Sara

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Segunda parte » La santa sierva

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Había un centenar, de pie, en el gran patio del templo, perfectamente alineados en cuatro filas. Un centenar de hombres jóvenes con una capa de cuero, empuñando la lanza y el escudo. El ribete de oro, la insignia de los oficiales, rodeaba su casco de cuero, invisible en la noche agonizante que lo cubría todo, al igual que su rostro. A su alrededor velaban las inmensas esculturas de Enki y de Ea, la de Dumuzi, el dios muerto y resucitado, antepasado de todos los Poderosos Antepasados de Ur. Y, brillando con todo su oro a pesar de la oscuridad, la de Ishtar, la Dama de la Guerra.

Permanecían allí, inmóviles, aguardando el momento desde el crepúsculo.

Los fuegos de nafta que iluminaban los muros y las escaleras del zigurat se apagaron uno tras otro. Por un breve instante, la noche fue completa de nuevo, hecha sólo de sus estrellas y de la leche de los dioses. Luego el cielo se iluminó dulcemente, y la luz del día hizo desaparecer las estrellas. En los cascos de los jóvenes oficiales comenzaron a brillar los ribetes de oro. También sus ojos brillaban, doloridos por la inmovilidad.

Y entonces, en lo más alto, las columnas sagradas, las placas de lapislázuli, los voladizos de bronce y los relieves de plata de la Cámara Sublime captaron el primer rayo de sol.

Un suspiro vibró en el aire, y brotó el estruendo de las trompas y los tambores de los sacerdotes. En la plataforma del templo, las cantoras de Ishtar, ataviadas con la túnica púrpura, lanzaron su lamento:

Oh, Dama ilustre,

Estrella del clamor guerrero,

Reina de todos los lugares habitados,

Tú, que abres tus inmensos brazos a la luz…

Con la garganta enronquecida de fervor, los jóvenes oficiales unieron sus voces a las de las cantoras:

Tú, que haces que se batan entre sí los hermanos más queridos,

Tú, que haces vacilar a los dioses y cuya sola visión asusta a los vivos,

Concédenos tu gracia,

Oh, Pastora de las multitudes…

Las grandes puertas del templo se abrieron. Arrastrados por tiros de cuatro caballos, dos grandes carros avanzaron por el patio, flanqueando un toro que una decena de soldados mantenían entre sus lanzas inclinadas. Una peluca de ágata y cristal descansaba entre los cuernos del animal, una tela llena de anillas de cobre, de cuentas de bronce y marfil cubría sus flancos.

Lentamente, al mismo ritmo que el sol que, ahora, bajaba por la Escalera del Cielo, los carros y el toro acabaron colocándose ante los guerreros. Y, en ese instante, ella apareció en la plataforma sagrada.

Su diadema coronada por tres flores de oro con el corazón de cornalina la hacía irreconocible. La túnica, blanca, ceñida por un cinturón de oro en forma de espigas de cebada entrelazadas, ponía de relieve la belleza de su talle. Un imponente collar de cuentas de turquesa, de bolas de oro y bronce colgaba sobre su pecho. Kiddin, que se encontraba en primera fila de los jóvenes oficiales, la reconoció por sus andares. Y, en efecto, era ella, sí, tan bella y pasmosa como se la habían descrito: ¡Sarai, la Santa Sierva de la Sangre!

Sin darse cuenta, golpeó con su lanza el escudo, y cien manos la imitaron. El toro, transido por el estruendo, mugió.

Sarai avanzó entre las cantoras y los sacerdotes. Sus pasos no parecían posarse en la plataforma, sino en el sordo choque de los escudos. Adelantando las palmas de las manos, recogió el canto que brotaba de las ardientes gargantas:

Oh, Estrella del clamor guerrero,

Fulgor celestial que llamea contra los enemigos,

Oh, colérica Ishtar, ruina de los arrogantes.

Una súplica de carne y de sangre que intentaba lograr que el cielo temblase mientras el sol, en su eterno movimiento, alcanzaba las densas frondas que ceñían el zigurat a media altura.

Kiddin intentó captar la mirada de su hermana. Pero, entre los gruesos trazos de khol, los ojos de Sarai permanecían fijos, sus oscuras pupilas, lejanas. A su pesar, en una breve imagen, Kiddin comparó a aquella mujer casi desconocida con la chiquilla rebelde y perniciosa que había estado a punto de arruinar su casa.

Desde la media muerte de su hermana, habían transcurrido siete u ocho años, y el tiempo había esculpido a la perfección su talle y su rostro. Hasta en el dibujo de su boca, enrojecida por el ámbar, la altura de los pómulos y la fuerza de sus hombros, la belleza de Sarai poseía autoridad, fuego, el divino alejamiento de Ishtar.

El sol alcanzó finalmente los peldaños bajos de la Escalera del Cielo, y Sarai levantó los brazos.

De pronto se hizo el silencio. Los sacerdotes suspendieron las mazas sobre sus tambores, las siervas abandonaron su canto, los guerreros contuvieron los golpes de sus lanzas y los lamentos de su garganta. En el silencio, cada uno de ellos, con la cabeza inflamada, vio que la túnica de Sarai había resbalado, y había dejado al descubierto su pecho izquierdo, luminoso como el orbe de la luna.

Sorprendido, el toro levantó la cabeza haciendo tintinear sus adornos, moviendo sus desorbitados ojos para ver mejor a la mujer de túnica blanca que se deslizaba hasta el borde de la plataforma. Y, como los guerreros, dio un respingo cuando la Santa Sierva de la Sangre lanzó su llamada:

Yo te invoco, oh, Ishtar, principesca y poderosa,

A ti, a la que sirvo tanto en la noche como bajo el sol,

Escucha mi demanda,

Yo, tu hija elegida,

Escucha la súplica de aquella cuya sangre has retenido, Pronuncia la gracia de los guerreros de Shu-Sin I, tu hijo.

Sarai se volvió, dando la espalda al toro y a los guerreros, ofreciendo su rostro a la mirada de oro de la estatua de Ishtar. Como si de espejos se tratara, las flores de oro de su diadema se inflamaron al sol.

Tú, que cabalgas los grandes Poderes,

Que pulverizas los escudos,

Pronuncia la gracia de esos guerreros que han esperado tu despertar,

Aparta las heridas de su cuerpo,

Las lágrimas de la muerte y la vergüenza del fracaso.

Su llamada cesó bruscamente. Su voz calló y dejó en suspenso el tiempo. El silencio gravitó sobre los guerreros, tan pesado como la sombra del zigurat, que había gravitado sobre ellos toda la noche.

Suavemente las caderas de Sarai esbozaron el primer balanceo, sus brazos se doblaron, sus pies se deslizaron.

Sonaron los tambores.

Una vez más. Y otra.

A cada uno de sus pasos, redoblaron con sorda tonalidad. Acompasando la danza, sosteniéndola, ampliando la curva de sus caderas. Y entonces los guerreros golpearon con sus lanzas los escudos, y gritaron:

¡Ilulama! ¡Ilulama!

Paso tras paso, en el revoloteo de su danza, ella descendió hacia el toro. La fiera, asombrada, bajó el hocico y ofreció la punta de sus cuernos. Sarai avanzó, avanzó, con las caderas en el oleaje de los tambores, en el grito de los guerreros.

El toro rascó el suelo y mugió. Luego retrocedió, con el furor en el pecho, jadeante. La voz de Kiddin tembló. El talle de Sarai se contoneaba ante los ojos del toro, con el oro de su cintura brillando en las pupilas de la bestia. El deseo de brincar sacudía el sexo del animal. El puño de Kiddin se crispó sobre su lanza. Las manos de Sarai palmearon. En un mismo golpe, las diez lanzas de los soldados se hundieron en el cuello del toro, y la sangre brotó casi hasta los jóvenes oficiales. Sarai recitó:

Oh, soberana mía,

Tú, que sostienes el mango sagrado,

Con tu boca espumeante,

Bebe la sangre del toro colérico, come su corazón furioso

Y sostén su combate…

—No me gusta que te acerques tanto a los cuernos —gruñó Sililli con su voz de los malos días—. No sirve de nada, lo sé: se lo he preguntado a los sacerdotes, y todos me han dado la misma respuesta: «La Santa Sierva de la Sangre puede permanecer en la plataforma mientras matan al toro».

Sililli había seguido la ceremonia en silencio. Ahora, mientras quitaba las fíbulas de la túnica de Sarai, por fin podía expresar su angustia.

—No corro ningún riesgo —replicó Sarai—. Mi soberana me protege.

Una fea mueca apareció en los labios de Sililli.

—Uno de estos días te las verás con una bestia más furiosa que las demás. Una sola embestida y te partirá en dos.

—¿Y por qué iba a permitir eso Ishtar? Ninguna sacerdotisa del templo le es más devota que yo. He hecho la cuenta: desde que se ha reanudado la guerra con los

guti, he ofrecido ochenta y siete veces sangre para los oficiales.

—¡Oh! ¡Lo sé! Sé que eres sabia en el cálculo como en otras muchas cosas. Pero eso no tiene nada que ver. Te acercas cada vez más al toro, y eso no le gusta. Y a mí tampoco.

—¡Pero a mí, sí! —se divirtió Sarai terminando de desnudarse.

El sudor brillaba en su piel pálida. Con la yema de los dedos, secó unas gotas entre sus pechos y añadió:

—De lo contrario, sería aburrido. ¡Y todos esos apuestos guerreros no sentirían tanto fervor!

Se rió, entró en el baño perfumado acentuando, por burla, el lascivo movimiento de sus caderas. Sililli prometió algunas desgracias más y fue a dejar la diadema de oro, el collar, el cinturón y la túnica en la estatua de Inanna que presidía el centro de la vasta estancia.

Se hallaban en una de las innumerables cámaras del

giparu, la inmensa residencia de las sacerdotisas de Inanna, contigua al zigurat, en el interior del sagrado recinto del templo. Los muros estaban forrados de tapices, la luz del día penetraba por unas grandes ventanas arqueadas y algunos pebeteros esparcían los más suaves perfumes. Agua, siempre pura, corría cantarina por una sucesión de albercas cubiertas de adobes barnizados. A veces, las Santas Siervas se reunían allí para purificarse. Otras, la Suma Sacerdotisa de Inanna, la hermana del rey Shu-Sin I, invitaba a una u otra a que se reuniera allí con ella para hablar tranquilamente y descansar de las largas plegarias. Pero cuando Sarai se enfrentaba al toro y ofrecía la sangre a los guerreros, tenía el privilegio de purificarse a solas.

Cerró los ojos y se abandonó a la voluptuosidad en el agua apenas más caliente que su cuerpo. La disputa con Sililli no era nueva. Con los años, la doncella no sólo se volvía más lenta, sino que también su humor se hacía pesado; se estaba volviendo temerosa precisamente cuando Sarai se sentía más fuerte y poderosa. A fin de cuentas, ¿qué podía temer la Santa Sierva de la Sangre más respetada de todo el templo?

—No tienes motivos para preocuparte por mí, Sililli —dijo Sarai con voz tranquila.

Oyó las sandalias deslizándose por los adobes del suelo. Los dedos de Sililli, suavizados por el ungüento perfumado, se cerraron sobre sus hombros e iniciaron el delicioso masaje.

—Sabes muy bien que siempre hay motivos para preocuparse —masculló—. Y, además, hay otras cosas que no me gustan en tu modo de bailar.

—Por favor, no me estropees el mejor momento de la jornada.

—¿Por qué les muestras tu pecho a esos jóvenes fogosos? ¿Acaso crees que eso los deja indiferentes? ¡Eres lo bastante hermosa para encenderlos aun vestida! No es en absoluto necesario hacer que sus lanzas se yergan más que el toro, antes incluso de ir a la guerra.

Sarai no tuvo tiempo de responder. La campana de bronce sonó a la entrada de la estancia y aparecieron dos jóvenes siervas, que hicieron una reverencia y anunciaron al unísono:

—Santa Sierva, un importante oficial desea que poses en él tu mirada. Ha recibido tu bendición esta mañana y quiere agradecértelo.

—Ya ves —murmuró agriamente Sililli.

—¿Quién es?

—El hijo mayor del prohombre Ichbi Sum-Usur.

Los dedos de Sililli se endurecieron en los hombros de Sarai, que volvió a abrir los ojos, extrañada.

—¿Kiddin? ¿Estaba ahí esta mañana? Decidle que espere en el patio pequeño, si tiene paciencia; me reuniré con él cuando esté lista.

Se mantenía erguido en medio del patio, sin lanza ni escudo, pero con su capa y su casco festoneado de oro. Le daba la espalda, observando a las criadas que, ante las cocinas, depositaban en unos palanquines de junco los innumerables platos de la comida de los ídolos. Hacía muchísimo tiempo que el hermano y la hermana no se encontraban el uno ante la otra. Sus hombros se habían ensanchado. Sarai no dudaba de que se hubiera convertido en uno de los más temibles luchadores y en un prometedor guerrero. Cuando se volvió para recibirla, bajo la melena y la abundante barba, el rostro y la sonrisa eran los que siempre había conocido. Kiddin se inclinó con todo el respeto del que era capaz.

—¡Que Ea te sea grato, Poderosa Santa Sierva!

Y, de un tirón, y sin aguardar a que le devolviera el saludo, con gran cantidad de floridas palabras, dijo cómo había sentido la presencia de Ishtar gracias a la invocación de la Santa Sierva de la Sangre, cuán protegido y alentado se sentía, él, que muy pronto conduciría las lanzas de los soldados de Ur contra los invasores de las montañas.

—Y todos nosotros, los que esta mañana estábamos presentes, llevaremos como recuerdo tu valor ante el toro. Si nos debilitáramos en los combates, recordaríamos tu cintura entre los cuernos. También nosotros despreciaremos las puntas de nuestros enemigos.

Sarai sonrió. Kiddin el orgulloso, el puntilloso, el apuesto Kiddin, que lustraba su cuerpo tanto como su rango, estaba haciendo un inmenso esfuerzo por complacerla e incluso, a su modo, mostrarse humilde. En un tono que albergaba más distancia que afecto, ella respondió:

—Buenos días, hermano mayor. Me satisface que la invocación te haya sido benéfica.

—Lo ha sido, Santa Sierva, no lo dudes.

Kiddin se incorporó. La mirada que recorrió a Sarai de los pies a la cabeza nada tenía ya de humilde, ni de fraterno. Era más bien una de aquellas miradas que erizaban a Sililli, una mirada de fiera joven, inflamada por la belleza de Sarai y preñada por el deseo.

La mano del joven oficial se hundió bajo su capa de cuero. Cuando la sacó, un collar de bolas de oro, cornalina y anillas de plata colgaba de sus dedos.

—Acepta este presente, que pueda subrayar tu belleza, la mayor que mis ojos hayan contemplado nunca.

La risa de Sarai sonó tan fuerte en el patio que las siervas se volvieron.

—Agradecimiento, palabras dulces, un collar… ¡No creo lo que estoy viendo ni oyendo! ¿Qué te sucede, Kiddin? ¿Acaso la perspectiva del combate te ha perfumado el carácter, queridísimo hermano?

Los labios de Kiddin se contrajeron, como unos belfos sobre los colmillos.

—¡Ya no somos unos niños! Ha pasado el tiempo de las peleas. Ya hace muchas lunas que el nombre de nuestro padre brilla, por ti, en este templo, y te lo agradezco. Tal vez haya sido injusto contigo. ¿Quién podría haber adivinado que la mano de Inanna presidía tus caprichos? Tienes razón, sin embargo: tengo el deber de ser humilde ante ti. Mis palabras y mis regalos son sinceros. Y grande es mi orgullo: como todos, en nuestra casa, he sabido la noticia, Santa Sierva de la Sangre.

Inclinó de nuevo el busto con respeto, tendiendo la mano para que Sarai tomara el collar que ni siquiera había rozado. Pero ella se limitó a fruncir el ceño para preguntar:

—¿La noticia?

—¡Oh!… ¿No lo sabes todavía? Lo cierto es que nuestro padre sólo se enteró ayer. Nuestro Poderoso soberano te ha designado. Serás su esposa sagrada en la Cámara Sublime el próximo mes de las siembras.

La sorpresa dejó sin aliento a Sarai. Kiddin se enardeció. Avanzó un paso, depositó el collar en las manos de su hermana, y con voz llena de excitación, murmuró:

—Que no te sorprenda. Aguardábamos esta elección desde hace mucho tiempo. ¿Quién podría esperar, mejor que tú, este honor? No hay sacerdotisa, en todos los templos de Ur, de Eridú e incluso de Larsa, en quien no corra durante tanto tiempo la sangre de las esposas. ¡Siete años! Por no hablar de tu belleza… Nunca Inanna estuvo tan presente y fue tan poderosa en una sacerdotisa. Hoy, cuando la guerra se anuncia, ninguna salvo tú puede reemplazar mejor a la Dama de la Guerra en el sagrado lecho del rey.

Sarai quiso soltar sus manos, pero Kiddin las retuvo.

—El honor que haces a nuestra casa es inmenso, y yo sólo aspiro a ser igual que tú. Cuando estés unida a él, el poderoso Shu-Sin I me confiará uno de los cuatro ejércitos. También yo mereceré esta distinción. Gracias a tu bendición, esta mañana, ya en mis primeros combates lucharé como un león. Piensa, hermana mía, lo que muy pronto nuestro linaje representará en Ur. Tú, la Sacerdotisa de la Cámara Sublime, y yo, el Toro de los ejércitos.

—No hemos llegado a eso aún —replicó fríamente Sarai—. La elección del rey no es segura todavía. Desconfía de los rumores; en el templo, las palabras vuelan más de prisa que las moscas.

—¡Oh, de ningún modo! Puedes estar segura de lo que te digo. Además, estoy aquí para transmitirte el deseo de mi padre: espera tu presencia en nuestra casa. Ha embellecido de nuevo nuestro templo para que sea digno de la Santa Sierva de la Sangre. Quiere que realices las primeras ofrendas a las nuevas estatuas de nuestros antepasados.

Kiddin percibió la vacilación de Sarai, y sin esfuerzo alguno, recuperó un antiguo tono que nada tenía ya de tierno ni de humilde:

—Nadie comprendería que te negaras. Desde que vives en este templo, no recuerdo que tus pies hayan hollado nuestro patio más de tres veces. Si no fueras a saludar a nuestros ancestros, sería una afrenta para nosotros, los vivos y los muertos.

Algunos días más tarde, Sarai entraba en la casa de Ichbi Sum-Usur, seguida por Sililli y dos siervas que la habían escoltado. Todos sus habitantes se habían reunido en el patio de recepción. Su padre y su hermano se encontraban al frente de las tías, los tíos y los primos, las doncellas, los jardineros y los esclavos. Los miembros de la familia se habían ataviado con túnicas de gala, ribeteadas con borlas y bordados, pelucas y joyas.

Avanzando por las esteras y las alfombras cubiertas de pétalos, Sarai comprobó hasta qué punto Kiddin tenía razón. Hacía tanto tiempo que no había cruzado las puertas de aquel palacio que apenas reconocía sus paredes. Ichbi Sum-Usur había hecho decorar las salas comunes que enmarcaban el patio con macizas columnas sobre las que el sol formaba sombras geométricas. Cada una de ellas sostenía espléndidos bajorrelieves de adobes barnizados, donde la vida de los dioses se describía en una decena de escenas. Los colores, las formas y la sutileza de los modelos eran notables: habríase dicho que los poderosos del cielo iban a saltar al patio, tan vivos como los humanos.

También Ichbi Sum-Usur había adquirido relieve. La grasa empujaba su túnica en la cintura y una papada de satisfacción culminaba la curva de sus mejillas caídas. Una pesada peluca aceitada sustituía su cabellera natural. Su alegría por ver a su amada hija era sincera. Con dulzura y una deferencia que ella no le conocía, se inclinó ante Sarai, ofreciendo sus palmas al cielo, en un gesto de respeto que sólo le había visto conceder a los más poderosos. Sus ojos se velaron de emoción.

—Santa Sierva de la Sangre, sé bienvenida a mi casa. Agradezcámoslo a Enlil, Ea y la Dama de la Luna.

Mientras su padre pronunciaba estas palabras, Kiddin inclinó el busto tanto como los demás presentes. En honor a su nuevo rango, llevaba al cinto el hacha simbólica de los oficiales del rey. Cuando se incorporó, una sonrisa tan blanca como la sal bajo el sol iluminaba su oscura barba.

Sarai se acercó a su padre. Tomó sus manos entre las suyas, se las llevó a la frente y se inclinó a su vez.

—¡Padre mío! Aquí sólo soy Sarai, tu hija. Antaño me llamabas así: «Mi amada hija».

No pudo continuar. Arrancando con un respingo las manos de las suyas, Ichbi Sum-Usur se apartó.

—¡No, no, Santa Sierva! ¡No es posible! Hoy sólo Ea es tu padre e Inanna tu dulce madre. Yo, Ichbi Sum-Usur, sólo soy el modesto ser vivo que te trajo a esta vida para que pudieran designarte.

Sarai abrió la boca para protestar, pero Kiddin se le adelantó:

—¡Mi padre tiene razón! —Y añadió, con voz lo bastante fuerte como para que todos pudieran oírlo—: La hija y la hermana que conocimos murieron hace más de siete años, durante aquellas jornadas en las que Ishtar le dio a conocer el cielo de los Poderosos, las jornadas en las que durmió con un sueño que no era humano. La que volvió a abrir los ojos es, para siempre, nuestra amada Santa Sierva de la Sangre. Llamarla de otro modo sería ofender a los Poderosos del cielo.

El pecho de Sarai se llenó de un frío tan glacial como el viento del invierno. Estuvo a punto de recordar a Kiddin los términos que él mismo había empleado cuando fue a pedirle audiencia en el

giparu. ¿Acaso no había pronunciado las palabras que hoy prohibía a todos: «Sarai», «hermana mía», «mi muy querida hermana»?

Sin embargo, contuvo su protesta. Si a Kiddin le faltaba sinceridad, no ocurría lo mismo con su padre y con todos los presentes en aquel patio. Éstos la contemplaban con un respeto intenso y temeroso.

Sí, para ellos era la carne de la Diosa de la Guerra; la niña caprichosa, la rebelde a la que era preciso vigilar había desaparecido. Los dioses la habían designado. La tristeza le puso un nudo en la garganta. Jamás en la vida se había sentido tan sola.

Con resignación, hasta que el sol llegó al cénit, hizo lo que se esperaba de ella. El templo había sido nuevamente decorado, se habían levantado altares de maderas preciosas, cubiertos de pétalos, dispuestos a acoger nuevas estatuas de antepasados. Pronunció las plegarias y cantó las alabanzas de los difuntos, quemó perfumes, recibió ofrendas y las hizo también. Todo ello con una indiferencia maquinal que fue considerada el desprendimiento ordinario de una sacerdotisa acostumbrada a ese tipo de ceremonias. De vez en cuando, adivinaba el contento de su padre y de la casa, y se obligó a encontrar en ello una suerte de satisfacción.

Cuando el sol estuvo por fin en el cénit, volvieron al gran patio, donde se habían dispuesto las mesas y los almohadones para un banquete. La tradición quería que todos los miembros de la familia se instalaran para celebrar una comida a la que serían invitadas las estatuas de los ancestros, como parientes tras un largo viaje. Mientras no hubieran ocupado su lugar entre los vivos, no se servirían en abundancia los más ricos manjares, y nadie sería autorizado a beber o a tocar el menor alimento.

Cada cual se sentó según su rango. Unas doncellas colocaron un sitial para Sarai, en el centro de un pequeño estrado, entre Ichbi Sum-Usur y las tías. En cuanto estuvo sentada, una extraña inmovilidad se apoderó de todos. Nadie dijo palabra. La casa se petrificó como si estuviera poblada por estatuas. Sólo el vuelo de los pájaros, haciendo resbalar, aquí y allá, sombras vivientes, recordaba que la vida proseguía.

Un estremecimiento recorrió la nuca y los hombros de Sarai. Sus dedos temblaron; los cerró discretamente contra sus palmas. Una onda dolorosa, semejante al miedo, serpenteó por sus riñones.

Sus ojos no veían ya, de pronto, los tensos rostros de sus parientes instalados en las mesas del banquete; veían aquel estrado que se había levantado, allí mismo, un lejano día. Ya no oía el pesado silencio de la espera de los antepasados; oía el estruendo de los cantos de los esposos. A sus pies, tal vez en el lugar donde hoy estaba sentada, veía la pileta de agua perfumada. Se contemplaba, desnuda ante su padre y aquel que la quería por esposa. Creyó sentir de nuevo en su piel el contacto del agua aceitosa mientras se zambullía en ella, con la desesperación en su pecho.

¡Hacía tanto tiempo de aquello! ¡Tanto tiempo que ya no había vuelto a pensar en ello! ¡Tanto, que ya no soñaba con un

mar.Tu que viniera para llevársela lejos de Ur con el mero poder de un beso!

Un largo chirrido, semejante a un lamento, la sobresaltó.

La gran puerta de la casa se abría por fin. Llevados en palanquines de junco, recién pintados y resplandecientes, aparecieron los cinco antepasados de Ichbi Sum-Usur.

Del tamaño de un hombre, estaban acuclillados en almohadones púrpuras, negros y blancos. Los bucles de su peluca se balanceaban sobre sus hombros, sus túnicas ofrecían un perfecto plisado. Los severos rostros lucían las arrugas de la edad y sus miradas, de marfil y lapislázuli, parecían penetrar el alma de los vivos con tanta seguridad como las flechas. Cada uno de ellos llevaba en una mano una gavilla dorada de cebada, de trigo o de espelta; en la otra, una hoz o tablillas de escritura.

Raramente se habían visto estatuas de antepasados tan perfectamente realizadas. Un impresionante murmullo recorrió el patio. La inmovilidad, mantenida demasiado tiempo, se quebró como partida por una tenaza. Las manos y los brazos se levantaron, y brotaron con fervor los cantos de recibimiento:

Oh, Padres de nuestros padres,

Simiente de la tierra húmeda,

Esperma de nuestros destinos,

Oh, Padres bienamados…

Ichbi Sum-Usur y Kiddin se incorporaron, con el rostro ruborizado y los ojos brillantes, tendiendo las manos. Los esclavos acercaron los palanquines hasta el estrado. Depositaron con precaución las estatuas entre los pebeteros. Y Sarai, tras ellos, divisó su rostro y reconoció sus labios.

Todo sucedió con una lentitud que escapaba de las leyes naturales. En realidad, ocurrió en un abrir y cerrar de ojos.

Dos hombres entraron en el patio, unos pasos detrás de los ancestros. Cuando las estatuas hubieron sido depositadas, se inmovilizaron. El uno era ya de edad avanzada, el otro estaba en plena juventud. Llevaban el vestido basto, de grueso lino, de los

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