Salmo

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Una historia de diamantes » VI. Fin de la historia

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VI. Fin de la historia

EN UNA INSTITUCIÓN, UN hombre preocupado y muy cortés estaba sentado a una mesa escritorio. La puerta se abrió y un ordenanza dejó entrar a Mojrikov, que tenía el siguiente aspecto: en los pies llevaba sus botas de charol; en las manos, la cartera; los pelos despeluchados, y bajo los ojos, unas sombras verdosas y enfermizas que hacían que su nariz chata pareciera la de un muerto. Ante sus ojos aparecían y desaparecían bandadas negras que de vez en cuando se interrumpían con rayas negras como culebras, pero cuando levantaba los ojos al techo le parecía que estaba salpicado de ases de diamantes, como si fueran estrellas.

—Dígame —dijo el hombre sentado a la mesa.

—Ha ocurrido un incidente extraordinariamente importante —dijo Mojrikov con voz grave y bajita—, un incidente realmente indescriptible.

—Dígame —dijo el hombre.

—Mire, la cartera. —La voz de Mojrikov tembló y de improviso cambió a un falsete agudo—. Sírvase observarla. Hay un agujero. —Mojrikov se lo mostró. En efecto, la cartera tenía un pequeño agujero.

—Sí, es verdad —dijo el hombre.

Se hizo el silencio.

—He subido al tranvía, me he sentado, he bajado, y mire —dijo, señalando otra vez el agujerito—: ¡la han rajado con una navaja!

—¿Y qué había en la cartera? —preguntó el hombre con indiferencia.

—Nueve mil rublos —respondió Mojrikov con voz de niño.

—¿Eran suyos?

—Del Estado —dijo Mojrikov inaudiblemente.

—¿En qué tranvía le han rajado? —En los ojos del hombre apareció una curiosidad compasiva.

—Eh… Esto… Cuál era… El veintisiete.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo. He recogido el dinero del banco, he subido al tranvía, me he sentado y… Qué pesadilla…

—Ya. ¿Cómo se llama?

—Mojrikov. Soy cobrador de Rostov del Don.

—¿Orígenes?

—Mi padre es obrero y mi madre es cooperativista —dijo con voz lastimera—. Me quiero morir, qué voy a hacer ahora, no lo puedo entender.

—El banco está cerrado hoy —dijo el hombre—. Es domingo. Debe de haberse confundido, camarada. ¿Recogió ayer el dinero?

«Me muero», pensó Mojrikov, y los ases se le volvieron a aparecer y desaparecer ante los ojos como golondrinas.

—Sí, bueno, ayer… Fue ayer cuando lo r-recogí —dijo con voz ronca.

—¿Y dónde estuvo ayer por la noche?

—Eh… Esto… Bueno, en mi habitación, naturalmente. En la residencia donde me alojo…

—¿Y no pasó por el casino?

—¡Cómo se le ocurre! —Mojrikov palideció y se rió—. ¡Cómo se le ocurre! Incluso si… No, no estuve allí, claro…

—Será mejor que lo diga —dijo el hombre, compasivo—. Todos vienen y dicen: el tranvía, el tranvía… Ya me tienen aburrido. Su situación es tal que es mejor que sea sincero, porque, ya sabe, lleva los pelos despeluchados, por ejemplo, y el resto. Y no se ha subido a ningún tranvía…

—Sí que estuve —dijo de golpe Mojrikov, y sollozó.

—Bueno, así es mucho más fácil —se animó el hombre—. Es más cómodo para mí. Y para usted.

Llamó a un timbre y dijo a la puerta entreabierta:

—Camarada Varjoméyev, tendría que acompañar a este camarada…

Y Varjoméyev se llevó a Mojrikov.

1926

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