Santa

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Segunda parte » Capítulo II

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De repente, el mástil florido, con cascabeles, cintajos y moños, que sobrepasaban todas las cabezas, crece más todavía, las sobrepasa más, por un segundo sus cintajos ondean igual a grímpolas de navío que zozobra o a flámulas de festival pagano, luego se abate, choca contra el piso, y sus cascabeles y sus discos suenan desapaciblemente. Calla la música, los enlazamientos se interrumpen, las charlas íntimas se mutilan, y la masa, disgregada, sale en tropel de ganado que huye, hacia la cantina y sus mesitas, hacia el alcohol que promete consuelos y olvidos, resistencias y conformidades, dicha, venturas, alegrías, ¡a peseta la copa! Es el intermedio.

Empinado en su asiento, Jenaro exploraba el salón y agachábase al oído alerta del ciego que reclamaba informaciones. No aparecía el

Jarameño; había diversos toreros, el

Lagarto, el

Obispo, el

Esto y el

Otro, pero el

Jarameño ni luz…

—¡Busca bien, Jenarillo, busca bien…! ¿Tampoco ves a Santita…?

—No, tampoco… aunque sí, un momento…, que la mirara de frente para poder cerciorarse…

—Sí la veo, patrón, ya la vide… está en la platea de los catrines del Clú… no tiene puesta la máscara… ahorita brinda y se baja el capuchón… todititos se le amontonan, amo, como si ella juera panal y los «rotos» moscas…

—Sobra, Jenaro, ya no mires más y vámonos, que al menos con

ésos se halla segura y no corro el riesgo de que vuelvan a robármela…

Principiaba una mazurka a atraer bailadores al salón, y aprovechando el tumulto, Hipólito y Jenaro se retiraron por los pasillos interiores en los que dormitaban los responsables del guardarropa, fumaban subrepticiamente viciosos empedernidos, y algún

Pierrot de enharinado semblante estrechaba el talle de

Colombina, suplicándole en lo privado que siquiera por esa noche le fuera fiel y de corazón lo amara.

El ciego y el lazarillo avanzaban en silencio; cruzaron el vestíbulo cuajado de mesitas desiertas, salvo una que otra en que disputaban rezagados, borrachos ya. En la del rincón una arlequina solitaria y muy ojerosa canturreaba empapando su careta en las lagunas diminutas que las bebidas vertidas habían formado en el sobado tablero. Después codearon a un gendarme; luego oyeron, por el mostrador de la cantina, confundidos entre vociferaciones, carreras e insolencias, el eco odioso de una bofetada… avanzaron aún… la calle.

Es un misterio averiguar de dónde sacaría arrestos Hipólito para hacer lo que hizo al día siguiente. Ello fue que llegando a su trabajo más temprano que de ordinario, se permitió solicitar de Santa una entrevista en debida forma, por conducto de Eufrasia:

—Pregunte usted a Santita si puede recibirme a solas en su cuarto para decirle dos palabras que me interesan…

Concedióle Santa su permiso, luego de saludarse y de que Hipólito se arrellanó en el canapé, para continuar rizándose el cabello suelto; operación que llevaba a cabo en una silla frente a la luna de su tocador americano, las tenazas calentándose en la bombilla de su encendida lámpara de petróleo y ella, Santa, muy escasa de ropas, su bata y otras prendas en la cama: recién bañada, según se colegía de la amplia bandeja con jabonadura, que en el suelo descansaba, y de un olorcito a agua de Colonia, que flotaba por el cuarto.

—¿Qué me quiere usted decir, Hipo?

—Pues, Santita… —empezó el ciego. Y soltó su pena, de una vez, elocuente y hasta imperioso a trechos, necesitando no nada más que conocieran su cariño y lo toleraran, sino que se lo correspondieran, ya que no en idéntica dosis (porque los imposibles no se improvisan ni con las manos se coge el cielo), por lo menos en dosis menor, muy menor, que él encargaríase de cuidar y regar, cual si de planta delicadísima se tratase, de ésas que un triunfo cuesta que al cabo de los años florezcan y perfumen, pero que por remate perfuman y florecen premiando los afanes y desvelos del floricultor tenaz. Él no sabía de símiles ni de palabrerías con qué cautivarla, y si a planta delicadísima comparábala, dependía la comparación de que él, aunque ciego, sólo a las flores había amado, después que a su madre, se entiende, puesto que su madre le enseñó a quererlas, a aspirar sus aromas, a diferenciarlas:

—Y en cambio, ni las flores ni nada me enseñaron a querer a mi madre, ¡aprendí yo solo…! Vea usted si es curioso, Santita, por mucho que los dos amores sean muy distintos, también el que por usted siento se me ha entrado como el otro y también me llega hasta los huesos y también carezco de recursos para desterrarlo…, y eso que a usted la quiero contra mi voluntad, ¡como usted lo oye!, pero la quiero a usted muchísimo…, ¡no hay idea de lo que la quiero a usted…!

—Pero, Hipo… —lo interrumpió Santa volviéndose a mirarlo, en la una mano las tenazas enrojecidas, en la otra un rizo de su frente, que se le enroscaba en los dedos lo mismo que amaestrado reptil; al descubierto, por la postura, las manchas negras de sus axilas.

—No hay pero que valga, Santita —insistió Hipólito—, no hay más que cariño de mi parte, un cariño ciego, sobre que ciego soy yo, y de la de usted, lo comprendo como si ya usted me lo hubiera dicho, no hay más que repugnancia, extrañeza, y, si bien me va, una puntita de lástima, ¿verdad…? ¡No lo niegue usted!, si yo soy el primero en confesar que tiene usted razón que le sobra, sí, Santita, debo parecerle a usted un monstruo, porque soy un monstruo de fealdad, pero aquí adentro, Santita, mi fealdad no es tanta, puede que hasta haya pureza que no todos le ofrecen porque no todos la poseen… ¡Quiérame usted, Santita!, ¿qué le cuesta…? Vea usted —agregó levantándose—, vea usted cuánto la querré, que ahora mismo, yo sé que está usted desnuda casi, que podría yo echarme sobre usted y no dejarla escapar, así cerrando mis brazos (cerrándolos estrechamente en el aire) hasta ahogarla o hasta que por miedo me dijera usted que sí, que sí a todo… ya, ya sé, usted gritaría, a mí me llevarían amarrado a San Hipólito, con mis iguales los locos furiosos, ya lo sé, pero sería después de haber logrado algo… Y sin embargo, vea usted cómo sujeto esta fiera que ruge dentro de mí, cómo le acorto la cadena para que se calme matándome y devorándome las entrañas, con tal de que a usted ni su aliento le llegue, con tal de que usted no me cobre miedo… Véalo usted, Santita, vea usted cómo vuelvo a sentarme y qué quietecito me quedo, porque usted no me arroje de su lado…

Santa, que a los comienzos del paroxismo del pianista se creyó en positivo riesgo y se levantó de su silla yéndose en dirección de la puerta, tras la que se parapetó sin preocuparse de que el camisón de seda se le resbalaba —dado que Hipólito, así ella se desnudara completamente, no podría mirar su desnudez—, se tranquilizó de advertirlo tranquilo, de nuevo en el canapé, suplicante y sumiso, en humilde actitud de infeliz que se ha ido del seguro y teme que lo riñan. Al propio tiempo, leía en los horribles ojos blanquizcos del ciego, en su persona toda, un cariño hondo y avasallador por ella engendrado, por ella nutrido. Por la vez primera, antojósele que Hipólito, sin ser un Adonis, tampoco era un monstruo, no, era un hombre feo, feísimo por su exterior, mas, si en realidad por dentro difiriese de los que a diario la poseían, junto a quienes Santa reconocíase inferior y degradada… ¿Si en efecto Hipólito la estimase mujer perfecta y superior a él? ¿Si resultáramos con que la haría feliz…?

No, no romanticismo y disparates. Hipo era un monstruo, y mucho que sí; Hipo era un pianista de burdel, mugriento y mal trajeado, sin tener en qué caerse muerto; un individuo quizá más desdichado que ella misma… ¡Menudo cisco el que armarían las mujeres si ella abandonaba la casa para vivir con el músico…! ¡Ni por pienso!

—¿Nada me contesta usted Santita? —preguntó Hipólito que continuaba en su mansa actitud de vencido.

—Sí, Hipo, voy a contestarle —le replicó Santa, que, hurgando dentro de su ser encontróse con un resto de honradez y se lo daba gustosa a su enamorado como se da la moneda última al que demanda nuestro auxilio—. Sé que usted me quiere, me lo ha probado cien ocasiones y yo, francamente, por ahora, no lo quiero a usted…, pero no me inspira asco ni repugnancia, eso no… Y vea usted qué cosa, Hipo, si supiera yo que se le acababa a usted este cariño que me tiene me entristecería mucho, ¡quién sabe por qué…! Se me figura (solemne y sincera, divisado un porvenir sombrío) que usted y yo no hemos de separarnos…, ¿cómo le diré a usted…?, ¡vaya!, que usted y yo hemos de encontramos en momentos difíciles…, estoy cierta que he de quererlo a usted, ignoro cuándo, ¡algún día…! ¿Quién es? —gritó colérica al que llamaba a la puerta.

—Soy yo, niña Santa —respondió Eufrasia—, que ahí está el coche que manda el señor Rubio y que está esperándola a usted ya sabe dónde.

—Bueno, que se espere, voy en seguida.

Empezó a vestirse, a grandísima prisa, sin pudores porque de ellos carecía y porque aun cuando de ellos no hubiese carecido, la ceguera de Hipólito autorizábala a vestirse cual si se hallara a solas.

Los ojos de Hipólito, no obstante no ver, habíanse cerrado, su barba hundíasele en el pecho, y sus brazos, como ropa colgada de una percha, pendíanle de los hombros desmazaladamente.

En el silencio del cuarto, escuchábase sólo la agitada respiración de Santa, que se apresuraba, y los complejos ruidos que las prendas de vestir, conforme iba poniéndoselas, hacían en su cuerpo. Tales ruidos, el ejercitado oído del ciego traducíalos a maravilla, suplía la ausencia de vista, proporcionábale una exacta contemplación mental de Santa, lo mismo que si la palpara o ayudase a vestir. De ahí que, igual a los chiquillos que persiguen no revelar su presencia, Hipólito conservó su inmovilidad para que Santa, si reparaba en él, no le ordenase salir y dejarla en paz. Y con el pensamiento, muy cerrados los ojos ciegos, lo presenció todo, cuando Santa quedó desnuda, al mudar de camisa, la de casa por una de calle y de seda también, que acusó su calidad en el frote contra la carne limpia y dura; cuando se sentó a meterse las medias, que por ser así mismo de seda, se resistían, y la silla gemía con los esfuerzos de la muchacha; cuando se fijó el corsé, cuyos cordones silbaron al apretarle la cintura, al atravesar ojillos, al doblarse en los broches; cuando el refajo se deslizó, y cuando extraía de su ropero el vestido, la toca, el abrigo, los guantes.

—¡Hipo! —exclamó Santa, de espaldas al pianista—, en prueba de nuestra más que amistad, voy a confiar a usted un secreto en reserva: de una circunstancia que al momento sabré, dependerá que me comprometa yo con Rubio… Nos contentamos anoche, en el baile…, insiste en que viva yo con él… Usted mismo me aconsejó que aceptara, ¿se recuerda…? ¿No me odiará usted si me meto con él, y si algo me pasa, contaré con usted?

—Conmigo, Santita, cuenta usted cuando se le antoje… ¿Acaso a nuestros esclavos o a nuestros perros les preguntamos eso…? Sólo una condición, quiero decir un favor: que me avise usted qué día se va de aquí y que me consienta visitarla, muy de tarde en tarde, cada semana o cada mes, ¿quiere usted?

—Sí, Hipo, sí, sí quiero… ¡Pero cuidado con publicar ni media palabra de esto! ¡Si supiera usted cuántas envidias y cuántos odios me persiguen desde que he vuelto a la casa…! Mañana hablaremos, ¿eh…?, junto al piano, como antes, tocándome usted mis danzas viejas, mi

Bienvenida… Y ahora me marcho, que se impacientará mi hombre…

Salieron al patiecito, y Santa, cediendo a irresistible impulso, asió al ciego de una mano y tornó con él al cuarto.

—¿Qué ocurre, Santita, se ha olvidado alguna cosa…?

En lugar de respuesta, Santa venció sus ascos, cerró los ojos, y cual si cumpliera con obligación ignorada, caritativamente, besó a Hipólito, ¡en plena boca! Y escapó a menudo trote femenino, recogiéndose la falda; y el ciego se quedó petrificado, sin alientos; todo su cuerpo miserable y mal vestido, recargado en la pared, muy abiertos sus horribles ojos sin iris, en cruz los brazos rígidos, como si acabaran de ajusticiarlo y su cadáver tardara en desplomarse para siempre.

Presa de interno deslumbramiento y ya sobre aviso, pronto esclareció, dale que dale al piano, que Santa no se engañaba; que sus compañeras, y aun Pepa inclusive, daban indicios de cansancio, de no tolerar por más tiempo el que Santa fuese la preferida del público y la mimada de la dueña de la casa. Ya no se concretaban a enumerar los defectos de la «reina», ya los abultaban y en corrillos comíansela a críticas y censuras. Era la rebelión sorda que mina los tronos y se gana adeptos hasta entre los indiferentes y bien intencionados. Por suerte, allí estaba él, Hipólito, resuelto a defender a Santa de asechanzas y peligros; resuelto a desbaratar planes y ahondar camarillas malevolentes. Paraba la oreja, y husmeaba desde su piano, fingíase el distraído, el frío; y así pudo cerciorarse de que la conspiración era seria y con ramificaciones en los burdeles cercanos al de Elvira a cuyas inquilinas se había comunicado lo insoportable del sin cesar creciente dominio de Santa. Tratábase —según Hipólito aclaró atando cabos—, de circular la especie de que la tal Santa estaba más enferma y podrida que pantano brasileño; y libre gracias a las crecidas propinas con que huía de los «agentes» y de los hospitales que la reclamaban…, ¡qué sé yo cuántas infamias más, cuántos alfilerazos envenenados! Lo que se necesitara para ahuyentar a los marchantes de paga, lo únicamente indispensable para interrumpir la perenne procesión de masculinos que no se hastiaban de saborear y saborear los dudosos atractivos de la aldeana ensorbecida, lo bastante para bajarle los humos a ella y para trifurcar y multifurcar el chorro de pesos y de hombres que en la cama de Santa iban a parar únicamente. ¿No valían ellas otro tanto, si no más…? ¿No eran todas iguales, unas grandísimas…?

Hipólito hacíase cruces de no haber olido la confabulación en sus principios y prometíase ahora resarcir lo perdido contando a Santa lo mucho que ya el enemigo de sus armas mostraba y lo muchísimo que sin esfuerzo se adivinaba oculto.

A la noche siguiente, entrambos tenían que cambiarse una porción de confidencias, lo que Hipólito había descubierto, lo que Santa había arreglado en su cena con Rubio. Pusiéronse a charlar junto al piano, como antes, tocando él las viejas danzas, la

Bienvenida de ella. Y al amoroso compás de las piezas compuestas en su honor, Santa rompió el fuego:

—Estamos arreglados, Hipo, me ha hecho Rubio propuestas espléndidas que ya acepté, y salvo que surgiera un contratiempo gordo, hoy somos martes…, pasado mañana o el sábado a más tardar estrenaré mi casa, con muebles y dos criadas, en la segunda calle del Ayuntamiento, ¿sabe usted dónde es?

Hipólito sabía dónde quedaban todas las calles de México y a regañadientes apechugaba con este segundo secuestro de Santa, porque aun prolongándose más que el de el

Jarameño —que de fijo se prolongaría—, menos riesgo corría Santa que permaneciendo en la casa de Elvira. La idea lo desgarraba, pero el beso de la víspera, con su dejo de bienaventuranza extraterrena, que paladeaba con solitaria y callada fruición, impedíale oponerse al mínimo designio de su ídolo.

—Vaya usted, Santita, le conviene, yo la aguardo…

¡Sacrificábase! Que fuera ella donde su belleza soberana conducíala: que disfrutara de cuanto bueno hay en el mundo y que él ni remotamente podía darle; que se lo diera otro; que le dieran lo que se alcanza y obtiene con dinero, y cuando hostigada y desencantada Santa pidiese amor, ahí estaría él, ése sería su triunfo, cubrirla de amor, del que había venido aumentando y aumentando dentro de su estropeada envoltura de ciego y de pobre. Confiaba en la profecía de la víspera; creía en el emplazamiento formulado por Santa; sí, algún día la suerte de los dos unciríalos a un propio yugo, para que, reunidos, concluyesen de tirar del pesado carro de miseria. Sí, ese prometido algún día debía existir, debía ser; y Santa, entonces, indemnizaríalo, después de padecer al lado de otros y por ansia perpetua que nutrimos todos —los desgraciados mucho más—, de que nos toque nuestro día, ¡siquiera uno!, en que probemos la dicha tras que se corre de la cuna al sepulcro. Ese día amanecería alguna vez. Hipólito, con sus ojos ciegos, mirábalo en lontananza, en el quimérico horizonte por el que esperamos que apunte la felicidad ambicionada… Ese día juntaríanse ambos en la vera de un camino sin iniquidades ni abrojos, un camino ancho, ancho, alumbrado de sol, sin amenazas y sin nubes; y amasados sus respectivos sufrimientos, asidos de las manos, confiaríanse, ¡como si rezaran!, todas las tristezas de sus vidas, todas las amarguras de su larga caminata al través del vicio y del pecado… Mostraríanse sus heridas mutuas, las que la existencia causa con sus asperezas, las que inspiran horror a los fariseos de la tierra, y con amante ósculo calmarían sus dolores recíprocos… Sí, ese día advendría, y con su advenimiento ellos verían desvanecerse las penas antiguas, cerrarse las llagas de sus espíritus, evaporarse los llantos inconsolados, sus lágrimas de desesperanza… Se amarían, era fatal, era infalible y era misericordioso; todos aman, todo ama, hasta los seres más débiles y desgraciados, ¡hasta el átomo! El mundo sólo puede existir por el amor; nacemos porque se amaron nuestros padres; vivimos para amar; morimos porque la tierra de que somos hechos, ama, codicia y ha menester de nuestra materia…

Deliraba Hipólito diciendo estas cosas, junto al piano, como antes; tocaba las danzas viejas, la

Bienvenida de Santa…

Sí, ese día amanecería, tendría crepúsculos, saldría el sol entre nublazones de oro y se hundiría entre los ópalos de la tarde. ¿Qué importaba que el cuerpo de él fuese deforme y que el de ella se hallara marchito por todas las lascivias…? El amor hermosearía el cuerpo del hombre y limpiaría el cuerpo de la hembra, y ya redimidos, caminarían gozosos rumbo a la Sión de las almas, sin memoria de lo pasado, dejando la carne en las zarzas, para las fieras…

Hipólito deliraba, en voz baja, sus horribles ojos sin iris, con radiaciones luminosas, abiertos desmesuradamente, clavados en la altura los globos opacos.

El mal no existía, el mal acabará, el mal acaba… Santa se bañaría en el Jordán del arrepentimiento y saldría más blanca que los armiños más blancos… Ya lo estaba, ya, ya no era una prostituta impenitente, ya él no era un ciego y un desdichado ya estaban fuera del burdel, ya no había burdeles, ¿qué quiere decir eso…? Ya había llegado el anunciado día, ya ellos hallábanse en el amplio camino de redención, libertos de la maldad infinita de la vida y de los hombres…

La brutal irrupción de un grupo de beodos de levita dio al traste con la quimera. Pedían a Santa en destemplado tono, abrazaban a las demás, reclamaban botellas y copas, exigían un vals, regaron pesos.

—Somos nosotros, muchachas, no hay que asustarse, que venimos de paz, a divertimos y a bailar. ¡Suénale al parche, profesor!

La parranda se armó ni mejor ni peor que la de todas las noches; cuatro o cinco individuos de pergeño decente, conocidos de la casa y que exudaban una chispa sorda; tuteándose, bonachones, dispuestos a seguir bebiendo, a pernoctar quizá, y a no pararse en precios. De consiguiente, acogióseles de buen talante y se les sirvió con prontitud y eficacia.

—¡A mí se me cansó el caballo! —declaró uno, dejándose caer en el sofá, muy pálido.

Y a la sazón, presentáronse dos nuevos visitantes, también vestidos con decencia, también conocidos de la casa, y, sin duda, del grupo beodo, puesto que con alguien de los que lo componían se saludaron de mano y apellido. Cerciorada Pepa de que la armonía no presentaba amagos de romperse, consintió de hecho en la fusión sin imaginar lo que iba a suceder. Nada hay más frecuente que esta clase de encuentros imprevistos, que se traducen en un gasto mayor de los bandos que se fusionan y en un mayor beneficio para el establecimiento.

¿A propósito de qué se inició el disgusto, si la reunión navegaba como en un mar de aceite? ¡Averígüelo quien pueda! El pretexto parecía radicar en que Santa —que permaneció sentada en el sofá, cuando a su lado habíase dejado caer el de la metáfora del caballo cansado—, se levantó sin su venia a preguntar cualquier tontería a uno de los últimamente llegados. Desmán tamaño no lo consentía el ebrio, en su ebriedad impulsiva, y con descompuestos modales acercóse a Santa:

—¡Estando conmigo no le hablas a ningún tal porque yo no soy un chulo! —dijo y tiró de Santa por un brazo, con brusquedad.

—Y eso, ¿por quién lo dice usted? —inquirió el interlocutor de Santa en moderada entonación y con ánimos de que retiraran el insulto.

Terció Santa, levantando la voz:

—¡Suelta, que me lastimas…! ¿Qué te traes tú…? Yo hablo con el que me dé la gana, ¿sabes? ¿De cuándo acá eres mi dueño?

Afortunadamente que los otros, y Pepa en cuenta, se percataron del incidente, y mientras sus amigos forcejeaban con el agresivo —Rodolfo, según lo llamaban—, Pepa y Santa convencían al pacífico de que no debía hacer caso de injurias de un borracho.

Por desgracia en estos medios, para ratificar los tratados de paz o de guerra, la única tinta que se emplea es el alcohol, el enemigo de la especie, el que nos orilla a los precipicios y a las infamias. Se pidió de beber y se bebió; logróse que Rodolfo y el agredido chocaran las copas y se apretaran las manos: uno de los de la cuadrilla beoda, en vista del cese de las hostilidades, abrazado a una chica desapareció escaleras arriba. Rodolfo, siempre muy pálido, volvió a sentarse en el sofá, taciturno, hosco; reanudóse el bailoteo, y Santa, en consejo con Hipólito, determinó retirarse a su habitación, ¿qué hacía allí, en vísperas de comprometerse a lo serio, expuesta a que la insultaran o a sufrir un desagrado?

El alcohol, en tanto, continuaba su obra callada, implacable destructora; precipitábase en los estómagos, que se dilataban o contraían para albergarlo; como un río de fuego, corría por las venas aumentando la circulación rítmica de la sangre; se evaporaba, y por dentro de los organismos, incontenible y arteramente, subía hasta los cerebros, a los que iba envolviendo con siniestra tela sutil de animal ponzoñoso, una tela más espesa y más densa conforme en los estómagos caía más alcohol. A los comienzos de la excitación, colores de rosa, júbilos hiláricos e inmotivados, dicha de vivir, necesidad de amar; el corazón, de sepulturero alegre, enterrando penas y cuitas; el pensamiento, de providente partero, sacando a luz, rollizos y en la apariencia destinados a alentar siglos de siglos, los anhelos recónditos, lo que en la lógica de lo real se halla condenado a nunca nacer; imposibles realizables con ligero esfuerzo, ideales al alcance de la mano que principia a temblar.

La vida sonríe, las mujeres nos esperan impacientes, los hombres nos quieren. El alcohol no es el enemigo, es el electuario, lo bendecimos, pedimos más.

La invasión continúa, el enemigo adelanta. Pone en fuga las delicadezas que aun el más burdo y zafio consigo lleva; huye la vergüenza y huye el respeto de sí propio; no se pierde la noción del bien y del mal —¡ésa es perdurable!—, pero se los confunde, se los disloca, un fatídico «¿qué me importa?» se sobrepone y de antemano nos absuelve por cuanto reprobado queremos ejecutar; la dignidad se estremece, pugna porque la fuga no se consume, defiende al individuo palmo a palmo…

El enemigo adelanta, la invasión continúa, ya es casi la derrota. Tambalea la dignidad, quema sus cartuchos últimos, Va a sucumbir… El invasor abrió las cárceles para engrosar sus filas, y los presidiarios, armados, salen de los presidios que la voluntad custodia herida y maltrecha, sin energía ni resistencia…, salen los instintos perversos, las levaduras de crimen, los legados y las herencias ancestrales, de los hombres de las cavernas, de nuestros antepasados delincuentes; salen todos los encadenados, lo que informa la mitad de nuestro ser y a las bestias nos equipara, los galeotes que guardamos aherrojados en los calabozos de la conciencia, con los quebradizos hierros de la moral y del deber…

El enemigo ha triunfado. El cerebro se entenebrece, la voluntad yace inmoble, el discernimiento se ausenta. Y los resultados son salvajes, primitivos, idénticos a los de todas las invasiones; se estupra, se asesina, se degrada, se aniquila al débil, se desconoce la clemencia, se arrasa lo bello, se escarnece lo bueno, se despedazan los dioses lares, se escupen las canas, se viola a las vírgenes, se degüella a los niños…, ondea la bandera roja, es el salto atrás, la edad pétrea, la inutilidad del esfuerzo y la esterilidad de los propósitos, un alcohólico de más y un hombre de menos. ¡Es el triunfo del enemigo!

—Pues a mí me parece que se viste usted de un modo ridículo, don…, ¿cómo me dijo usted que se llamaba? —balbuceó Rodolfo, mirando con vidrioso mirar al que insultara hacía poco y que en busca de descanso había ido a sentarse en un sillón vecino.

—¿Decididamente quiere usted camorra? —demandó el juicioso, sin mucho juicio ya, gracias a las copas bebidas.

—¿Con usted?, no, señor; yo peleo con los hombres, no con… —replicóle Rodolfo, recargando en la palabra soez.

Y fue obra de minutos. Primero, los insultos verbales que enardecen y lastiman más que los golpes que han de seguirlos. Después, la actitud de desafío: los reñidores en pie, estudiándose rápida y recíprocamente en mudo balance de las fuerzas contrarias; las miradas de cada uno aceradas, frías, cruzándose como láminas de esgrimidores de espada, llenas de un aborrecimiento, de una tal necesidad de exterminio que asusta al mismo poseedor. Luego, la visión roja, el milenario impulso homicida, la incurable exigencia fisiológica de matar por matar, el persistente y perpetuo Caín trucidando a su hermano que no le ofendía, de quien no recibía daño ninguno, de quien podía recibir amor y ayuda; el movimiento asesino que una vez comenzado empuja por sí mismo hasta la consumación del asesinato. Rodolfo, fatídico, amartilló el revólver.

Cuando los demás pretendieron intervenir, era tarde. Calló el piano, aunque Hipólito no veía los sucesos; callaron los que reían, los que cantaban, los que hablaban; cesó el baile, cesaron las caricias, las aproximaciones, los contactos, los besos…, comprendiendo que algo trágico y definitivo iba a pasar. El revólver, de prisa, de prisa, con movimientos que se dirían suyos e inteligentes, se abajaba, subía, en su cañón y en su cilindro niquelados jugueteando las luces de la lámpara suspendida en el techo. Su boca negra, que parecía bostezar, complacíase en no perder a su próxima víctima, y antes de escupir la muerte escupía el espanto…, de prisa, de prisa…

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