Samantha

Samantha


Capítulo 18

Página 19 de 23

Capítulo 18

 

 

No ha sido fácil mantenerme alejada de Ian, aunque, que Helena no se separe de mí ni para ir al baño, ha contribuido enormemente a ello, y por eso me repito cada día que fue buena decisión contarle lo que pasó entre Leah y mi guardaespaldas aquella noche de hace mes y medio ya.

El Adonis se las ha ingeniado también de muchas maneras para poder quedarse a solas conmigo, pero las pocas veces que lo ha conseguido no he dejado que salga de su boca ni una mísera explicación. No quiero escuchar nada de lo que tenga que decirme, y yo tampoco tengo nada que hablar con él. Asunto zanjado. Y, aun así, sé que no se ha rendido, pues me sigo encontrando la misma flor cada mañana al salir de mi habitación. Se trata de orquídeas lilas cuyo olor es embriagador. Tengo entendido que es la flor nacional de Brasil, pero no he visto ninguna planta con esas flores por los alrededores, por lo que no tengo ni la menor idea de cómo consigue hacerse con una todos los días.

Respecto a Leah, tampoco nos hemos cruzado en tantas ocasiones desde entonces y es algo que agradezco, ya que aún no sé cómo logro contenerme. Helena también está impresionada ante mi capacidad de aguante, aunque procura que los encuentros entre esta y yo se alarguen lo menos posible, por si acaso.

El que me ha sorprendido gratamente ha sido Harvey. Se ha tomado muy bien eso de que solo seamos amigos, y he conocido ciertas facultades de su personalidad que tenía ocultas. Al menos a mí no me dejaba verlas con tanto empeño en seducirme. Ahora se comporta como una persona normal, y no como el imbécil al que estoy acostumbrada. De hecho, hoy va a hacer una barbacoa en la playa que hay tras su casa porque hace unos días le comenté que estaría genial encender una fogata a la luz de las estrellas mientras escuchamos las olas del mar de fondo. Desde que se ha levantado esta mañana ha distribuido tareas para todos sus hombres, como la de comprar la carne, las bebidas, e ir a por madera para el fuego, y Helena y yo nos hemos escapado a escondidas de Ian para pasar la mañana de tiendas. Ir de compras no es una de mis aficiones, pero no me importa hacerlo si con ello pierdo de vista al Adonis durante un buen rato.

Llegamos al mismo pueblo de las veces anteriores, y aunque no hay una gran cantidad de negocios, Helena se las apaña para entretenerme durante toda la mañana. Me ha obligado a probarme casi la mitad de todas las prendas que había en las tiendas mientras hablábamos sobre todo y sobre nada. La he puesto al tanto de mi recorrido con Ian, y lo cierto es que la experta en armas se ha convertido en mi refugio desde aquella noche. No obstante, hay otros secretos que sigo guardando solo para mí.

—¿Hacemos una parada para comer? —sugiere Helena deteniéndose frente a un local de comida rápida.

Asiento, y le dedico una sonrisa con mi total aprobación. Aunque ya no use mucho el bastón no tengo la pierna recuperada al cien por cien, y llevo todo el día de pie, así que necesito descansar.

Dejo a Helena a cargo de la comida, y cuando vuelve trae consigo dos especies de kebabs con una pinta muy extraña, pero afortunadamente no tengo que arrepentirme de mi decisión, ya que está más que bueno. No tengo la menor idea de lo que es, e imagino que no llegaré a saberlo, puesto que lo que Helena ha hablado con el dependiente no lo sabe ni ella.

—Creo que ya no nos quedan más tiendas a las que echarles el ojo —espeto escurriéndome en la silla del restaurante de comida rápida.

—No, pero aún nos queda algo por hacer —anuncia con una sonrisa.

No quiero ni preguntar de qué está hablando. Posiblemente me canse solo con pensarlo, así que prefiero ir a la aventura.

Volvemos al coche para guardar las bolsas con las compras, y una vez que lo hacemos nos encaminamos a nuestro siguiente destino siguiendo las indicaciones del GPS de Helena, que termina pasando a mis manos. Será una experta en armas, pero en lo que respecta a las nuevas tecnologías lo lleva crudo.

Diez minutos después llegamos hasta donde señala el GPS, y es entonces cuando comienzo a preguntarme si realmente es aquí a donde quería venir Helena. Solo se ven casas de particulares a un lado y a otro de la calle.

—¿Estás segura de que este es el lugar correcto?

Helena no me responde, sino que se acerca a una de las puertas y presiona el interruptor que hace que el timbre suene.

—¿Qué haces? —pregunto empezando a preocuparme.

—Tranquila —concluye antes de volver a llamar.

Al cabo de unos minutos una mujer brasileña de unos cuarenta años abre la puerta y nos mira sin decir nada hasta que Helena se presenta en inglés, y esta nos invita a entrar en la misma lengua. No sé qué es lo que hay ahí dentro, pero intuyo que el que esta mujer sepa hablar nuestro idioma tiene algo que ver.

Sigo a la experta en armas, que cruza el umbral de la puerta tras la brasileña, y en cuanto me uno a ellas todo empieza a parecerme más normal. Es una peluquería, aunque por fuera no haya huella alguna de ello, y Helena pidió cita hace unos días para las dos. Esto es algo que tampoco se incluye entre mis aficiones, pero me vendrá bien cambiar un poco mi apariencia. Y quien sabe, tal vez me atreva a hacer alguna locura, después de todo, llevo ya un tiempo con el mismo color de pelo, y mi obligación es cambiarlo para que nadie procedente de mi pasado me reconozca.

La mujer, llamada Fátima, me enseña los diferentes tintes de los que dispone en estos momentos, y tras sopesarlo mucho, me inclino por uno plateado. No sé exactamente lo que me ha llevado a tomar esa decisión, o puede que tenga una ligera idea. Lo único que espero es no tener que lamentarlo.

Mientras la jefa, que no es otra que Fátima, la brasileña que nos ha abierto la puerta, se ocupa de lavar la cabellera de Helena, otras dos trabajadoras se aplican en nuestros pies y manos. Esto también es algo a lo que no estoy acostumbrada pero pienso repetirlo de vez en cuando a partir de hoy.

—¿Solo las puntas? —pregunta la peluquera con tijeras y peine en mano.

—¿Cuánto es el mínimo para poder donarlo? —espeto dejando escapar un suspiro.

—Treinta centímetros —responde ofreciéndome una sonrisa a través del espejo que tenemos enfrente.

—¿Se te ha ido la cabeza? —escupe Helena tras escuchar la cifra.

—Tranquila, volverá a crecer —alego confirmándole a Fátima con una sonrisa que corte.

Evito mirar al espejo para no ver la cantidad de pelos de la que voy a desprenderme, y continúo así hasta que acaba tanto la jefa como las demás empleadas. Me pongo en pie, y me siento tan relajada por todos los cuidados que casi tengo que volver a sentarme. Tendré que descansar un poco cuando lleguemos a la casa de Harvey si no quiero ponerle fin a la barbacoa de esta noche antes de tiempo.

—¿Te gusta? —inquiere Fátima colocándome en su sitio algunos mechones.

Reúno el valor suficiente como para dirigir la mirada al espejo, y en cuanto lo hago la presión de mi pecho se esfuma. Al final no ha quedado tan corto como me había imaginado, y el color me sienta realmente bien. No era para nada lo que me esperaba, pero sin duda ha superado mis expectativas.

—Me encanta —admito observando mi pelo desde distintos ángulos—. ¿Qué opinas tú, Helena?

—Que vas a ser el centro de atención, justo lo que siempre has querido —espeta frunciendo el ceño.

—Será que estoy cansada de pasar desapercibida —declaro repasándome de nuevo de arriba abajo la melena, que ahora me llega hasta los hombros.

Regresamos al vehículo una vez que Fátima me asegura que ella misma hará que mi pelo llegue hasta esas asociaciones que se encargan de hacer pelucas para personas que las necesitan, y en cuanto Helena pone el motor en marcha, se incorpora a la carretera para conducir hasta la casa de Harvey.

Se acerca la hora de la fiesta, y Helena me lo hace saber trayendo un chupito de tequila a mi habitación.

—Vístete y baja a la playa —me ordena llevándose consigo su vaso y el mío ya vacíos.

Y yo obedezco sin rechistar. Se acabó eso de estar triste y fingir no estarlo. Esta noche solo quiero pasarlo bien y dejar los problemas aparte, aunque sea por unas horas.

Busco en las bolsas, que aún no he vaciado por pereza, un jersey largo tipo vestido que me compré esta mañana junto con un par de botines, y una vez que me los pongo, me detengo frente al espejo. He estado durmiendo cosa de una hora, pero no podía dejar de pensar en lo mal que se me iba a quedar el pelo. El caso es que me da la sensación de que ahora está incluso mejor. Estoy un poco despeinada, y eso va más acorde con mi estilo.

Salgo de mi dormitorio y recorro la casa que está casi desierta. Realmente no se oye ni un alma, pero de fuera sí proviene ruido. Harvey ha repartido unos cuantos altavoces por la zona donde está la fogata para que la música nos envuelva durante la velada.

Llego hasta el fuego, y allí están todos desperdigados conversando o bailando mientras beben, excepto el francés e Ian que son los que van a encargarse de la barbacoa. Camino hasta ellos, que están de espaldas a mí, y no se percatan de mi presencia hasta que les hablo.

—¿Cómo va la carne? —pregunto provocando que ambos se giren.

—Bien, aunque tú estás mejor —asegura Harvey escrutándome con la mirada de pies a cabeza.

—Lástima que yo no sea un trozo de carne que puedas permitirte llevar a la boca —replico con una sonrisa.

Ya sé que he dicho que el hermano de Leah ha cambiado en este mes y medio, pero a veces le dan esos brotes de estupidez y tengo que mitigarlo. Pero lo que más me ha sorprendido de todo ha sido la falta de reacción por parte de Ian. Este solo me mira embobado sin decir nada, como si solo existiéramos él y yo y ni siquiera hubiera oído la osadía de Harvey. Este último coge aire, seguramente para volver a decir otra grosería, pero la experta en armas aparece en el momento exacto y hace que su bocaza se cierre.

—Tienes que ayudarme —me implora jugando con las palabras.

—¿Qué ocurre? —inquiero con el ceño fruncido.

—En esa nevera de ahí —comienza a decir señalando un gran bidón lleno de hielo y de bebidas alcohólicas— hay una botella que me está pidiendo a gritos que la vacíe, pero no voy a poder sola —asegura apoyándose en mí.

—Está bien, te echaré una mano —cedo a su súplica, y me despido de los chicos con un leve movimiento de cabeza.

No era necesario que me rescatara de esta conversación, ya que mi guardaespaldas no ha pronunciado ni una sola palabra, pero Harvey si estaba haciendo que empezase a sentirme incómoda.

—¿Has hablado hoy con Nathan? —pregunto a Helena una vez que nos detenemos al lado de la nevera.

—No, están todos ocupados con los preparativos para el viaje a Marruecos.

—Aún no me creo que no vaya a poder presenciar cómo termina mi propio plan de venganza —admito con resignación.

—Deja de preocuparte por eso. Solo disfruta de tu estancia en este cálido y bonito país, y cuando regreses todo habrá acabado —asevera sirviéndome el segundo chupito de tequila de la noche.

Está equivocada si cree que lo único que deseo es que la miserable vida de Sharaf llegue a su fin. Yo quiero ser la que le facilite el pasaporte para ir directamente al maldito infierno, en cambio tengo que estar a miles de kilómetros mientras alguien lo hace por mí.

Bebemos y comemos todos rodeando la fogata, mientras algunos hombres de Harvey cuentan historias y otros se atreven a cantar. Helena no debe estar entendiendo nada, ya que todo lo hablan en su lengua, pero está abstraída buscando el fondo de la botella. Se está desatando, y nunca la había visto tan alcoholizada.

Conforme la noche va avanzando, la experta en armas incluso se marca un bailecito, pero en cuanto da paso la siguiente canción me la llevo lejos de la gente para que recupere la compostura.

—¿No crees que has bebido demasiado? —le increpo caminando hasta la orilla.

—Es posible —dice antes de sonreír como una borracha.

Suelto una carcajada por su cínica actitud, y la ayudo a sentarse en la arena para hacerlo yo luego a su lado. Le hablo intentando sacarle conversación, y ella me contesta a duras penas. Seguimos charlando durante un buen rato, hasta que Helena se pone en pie decidida a irse a dormir. Supongo que al final a recapacitado sobre su conducta y prefiere retirarse con la poca dignidad que aún le queda.

—¿Vienes o te quedas? —inquiere tambaleándose.

—Voy a quedarme unos minutos más —contesto tras tomar una gran bocanada de aire puro.

—Está bien, nos vemos mañana.

—Ten cuidado al subir las escaleras —le advierto una vez que ha emprendido el camino hacia la casa.

Hecho el cuerpo hacia atrás, apoyo ambas manos en la arena para estirar la espalda, y aprovechando el momento de paz cierro los ojos. La música apenas se oye a esta distancia, así que el sonido que predomina en este instante es el de las olas, que es lo que realmente quería. La barbacoa no ha ido mal del todo, ya que Leah cogió ayer un avión para irse a donde no me importa y no he tenido que soportarla, y su hermano estaba concentrado en que a sus hombres no les faltara de nada. Pero, por supuesto, el que clamaba toda mi atención era Ian, que también ha estado al tanto de cada paso que yo daba, y eso me hace caer en la cuenta de lo fácil que se lo he puesto al quedarme aquí sola. Aunque deduzco que ya es tarde para irme por las pisadas que se aproximan hacia mí.

—¿Vas a huir también esta vez? —me recrimina deteniéndose a escasos centímetros de mí.

Intento esconder la sonrisa que ha aparecido en mi boca tras escuchar eso y, envalentonada por el alcohol, me quedo sentada en la arena para plantarle cara.

—¿Vienes en mi busca en cuanto Leah pone un pie fuera del país? —le reprocho yo ahora sin ni siquiera mirarlo.

—¿Crees que entre ella y yo hay algo? —pregunta esperando una respuesta que no llega—. Solo me dio un beso, y ahí acabó todo —asegura sentándose a mi lado.

—Oí cómo te la tirabas la noche que saliste con ella.

Es la segunda vez que digo eso en voz alta, y me ha costado tanto como la primera. Helena no se esperaba que rompiera a llorar, y supongo que tampoco entraba en los planes de Ian contemplar una que otra lágrima resbalando por mis mejillas.

—Te juro por mi hija que aparte de ese beso no he tenido contacto alguno con Leah —garantiza después de girar con su mano mi mentón para mirarme a los ojos fijamente mientras lo dice.

—¿Entonces quién era el que estaba en su habitación? —inquiero sin terminar de asimilarlo.

—Pues no sé, ¿un tío de la discoteca?, ¿el tipo que trabaja para Harvey? Esa pregunta no tienes que hacérmela a mí.

Comienzo a sentirme algo estúpida por mi comportamiento desde ese día hasta la fecha, y busco en mi cabeza algo con lo que poder justificarlo pero no lo hallo, así que decido llevar la conversación por otros derroteros.

—¿Por qué te has quedado mirándome antes sin decir nada, no te gusta? —añado colocándome un mechón de pelo tras la oreja.

—Me encanta —afirma con una sonrisa—, te dije que incluso con canas estarías sexi. Y en cuanto a lo de antes, deseaba hacerte saber que estás preciosa, pero ese adjetivo no te hace justicia, y no he encontrado nada mejor. Además, yo también he estado enfadado contigo —adiciona fingiendo seriedad.

—¿Y, cuál es el motivo de tu enfado?

—Tu forma de tratarme. Soy una persona con sentimientos, como todos los seres humanos, y los has herido —alega dejándome ver unos resquicios de su resentimiento.

—Está bien, es comprensible —espeto al ponerme en sus zapatos—. Pero en ese caso lo que me gustaría saber a qué se debe esa flor todas las mañanas en la puerta de mi dormitorio si tan molesto estás conmigo.

—A que no quiero que pienses ni por un instante que has dejado de importarme por muy cabreado que me tengas —concluye entrelazando su mano con la mía.

Después de seis semanas sin sentirlo, mi corazón vuelve a latir de nuevo. Evitar a Ian ha sido lo más duro que me he obligado a hacer a mí misma en la vida, y ahora que sé esto, espero no tener que volver a hacerlo nunca más.

Permanecemos en silencio mientras nos miramos intentando encontrar las palabras adecuadas para solucionar los problemas que hay entre nosotros, pero en vez de eso me inclino lentamente hacia él para besarlo. Cierro los ojos cuando nuestros labios están a punto de colisionar, y justo al rozarlos mi móvil empieza a sonar escandalosamente, dejándome al borde del infarto.

Saco el teléfono con rapidez de una de mis botas, que es donde lo llevaba guardado, pensando que puede ser mi padre, pero el número que aparece en la pantalla corresponde al chico brasileño.

—Es Seamus —le aclaro antes de aceptar la llamada—. ¿Tienes algo? —inquiero al chaval que hay al otro lado de la línea telefónica.

—Sí, nos vemos en veinte minutos donde intenté robarte —responde con cierto nerviosismo.

—De acuerdo —accedo rememorando la última vez que fui engañada por un niño.

Una vez que termino la llamada, le pido a Ian que se haga con su arma para acompañarme, y este se queda pensándolo durante unos segundos con cara de incredulidad.

—¿A qué viene esa desconfianza? Es solo un chaval de catorce años.

—He estado coja dos meses por fiarme de uno que tenía más o menos su misma edad, y también provocó que tomara la decisión de ponerle el punto y final a lo nuestro, así que no puedo tomármelo tan a la ligera.

—¿Qué relación tiene lo del niño con lo que hay entre nosotros? —pregunta manteniendo el gesto de sorpresa en su cara.

—Me hizo ver que me he ablandado, y eso es culpa tuya. Antes de ti yo era dura como una piedra, sin sentimientos ni conciencia —declaro totalmente segura de ello—, y al ver a ese chico solo pensé en ayudarle, cuando lo normal en mí hubiera sido observar el perímetro para comprobar si existían peligros y proceder de una manera totalmente distinta.

—Así que llegaste a la conclusión de que tenías que cambiar algo, y preferiste dejarme antes que proponerte a ti misma pensar de forma diferente en esos momentos, ¿no es eso exactamente lo que me estás diciendo? —adiciona haciendo que vuelva a sentirme como una imbécil—. Porque si te fijas bien el problema no es mío —advierte para terminar de rematarme.

No contesto nada al respecto, pero sí me pongo de pie decidida a marcharme. Es cierto que el problema es mío, pero también es verdad que al igual que ese tengo muchos más, y esta era otra razón por la que imaginé que nunca podría mantener una relación con Ian ni con ningún otro. Después de todo lo que me ha torturado la vida, estoy rota tanto por dentro como por fuera, y aunque haya conseguido ocultar las cicatrices externas con tatuajes, las internas siguen quedando a la vista.

—Será mejor que no hagamos esperar a Seamus —sugiero en un susurro.

—Estás de coña, ¿no? —escupe poniéndose también en pie—. Tenemos que aclarar esto de una vez —exige ahora rodeando mi cuerpo con sus brazos para atraerme hacia él—. ¿Quieres estar conmigo sí o no, Samantha?

La respuesta a esa pregunta la tengo clara desde hace ya tiempo, así que no me hace falta pensarlo mucho, pero todavía hay una parte de mí que tiene miedo a dar el paso. Por eso me sorprendo cuando noto que estoy asintiendo con la cabeza.

—Necesito que lo digas —suplica desesperado.

—Sí —confieso con el corazón desocado, pero…

Me calla sellando mis labios con los suyos, sin preocuparse por los peros y demás obstáculos que haya por el camino, y me demuestra con esto que lo único que nos debe importar es que queremos estar juntos.

Llevo una de mis manos a su cuello y otra a su cabeza, y me entrego por completo al beso. El hielo que comenzó a cubrir mi corazón desde la noche en la que creí que Ian y Leah se habían acostado, se derrite, y en su lugar crecen en mí unas ganas abrumadoras de lanzarme sobre el Adonis y hacerle ver las estrellas, pero no precisamente las del firmamento.

La temperatura aumenta y la tentación de hacerlo sobre la arena también, y hubiese acabado así la cosa si no llega a ser porque mi guardaespaldas recuerda que tenemos un asunto que atender.

—Dejaremos esto pendiente para más tarde —anuncia apartándome el pelo de la cara para darme en esta ocasión un beso demasiado corto.

Pasamos por en medio de la gente, pero nadie nos presta atención, así que logramos llegar hasta el Conquest Knight XV sin dar ninguna explicación por el camino. Subimos al coche cargados con un par de pistolas por si la cosa se pone fea, y en cuanto estamos listos, Ian arranca el motor para ponernos en marcha. Mi guardaespaldas conduce con una sonrisa mientras suena la música de la radio y yo tarareo a su son. Se podría decir que después de mucho tiempo estoy feliz.

Al cabo de un rato llegamos al pueblo de la otra vez, y tras unos minutos más, llegamos al lugar acordado. El sitio en cuestión era una calle muy estrecha y solo se puede acceder andando, por lo que dejamos el vehículo aparcado cerca y continuamos a pie. Avanzamos por la callejuela iluminando el camino con ayuda de los móviles, y un par de metros más hacia delante nos topamos con el chico.

—Habla —le apremio llevando una mano a la pistola que llevo oculta tras mi espalda por si necesito hacer uso de ella.

Seamus empieza a largar todo lo que sabe acerca de Harvey, y al parecer no hay ningún motivo por el que alertarnos. Los negocio del francés se mueven dentro del ámbito de lo legal, y no ha habido tiroteos ni nada por el estilo a manos de este.

—El señor Simons no es el que debe preocuparte —me advierte con total seguridad—, sino su hermana.

—¿Leah? —inquiero sorprendida.

El niño asiente, e Ian, que lo único que ha captado de la conversación son los nombres de nuestros anfitriones, me mira pidiendo una explicación, pero no se la doy. Ya habrá tiempo para eso cuando volvamos al coche.

—¿Por qué? —le insisto para que suelte algo más.

—Peleas, drogas, deudas... ella siempre le trae problemas al señor Simons, y él tiene que solucionarlos en su lugar.

—Así que la hermanita pequeña de Harvey se dedica a meterse en peleas, consumir drogas y crear deudas —pienso en voz alta.

—No, Leah no consume. La droga es para traficar con ella —aclara tendiéndome el teléfono que le entregué.

—Puedes quedártelo, y esto también es para ti —añado sacando un fajo de billetes más abultado que la última vez—. Has hecho un buen trabajo, gracias por la información, Seamus —concluyo con una sonrisa.

Me detengo unos minutos a pensarlo, y no entra en mi cabeza que Harvey haya permitido que su hermana comercie con estupefacientes, pero teniendo en cuenta lo lejos que está Leah de ser una persona con un mínimo de inteligencia, no me es de extrañar.

En cuanto regresamos al vehículo el nudo de mi pecho se desvanece. En esta ocasión no hemos tenido problema alguno, pero tardaré un tiempo en volver a ver a los niños con la inocencia que se supone deben tener.

De camino le cuento por encima a Ian lo que hemos hablado el crío y yo, y cuando termino y pongo los ojos en la carretera nuevamente, me percato de que no nos dirigimos a la casa de Harvey como había dado por sentado.

—¿A dónde vamos? —pregunto mientras intento reconocer alguno de los edificio que nos rodean.

—Ahí —indica señalando con el índice un edificio que se ve al fondo.

—¿Eso es un hotel? —puntualizo algo confusa.

—Así no podrás decirme que me vaya después —anuncia regalándome una mirada furtiva.

—No pensaba hacerlo —confieso inevitablemente con una sonrisa—, pero sería tan fácil como pedir otra habitación.

—Es para que nadie nos moleste —admite finalmente—. Además, estoy cansado de tanta vigilancia, quiero pasar contigo aunque sea una noche sin tener que preocuparme de si alguien nos ve, o si te escucha —añade esto último colocando su mano sobre mi muslo.

Se me corta la respiración al sentir su mano sobre mi cuerpo, y de pronto ya no me parece tan mala idea eso de pasar la noche en un hotel los dos solos. No recuerdo la última vez que hice algo parecido, de hecho creo que nunca he tenido la oportunidad de hacer algo así. No llegué a enterarme de qué iban los negocios de Khareem, pero sé que su familia tenía mucho dinero, y estar a solas no era una opción. He estado viviendo entre guardaespaldas, armas y dinero durante toda mi existencia, y por consecuencia con muchos ojos puestos en mí.

Entramos en el hotel, que no es del tipo en el que me hospedaría normalmente, pero servirá para lo que venimos a hacer. El recepcionista nos da las llaves de uno de los dormitorios prestando más atención al dinero que a nosotros, y una vez que nos explica cómo llegar a él, nos dirigimos hasta allí con impaciencia.

Ian abre la puerta de la habitación con dificultad mientras nos comemos a besos, y cuando lo consigue me carga para llevarme adentro con él. Llevábamos tanto sin sentirnos que ahora es como si tuviéramos que recuperar el tiempo perdido, así que comenzamos a desnudarnos el uno al otro casi arrancándonos la ropa. El aire me falta incluso antes de que me penetre a causa de la excitación, y cuando al fin me embiste no puedo acallar mis gemidos. El Adonis me ha cedido el control y se encuentra debajo de mí, dejando que me mueva a mi antojo mientras en sus ojos veo reflejado el placer que le provoco. Sigo recorriendo de arriba abajo con mi sexo su dura erección, y conforme la temperatura va aumentando, mis ganas de estallar de placer también lo hacen.

Una de las manos de mi guardaespaldas abandona mi trasero, y acto seguido la coloca en mi espalda para ayudarse a cambiar de postura. Ahora soy yo la que está debajo, aunque tumbada, y es Ian el que lleva el ritmo de las embestidas. Me aferro con los dedos a las sábanas, notando que mi orgasmo se aproxima, y grito su nombre unos segundos antes de correrme, pero el Adonis se me adelanta y me deja a medias.

Sale de mí, dejando caer su cuerpo a mi lado para recuperar el aliento, y en cuando lo hace se levanta para deshacerse de la gomita.

—¿Esto se debe a la falta de costumbre? —bromeo robándole una carcajada.

—Supongo que sí —admite encogiéndose de hombros una vez que se encuentra a los pies de la cama—, pero tengo toda la noche para volver a acostumbrarme —alega tirando de mi pierna buena para acercarme a él.

Nos dan las seis de la mañana, que es cuando decidimos darnos un baño antes de comer algo y dormir unas horas, y me relajo como no lo había hecho antes. La bañera es sorprendentemente amplia, tanto que cabemos Ian y yo. Podría decirse que es lo mejor de la habitación, así que no desaprovechamos la ocasión.

—He echado de menos tenerte cerca —confiesa sentando tras de mí antes de besarme en el hombro.

—Yo también —admito sintiendo que los besos de Ian suben lentamente hacia mi cuello.

—¿Qué dice en ese tatuaje? —pregunta desatendiendo completamente la excitación que provocan en mí sus besos.

—¿Cuál de todos ellos? —espeto recorriendo con mi mano los que tengo cercanos a la zona por donde han pasado sus labios.

—Este —me indica sujetándome del brazo para poner mi muñeca frente a mí.

—Es el nombre del que era mi marido en árabe —anuncio con tristeza después de dejar escapar un largo suspiro.

—¿Y, qué hay debajo?

—Una cicatriz, como en los otros —respondo tajante para que no ahonde más en el tema.

—¿Te casarías de nuevo? —inquiere cogiéndome totalmente por sorpresa.

—No es algo que entre dentro de mis planes. Lo hice una vez y por obligación, y aunque la cosa entre Khareem y yo fuera bien, no es una experiencia que me gustaría repetir —sentencio con total frialdad—. Y tampoco creo que un papel deba imponerte con quien tienes que estar.

Pasan unos minutos mientras Ian asume la información que acabo de darle, y en cuanto vuelve en sí me avasalla con más preguntas.

—¿En la otra muñeca pone lo mismo?

—Sí, es el mismo nombre, aunque pertenecen a personas diferentes —contesto tocando el tatuaje de principio a fin con la yema de mis dedos.

—¿A quién corresponde el otro? —inquiere causando que mi cuerpo se tense.

Este es un tema tabú para mí. No me gusta hablar de él ni mucho menos que nadie me pregunte al respecto. Me incomoda muchísimo, pero intuyo que tengo que empezar a contarle ciertas cosas a Ian para que lo nuestro funcione. Es lo que siempre me han aconsejado los psicólogos por los que he pasado, y si no lo he hecho antes es porque no he encontrado al adecuado para hacerlo.

—Por petición mía —comienzo a decir con dificultad—, tras casarme con Khareem nos fuimos a vivir lejos de mi padre. Éramos muy felices y nos queríamos, y por supuesto nuestro amor acabó dando frutos —confieso haciendo una pausa—. Ese viaje en el que él murió lo hicimos a los siete meses de embarazo para darles la noticia a mi abuela y a las esposas de Sharaf con las que compartí mi infancia y parte de mi adolescencia, pero nunca llegamos a nuestro destino. Ese día perdí a mi marido, al niño que llevaba en mis entrañas, y también la capacidad de poder tener más. Y este es el nombre que habíamos elegido para él —concluyo con la voz quebrada

—Sam… —murmura con tristeza envolviéndome con sus brazos para pegarme a él—, lo siento.

Me abraza el tiempo suficiente como para hacer que me sienta un poco mejor, y me reconforta más que cualquier palabra de ánimo. No necesito que nadie me diga que me entiende o que ha pasado por lo mismo que yo, porque no sería verdad. Cada persona es un mundo y sentimos las cosas de manera diferente, al igual que no todos afrontamos ni nos recuperamos de los problemas de la misma forma.

Salimos de la bañera, y tal y como habíamos acordado, comemos algo rápido antes de regresar a la cama. Cuando nos acostamos los primeros rayos de sol están entrando ya por la ventana, pero Ian se encarga de cerrarla para que no se cuele la luz en la habitación. Me tumbo boca arriba, con la esperanza de poder descansar un poco, y el Adonis apoya su cabeza en mi pecho, que es donde se queda dormido mientras acaricio su espalda con mis uñas.

Embriagada por el olor de Ian, y con el cuerpo anestesiado después de tanto sexo, consigo conciliar el sueño al fin, y lo hago sin temor a que alguien nos descubra.

Duermo plácidamente, recibiendo todo el calorcito que desprende el cuerpo del Adonis, hasta que este se va y me abrazo a la almohada para seguir durmiendo. No sé a dónde ha ido, aunque con lo cansada que estoy no es algo de lo que vaya a preocuparme. De lo que sí me percato es que transcurre bastante tiempo desde que se marcha hasta que vuelve a entrar por la puerta.

—Samantha —susurra tambaleándome suavemente para que despierte.

Abro los ojos poco a poco, esperando a que se acostumbren a la claridad que entra por la ventana que ahora está abierta, y cuando dirijo la mirada hacia Ian, lo encuentro en el borde de la cama más cercano a mí con una rodilla hincada en el suelo.

—Tengo que proponerte algo —anuncia mientras me quedo sin respiración.

 

Ir a la siguiente página

Report Page