Sara

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Tercera parte » Las lágrimas de Sarai

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LAS LÁGRIMAS DE SARAI

Siguiendo el río Éufrates, la tribu de Téraj subió hacia sus fuentes por la ruta del comercio con los bárbaros del norte. Avanzaban lentamente para que los rebaños pastaran con regularidad, sin agotarse. Todas las noches, la felicidad de Sarai y Abram era tan brillante como el fulgor de las estrellas. Sarai se adaptó a la sencillez y a las obligaciones de la vida de los mar.Tu con una facilidad que pasmó al propio Téraj. En menos de una estación, la que había sido hija de prohombre y Santa Sierva de Ishtar, rodeada siempre de esclavos y de criados dispuestos a satisfacer sus menores deseos, comiendo y bebiendo lo que otras manos preparaban para ella, abandonó las túnicas con dobladillo de oro, las suntuosas joyas, los maquillajes y los refinados peinados sin mostrar la menor añoranza. Con tanta naturalidad como las mujeres nacidas en las tiendas, se vistió con una modesta túnica, anudó a sus cabellos una trenza de lana roja y azul y durmió en la tienda. Con la misma facilidad aprendió a majar los cereales, a cocer la carne y los panes o a preparar la cerveza. Lo único que conservó de su antigua vida fue su habilidad, aprendida de sus tías, para cardar e hilar finamente la lana, para teñirla con colorantes naturales, ante la admiración de las demás mujeres del campamento.

Muy pronto abandonaron el reino de Acad y de Sumer, con sus poderosas y ricas ciudades, aunque despectivas para con los mar.Tu. Al acercarse a las montañas del norte, se cruzaron con mercaderes de Ur. Sarai supo de la muerte de Kiddin a manos de los guti, mientras éste defendía los muros de la ciudad. Pensó en la pena de su padre, Ichbi Sum-Usur, que soñaba con la gloria de su hijo, y pensó también en las calles de Ur, en la casa de su infancia invadida, tal vez, por los bárbaros. Pero su tristeza no duró: su infancia estaba ya muy lejos, y la mirada de Abram la protegía de todo.

Descubrió la nieve, el frío, los días enteros bajo las pieles de carnero, donde olvidaba el hielo del exterior haciendo el amor con Abram hasta que terminaban empapados en sudor. Su esposo nunca se extrañaba de que su simiente no redondeara el vientre de su esposa; nunca mostraba impaciencia por tener un hijo o una hija. Nada conseguía disminuir la felicidad que sentían al alba, todos los días, al descubrirse el uno junto al otro.

Sin embargo, la desgracia llegó de pronto, una tarde gris y gélida. Para reducir su marcha, y a pesar de las advertencias de su padre, Aram quiso atravesar un río por un vado incierto. Un carro llevaba a su hijo Lot y a su esposa Havila, así como pesados cestos de grano. El frío era tan intenso que el hielo cubría las piedras que sobresalían. Las ruedas resbalaron en una roca y se hundieron en un agujero. El carro era robusto, pero no pudo resistir la fuerza de la corriente y comenzó a romperse. Las mulas, aterrorizadas, lucharon en vano contra el peso que les partía el lomo. Lot y su madre aullaron de terror, mientras Aram y Abram se lanzaban al agua.

Abram, con el rostro azul ya de frío, consiguió agarrar la mano de Lot, unos hombres formaron una cadena para sacarlos del agua, pero la herida de Aram que le había infligido Kiddin durante su lucha en el gran templo volvió a abrirse con una astilla de rueda rota. Como no pudo impedir que Havila se ahogara bajo el carro volcado, Aram se dejó llevar por la furiosa corriente, desangrándose. Fueron necesarios dos días de marcha a lo largo del río para recuperar su cuerpo. La noche del entierro de Aram y Havila, cuando los llantos y los cantos cesaron por fin, Téraj y Abram pidieron a Sarai que se ocupara de Lot como si fuera su propio hijo.

Y, precisamente, fue después de este drama que Tsilla comenzó a preocuparse de que el vientre de Sarai no creciera. También se sorprendieron de no ver nunca a Sarai lavando los lienzos manchados por la regla. Para desviar las sospechas, Sililli manchó algunos paños con sangre de animales que sisaba cuando los sacrificaban. A escondidas, hizo ofrendas a sus dioses, le dio hierbas a Sarai y le pidió que diera vueltas en torno a unos árboles las noches de luna llena, que se untara los muslos con polen, que comiera carne de serpiente o durmiera con una bolsa con esperma de toro junto a su sexo. No pasaba luna sin que la buena Sililli inventara una nueva esperanza. Pero Sarai se negó muy pronto a entregarse a esas magias inútiles, tanto por repugnancia como por temor a que la descubriera Tsilla o alguna de las mujeres del campamento.

Sin embargo, aunque el deseo de Abram no menguase, aunque durmieran en el mismo lecho más a menudo que muchas otras parejas, Sarai, como todos, mesuraba un poco más cada día la dureza que iba creciendo en el corazón de su esposo.

Cuando llegaron a Jarán, Téraj, juiciosamente, decidió detener su marcha. Allí, los rebaños podían pastar hasta saciarse, y los convoyes atravesaban permanentemente la ciudad, transportando la madera del norte hacia las poderosas ciudades del reino de Ur. Todo aquello enriquecía ampliamente a los comerciantes de Jarán, que no tardaron en apreciar las estatuillas de Téraj. Con sus ágiles dedos, moldeaba mil cuerpos y rostros de ídolos de acuerdo con los caprichos de sus clientes. Ni una sola estatua se parecía a otra; ni un solo dios era semejante.

Los encargos se fueron acumulando, y decidieron que Abram trabajara junto a su padre. Pero a la luna siguiente, tras una violenta disputa, Abram se negó a depositar ofrendas ante los dioses de Téraj o en cualquier otro altar, por lo que, desde aquel día, la tensión entre padre e hijo no dejó de aumentar. Téraj dejó de hablar con su nuera, y el humor de toda la tribu cambió. Sarai sorprendió, cada vez más, unas miradas pesadas e insistentes. Ella entornaba los párpados, pues, en realidad, también creía que el mal humor de Abram procedía de su vientre plano. A veces, en plena noche, se incorporaba en su lecho y escuchaba a su lado la respiración de Abram. ¿Qué ocurriría si lo despertase y le contara la verdad? ¿Comprendería su terror de niña? ¿Comprendería hasta qué punto lo había amado para entregarse a los sortilegios de la kassaptu? ¿Podían las palabras sustituir el vacío de su vientre?

Lo dudaba tanto que se limitaba a acariciarle la nuca y a tumbarse de nuevo a su lado, con los ojos abiertos de par en par y el silencio helándole el pecho.

La bola de lana envuelta en una tela de lino se elevó hacia el cielo. Los niños gritaron de alegría. Cuando cayó al suelo, corrieron en confuso montón. Como siempre, Lot fue el primero en salir de la maraña de piernas y brazos, con la pelota en los brazos. Sarai, que los vigilaba frunciendo el ceño, se relajó y volvió a su tarea, extendiendo las piezas acabadas de tejer y lavadas en las rocas caldeadas por el sol.

Por un instante aún, los muchachos corrieron gritando por los campos de tupida hierba que flanqueaban el campamento. Luego su juego los llevó más abajo, cerca del río, del taller y el horno de Téraj. Desaparecieron detrás de la pared de adobes de la que siempre salía humo. Sarai pensó en llamarlos, pero era demasiado tarde para que la oyeran y no sentía deseo alguno de correr tras ellos. Lanzó una mirada a las mujeres que se atareaban a su alrededor, lavando los nuevos tejidos o aplastándolos con piedras para escurrirlos y hacerlos más flexibles. Una de ellas le sonrió y agitó las manos en dirección al río:

—Déjalos hacer, Sarai. Si molestan a Téraj, él se encargará de alejarlos.

—Tirará la pelota al horno y tendremos que fabricarles una nueva soltó otra.

Volvieron al trabajo, golpeando las telas y las alfombras al compás de las canciones que tarareaban. De pronto, los gritos de los niños se hicieron más agudos, y los siguió un sospechoso silencio. Todas las mujeres levantaron la cabeza. Frotándose los riñones, una de ellas suspiró:

—¡Ya han vuelto a pelearse!

Lot apareció por la esquina del taller de Téraj, solo. Cubriéndose el rostro con las manos y vacilando como un borracho, comenzó a subir por la pendiente. Sarai se levantó la túnica y corrió a su encuentro. Mediada la pendiente, justo antes de que ella lo alcanzara, Lot cayó de rodillas en la hierba. La sangre corría entre sus dedos y por su cuello. Sarai le abrió las manos: un feo corte iba de la sien hacia la tupida masa de sus cabellos; en la herida se había incrustado polvo de adobe. No era una herida profunda ni grave, pero sangraba abundantemente.

—¡Has estado a punto de abrirte la cabeza! —exclamó Sarai—. ¿Te duele mucho?

—No demasiado —respondió Lot con voz neutra.

Hacía esfuerzos por no llorar, pero temblaba como una hoja.

—Me han empujado hacia el montón de jarros rotos que hay detrás del taller del abuelo.

Ahora, la sangre inundaba su mejilla y corría bajo su túnica. Sarai se quitó rápidamente el cinto para ceñirle la cabeza con él. Por encima de ellos, una mujer preguntó:

—¿Necesitas ayuda?

—No —respondió gritando Sarai—. No es grave; sólo un corte. Sililli debe de tener hierbas.

Con el vuelo de su túnica secó el rostro de Lot lo mejor que pudo. Bajo sus caricias, él no pudo contener las lágrimas, pero su boca se estremecía de orgullo y de cólera.

—¡Todos estaban contra mí! ¡Ninguno se ha puesto de mi parte!

Sarai posó los labios en su mejilla y murmuró:

—Eso es porque eres el más fuerte. Si no se reunieran todos para pegarte, nunca te ganarían.

Lot la contempló sorbiendo, con una mirada negra y seria. La sangre enrojecía cada vez más el vendaje y le confería el aspecto de un pequeño guerrero al regreso del combate.

—Estoy orgullosa de ti —afirmó Sarai.

Lot sonrió en una mueca, metió los brazos bajo la túnica que ella seguía manteniendo levantada y se apretó con todas sus fuerzas contra sus muslos desnudos.

—Vamos a la tienda —dijo ella, separándolo con dulzura.

Sililli, naturalmente, soltó grandes gritos al verlos llegar. Sin embargo, algo más tarde, Lot, lavado y cambiado ya, lucía un gran vendaje que sujetaba un apósito de arcilla y hierbas machacadas.

—¡No vuelvas a pelearte, muchacho! —ordenó Sililli, señalando su pecho con dedo autoritario—. La venda debe seguir ahí hasta mañana. De lo contrario, dejaré que sangres como el gorrino que eres.

Lot se encogió de hombros y respondió con aplomo:

—No importa, Sarai me cuidará. —Y, abrazando a Sarai mientras Sililli se hacía la ofendida, añadió—: Me gusta que me cuides. Eres tan dulce conmigo como con mi tío Abram.

Sarai se rió suavemente, conmovida, y llenó de pequeños besos el cuello del niño antes de apartarlo.

—¡Habráse visto, el pequeño goloso! —exclamó Sililli, soltándole una palmada en las nalgas.

Lot dio un brinco hasta la entrada de la tienda. En el umbral, ya a plena luz, se volvió para decir:

—Cuando me cuidas sé que realmente eres como mi madre.

Sarai, con los ojos repentinamente empañados, le indicó por señas que desapareciese, y comenzó a guardar nerviosamente las bolsas de hierba y los botes de emplasto. La mirada de Sililli estaba clavada en su espalda. Mientras recogía los trapos ensangrentados por la herida de Lot, Sililli se decidió a hablar:

—Tsilla ha vuelto a preguntármelo esta mañana: «¿Sigue sin haber nada en el vientre de Sarai?». Le he dicho que no, como de costumbre. Me ha preguntado si Abram y tú dormíais a menudo en la misma tienda. Le he dicho: «Demasiado para mi gusto. No pasan ni tres noches sin que me despierten con el escándalo de su placer». Eso la ha hecho reír y, con ella, a las comadres que abrían de par en par los oídos.

Sarai inclinó la cabeza, secándose las mejillas con el dorso de la mano. Sililli se aproximó, tomó de sus manos los lienzos ensangrentados y añadió, en un tono más bajo:

—Tsilla se ha reído para que las demás rieran, porque te aprecia. Le gustaste desde el primer día, cuando te tendió el manto de la esposa. Se ha reído porque ama a Abram tanto como yo te amo a ti. Pero no se engaña. Lo ha comprendido; lo sabe.

Con los ojos secos de nuevo, Sarai dominó el temblor de su voz:

—¿Cómo puedes estar tan segura? ¿Te lo ha dicho?

—¡Oh, no! No hace falta. Unas viejas como Tsilla y yo no necesitan decírselo todo, nos comprendemos. Hace la pregunta todos los meses desde que llegamos a Jarán. Estoy segura de que sabe, incluso, lo de la sangre en los paños.

Sarai se volvió.

—Debo regresar con las demás, no he terminado el trabajo.

Sililli la agarró del brazo, decidida a decírselo todo.

—Tsilla lo sabe, pero es buena y dulce, conoce todas las pruebas de la vida. Las demás, aquellas con las que golpeas los tejidos, no tienen tanta clemencia. Leo en sus ojos como un escriba lee en una tablilla de arcilla. Piensan: Sarai es hermosa, la más hermosa de todas nosotras. No hay hombre, marido o hijo que no sueñe con tener a la hija de Ur en su cama y conocer la felicidad de Abram cuando la acaricia. Sí, los celos brillan en sus ojos y envenenan su pecho. Pero pasa el tiempo. El vientre de la hija de Ur, aquella a la que Abram eligió como esposa en contra de la opinión de su padre, la que fue la desesperación de todas las vírgenes de la tribu, ese vientre sigue plano. Y veo cómo recuperan la sonrisa. También ellas comienzan a comprender que Sarai no tendrá hijos. Belleza, sí, pero también la esterilidad de la arena del desierto.

—Eso ya lo sé —rechinó Sarai con furor—. Guárdate tus gemidos. No necesito a nadie para ver y oír.

—En ese caso —prosiguió imperturbable Sililli—, tal vez te hayas dado cuenta de que el carácter de Abram ha cambiado. ¡Poderoso Ea, tu esposo se ha vuelto tan sombrío y cerrado como un sótano! Ya no juega con Lot, al que sin embargo adora como si fuese su verdadero padre. Tiene peor carácter que la peor de las mulas. No pasa luna sin que se pelee con unos u otros, empezando por su padre, Téraj. Esos dos, desde el comienzo de la primavera, se exasperan por nada.

Sarai apartó la mano de Sililli y salió de la tienda. Sililli la siguió, apretando aún contra su pecho los trapos manchados.

—Sarai, escúchame. Sabes que sólo vivo para tu felicidad. ¿Necesito demostrártelo aún?

Sarai permaneció inmóvil. El campamento se animaba, se acercaba la hora de comer. Pensó en los panes rellenos de carne y hierbas que ella misma había puesto a cocer para Abram, sin ayuda de criada alguna. Una receta que había inventado y con la que quería sorprenderlo. En vez de escuchar los sollozos de Sililli, que le destrozaban el corazón, mejor haría cumpliendo con sus deberes de esposa: ir a buscar los panes, reunirse con Abram y darle su comida. Pero Sililli ya no podía callar.

—Ésta es la verdad, Sarai, hija mía: todos temen por la tribu. Todos creen que Abram no ha elegido una buena esposa. Piensan: «Aram, el hijo de Téraj, ha muerto, Abram pronto será jefe de la tribu». ¿Pero qué es un jefe si su esposa no le da hijos e hijas? Entonces se disputarán la dirección de la familia, y todos se volverán contra ti.

Sarai permaneció en silencio un instante, luego inclinó la cabeza.

—Iré a ver a Abram y se lo contaré todo. Me importa un comino lo que piensen los demás. Pero no está bien que yo no haya tenido el valor de confesarle la verdad.

—Piensa en las consecuencias… Te repudiará… o tomará una concubina. Ya no serás nada para él. Aunque elija una criada, cuando tenga su simiente y a su hijo en su vientre, la madre será ella. Tú ya no serás nada. Así son las cosas. Lo mejor sería que deshicieras lo que hiciste. Puedo encontrar hierbas, puedo intentar que tu sangre regrese.

—¿Cuántas clases de hierbas me he tomado ya? ¿Y sin más efecto que obligarme a correr hacia los matorrales?

Podemos volver a probarlo. Me han hablado de una poderosa kassaptu que vive a las afueras de la ciudad…

No, no quiero más magia. Y te equivocas: Abram no es como los demás hombres. Ama la verdad. Le explicaré por qué está seco mi vientre. Por amor a él, desde que brotó entre ambos la primera mirada, y lo comprenderá.

Sería la primera vez que un hombre comprende la pena de una mujer. Que Inanna, nuestra Poderosa Madre la Luna, te oiga.

Con el corazón en un puño, Sarai fue a llenar un cesto con sus panes, cogió una calabaza de agua fresca y otra de cerveza, añadió uva y melocotón, y lo cubrió todo con una fina tela de hilo que ella misma había tejido. Desde que vivía entre los mar.Tu, había aprendido a apreciar este tipo de gestos. Sin embargo, en aquel instante, con el mero hecho de colgarse el cesto al brazo se le hizo un nudo en la garganta. Pensando en las miradas que se clavaban en ella, se incorporó, y salió del campamento con pasos seguros, respondiendo a las sonrisas y a las llamadas, como solía hacer. A lo lejos, vio un grupo de niños reunidos en torno a Lot, y a pesar de su angustia, tuvo un pensamiento tierno y burlón. No cabía duda de que Lot había conseguido imponer respeto a los demás chiquillos, como tampoco cabía duda de que sentía por el sobrino de Abram la ternura y el orgullo que una madre siente por su amado hijo.

Sarai bajó hacia el río, hasta el taller de Téraj. Desde su llegada a Jarán, Abram trabajaba allí con su padre. El fuego rugía en el horno cilíndrico, que tenía la altura de dos hombres. Los ayudantes de Téraj arrojaban en él grandes troncos por un ventanuco a través del cual se veían bailar las llamas. Aunque sólo llevaran un taparrabos, el calor era tal que sus torsos chorreaban sudor.

Sarai dudó en avanzar, ya que a Téraj no le gustaba que las mujeres entraran en el cobertizo donde guardaba las estatuas de los dioses para pulirlas y pintarlas antes de llevarlas a casa de sus clientes. Llamó a uno de los ayudantes y pidió que avisaran a Abram. El ayudante le dijo que Abram no estaba allí, que había salido del taller, muy pronto por la mañana, y nadie había vuelto a verlo desde entonces.

Sarai pensó en seguida en una nueva pelea con Téraj.

—¿Sabes adonde ha ido?

El ayudante les preguntó a sus compañeros, y éstos señalaron un sendero que cruzaba el río y subía por la ladera opuesta, hasta una altiplanicie donde pastaban los rebaños. Les dio las gracias y, sin vacilar, lo tomó a su vez.

Cruzó el río sobre el que se habían tendido unos troncos de árbol a modo de puente, segura de que la mirada de Téraj la seguía desde la puerta del cobertizo. Apresuró el paso, ansiosa por reunirse con su esposo. Mientras subía por el sendero hasta la altiplanicie, intentó formar las frases que debería pronunciar ante Abram. Hacía casi veinte lunas que era su esposa, veinte lunas desde que había huido del gran templo de Ur. Lunas de felicidad y lunas de desgracia. Sin embargo, nunca había encontrado el valor suficiente para confesarle la verdad a Abram. Ahora, sin embargo, debía hacerlo, ya no podía echarse atrás.

Andaba de prisa y llegó jadeando a lo alto de la pendiente. Su corazón palpitaba tanto que los oídos le zumbaban. Hasta tan lejos como alcanzaba su vista, la altiplanicie estaba vacía; ni un solo rebaño, ni un hombre.

Se dirigió a un gran sicómoro que se levantaba, solitario, al borde de la altiplanicie; su sombra era grande y fresca. Abram iba a menudo a descansar allí y a pensar, a dormir a veces incluso, cuando las noches eran demasiado cálidas.

Pero nadie se había apoyado en el estriado tronco, más viejo que muchas generaciones de hombres. No se veía a Abram por ninguna parte.

Sarai penetró en la sombra del sicómoro, dejó su cesto y siguió examinando la altiplanicie. La brisa hacía que la hierba se inclinara. Muy lejos, al este y al norte, las llanuras nevadas parecían tan transparentes como pétalos en el cielo azul. Desde allí todo parecía inmenso e infinito.

Se dejó caer de rodillas, se sentó luego, con los hombros y la cabeza descansando contra la rugosa corteza. De pronto se sintió terriblemente fatigada, tan desamparada como una niña abandonada. Quería acurrucarse en los fuertes brazos de Abram, en la calidez de su voz y la suavidad de sus labios para decirle lo que tan importante era. Pero Abram no estaba allí.

En aquellos instantes, esa ausencia le pareció absoluta, como si, estuviera donde estuviese, se encontrara inmensamente lejos de ella.

Las lágrimas que tanto tiempo había contenido brotaron de sus ojos como un manantial desbordándose. Corrían por sus mejillas, resbalaban por sus labios, inundaban su cuello. Nadie podía verla y Sarai lloró tanto como su cuerpo deseaba.

Luego, cuando sus ojos estuvieron secos de nuevo y su corazón más tranquilo, recuperó su confianza en Abram; antes o después aparecería. Podía esperarlo, descansar, recuperar fuerzas para que su palabra fuera fuerte y acertada.

A su pesar, una antiquísima plegaria a Inanna acudió a sus labios:

Inanna, santa Luna, santa Madre,

Reina del cielo,

Abre mi corazón, abre mi vientre, abre mi palabra.

Toma mis pensamientos como ofrenda.

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