Sara

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Tercera parte » El Dios de Abram

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EL DIOS DE ABRAM

Gritos y ruidos brotaban de la aldea de tiendas. El horno de Téraj, como un pebetero que perfumara la tierra, esparcía con su humareda el olor mezclado de las encinas, los cedros, los sicómoros y los terebintos. Flanqueando el taller, el camino que partía del campamento serpenteaba por entre las opulentas colinas y llegaba a la gran carretera que conducía a Jarán. Desde el borde de la altiplanicie, Sarai podía adivinar las ricas mansiones. Las sombras se hacían cada vez más largas, y Abram seguía sin aparecer. Entumecida por el frescor de la sombra y la inmensa paz de la llanura, Sarai había estado a punto de dormirse.

Sintió hambre y sed, comió uno de los panes preparados para Abram y bebió el agua cuyo frescor había conservado la calabaza.

Siguió aguardando, luchando contra la inquietud. Era raro que Abram se ausentase así, sin decirle nada, ni tampoco a Lot.

En el campamento, ahora, debían de haber advertido su ausencia.

¿Y si Abram no regresaba antes de la noche? ¿Y si tenía que regresar sola a su tienda?

De pronto, sintió algo. Su presencia.

Tal vez, incluso, el ruido de sus pasos.

Se puso en pie y examinó la llanura de un horizonte a otro. Y entonces lo vio, asombrándose de sí misma: ¿cómo había podido presentir su llegada?

Aún estaba muy lejos. Era tan sólo una silueta, avanzando por entre las altas hierbas, pero lo reconocía. No necesitaba ver su rostro para saber que era él. Caminaba de prisa, a grandes zancadas. Una oleada de alegría borró los temores y las dudas de Sarai. Tenía ganas de llamarlo pero sólo levantó el brazo para hacerle una señal.

Abram respondió, y ella echó a correr. Cuando estuvieron lo bastante cerca el uno del otro, Sarai advirtió que él se reía. Su rostro estaba radiante, iluminado por la alegría. ¡Un rostro que no le había visto desde hacía lunas!

Abrió los ojos y se detuvo para estrecharla entre sus brazos.

—¡Sarai, amada mía!

Se abrazaron como amantes separados por un largo viaje. En su mejilla, en sus cabellos, Sarai siguió oyendo aún la risa de Abram. Luego sus palabras rápidas y jadeantes:

¡Me ha hablado! Me ha hablado: «¡Abram! ¡Abram!». Y yo le he respondido: «¡Heme aquí!». Y luego el silencio. Entonces he caminado, me he alejado, más allá de la llanura. Creía que no volvería a oírlo más, pero Él me ha llamado de nuevo: «¡Abram!». Y yo: «¡Sí, aquí estoy!».

Volvió a reír.

Sarai se apartó, frunciendo el ceño, sin comprender, con una pregunta en los labios.

Entonces, Abram tomó el rostro de su esposa entre las manos, un gesto idéntico al que había hecho la primera vez, a orillas del río, en Ur, la noche de su encuentro. Esta vez puso sus labios en los de Sarai. Un beso largo, lleno de ardor, de potencia y de deseo. Un beso de pura felicidad.

Cuando se separaron, Sarai preguntó, riendo:

¿Pero quién? ¿Quién te ha llamado? ¿De quién estás hablando?

—¡De Él!

La mano de Abram se levantó y señaló el horizonte, las montañas y los valles. Tanto la tierra como el cielo.

—¿Él? —insistió Sarai, sin comprender.

—¡Él, el Dios único! ¡Mi Dios!

A Sarai le hubiera gustado seguir preguntándole. ¿Quién le había hablado, en concreto? ¿A qué dios se parecía ese dios único? ¿Y cuál era su nombre? Pero las manos de Abram temblaban. Él, Abram, el hombre más fuerte de la tribu de Téraj, temblaba de los pies a la cabeza. Entonces Sarai entrelazó los dedos con los suyos.

—Me ha dicho: «¡Ve! Ve, sal de este país…». Vamos a partir, Sarai. Mañana mismo.

—¿Partir? ¿Hacia dónde? Abram…

—¡No, ahora no! Las preguntas, más tarde. Ven, debo hablar con mi padre; debo hablar con todos.

Y, tomándola de la mano, arrastró a Sarai por el sendero que conducía al río y al taller de Téraj.

Sarai supo que no podría revelarle su verdad a Abram. Hoy, no. Y mañana tampoco. No tenía necesidad de oírla. Y comprendió que todos se equivocaban, Téraj, Tsilla, Sililli y ella misma, la cólera y el mal humor de Abram, en los últimos tiempos, no procedían de su vientre plano.

Abram se plantó ante el taller. Al verlo, todos supieron que debía decir algo importante. Un ayudante fue a buscar a Téraj, que estaba haciendo las ofrendas vespertinas a sus antepasados. Con él, otros hombres y mujeres bajaron a orillas del río. Los niños dejaron de jugar y se acercaron a su vez.

Lot, con la frente vendada aún, fue a colgarse de la mano de Sarai, algo apartada. Levantó los ojos hacia ella, y Sarai leyó en ellos la inquietud que se veía en todos los rostros. Todos pensaban que Abram había decidido enfrentarse con su padre para ponerse a la cabeza de la tribu. Pero se quedaron pasmados cuando empezó a hablar.

—Padre, hoy el Dios Altísimo me ha llamado. Estaba aquí, con todos vosotros, preparando el horno, cuando he oído un grito en el aire. Pero con el ruido que hacíamos cortando leña no lo oía. He subido a la altiplanicie, he caminado y, de pronto, he oído: «¡Abram!». Gritaban mi nombre. Estaba en el aire a mi alrededor, una potente voz que yo no conocía. «Abram», mi nombre por segunda vez. Yo he contestado: «¡Aquí estoy! Yo soy Abram». No ha habido respuesta. He caminado entonces. He bajado hacia el valle que se dirige a Jarán por el norte y, de pronto, la voz ha estado en todas partes. En el aire, en las nubes, en la hierba y en los árboles, hasta en las profundidades de la tierra, y en la piel de mi rostro. Gritaba mi nombre: «¡Abram!». He sabido quién hablaba y he respondido de nuevo: «¡Aquí estoy! ¡Yo soy Abram!». La voz ha preguntado: «¿Sabes quién soy?». He respondido: «Creo que sí». Y Él ha dicho: «Abram, abandona este país, abandona la casa de tu padre, ponte en marcha hacia el país que te haré descubrir. Haré de ti una gran nación, haré grande tu nombre. Bendeciré a quienes te bendigan; maldigo a quienes te insultan. Así, por ti, benditas serán todas las familias de la tierra». Ésas han sido Sus palabras, padre. He vuelto a ti para decírtelas, pues quiero que sepas por qué voy a abandonarte.

Abram calló. El silencio se hizo más pesado. La preocupación sustituyó en los rostros a la sorpresa. De modo que el hijo quería alejarse del padre, renegando de sus antepasados. Todos acechaban la reacción de Téraj. El anciano parecía fatigado, aunque la cólera brillaba entre sus párpados. Se pasó la mano por la espesura de la barba y preguntó:

—Dices: Ésas han sido Sus palabras. ¿De quién estás hablando, hijo mío?

—Del Dios único, Creador del Cielo y de la Tierra, que es el dios de Abram.

—¿Y cómo se llama?

Abram no pudo contener una risa sin orgullo, sinceramente divertido.

—No ha dicho Su nombre, padre —respondió, negando con la cabeza.

—¿Por qué?

—No necesita nombre para dirigirse a mí y para que yo Lo reconozca. Nada tiene de común con esos dioses cuyos ridículos rostros modelamos para venderlos a los prohombres de una ciudad y a los mercaderes de otra.

Un murmullo de desaprobación corrió de boca en boca. Téraj levantó una mano.

—¿Carece tu dios de rostro?

—De rostro y de cuerpo.

—¿Cómo lo ves, pues?

—No Lo veo. Ningún humano, ningún animal que viva en esta tierra puede verlo. No brilla, no lleva túnica de oro ni diadema. No tiene zarpas, ni alas, ni hocico de león o de toro. No posee la carne de un hombre ni las formas de una mujer. No tiene cuerpo alguno. No se Lo ve.

—¿Y cómo sabes todo eso si no te encuentras con tu dios? ¿Si no lo ves?

—Me ha hablado.

—¿Y cómo puede hablarte si no tiene rostro ni boca?

—Porque Él no necesita rostro alguno para hablar. Porque Él es Él.

Brotaron unas risas burlonas a espaldas de Téraj. Lot se apretó más aún contra Sarai. Las mujeres no vacilaban ya en acercarse y escuchar. Téraj se rió a su vez y, con voz más fuerte, exclamó:

—He aquí lo que ocurre: ¡mi hijo Abram ha visto hoy a su dios, pero su dios no tiene carne ni cuerpo! ¡Es invisible!

—Así es cómo el Dios único está en el origen de lo que vive, de lo que muere y de lo que es eterno —dijo Abram a su vez, sin reparar en la burla.

—Lo has soñado, o tal vez algún demonio se haya divertido contigo —declaró un anciano que se había puesto junto a Téraj.

—Los demonios no existen —replicó pacientemente Abram—. Está el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Nosotros hacemos el mal y el bien. Tú y yo, nosotros, los hombres, somos justos o injustos.

Esta vez la cólera se dejó sentir en las protestas. Todos gritaron a la vez:

—¡Un dios que no se ve no existe!

—¡Un dios que no brilla es impotente!

—¿De qué sirve tu dios si no impide el mal ni la injusticia?

—¿Y si no nos da la lluvia y no nos protege del rayo?

—¿Quién hace que la cebada germine?

—¿Quién nos da muerte? ¿Quién hace que enfermemos?

—Sin Nintu, ¿cómo lo harían las mujeres para parir?

—Deliras, Abram. Insultas a tus antepasados.

—¡También insultas a nuestros dioses!

—Te oyen, y también yo los oigo. Su cólera ruge ya, lo siento.

—Se vengarán en nosotros de tus palabras.

—¡Que nos perdonen! ¡Que nos perdonen por estar aquí, escuchándote!

—Estás poniendo en peligro a toda la tribu de tu padre, Abram.

—Téraj, pídele a tu hijo que se purifique.

—Condena a tu hijo, Téraj, o la desgracia se abatirá sobre nosotros.

—¡Escuchadme! —Abram aulló, extendiendo los brazos.

Sarai creyó que también él era presa de la cólera. Pero vio sus labios, sus ojos, y supo que permanecía tranquilo y seguro de sí mismo. Se adelantó y, más que su grito, fueron esa calma y la dureza de su rostro las que restablecieron el silencio.

—¿Queréis una prueba de que el Dios único existe? ¿De que me ha hablado y me ha llamado por mi nombre? Yo soy esa prueba, yo, Abram, aquel a quien hoy Él ha llamado. Mañana al amanecer, como me ha pedido, con Sarai, mi esposa, Lot, el hijo de mi hermano Aram, mi rebaño y mis servidores, me dirigiré hacia el oeste, hacia el país que Él me hará descubrir.

Se hizo de nuevo el silencio, como si cada cual intentara desvelar el enigma de aquellas palabras. Luego, aquí y allá, brotaron las risas.

—¡Menuda prueba es ésa! —exclamó una mujer—. El hombre que ni siquiera es padre se marcha. ¡Pues que le vaya bien!

Sarai vio que los labios de Abram se apretaban. La mano de Lot, en la suya, se estremecía y ardía. Abram volvió a avanzar, y todos retrocedieron ante él, procurando permanecer a una distancia prudencial.

—¡Entonces os daré otra prueba! —gruñó.

Ante las estupefactas miradas, entró de un salto en el taller de Téraj y salió con los brazos cargados con dos grandes estatuas, perfectamente terminadas, pintadas y vestidas. Sarai comprendió de inmediato lo que su esposo iba a hacer. El frío del miedo se deslizó en sus riñones y su boca se secó. Alrededor de Sarai resonó un grito de horror cuando Abram arrojó al aire las terracotas. Las estatuas cayeron a los pies de Téraj, y se oyó un chasquido seco, un ruido de látigo y de lluvia seca. En el suelo, los ídolos no eran más que restos esparcidos.

—¿Son poderosos vuestros dioses? —exclamó Abram—. ¡Pues que me maten! Aquí, ahora. ¡Que el rayo me fulmine! ¡Que el cielo me aplaste! Pues acabo de romper el rostro y el cuerpo de aquellos a quienes llamáis Inanna y Ea.

Sarai, como los demás, no pudo contener un gemido. Pero Abram, señalando con el dedo al cielo, seguía gritando:

—Los veneráis, os inclináis ante ellos mañana y noche. No hacéis nada sin que posen su mirada en vosotros. La terracota que sale de las manos de mi padre es su carne, su cuerpo, su sublime presencia.

Los lamentos y los gemidos crecían; se habría dicho que un ejército acababa de sajar aquellos cuerpos. La voz de Abram dominó los gritos:

—Acabo de romper lo que os es sagrado. ¡Caiga sobre mí el castigo! ¡Que Inanna y Ea acaben conmigo!

Empezó a girar sobre sí mismo, con el brazo levantado aún y el rostro mirando al cielo. Con el delgado cuerpo de Lot contra ella, Sarai se oyó murmurar: «¡Abram! ¡Abram!», pero su esposo giraba y preguntaba:

—¿Dónde están esos a quienes tanto teméis? No los veo, no los oigo. Sólo veo terracota rota; sólo veo polvo; sólo veo arcilla sacada del río por mis propias manos.

Se inclinó, recogió la cabeza del dios Ea cuya nariz se había roto y la tiró contra una piedra, donde estalló.

—¿Por qué no apaga Ea el sol? ¿Por qué no abre la tierra bajo mis pies? Rompo su rostro y no sucede nada…

Algunos hombres se habían hincado de rodillas, y permanecían con la nuca inclinada y las manos sobre la cabeza. Aullaban como si les hubieran abierto el vientre. Otros, con los ojos desorbitados, recitaban plegarias sin recuperar el aliento. Algunas mujeres lloraban, huían, desgarraban sus túnicas con la maleza, tirando de sus hijos por el brazo. Algunos permanecían boquiabiertos, escrutando el cielo. El viejo cuerpo de Téraj vibraba como una rama en la tormenta. Lot contemplaba a Sarai, con los ojos muy abiertos, pero ésta no dejaba de mirar a Abram. Él permanecía espantosamente calmo. Finalmente se volvió hacia ella y le sonrió con una ternura y una paz que le abrasaron el corazón.

Y nada ocurrió.

Se hizo un extraño silencio.

En el cálido cielo del crepúsculo, los pájaros seguían deslizándose. Las nubes, pequeñas, permanecían en lo alto. El riachuelo dejaba oír su murmullo.

Abram se dirigió hacia el horno para coger un largo tronco.

—Tal vez no sea suficiente; tal vez tenga que destruir todas esas piezas de terracota, no dejar en pie ni una sola, antes de que vuestros dioses se manifiesten.

Se dirigía ya hacia la entrada del taller, con el brazo extendido, cuando la voz de Téraj gritó:

—¡Abram!

Éste se volvió.

—No destruyas mi trabajo, hijo mío.

Abram inclinó su bastón. Y padre e hijo se situaron frente a frente. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, parecían no estar separados ya.

El viejo Téraj se inclinó y recogió un resto de loza. La boca, la nariz, un ojo de Inanna. Deslizó su dedo por los labios de terracota, luego estrechó el resto contra su pecho.

—Tal vez los dioses te castiguen mañana, o dentro de unas lunas —dijo en una voz baja y temblorosa que obligó a que todos se callaran—. Tal vez dentro de un rato. Tal vez nunca. ¿Quién puede saber lo que ellos deciden?

Abram sonrió y tiró el tronco al suelo. A continuación, Téraj se acercó mucho a él, como si quisiera tocarlo.

—Tu dios te ha dicho: «Ve. Parte, nada le debes a tu padre, a Téraj, el alfarero». Te ha dicho que ahora debes poner en él la confianza que un hijo deposita en su padre. Pues bien, si ésa es tu voluntad, ve. Obedece a tu dios. Coge tu parte del ganado y aléjate de nuestras tiendas. Así estará bien. Por mi parte, desde este instante, yo ya no tengo un hijo que se llama Abram.

Aquella noche fue corta, pues hubo mucho que hacer para preparar los arcones, desmontar las tiendas, reunir el ganado, las mulas y los carros a la luz de las antorchas. Mientras los sirvientes, hombres y mujeres, que aceptaban ponerse en camino con Abram y Sarai se atareaban, todo el campamento parecía atormentado. Unas sombras iban y venían, las lámparas se movían, y de vez en cuando se oían gritos de niños, llantos o quejas de animales incomodados en su descanso.

Cuando el alba no estaba ya muy lejos, Sarai se apartó de los carros que acababan de llenar, y fue a sentarse en una piedra, frotándose los riñones para descansar. La luna creciente se ponía entre pequeñas nubes y, aquí y allá, las estrellas brillaban, frescas como el agua del manantial.

Sarai sonrió: el cielo no se había derrumbado, el fuego no había asolado nada, el agua no había cubierto el mundo, como todos temían desde que Abram había roto los santos ídolos.

Unas manos se posaron en sus hombros; reconoció de inmediato su peso y su presión. Se abandonó hacia atrás, apoyando su espalda y sus hombros contra el vientre de Abram. Él preguntó dulcemente:

—¿No Lo oíste tú como yo Lo oí?

—No. Tu dios no me habló.

—Y sin embargo estabas en la altiplanicie. Podrías haberlo oído también tú.

—No. Yo te esperaba.

—¿Vendrás conmigo sólo para cumplir con tu deber de esposa?

—Iré contigo porque eres Abram y yo soy Sarai.

—Y, sin embargo, hace muy poco eras aún la Santa Sierva de Ishtar.

—Ishtar debería haberme fulminado por haberla abandonado. Hace lunas y lunas que ya no deposito ofrendas en su altar. Inanna no me ha fulminado, y tampoco Ea te ha matado.

Abram se rió y su carcajada hizo que la cabeza de Sarai se agitara. Le acarició la mejilla.

—¿Crees que existe Aquel que me habló?

—No lo sé, pero tengo confianza en ti. También yo sé que llegará el día en que conduzcas un gran pueblo.

Abram calló como si pensara en lo que ella acababa de decir. Sarai temió de pronto que preguntase: «¿Cómo podré engendrar un gran pueblo con tu vientre vacío?», pero en vez de eso se inclinó para besarla en la sien y murmuró:

—Estoy orgulloso de ti. No quisiera otra esposa que Sarai, la hija de Ur.

Cuando el cielo comenzó a clarear, estaban exhaustos pero dispuestos a partir. Sililli gruñía, asegurando que partir sin los cantos y los adioses de quienes se quedaban en el campamento iba a traerles desgracias. ¿Acaso uno no se separaba así cuando había cometido una falta o un crimen? Ni el propio Téraj iba a saludar a su hijo. Tsilla, como todas las mujeres de experiencia, afirmaba que aquello era algo único y desgraciado.

Sarai, hastiada, acabó diciéndole que no estaba obligada a seguirla.

—Comprendo que quieras quedarte.

—¡Ah, sí! —se ofendió Sililli—. ¿Y qué harías tú sin mí y sin mi sabiduría, pobre hija mía? ¡Si siempre haces lo contrario de lo que hay que hacer! ¿A quién contarías lo que no puedes confiarle a nadie? Claro que debo partir contigo. Aunque aseguren que al lugar donde tu esposo nos lleva sólo hay bárbaros y desierto y, luego, que el mundo de los hombres cesa para hundirse en el mar.

Sarai no pudo evitar soltar una carcajada.

—Al menos mi edad servirá de algo —masculló Sililli—: moriré antes de ver esos horrores. Pero ya puedes decírselo a tu esposo: yo no caminaré; iré sentada en un carro.

—Está bien —asintió Sarai.

Cuando Abram se disponía a dar la orden de partida, Lot había desaparecido. Abram fue a buscarlo, y el muchacho acudió corriendo y jadeando:

—¡Abram, Sarai, venid a ver, venid a ver!

Tirándoles de las manos, los hizo atravesar el campamento, que parecía muy tranquilo, como si todos se hubieran decidido a dormir por fin. Sin embargo, cuando llegaron al camino que partía del taller de Téraj, descubrieron una larga hilera de carros. Las laderas de las colinas que flanqueaban la carretera estaban blancas por los rebaños que se habían reunido allí. Y cien, tal vez doscientos, rostros se volvieron hacia Abram: hombres, mujeres, niños, viejos y jóvenes, más de un cuarto de la tribu de Téraj.

Estaban allí esperando, pacientes. Un hombre llamado Arpakashad se adelantó, era de la misma talla que Abram, aunque un poco mayor que él, y era conocido por sus cualidades como pastor.

—Abram, esta noche hemos pensado en tus palabras —declaró—. Y hemos visto que ni Ea, ni Inanna, ni ninguno de los dioses a los que tanto hemos temido hasta hoy te han castigado. Confiamos en ti. Si nos aceptas, te seguiremos.

—Mi padre dice que sus dioses tal vez me castiguen más adelante —respondió Abram con emoción—. ¿Acaso no los teméis?

—Ahora tememos una cosa, luego otra —sonrió Arpakashad—. Sería bueno que dejáramos de tener miedo.

—¿Creéis, entonces, que existe el Dios que me ha hablado? —insistió Abram.

—Confiamos en ti —repitió Arpakashad.

Abram miró a Sarai: sus ojos brillaban de orgullo.

—Venid entonces con Sarai y Abram, y me ayudaréis a fundar la nación que el Dios único me ha prometido.

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