Sara

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Cuarta parte » La belleza de Sarai

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LA BELLEZA DE SARAI

La felicidad duró unos diez años.

En una fiesta en la que se mezclaban los alimentos de los habitantes de Salem con los de los recién llegados, se embriagaron con cerveza e historias, se admiraron y se descubrieron. Se decidió que Abram pagaría un diezmo por cada uno de los animales de su rebaño que pastara en las tierras de Canaán. Se decidió también que no construiría ciudad alguna, para no rivalizar con la hermosa ciudad de Salem y que, como en el pasado y como habían hecho antes sus padres, él y los suyos montarían y desmontarían sus tiendas al albur de los pastos.

El rey Melquisedec y sus sabios preguntaron a Abram por el país de donde procedía y la apariencia del mundo que había cruzado en su larga marcha hasta Salem. Les extrañó que, a través de mil montañas y valles, ríos y desiertos, hubiera encontrado el camino de Canaán. Lo ignoraban todo del reino de Acad y Sumer, e invitaron a Sarai a mostrarles, en una tablilla de arcilla fresca, la escritura que allí se usaba. Quedaron boquiabiertos al saber que era posible designar cosas, animales, hombres, colores e, incluso, sentimientos por medio de signos. Finalmente, preguntaron a Abram lo que sabía del Dios único. También ellos lo veneraban: era el Dios de sus padres y él les había asegurado siempre paz y riqueza en sus tierras. Sin embargo, el Dios invisible nunca les había hablado, no había confiado su nombre a ninguno de ellos.

Yahveh.

De modo que el rey Melquisedec declaró que Abram, aunque tuviera la apariencia de un pastor que llevase tras de sí a un pueblo dispar que ni siquiera procedía de su propia sangre, era sin duda un rey tan noble como él. Y anunció, con su voz llena de juventud, que se inclinaba ante él, a pesar de la diferencia de edad, y con todo el respeto que le habría concedido a un igual.

A continuación, todos los sabios y todos los habitantes de Salem lo imitaron. Luego, Melquisedec se volvió hacia Sarai, que se mantenía erguida y silenciosa.

—Abram, permite también que me incline ante tu esposa, Sarai —dijo—, Es posible que tú y los tuyos estéis acostumbrados a su belleza y que no os abrase los ojos de arrobo. Sin embargo, es la más hermosa de las mujeres que el Dios único haya puesto en mi camino. Y no dudo que la haya colocado a tu lado para indicar todas las bellezas que Él quiere ofrecer a tu nación.

Y Melquisedec se inclinó también ante Sarai. Luego, apretando su larga barba contra su pecho, tomó un faldón de la túnica de Sarai para llevárselo a los labios. Su boca tembló al incorporarse de nuevo y murmuró para que sólo ella lo oyera:

—Soy viejo, pero eso es ahora una felicidad pues, sabiendo que existes y no eres mía, no podría vivir siendo joven.

Sarai había esperado que, una vez llegado al país prometido por su dios, Abram ordenara la construcción de una ciudad. Una verdadera ciudad, con casas de adobes, callejas, patios, puertas y frescos techos; sí, toda la grandeza de una ciudad. En verdad, añoraba la belleza de Ur; añoraba el esplendor sólido, inmutable, inmóvil del zigurat, y la oscuridad de su alcoba en la casa de Ichbi Sum-Usur, los perfumes del jardín, el ruido de los odres que se llenaban, el murmullo de las albercas por la noche.

Ella no era la única que estaba cansada de montar y desmontar las tiendas y de seguir el hambre de los rebaños. Sin embargo, muy pronto, luna tras luna, todos supieron hasta qué punto era prodigioso el país de Canaán.

Podían permanecer en la misma tierra dos o tres estaciones. La leche y la miel parecían rezumar de las colinas y los valles. La lluvia alternaba con la sequía y el frescor con el calor, sin que lo uno excediera lo otro. La abundancia engordaba los rebaños y a los niños. Los hijos se hacían más altos que sus padres. Así, con el paso de los días, todos, incluso Sarai, olvidaron su sueño de ciudad.

Las tiendas se ampliaron hasta tener habitaciones separadas por cortinas. Abram hizo tejer una con rayas blancas y negras, lo bastante amplia para que pudieran reunirse en ella los jefes de las distintas familias. Las mujeres de Salem enseñaron a las recién llegadas a teñir la lana y el lino con colores alegres y vivos, y les enseñaron cómo tejerlos con motivos originales. Las túnicas y las capas blancas y grises fueron guardadas en los arcones. Comenzaron a vestir de rojo, de ocre, de azul, de amarillo.

Transcurridos los años, la reputación de paz y de riqueza de Canaán, así como la fama de la sabiduría de Abram y Melquisedec, fueron llevadas a las naciones circundantes por los pastores y las caravanas de mercaderes.

Aislados primero, cada vez más numerosos luego, extranjeros de magros rebaños llegaron desde el norte y desde el este. Los padres y los hijos se inclinaban ante Abram con las mismas palabras y las mismas esperanzas:

—Hemos oído hablar de ti, Abram, y de tu dios invisible, que te protege y te guía. En el lugar de donde venimos sólo hay pobreza, polvo y conflictos. Si aceptas nuestra presencia, te obedeceremos y te seguiremos en todo. Serviremos a tu dios, le haremos ofrendas como nos enseñes. Serás nuestro padre y nosotros seremos tus hijos.

Algunos llegaron del sur tras haber cruzado los tres desiertos que rodeaban el opulento país de Canaán. Parecían más ricos y menos zafios que los del norte y el este, pero no por ello deseaban menos pertenecer al pueblo de Abram.

—En el lugar de donde venimos, un río enorme, cuyas fuentes nadie conoce, irriga una tierra de gran riqueza —contaban—. Allí reina un rey de poder sin límites que es también un dios vivo; su nombre es Faraón. Se sienta junto a otros dioses que, por su parte, tienen una apariencia medio de hombre, medio de pájaro, de felino o de carnero. Sus palacios y sus ciudades son magníficos, y las tumbas de sus padres, más hermosas aún que sus palacios. Pero su poderío embriaga a quienes le sirven. En el país del faraón, se mata a los hombres como si se aplastaran moscas, no se teme el hambre, sino la servidumbre y la humillación.

Abram nunca negaba los pastos de Canaán a los recién llegados, bendecía su llegada con tanto placer como el propio Melquisedec lo había bendecido a él, ante Salem. Con una tolerancia que asombraba, nunca obligaba a nadie a creer en su dios, aunque su propia devoción por el Dios único fuera absoluta. Le levantaba altares por todo Canaán y no dejaba pasar un solo día sin hacerle ofrendas y gritar su nombre: ¡Yahveh! ¡Yahveh! La única pena que sufría era el silencio que le respondía. No había día en el que no esperase que el Dios Altísimo, como él comenzaba a llamarlo, lo interpelara de nuevo y le ordenase otra tarea.

Pero Yahveh callaba. ¿Qué podría haber dicho? Como había prometido, Abram se convirtió en un pueblo, una nación y un gran nombre. Y todo ello sin que Sarai le hubiese dado siquiera un hijo o una hija.

Desde que se instalaron en las tierras de Canaán, nadie se extrañaba ya de la esterilidad de Sarai. Cada cual, hombres y mujeres, los que habían caminado desde Jarán o los recién llegados, estaba subyugado por la belleza de Sarai; una belleza que parecía ser, en sí misma, un signo tan perfecto de abundancia que obligaba a acallar los celos y la concupiscencia. Asimismo, comprendían que Abram, aprovechando aquella belleza como un recién casado, no pareciese sentir tristeza alguna por carecer de descendencia. Todo iba bien. La felicidad y la paz adormecían corazones y espíritus. El bienestar se había convertido en un alimento cotidiano para todos. Ninguna pena llegaba nunca para arrancarlos de aquella especie de embriaguez. La belleza de Sarai, su vientre siempre plano, sus mejillas lisas, su nuca, sus pechos y sus caderas de muchacha se habían convertido en el signo de la felicidad que les concedía Yahveh, el dios de Abram.

No advirtieron antes de que transcurriera mucho tiempo el verdadero prodigio que tenían ante sus ojos: el tiempo no afectaba la belleza de Sarai. Las lunas, las estaciones, los años transcurrían, pero la juventud de Sarai parecía inmutable.

El peso de ese silencioso prodigio, tras haberle encantado, comenzaba a aterrorizar a la propia Sarai.

Cierto día de verano, como le gustaba hacer en las horas más cálidas, Sarai se bañaba en la poza de un río. Tupidos árboles levantaban una alcoba de verdor. Debajo, la corriente había excavado una profunda pila en la roca, formando un remanso natural donde el agua, bastante profunda para zambullirse en ella, adoptaba tintes verdosos y azules. Sarai se bañaba a menudo allí, desnuda. Luego, estremeciéndose, mientras el sol y el calor chisporroteaban en las frondas sobre su cabeza, se tendía en las rocas frescas aún del río, pulidas por las crecidas invernales y tan suaves como una piel. A menudo, el sueño le cerraba los párpados.

Aquella tarde, un ruido la arrancó de su somnolencia. Se incorporó a medias, pensando en algún animal, o en una rama seca que había caído de un árbol. No vio nada y el ruido no se repitió. Apoyaba su pecho y su mejilla en la roca cuando sobre ella estalló una carcajada. Un cuerpo brotó de entre los árboles, cogió su túnica y saltó de nuevo para desaparecer con estruendo en el agua. Pero Sarai lo había reconocido.

—¡Lot!

La cabeza de Lot salió del agua, burlona. Con una gran carcajada, agitó la túnica de Sarai, chorreante en su puño. Sarai se encogió y veló como pudo su desnudez.

—¡Lot! No seas estúpido. ¡Devuélveme la túnica y lárgate!

De dos poderosos movimientos, Lot estuvo a sus pies. Antes de que ella pudiera hacer nada, lanzó la túnica a lo lejos mientras la agarraba por las pantorrillas. Furiosamente, le besó las rodillas y los muslos, intentando abrazarla por el talle. Con un grito de furor, Sarai lo agarró del pelo con ambas manos, y con un movimiento de caderas, tirando de su cabeza, pudo liberar sus piernas. Sin preocuparse ya por su pudor, Consiguió colocar un pie en el hombro de Lot y el otro contra su pecho, y lo rechazó con todas sus fuerzas. Pero Lot se había convertido en un hombre joven y vigoroso. Aflojó la presa, aunque sin soltarla. Y, riéndose, ebrio de excitación, luchó, agarró la nuca de Sarai y puso una mano en su pecho. Con los músculos endurecidos por la cólera, Sarai se inclinó hacia un lado, clavó su pie en el sexo de Lot y lo abofeteó con todas sus fuerzas.

Por efectos del dolor tanto como del pasmo, Lot rodó por la roca y cayó al agua. Sarai se puso en pie, encontró su túnica y se cubrió rápidamente con ella, empapada como estaba. Con un gemido infantil, Lot salió del río. Permaneció un rato tendido de lado, con las manos acariciando su sexo erguido bajo el taparrabos. El dolor y la turbación deshacían sus rasgos. Sarai lo contempló sin suavizar su furor.

¡Vergüenza sobre tu cabeza! ¡Vergüenza sobre tu cabeza, sobrino de Abram!

Lot se incorporó, con el rostro lívido y el mentón tembloroso.

—Perdóname —balbuceó—. Eres tan hermosa.

—Eso no es ninguna justificación. Soy la esposa de Abram. ¿Lo has olvidado acaso? No mereces perdón.

—¡Sí, es una gran y verdadera justificación!

Casi había gritado. Apartó los ojos, se sentó en la roca, de espaldas a Sarai, y prosiguió:

—No te das cuenta de nada. Yo te veo todos los días. Por la noche estas en mi sueño. Pienso en ti al abrir los ojos.

—No debes hacerlo.

—No puedo elegir. No se elige a la mujer que uno ama.

—Ni siquiera deberías atreverte a pronunciar semejantes palabras. Si el dios de Abram te oyera…

—¡Que me oiga el dios de Abram, si quiere! —interrumpió con violencia Lot—. ¡Tú eres la que no me comprende! Ni siquiera te das cuenta de que estoy a tu lado más a menudo que Abram. No ves que te sirvo con más atención que él. No dejo de hacer con alegría nada de lo que me pides. Pero tú no me ves. Y cuando pronuncias mi nombre creo ser aún aquel niño al que reñías. Ya no lo soy, Sarai. Mi cuerpo ha crecido; mis pensamientos han crecido y mi sexo también.

Sarai se sintió de pronto turbada y llena de confusión. La voz de Lot vibraba de dolor. ¿Por qué no había visto aquel sufrimiento? Él tenía razón. No lo veía o, más bien, mientras veía al hombre en el que se había convertido, de gran belleza, más delgado que Abram, con algo femenino en su agilidad, seguía pensando en el niño que había sido, siempre risueño, juguetón. Mientras, en Canaán algunas muchachas debían de dormirse con su imagen en el ánimo, soñando con tenerlo algún día por esposo.

La cólera de Sarai menguó. Buscó una frase de tierna prudencia que pudiese calmar a Lot, pero él le hizo frente, con los ojos tan brillantes como si estuvieran untados de khol.

—Sé lo que estás pensando. Conozco todas las palabras que tienes en la boca y con las que quieres condenarme o apaciguarme. Piensas en Abram, que es como mi padre. Vas a decirme que tú eres como mi madre.

—¿Y acaso no es cierto? ¿Hay falta mayor que desear a la propia madre? ¿A la esposa de su padre?

La carcajada de Lot fue terrible.

—¡Abram no es mi padre! Además, no quiere serlo: no me ha adoptado. Y tú dices: soy como tu madre. ¿Pero qué madre se parece a ti?

—¡Lot!

—Tú eres aquella a la que amé durante años como a una madre, sí. Pero, hoy, ¿quién puede tratarte como a una madre? Ni siquiera yo.

—¿Qué quieres decir?

Lot hundió la mano en el agua para rociarse el rostro y el pecho, como si se consumiera a pesar de la sombra en la que estaban.

—Parece que estén ciegos. Pero tú no puedes estarlo. Tú, no.

Lot tomó los dedos de Sarai, y los retuvo mientras ella intentaba soltarse. Los besó y se los llevó a la frente con una dulzura llena de respeto.

—Siempre te he amado, Sarai. Con todo mi corazón, con todo lo que en mí es capaz de amar. Sí, hasta el punto de haber sido, incluso, feliz cuando fue necesario que te convirtieses en mi madre. Y, por fortuna y por desgracia, aparte de Abram, soy el único que conoce la dulzura de tu piel, la firmeza y la calidez de tu cuerpo. Me estrechaste contra ti. Hace ya mucho tiempo, pero lo recuerdo como si fuera ahora, incluso dormimos en tu misma cama algunas noches. Desperté respirando el perfume de tus pechos.

—¡Lot!

—Todos los días, desde que era niño, contemplo tu rostro. Y todos los días es el mismo rostro perfecto.

Sarai retiró con brusquedad sus manos de las de Lot. Ella era, ahora, la que evitaba su mirada. Pero Lot prosiguió:

—¿Cómo no lo ven? Fui un niño, un muchacho luego. Ahora soy un hombre. El tiempo ha pasado para mí, ha modelado mi cuerpo. Pero en ti, Sarai, no ha dejado ni una sola arruga. Las muchachas de mi infancia tienen hoy gruesas las caderas, el vientre blando por los nacimientos. Las arrugas fruncen sus ojos y sus bocas, su frente y su cuello están marcados. Pero te miro a ti y no veo nada así. Tu piel es más hermosa que la de las muchachas que quieren que las acaricie detrás de los matorrales. El tiempo no pasa para ti, ésa es la verdad.

—Cállate —imploró Sarai.

Lot inclinó la frente y murmuró:

—Puedes pedirme cualquier cosa salvo que no te ame como un hombre ama a una mujer.

Una de las siguientes noches, cuando Abram se había reunido con ella en su lecho y descansaban el uno junto al otro, en la oscuridad, entumecidos aún por sus caricias, Sarai contó cómo Lot la había descubierto a orillas del río. Abram se echó a reír:

—Si su pasión te sorprende, eres la única. Lot le respondió al señor Melquisedec, que le preguntaba por qué parecía poco dado a hacer ofrendas en el altar del Dios Altísimo, que sólo estaría seguro de la existencia de Yahveh cuando Él se le apareciese con tu aspecto.

Se rieron juntos. Luego Sarai añadió:

—Cuando Lot sólo era un muchacho, cuando nos pusimos en marcha desde Jarán, estaba entusiasmado con tu dios. Quería que yo le contara lo que de él decías. Ahora, es un hombre y asegura que no puede amarme como a una madre o una tía, pues el tiempo no pasa para mí. ¿Eso es también lo que tú piensas? ¿Que el tiempo ya no pasa para mí?

Abram permaneció un instante inmóvil y silencioso. Luego, con una voz cálida y llena de alegría, asintió.

—¿Y no es una maldición? ¿Un castigo que tu dios me envía? —preguntó Sarai en un susurro.

Abram se incorporó, hizo resbalar la manta que los cubría, y con un largo beso, hizo correr sus labios desde el cuello de Sarai hasta el hueco de sus muslos.

—Mi carne, mis dedos, mi corazón y mi boca se abrevan de felicidad ante tu belleza, noche tras noche. Ésa es la verdad: las estaciones pasan y la belleza de Sarai no se marchita. Al contrario: los días nos empujan hacia la muerte como el asno empuja la rueda que saca el agua del pozo. Pero mi esposa Sarai, esta noche, sigue tan fresca como lo era la primera vez que la desnudé.

—¿Y no te asusta eso?

—¿Por qué iba a asustarme?

—¿No temes que los demás se turben tanto como Lot, aunque con menos ternura y razón? ¿No temes que tu esposa se convierta en fuente de envidia, de rencor y de odio?

Abram soltó una risita segura:

—No hay un solo hombre en Canaán que no se llene de deseo al verte. ¿Cómo puedo no darme cuenta de ello? No hay un solo hombre o una sola mujer que no envidie a Abram, o a Sarai. Pero ni uno solo se atreverá a hacer lo que ha hecho mi sobrino Lot. Pues saben, saben lo que Melquisedec vio en ti desde que llegamos a Salem. Yahveh quiere tu belleza, pero no me la reserva; la hace brillar en Canaán; la ofrece al pueblo de Abram. De la belleza de Sarai, mi esposa que no pare, Él hace la semilla de nuestra eterna felicidad. El Dios Altísimo contiene el paso del tiempo en ti, pues eres la mensajera de todas las bellezas que Él puede realizar. ¿Quién, en el pueblo de Abram, se atrevería a mancillar a esta mensajera?

A Sarai le habría gustado protestar, decir que no sentía nada semejante sino, más bien, el peso del tiempo inmóvil y el incansable deseo de parir. Habría querido decir que semejantes pensamientos eran sólo la imaginación del hombre, que el dios de Abram no había anunciado ni prometido nada semejante, sólo un pueblo y una simiente fértil. Sin embargo, su esposo, con ardor, la redujo al silencio: la cubrió de caricias y obtuvo otra vez, de ella, el placer que lo colmaba.

Más tarde, en la oscuridad, con el aliento del sueño de Abram en su hombro, la tristeza invadió a Sarai. Se mordió los labios y apretó los párpados para que no brotaran las lágrimas.

¡Ella hubiera preferido que su vientre se redondeara y su rostro se llenara de arrugas! ¿De qué le servía esa belleza seca como un pastizal agrietado? ¿Cómo podía preferirse una belleza estéril al grito de la vida y a la risa de un niño? Asaltada por preguntas cada vez más dolorosas, llena de cólera y de temor, no pudo conciliar el sueño.

Por primera vez desde su salida de Jarán, a Sarai la asaltó una violenta duda: ¿Y si Abram se equivocaba? ¿Y si le engañaba el deseo de amar a su dios y de realizar grandes cosas? Tal vez, creyendo oír a un dios invisible e impalpable, sucumbía a su propia imaginación y a los manejos de un demonio. Pues, en realidad, ¿qué valía el poder de un dios incapaz de hacer que corriera por sus muslos la sangre de las esposas?

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