dar palmadas acompañando a los músicos. Algunos se arremolinaron en torno a los portadores de las parihuelas. Se arrojaron pétalos y cuencos de perfume o de cerveza sobre las estatuas. Los gritos, las risas y los saludos ahogaron los cánticos. Sarai aprovechó la confusión para internarse en la primera calle que vio.

Avanzó al azar durante largo rato. No reconocía nada de lo que la rodeaba. Allí, las casas eran sólo cubos encajados los unos sobre los otros. Las puertas eran batientes de madera o simples cortinas, los muros estaban cubiertos de un revoque blanco.

Iba y venía mucha gente. Pueblo llano, vestido con túnicas o taparrabos, calzado con suelas de mimbre, con las pantorrillas grises de polvo. Charlaban, reían, se llamaban, llevaban cestos o sacos, espoleaban jumentos o empujaban carretas cargadas de cañas o sandías. Algunos, hombres o mujeres, posaban en Sarai unas miradas de asombro, aunque sin verdadera curiosidad. Para ella, todo era extraño y pasmoso.

En toda su joven vida sólo había salido de la ciudad real media docena de veces, y siempre para dirigirse a los grandes templos de Eridú. Atravesaba entonces, con su padre, el río en barca, en dirección al oeste. A la ciudad baja, a la ciudad del norte, los prohombres no iban nunca; sólo sentían desprecio y desconfianza por ella. Las doncellas contaban que las calles, por la noche, hormigueaban de demonios de piel negra, animales de múltiples cuerpos, con mandíbulas y zarpas feroces, y otros horrores surgidos de las cavernas infernales bajo la tierra.

Allí, en la ciudad baja, los hombres y las mujeres estaban sometidos a los prohombres de Ur, sin ver nunca sus rostros. Cuando Ichbi Sum-Usur necesitaba artesanos o mercaderes que dependían de sus dominios, se dirigía a sus escribas, sus contramaestres o su administrador.

A Sarai le bastaba con mirar a su alrededor para comprender que no encontraría ayuda ni asilo. ¿Quién iba a acoger a una muchacha de la ciudad real, fugitiva por añadidura, sin temer la cólera de los prohombres? Aquello se sabría, y pronto. No había secreto posible en la ciudad baja. La gente vivía tanto en sus casas como fuera de ellas Las puertas solían estar abiertas, y los patios interiores a la vista de los viandantes. Los niños, las ocas, los perros e, incluso, los cerdos, iban y venían a su aire, llenando las calles y las callejas. A cada paso había que evitar las inmundicias, pero a nadie parecía incomodarle. Cada cual se dedicaba a sus asuntos, con la boca abierta de par en par, apretujándose como si nada en torno a los puestos donde se vendían y se cambiaban tanto alimentos como cuerdas, tejidos, sacos de grano o incluso asnos. El olor de las legumbres agriadas, de la carne y el pescado expuestos al calor se mezclaba con el de los cagajones de los asnos y los excrementos de los niños, que la tierra polvorienta no había absorbido aún. Era un hedor tan asfixiante que Sarai tenía que taparse la boca con el velo para respirar. Era la única, pero todos estaban tan ocupados que no le prestaban atención alguna. Hasta que una llamada le hizo dar un respingo:

—¡Hija mía, hija mía!

Sentada en el umbral de una casa, una vieja le sonreía, o hacía una mueca. Su rostro era todo arrugas en las que desaparecían los ojos. Su boca, desdentada, dejaba ver una lengua de un color rosa repugnante. Agitó un retorcido dedo hacia Sarai, invitándola a acercarse.

—¡Hierbas, hierbas, hija mía! ¿Quieres mis hierbas?

Una decena de pequeños cestos se alineaban a su lado, a lo largo del muro. Atestados de hojas, de semillas de todos los colores, de piedras, de cristales de goma. Sarai quiso huir, pero la mirada de la vieja la retuvo.

—¿Hierbas u otra cosa? ¡Ven, hija mía, no tengas miedo!

Su voz se tornó más suave. Se adivinaba en ella cierta amabilidad. ¿Acaso la suerte y los dioses le sonreían?, pensó Sarai. Tal vez aquella vieja pudiera encontrarle un refugio para pasar la noche. ¿Qué podía temer de una mujer como aquélla? Pero entonces la otra exclamó:

—¿Necesitas algo, oh, diosa? Cualquier cosa, Kani Alk-Naa te la venderá…

Al oír la palabra diosa, Sarai quedó paralizada. ¿Había reconocido la mujer, en ella, a una muchacha de la ciudad real? ¿O, sencillamente, estaba burlándose? Fingiendo indiferencia, la muchacha se inclinó hacia los cestos. No sólo contenían hierbas y semillas; algunos estaban atestados de esqueletos de animales, fetos, cráneos, entrañas secas y los dioses saben qué más. Estaba ante el antro de una bruja, ¡una kassaptu! Ésta advirtió su expresión de asco y soltó una penetrante carcajada.

—Te has perdido muy lejos de tu casa, oh, diosa. ¡Que no te devoren los demonios de la noche!

Sarai se incorporó y, con el temor en el vientre, se alejó corriendo.

A su espalda, los altos muros de Ur se cubrían con el ocre del crepúsculo, inmensos como montañas e infranqueables ya antes del alba. Por encima, sólo las terrazas superiores del zigurat eran visibles, con la oscura corona de sus jardines donde emergía la Cámara Sublime, cuyos lapislázulis reflejaban el sol, como una estrella en pleno día. No había en el mundo mayor belleza.

Sarai corrió sin mirar atrás, pensando en su jardín, en su habitación nueva, en su mullida cama. Redujo el paso. La noche llegaba como un mar va a anegar las riberas.

Sabía que a esas horas, si se hubiera quedado allí, en el palacio de su padre, entre las desdeñosas manos de su esposo impaciente por terminar de una vez, no habría encontrado nada hermoso en su habitación ni en su cama. Sin embargo, unas lágrimas humedecieron sus ojos y mordieron su valor.

«¡Que no te devoren los demonios de la noche!», había chirriado la vieja. La advertencia resonaba aún en los oídos de Sarai. El sol desaparecía por los bordes del mundo. Le costaba avanzar; sus piernas le parecían pesadas. Sus hermosas sandalias de cabritilla se habían quedado en el lodo. El agua chasqueaba bajo sus pies desnudos. Tenía el bajo de la túnica empapado. Los juncos azotaban sus brazos y sus hombros.

Chapoteaba a orillas del río sin saber cómo había llegado hasta allí. Había ido por una calleja, las casas se habían espaciado. Había seguido hacia adelante, agotada, demasiado aterrorizada para detenerse, esperando aún no sabía qué. Una choza de juncos, un barco, un tronco de árbol, una madriguera, cualquier cosa que pudiera protegerla. Pero el frío y la noche llegaban y le oprimían la nuca.

¡Auuuu!

De pronto su pie dio con algo duro, sintió un golpe contra el muslo, y pensó en los demonios, aullando de terror. Cayó de cabeza al agua, sus dedos se hundieron en el lodo, el tejido de la túnica se rompió en las caderas y estuvo a punto de estrangularla. Con un movimiento de riñones, se sentó sobre las nalgas, dispuesta a afrontar la más horrible de las muertes.

Sin embargo, lo que vio, de pie y recortado contra la débil luz, no era un monstruo, sino un hombre.

Tal vez ni siquiera un hombre: un muchacho. Con la cabeza aureolada por una corona de cabellos rizados, un cuerpo esbelto y delgado, lleno de músculos, casi desnudo, con un taparrabos de lino crudo en los riñones y las piernas negras de lodo hasta las rodillas. De su mano izquierda colgaba una especie de cesto de mimbre cilíndrico donde se agitaban algunas bestias. A Sarai le costaba distinguir sus rasgos, sólo el brillo de sus ojos que la miraban.

Hizo un furioso gesto con el brazo, señaló el río y dijo algo en una lengua que ella no comprendió. Luego calló y la observó con más detenimiento.

Ella se pasó la mano por el rostro para quitarse el barro de las mejillas. La tela desgarrada de la túnica dejaba ver su vientre y la fina pelusilla de su sexo. Cerró precipitadamente las piernas, y se puso de rodillas en el agua, cubriéndose como pudo con el tejido empapado. Finalmente, se levantó.

El muchacho le sacaba una cabeza. Tranquilamente la miró hacer, sin sonreír a pesar de la espantosa apariencia que debía de tener. Y, con los ojos clavados en sus trenzas, preguntó:

—¿Qué estás haciendo aquí? —esta vez en el buen lenguaje, con una voz sin maldad, sólo asombrada y curiosa.

Con el reverso de la muñeca, Sarai se secó de nuevo la mejilla y los párpados.

—¿Y tú?

Él levantó el cesto y lo agitó: dos ranas hinchaban el cuello haciendo guiños. Ahora ella vio claramente su rostro, estrecho y con la frente alta, de cejas muy arqueadas, casi unidas sobre una gran nariz ganchuda. A las últimas luces del día, el marrón algo verde de sus ojos se hacía traslúcido y sus labios eran hermosos: grandes, llenos, dibujados como alas. Sus mejillas estaban veladas por una pelusilla irregular. Su mentón sobresalía sobre un flaco cuello. Los huesos de sus hombros dibujaban hornacinas de piel húmeda.

—Estaba pescando —dijo. Sonrió, lanzó una ojeada al río, que la noche comenzaba a hacer inmenso, y añadió—: Es una buena hora para las ranas y los cangrejos, si nadie te pisa aullando, naturalmente.

Esta vez, Sarai estaba segura de ello: aquel muchacho era un mar.Tu. Uno de esos amorreos llegados de las fronteras del mundo, del lugar donde desaparecía el sol; un hombre que sólo tenía dioses inferiores y al que nunca autorizaban a penetrar en la ciudad real.

Tembló, con la carne de gallina a causa del frío. Se levantó viento, que pegó a su cuerpo el tejido mojado. Y, sin saber por qué, sintió deseos de decir la verdad, que aquel muchacho supiera quién era ella. Entonces, de un tirón, declaró en voz baja y frágil:

—Me llamo Sarai. Mi padre, Ichbi Sum-Usur, es un prohombre de Ur. Hoy un hombre debía tomarme por esposa, también él es un prohombre de Ur. Pero cuando ha depositado en mí su mirada, he sabido que nunca podría vivir con él, ni en el mismo lecho ni en la misma alcoba. He sabido que preferiría morir antes que sentir sus manos en mí y su sexo entre mis muslos. He pensado ocultarme en nuestra casa, pero no era posible. La doncella que se encarga de mí conoce todos mis escondrijos. He querido tirarme de un muro y romperme las piernas. Pero no he tenido valor, y he huido. Ahora, mi padre debe de creer que su hija ha muerto…

El muchacho la escuchaba observando unas veces su boca y otras sus trenzas. Cuando calló, él no dijo nada, al principio. La oscuridad de la noche parecía acercarse corriendo, transformándolos en simples siluetas bajo las estrellas cada vez más numerosas.

Finalmente, ella oyó su voz.

—Yo me llamo Abram, hijo de Téraj. Soy un mar.Tu. Nuestras tiendas están cinco o seis us más al norte. No debes quedarte aquí, tendrás frío.

Sarai oyó el ruido del agua cuando él daba un paso, acercándose, y se sobresaltó. Él tendía su mano; palma contra palma, estrechaba sus dedos cálidos, algo rígidos, con los suyos.

Firmemente pero con una extraña dulzura, la arrastró; una dulzura que irisó todo el cuerpo de Sarai, de sus muslos hasta más allá de sus pechos.

Esta vez no pudo contener las lágrimas cuando él añadió:

—Hay que encontrarte un lugar seco, y encender fuego. La noche es fría en esta estación. Supongo que no sabes adonde ir. Las hijas de los prohombres de Ur no se pierden todos los días entre los juncos a orillas del río. Podría llevarte a la tienda de mi padre, pero creería que le llevo una esposa y mis hermanos estarían celosos. No soy el mayor. Qué le vamos a hacer, ya encontraremos algo.

El «algo» fue una simple loma de arena, pero la arena estaba caliente y la loma protegía del viento.

Abram parecía capaz de ver en la oscuridad. En muy poco tiempo encontró cañas secas y enebro muerto. Con la ayuda de líquenes y ramitas de enebro, que hizo girar hábilmente entre sus palmas, encendió un fuego. La visión de las llamas caldeó a Sarai tanto como el calor.

Abram siguió moviéndose, desapareciendo sin cesar para regresar con nuevas brazadas de cañas y arbustos secos. Cuando hubo bastante, se acuclilló sin decir palabra.

Ahora podían verse el uno al otro mucho mejor. Pero cuando sus ojos se encontraban, apartaban la mirada, turbados. Callaron largo rato, calentándose con las llamas de las que escapaban atorbellinadas chispas.

Sarai consideró que el joven mar.Tu tenía aproximadamente la edad de Kiddin. Debía de ser menos fuerte, sin duda más acostumbrado a las largas carreras que a la lucha, el ejercicio preferido por su hermano. También sus cabellos le conferían un aire muy distinto, menos noble, menos orgulloso, pero que le gustaba.

De pronto, quebrando el sopor que entumecía a Sarai, rota por la fatiga y la emoción, Abram se levantó y anunció:

—Voy a ir hasta las tiendas.

La joven se levantó de un brinco. Abram se rió al ver su rostro aterrorizado, cogió su cesto de mimbre y sacudió las ranas.

—No te preocupes. Sólo voy a buscar algo para comer. Tengo hambre, y tal vez tú también. Lo que he pescado no va a alimentarnos.

Cuando Sarai volvió a sentarse, enojada por haber demostrado su miedo, él sonrió, burlón.

¿Serás capaz de echar leña al fuego?

Ella sólo respondió encogiéndose de hombros.

—Perfecto —dijo.

Examinó el cielo durante unos instantes. La luna había aparecido ya. Sarai advirtió que era, en él, un gesto habitual levantar el rostro hacia el firmamento, como si buscara las huellas del sol en las estrellas. Luego, en unas pocas zancadas, desapareció en la noche. Sarai ya sólo percibió la brisa en los juncos, el chapoteo del río y, muy lejos, hacia la ciudad baja, el ladrido de los perros.

El miedo volvió a asaltarla. El muchacho podía abandonarla, el fuego podía designarla a los demonios. Sus ojos registraron la penumbra, como si pudiera descubrir en ella a una multitud riéndose, sardónica. Luego, su orgullo prevaleció. Se avergonzó de sí misma. Debía dejar de tener miedo, sólo temía lo que no conocía. Esa noche, todo tenía la absoluta novedad de lo desconocido. La noche, el fuego, el río, el cielo sobre su cabeza en su infinidad, e incluso el nombre de aquel muchacho mar.Tu: Abram.

¡Qué extraño nombre, Abram! Las sílabas se acurrucaban en su boca de un modo que le gustó.

Precisamente, Abram no mostraba temor alguno por la noche; se desplazaba por ella como a pleno día. Ni siquiera parecía temer a los demonios.

Tal vez en eso consistiera ser un mar.Tu.

En verdad, todo lo de aquel muchacho le gustaba. Tal vez sencillamente porque se había asustado de estar perdida y sola en la noche. O porque no se parecía en nada a Kiddin. En nada, tampoco, al esposo elegido por su padre.

Pensó divertida en los rostros horrorizados que todos hubieran puesto al ver cómo Abram la tomaba de la mano sin más ceremonia. ¡Un mar.Tu que se atrevía a tocar a la hija de un prohombre! ¡Qué sacrilegio!

Pero ella ni siquiera había pensado en retirar la mano. No había sentido vergüenza ni repulsión alguna. Ni siquiera su olor, tan alejado de los perfumes con que se untaban los prohombres de Ur, le repugnaba.

¡Y que fuera un bárbaro de mar.Tu, en verdad, también le gustaba!

Le habría gustado saber qué pensaba de ella, aunque debía de estar horrible. De todos modos, Abram no lo había demostrado en absoluto. Tal vez fueran las maneras de los hombres-sin-ciudad. Su padre, al igual que Sililli, afirmaba que sus sentimientos eran zafios, oscuros, arteros. Pero no importaba, éste no había vacilado en ayudarla.

A menos que Sililli y su padre tuvieran razón y no volviera a verlo.

Se reprochó aquel pensamiento. Echó leña al fuego y se obligó a no permitir que su espíritu siguiera divagando.

La despertó dejando caer a su lado dos pieles de cordero de largo pelo blanco y una gran bolsa de cuero.

—He tardado porque no quería que mis hermanos me vieran —explicó—. Habrían pensado que quería dormir bajo las estrellas para cazar al alba y me habrían seguido. Siempre me siguen cuando voy a cazar. Ya he matado diez linces y tres ciervos. Algún día me enfrentaré con un león.

Sarai se preguntó si alardeaba o intentaba impresionarla, pero no. Abram extendió las pieles de cordero y sacó de su bolsa un basto vestido que le tendió.

—Para sustituir tu túnica.

También él había cambiado su taparrabos por una túnica que se ceñía a la cintura con un cinturón provisto de una vaina de cuero del que sobresalía el mango de un puñal.

Mientras Sarai se sumía en las sombras para cambiarse, él le volvió ostensiblemente la espalda, alimentando el fuego, sacando la comida de la bolsa.

La examinó de una ojeada cuando ella se agachó de nuevo ante el fuego, y esbozó una sonrisa algo irónica que le redondeó las mejillas. A la parpadeante luz de las llamas, el marrón de sus ojos era más transparente aún.

—Es la primera vez que llevas un vestido como éste, ¿verdad? —se divirtió—. Te sienta bien.

Sarai sonrió a su vez.

—¿Todavía tengo negro en los ojos? —preguntó.

Abram vaciló y, luego, soltó una carcajada. Una carcajada, contenida desde hacía tiempo y llena de ironía, que lo hizo temblar por completo.

¡En los ojos, sí! —respondió, recuperando el aliento—. Y también en las mejillas, en las sienes. Tanto negro que, hace un rato, si no hubiera visto la piel de tu vientre, habría creído que lo eras por completo. Al parecer eso existe, allí, muy hacia el sur, a orillas del mar. ¡Mujeres del todo negras!

Sarai sintió que el furor y la vergüenza le abrasaban las mejillas.

—Es el khol que se pone a las esposas.

Tomó su túnica para desgarrar con rabia un trozo, pero el tejido resistió.

—Espera —dijo Abram.

Desenvainó su puñal, una hoja curva de madera muy dura, como Sarai nunca las había visto, y que cortó el tejido húmedo sin esfuerzo. Cuando se lo tendió, ella le tomó la mano.

—¿Quieres hacerlo tú?

Su voz temblaba más de lo que habría querido. Se sobrepuso, e intentó dar más seguridad a su tono al explicar:

—Tú ves en la oscuridad.

Abram inclinó la cabeza, molesto. Ella cerró los ojos para apaciguar su turbación. Arrodillado ante Sarai en el luminoso calor del fuego, le limpió los párpados, las mejillas, la frente. Dulcemente, como si supiera hacerlo desde hacía mucho tiempo.

Cuando hubo terminado, Sarai volvió a abrir los ojos. Él sonrió y las alas de sus hermosos labios parecieron emprender el vuelo.

—¿Me encuentras bonita, ahora? —se atrevió a preguntar ella.

—Nuestras muchachas no tienen peinados tan hermosos —respondió sencillamente—. Ni una nariz tan recta.

Sarai no supo si se trataba de un cumplido.

Luego, para evitar su apuro y para calmar su hambre, se abalanzaron sobre la comida que había traído Abram. Cabrito tibio aún, pescado blanco, quesos, frutas, leche fermentada en un pequeño odre de piel. Manjares de sabor fuerte, sin nada dulce, como solían cocinarse entre los prohombres de Ur. Sarai devoró de tan buena gana como Abram, sin demostrar en absoluto su sorpresa.

Comieron en silencio primero, luego Abram preguntó qué pensaba hacer cuando se levantara el día. Ella respondió que no lo sabía, que podría encontrar refugio en los grandes templos de Eridú, donde las muchachas sin familia tenían derecho a hacerse sacerdotisas, pero a su voz le faltaba convicción. En verdad, no lo sabía. ¡El mañana parecía tan lejano!

Abram siguió preguntando si no temía que sus dioses la castigaran por haber rechazado al esposo que su padre le daba y haber abandonado su casa. Ella respondió que no, con tanta seguridad esta vez que él la miró con asombro, dejando de comer. La joven explicó:

—No. De lo contrario, cuando ha llegado la noche, habrían enviado a unos demonios en vez de hacer que te encontrara.

La idea divirtió mucho a Abram.

—Sólo vosotros, los potentados de Ur, creéis que la noche está poblada por demonios. Yo nunca he visto más que toros, elefantes, leones o tigres. Son feroces, pero un hombre puede matarlos. ¡O correr tras las gacelas!

Sarai no se enojó. El fuego crepitaba, las brasas calentaban cada vez más, las pieles de cordero eran suaves bajo sus manos. Abram tenía razón; la noche ya no la asustaba.

Sintió, brutalmente, que la invadía la felicidad, apaciguándolo todo, sus pensamientos y su cuerpo, desde el extremo de su cabello hasta los dedos de sus pies. Tenía calor, la risa estaba en su pecho sin necesidad de cruzar sus labios. Las llamas danzaban para ella, el tiempo nocturno estaba inmóvil y aquel muchacho al que no conocía cuando el sol brillaba aún, Abram, tan cerca que podría haberlo rozado con su hombro, la protegería de todo, estaba segura de ello.

Entonces se desbordaron las palabras, las preguntas y las respuestas. Abram habló de sus dos hermanos, Abram, el mayor, y Najor, y de su padre, que moldeaba con arcilla estatuas de antepasados para gente como Ichbi Sum-Usur. Las cabezas que salían de sus manos parecían capaces de hablar.

Sarai quiso saber si no lamentaba vivir en una tienda. Él explicó que el clan del que su padre, Téraj, era el jefe, criaba grandes rebaños para los prohombres de Ur. Así, cada dos años, cuando llegaba la hora de los impuestos reales, acompañaban a los animales a Larsa, donde eran contabilizados por los funcionarios de Shu-Sin I.

—Luego regresan sólo con algunas cabezas y hacemos crecer un nuevo rebaño. Algún día, mi padre ganará bastante con sus estatuas y ya no necesitaremos ocuparnos de la ganadería.

También él le hizo preguntas. Sarai le contó cómo era la vida en el palacio. Habló de Sililli, de Kiddin, de sus hermanas y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, del recuerdo tenue y doloroso que tenía de su madre, muerta al nacer Lillu. Arrastrada por el impulso de sus confidencias, evocó incluso la cámara roja y el extraño presagio del baru: reina o esclava…

Abram sabía escuchar, atento y sin impaciencia.

Hablaron tanto tiempo que al fuego le faltó leña, y la luna atravesó más de la mitad del negro cielo. Sarai dijo que en su casa temían que Dama la Luna, alguna noche, desapareciese para siempre. Y que los dioses, coléricos, retuvieran el sol. Entonces haría un frío espantoso.

—En una tienda, sería más terrible aún que en una casa —añadió.

Abram sacudió la cabeza atizando las brasas y respondió que no creía nada de todo aquello. No había razón para que la luna y el sol desaparecieran.

—¿Por qué estás tan seguro? —se extrañó Sarai.

—Nadie recuerda que eso haya sucedido nunca. ¿Por qué lo que nunca ha sucedido desde el nacimiento del mundo va a suceder algún día? —Y añadió—: Dormir en una tienda no impide reflexionar y aprender mirando a tu alrededor.

Por primera vez, Sarai oyó su tono razonador y vibrante de orgullo. Sin embargo, para suavizar su observación, precisó que no sabía inscribir y leer las palabras en la arcilla, como los prohombres de Ur, y que éstos poseían un saber que él ignoraba.

De pronto, le tendió la mano a Sarai.

—¡Ven a ver!

Rodeó el fuego. Anquilosada, Sarai corrió tras él, vagamente inquieta aunque la luna iluminase bastante como para que Abram no desapareciera en la oscuridad.

Se detuvo en la cresta de la duna. Ante ellos, como suspendidas entre la negrura de la tierra y el cielo hormigueante de estrellas, centenares de antorchas dibujaban una tiara en la noche: el zigurat. El zigurat cuyas inmensas escaleras y plataformas eran iluminadas todas las noches. Pero ella sólo lo había visto así desde los tejados de su casa, y nunca desde tan lejos. Sólo desde allí se comprendía el diseño perfecto, la inhumana dimensión de los dioses.

—Se puede cruzar el río, se puede caminar hasta muy lejos en la estepa, dos, tres días de camino, y sigue viéndose —dijo Abram.

Se volvió hacia ella y tomó su rostro entre las manos. Éstas eran suaves y ardientes. Sarai se estremeció, creyendo que iba a besarla, preguntándose si se abandonaría o si resistiría el impudor del mar.Tu. Las manos de Abram inclinaron lentamente su rostro hacia las estrellas que salpicaban la noche.

—Mira los fulgores del cielo, son más extraordinarios que el zigurat. Mira su número y ve qué lejos están. ¿Crees que algún dios vive en cada uno de ellos?

¿Cómo podía ella responder a esa pregunta? Permaneció en silencio. Luego posó sus labios en la muñeca de Abram. Él soltó una risa burlona.

—¿Realmente crees que la hija de un prohombre de Ur puede abandonar la ciudad, la casa de su padre, sin que la busquen y la castiguen por ello?

Aquella frase causó el mismo efecto en la joven que un jarro de agua fría. Las lágrimas y la cólera expulsaron su felicidad con la violencia de un golpe. Bajó corriendo de la duna, y se encogió en la piel de cordero. Hizo un esfuerzo por tragar su llanto. Cuando él se arrodilló tras ella y puso las manos sobre sus hombros, Sarai quiso levantarse para abofetearlo. Pero sólo se apoyó en él con un lamento, asiendo sus brazos para apretarlos con todas sus fuerzas contra su pecho. Así cayeron el uno junto al otro, con el rostro hundido en la piel de cordero, sin moverse ya.

—Perdóname —le susurró Abram al oído—. No había maldad en mis palabras, no querría que te hicieran daño. Si mañana todavía quieres huir, te ayudaré.

Ella quiso preguntarle por qué iba a hacerlo, pero ni una palabra cruzó sus labios. Bastaba con que estuviera allí, estrechándola, con que ella respirara su extraño olor, sintiera la calidez de su cuerpo y de su aliento en la nuca… sólo eso.

Y como ni el uno ni el otro se movían, la turbación borró las lágrimas. Las palmas de Abram puestas sobre sus pechos le parecieron de pronto ardientes, ardientes como lo estaban sus pezones. Contra sus nalgas, Sarai sintió el sexo de Abram que se hinchaba. El temblor que ahuecaba su vientre nada tenía que ver con el miedo o la cólera. Acudió a su memoria el recuerdo de aquel que había estado a punto de ser su esposo empuñando el sexo del toro esculpido en la bandeja nupcial. Todavía era su día de esposa, su noche de esposa. Sintió el deseo de alargar la mano y tomar el miembro de Abram, de volverse y posar sus labios en su tan hermosa boca. Pero entonces Abram deshizo su abrazo y se apartó de ella diciendo que debían dormir, que mañana necesitaría toda su energía.

Cogió la segunda piel para cubrirlos, y se tumbó boca arriba, ofreciéndole su brazo tendido como almohada. Cuando ella posó en él su cabeza, murmuró:

—Hueles bien. Nunca he sentido un perfume tan agradable en una muchacha. Sé que siempre recordaré tu olor. También recordaré siempre tu rostro.

Fue como si aquellas palabras absorbieran la quemazón del deseo. Instantes más tarde, la fatiga arrebató brutalmente a Sarai, y se durmió sin saber si había besado realmente a Abram o lo había soñado.

Cuando despertó, estaba sola entre las pieles de cordero. Unos soldados la rodeaban, empuñando la jabalina y el escudo. Su jefe se arrodilló ante ella y le preguntó si era la hija de Ichbi Sum-Usur, el prohombre de Ur.

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