Samurai

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Otra vez las alas del avión parecieron ir a rozar los tejados de las casas cercanas a Tempelhof. Otra vez la pista helada apareció ante los ojos de Johnny Klem. Y otra vez el reactor de la Pan-American se detuvo con seguridad, tras agotar casi por entero la pista.

Johnny Klem, con su falso pasaporte británico, descendió del avión y se dirigió hacia la salida. Con su falso pasaporte británico, pasó los controles de aduana y policía. Y con su falso pasaporte británico se hizo conducir por un taxi a las cercanías del museo de Dahlem.

La casa estaba como antes. Parecía haber transcurrido mucho tiempo, y en realidad solo había pasado un día. La escarcha brillaba en las hojas del jardín. El chalet se mostraba dulcemente silencioso.

EO-004 no necesitó llamar. La puerta se abrió.

Margaret estaba en el vestíbulo, de pies sobre una maravillosa alfombra persa.

Le aguardaba.

Y esta vez no vestía como el día anterior, sino que usaba ropas distintas. Y más ligeras. Y más… más todo.

Johnny Klem contempló los pliegues de la bata entreabierta que apenas disimulaba los relieves maravillosos de su cuerpo.

Ella le estaba esperando.

Ella esperaba al vencedor, fuese quien fuese.

La dulce muchacha era el premio, sin que su voluntad contase. Tenía que hacer feliz a un samurái o al hombre que había logrado vencer a un samurái, demostrando que valía más que él.

Se aproximó a Johnny Klem.

Esta vez sus labios no estaban apretados. Por el contrario, se mostraban entreabiertos en una mueca ardiente.

Y no debían estar fríos.

No, nada de eso.

Ninguna palabra había mediado entre los dos. Solo sus miradas, el choque de sus pensamientos.

Y entonces Johnny Klem tendió una mano. Buscó una de las manos de la muchacha.

—Tú eres demasiado bonita para ser solo el premio de un vencedor —musitó—. Tú mereces que el hombre que te quiera sea el que tú hayas elegido. Tú mereces mi respeto, mi amistad, mi devoción. Tú debes ser la digna esposa de un samurái que se dé cuenta, como has empezado a darte cuenta tú, de que los tiempos han cambiado y su país ya es distinto.

Alzó la mano de la muchacha poco a poco.

—Te acompañaré a Tokio, Margaret —susurró—. Te acompañaré solamente como amigo.

Y besó con sus labios los trémulos dedos de la muchacha.

Nada más que eso. Y, sin embargo, pocas veces Johnny Klem se había sentido tan conforme consigo mismo.

 

F I N

 

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