Salmo

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El maestro sin Margarita

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EL MAESTRO SIN MARGARITA

PARA MUCHOS, EL NOMBRE de Mijaíl Bulgákov (1891-1940) es sinónimo de El maestro y Margarita, su obra maestra y, sin duda, una de las cumbres de la novela del siglo XX. Es lógico, puesto que esta maravilla literaria, publicada postumamente, ha llevado el nombre de Bulgákov a todos los confines de la Tierra, y fue convertida en objeto de culto durante los años 60 del siglo pasado, fascinando a personajes tan curiosos como Mick Jagger, y situándose junto a títulos tan peculiares como Siddharta, El Señor de los anillos, Forastero en tierra extraña o El almuerzo desnudo, entre las lecturas obligadas de la intelligentsia moderna y postmoderna.

Para otros, quizá más eruditos o especializados, bulgákov es uno de los grandes del teatro soviético. Sus obras para el Teatro del Arte de Moscú, dirigido por personalidades como Stanislavski o Nemiróvich-Dánchenko, marcaron época. Así las representadas… como aquellas paralizadas por la censura estalinista. Piezas como Los días de los Turbin, El apartamento de Zoya o La isla escarlata fueron capaces tanto de despertar el entusiasmo de Stalin —que vio la primera al menos quince veces—, como su ira —hizo prohibir las otras, así como el resto de la mayor parte de la producción teatral de su autor—, pero, en cualquier caso, se cuentan entre lo más sugerente del espléndido teatro de los primeros tiempos de la Unión Soviética.

El peculiar grupo de aficionados y adalides de la literatura fantástica —entre los que me gusta contarme—, vemos en Bulgákov a uno de los mayores creadores de este tantas veces denostado género, fuera del a menudo abusivo ámbito anglosajón. No solo El maestro y Margarita constituye uno de los grandes hitos de la narrativa fantástica de todos los tiempos, sino que otros relatos y novelas cortas como Los huevos fatales, Diavoliada (traducido a veces como Maleficios) o Corazón de perro, forman parte también de lo mejor de la narrativa fantástica y de la ciencia ficción modernas, mostrando la potente personalidad de su autor —así como ciertos rasgos grotescos, satíricos y negros, muy propios de las variantes rusas y eslavas del género—, además de su pasión e interés por escritores como Wells, Verne o Conan Doyle.

Pero todos estos Bulgákovs —que obviamente existen y de qué manera—, nos ocultan, a veces, que una gran parte, si no la principal, de su obra maldita y perseguida, la constituyen cientos de estampas, cuentos y relatos cortos, publicados a lo largo, sobre todo, de la década de los años 20, y reunidos después, a menudo, en colecciones que, como Apuntes de un joven doctor, poseen una cierta unidad temática y claros rasgos autobiográficos, lo que permitió su publicación de tal forma que, a veces, pasan confundidos por novelas (siéndolo solo en cierta medida, ya que sus «capítulos» fueron casi siempre antes relatos cortos, publicados en revistas y periódicos). Este Bulgákov sin Margarita y sin proscenios, sin necesariamente connotaciones fantásticas o de ciencia ficción, es también y sobre todo, un maestro.

En los relatos cortos de Mijaíl Bulgákov alientan siempre o casi siempre un humor negro y una acerba sátira que, casi de antemano, no podían sino condenarlos a la censura y el secreto, especialmente a partir del recrudecimiento del estalinismo a finales de los años 20 y primeros 30. Después de una difícil trayectoria personal, marcada por duras y violentas experiencias a lo largo de la Primera Guerra Mundial, la Revolución y la Guerra Civil, por no insistir en sus vivencias como médico novato en la Rusia profunda, tan fielmente retratadas —así como su propia adicción— en los relatos que conforman Apuntes de un joven doctor, Bulgákov se instaló, hacia 1921, en Moscú, dispuesto a vivir de la literatura, tras haber publicado ya algunas obras en Kiev. Malviviendo en un apartamento de la Sadovaya, cerca de los Estanques del Patriarca —retratados en El maestro y Margarita—, el escritor publicó innumerables crónicas periodísticas, cuentos y relatos en revistas y periódicos como Nakanune, Gudok, Rossíia y otros. Muchas de estas obras breves se han perdido o resultan prácticamente inencontrables, aunque, afortunadamente, otras formaron parte de diversas colecciones publicadas en forma de libro, varias de ellas en el extranjero.

Los cuentos reunidos en estas páginas son una buena muestra de este periodo, que concluiría abruptamente cuando, en 1929, la censura oficial prohibiera la práctica publicación o representación pública de cualquier obra de Bulgákov, condenándole a un ostracismo que, para un escritor de la exuberancia, curiosidad sin límite y talento de nuestro autor, era poco menos que una muerte en vida. Si Bulgákov se había caracterizado siempre —y seguiría haciéndolo, puesto que, como es bien sabido, su pluma no permaneció nunca ociosa, trabajando en el secreto de su hogar y para una posteridad que nunca le estará suficientemente agradecida— por mostrar, con ácido humor, los absurdos y contradicciones del sistema soviético, su peligrosa tendencia a la burocratización más delirante y los peligros subyacentes a la cosificación marxista del individuo, ello le convertiría finalmente en víctima de esos mismos absurdos y peligros. Forastero en tierra propia, escribió en varias ocasiones al mismísimo Stalin, solicitándole permiso para abandonar Rusia a fin de poder viajar y trabajar en el extranjero, con la firme promesa de regresar siempre después. Dramaturgo que no podía ver sus obras en escena, escritor que no podía publicar, Bulgákov apelaba al «utilitarismo» y la lógica del líder… Inútilmente. Lo único que consiguió de la que cabría ver como «buena voluntad» de Stalin fue trabajar bajo contrato estatal para el Teatro de Moscú e incluso para el Bolshói, sin que, una vez más, la mayoría de sus obras llegaran a representarse nunca. Teniendo en cuenta que recibió una llamada personal del propio Stalin y, sin embargo, falleció de muerte natural en 1940, se puede decir, con ironía propia quizá de alguno de sus relatos, que Bulgákov fue afortunado e, indudablemente, querido y admirado por el dictador.

Paradoja, absurdo, melancolía, ironía… Son sustantivos que fácilmente vienen a la mente al hablar de los relatos de Bulgákov. Con fino escalpelo, el escritor opera a corazón abierto a la Rusia y el Moscú del NEP (Nueva Política Económica), mostrando sus venas sangrantes y sus virus más corrosivos. Varios de estos cuentos, en concreto «Salmo», «Los cuatro retratos» (a veces conocido también como «Escenas de Moscú»), «El agua de la vida» y «Moscú en los años 20», que fueron publicados en forma de libro en 1926 con el título de Tratado sobre la vivienda, son estampas descarnadas de la vida en la ciudad, que hacen especial hincapié en las delirantes condiciones de la vivienda durante la década de los 20, y la no menos delirante picarescaque provocan estas entre los ciudadanos desesperados. Como en gran parte de su obra, es evidente la admiración que el autor siente por Gógol, maestro de lo grotesco y la picaresca rusa, aunque también asome a veces la humanidad emotiva y tierna del Dostoievski de las Noches blancas, caso del conmovedor «Salmo».

La querencia teatral de Bulgákov tiene fiel reflejo en el inventivo y ágil empleo del diálogo que demuestra en la mayoría de sus cuentos. Sin llegar a las veleidades vanguardistas de futuristas, constructivistas y cubofuturistas, hay en el frenesí coral de voces que surge a menudo entre sus páginas —por ejemplo, en «Agua de vida» y, sobre todo, en «Un día de nuestra vida»— un algo de cinematográfico, que puede evocar el futuro Neorrealismo italiano, pero también, claro, las imágenes expresivas y expresionistas de los montajes trepidantes de Eisenstein, Pudovkin o Vértov. Compasivo y feroz al tiempo, en estos cuentos, estampas de la vida corriente tras la Revolución, que hacen hincapié en los aspectos más sórdidos y tragicómicos de la realidad, Bulgákov redime siempre, sin embargo, a su universo de pícaros, farsantes y sinvergüenzas, gracias a un humor que, por negro, no deja de ser también compasivo, melancólico e incluso sentimental, sin caer nunca en el sentimentalismo.

Episodios desopilantes, claramente basados en sus propias experiencias como médico —«El holandés errante», «Un tipo abominable»—, alternan con la melancolía decadente de «El fuego del Jan» o con el retrato peripatético del protagonista de «Una historia de diamantes»… Pero tienen todos en común la profunda comprensión que Bulgákov muestra de la naturaleza humana y sus debilidades, especialmente cuando es sometida al dictado de un mundo que, en ciertos aspectos, cuanto más racional y racionalista se pretende, más absurdo y demencial se muestra, como parece ocurrirle a la Rusia soviética que rodea y oprime a sus personajes. Situación que, no lo olvidemos nunca, vivió el autor en carne propia.

Mijaíl Bulgákov fue condenado al exilio en su propio país. Como el personaje de alguno de sus cuentos absurdos y grotescos, sufrió un extraño, paradójico destino, al verse encarcelado en su casa, elevado a la función de autor teatral de obras que no podían representarse, admirado por su propio carcelero, y escribiendo en el vacío. Pero no, claro. No escribía en el vacío. Ni siquiera para su última esposa y sus amigos, oyentes atentos que conocieron El maestro y Margarita de primera mano, en las lecturas que el autor ofreció —¡afortunados!— en la intimidad de su casa. Auténtico escritor de ciencia ficción, escribía para el futuro. Para nosotros. Para los hombres y los hijos de los hombres. Admirador hasta el final de Gógol, Pushkin, Goncharov y sus pares del glorioso pasado literario ruso —admiración que le valió siempre también la desconfiada mirada de la censura estalinista—, como ellos, Bulgákov escribía sobre el hombre, su oscuridad y su luz, su sombra y su reflejo. Sobre el hombre ruso y sobre el hombre universal y eterno, con sus debilidades y esperanzas, puesto a prueba y tantas veces derrotado por el mundo que él mismo construye.

Sobre lo que, evidentemente, no escribía, y estos magníficos relatos son buena prueba de ello, era sobre el Hombre Nuevo de la Nueva Rusia. El Homo Sovieticus que, como el protagonista de Corazón de perro, estaban intentando crear en las entrañas de aquel inmenso laboratorio de locos científicos desbocados que fue la Unión Soviética, y que, como todo monstruo de Frankenstein que se precie, por muy marxista que pretenda ser, estaba condenado a la rebelión, la descomposición y la muerte. Eso es, sin duda, lo que Stalin nunca pudo perdonarle a Bulgákov. Eso es lo que le convierte, a él, en inmortal. Por eso no es raro que su figura sea hoy reivindicada y reverenciada en la nueva Rusia, donde El maestro y Margarita ha sido objeto de una reciente y popular serie de televisión, mientras Apuntes de un joven doctor se ha convertido en excelente película del 2008, Morfia, dirigida por el polémico Alekséi Balabánov.

La recuperación de sus relatos, tantos de ellos perdidos, olvidados o dispersos, es un homenaje justo y necesario a la figura de un auténtico maestro de la literatura moderna. Que lo fue… con o sin su Margarita genial al lado.

JESÚS PALACIOS

GIJÓN, 20 DE ENERO DEL 2011

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