Salmo

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El fuego del Jan

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EL FUEGO DEL JAN

CUANDO EL SOL EMPEZABA a ponerse tras los pinos de Oreshnev y, enfrente del palacio, el dios Apolo el Triste se marchaba a las tinieblas, Dunka, la mujer de la limpieza, llegó corriendo del ala de la guardesa Tatiana Mijáilovna.

—¡Iona Vasílich! ¡Iona Vasílich! —gritó—. Venga, Tatiana Mijáilovna le llama. Es por la visita. Está enferma, en la cama. ¡Menuda mejilla se le ha puesto!

La rosada Dunka se levantó la falda como si fuera una campana, enseñando las pantorrillas desnudas, y salió disparada de vuelta.

Iona, el anciano ayuda de cámara, dejó la escoba y echó a andar trabajosamente. Pasó por delante de los establos quemados y cubiertos de maleza y fue a ver a Tatiana Mijáilovna.

Los postigos del ala estaban entornados, y ya en el zaguán olía intensamente a yodo y aceite de alcanfor, Iona se introdujo en la semioscuridad y entró al oír un leve gemido. En la cama, entre las sombras, se vislumbraba vagamente el gato Mumka y un trapo de liebre blanca con unas orejas enormes, y en medio, unos ojos llenos de sufrimiento.

—¿Los dientes? —masculló Iona, compasivo.

—Sí… —suspiró el trapo blanco.

—Ay, ay, ay… Así que es eso —se compadeció Iona—. ¡Pobre! Por eso César aúlla y aúlla… Y yo le digo: tonto, ¿por qué aúllas en pleno día? ¿Eh? ¿Es que va a morirse alguien? ¿No tengo razón? Calla, tonto. Aullando solo te buscas problemas. Tiene que ponerse excrementos de gallina en la mejilla: funcionan como por arte de magia.

—Iona… Iona Vasílich —dijo débilmente Tatiana Mijáilovna—, el miércoles es día de visitas. Pero yo no puedo salir. Es una pena. Vaya usted con los excursionistas. Enséñeselo todo. Le diré a Dunka que vaya con usted.

—Pero bueno… Qué idea tan brillante. Está bien. Ya nos las arreglaremos. Ya veremos. Lo más importante son las tazas. Las tazas son lo más importante. Pasa mucha gente… No sería raro que… se metieran alguna en el bolsillo, y visto y no visto. ¿Y quién responde por ello? Nosotros. Los cuadros no caben en el bolsillo. ¿No tengo razón?

—Duniasha le acompañará e irá a la cola, vigilando. Si le piden que explique algo, dígales que la guardesa está enferma.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero usted póngase los excrementos. Los doctores solo hacen que arrancarlos y rajar mejillas. A uno se los arrancaron, a Fiódor de Oreshnev, y va y se muere. Esto pasó cuando usted todavía no estaba. También tenía un perro que aullaba en el patio.

Tatiana Mijáilovna lanzó un breve gemido.

—Vaya usted, vaya —dijo—, Iona Vasílich, puede que ya haya llegado alguien…

Iona abrió la pesada portezuela de hierro fundido con un letrero blanco que rezaba:

FINCA-MUSEO

CUARTEL DEL JAN

Visitas: miércoles, viernes y domingos

de 6 a 8 de la tarde

A las seis y media llegaron los excursionistas de Moscú en el tren de cercanías. Al principio, el grupo de jóvenes risueños era de veinte personas. Entre ellos había adolescentes con camisas caqui y chicas sin sombrero, algunas con blusa blanca de marinero y otras con rebecas abigarradas. Unas llevaban sandalias en los pies desnudos o zapatos planos negros; los chicos, botas altas de punta cuadrada.

Entonces, entre los jóvenes apareció un hombre de unos cuarenta años que dejó pasmado a Iona. Iba totalmente desnudo, aparte de unos pantalones cortos color café muy claro que no le llegaban a las rodillas y una correa en la cintura con una placa que decía «Instituto n.º 1». También llevaba unos pince-nez en la nariz, pegados entre sí con lacre violeta. Una erupción crónica de color marrón le cubría la espalda desnuda y algo encorvada; tenía las piernas desiguales, la derecha más gorda que la izquierda, y nudosas venas le formaban dibujos en las pantorrillas.

Los chicos y las chicas se comportaban como si no tuviera nada de particular que un hombre desnudo viajara en tren y visitara una finca, pero al anciano y apenado Iona le llamó la atención y le asombró.

Entre las chicas, levantando la cabeza, el tipo desnudo avanzó desde la puerta hasta el palacio. Llevaba un lado del bigote mal retorcido y la barbita recortada como un hombre culto. Los jóvenes rodearon a Iona murmurando como pájaros y sin parar de reír, así que Iona se quedó totalmente confuso y se abatió, se puso a pensar con tristeza en las tazas y hacía guiños significativos a Dunka refiriéndose al tipo desnudo. Ésta tenía las mejillas a punto de reventar ante la vista del de las piernas desiguales. Y además, César, como si lo hiciera a propósito, salió no se sabe de dónde y dejó entrar a todos sin poner problemas, pero se puso a ladrar al tipo desnudo con singular rabia ronca y senil, ahogándose y tosiendo. Después se puso a aullar con una pena y un desespero tremendos.

«Caramba, el condenado —pensó Iona, enfadado y confuso, mirando de reojo al visitante inesperado—, en mala hora ha venido. ¿Y por qué aúlla César? Si tiene que morir alguien, que sea este tipo desnudo».

Tuvo que dar un golpe en las costillas a César con las llaves porque detrás del grupo iban cinco visitantes de los buenos. Una dama con una abultada barriga, colorada de irritación a causa del tipo desnudo; a su lado, una chica adolescente de largas trenzas; un señor alto y bien rasurado con una bella dama maquillada, y un extranjero rico entrado en años con gafas doradas y redondas, abrigo amplio y claro, y bastón. César dejó al tipo desnudo y se arrojó a los visitantes buenos y, con tristeza en los ojos empañados y viejos, primero empezó a ladrar al paraguas verde de la señora y luego aulló al extranjero de tal manera que éste se puso pálido, retrocedió y refunfuñó algo en un idioma que nadie conocía.

Iona ya tenía suficiente y dio tal mamporro a César que éste dejó de aullar, gimió y desapareció.

—Límpiense los pies en el felpudo —dijo Iona, y su cara se tornó severa y solemne, como siempre que entraba en el palacio—. Estate pendiente, Dun —susurró a Dunka, y desde la terraza abrió con una pesada llave la puerta de cristal.

Los dioses blancos de la balaustrada miraron hospitalariamente a los invitados, que empezaron a subir por la escalera blanca cubierta por una alfombra carmesí fijada con varillas doradas. El primero de todos, al lado de Iona, iba el tipo desnudo, cuyas plantas descalzas pisaban con orgullo los peldaños lanosos.

La luz de la tarde, atenuada por las finas cortinas blancas, se filtraba por arriba, a través de los grandes cristales que había detrás de las columnas. En el descansillo superior, los excursionistas se giraron y vieron el tramo de escalera recorrido, la balaustrada con las estatuas blancas, los entrepaños blancos con los lienzos negros de los retratos y la araña tallada, cuyos finos hilos amenazaban con soltarse por el hueco de la escalera. En lo alto, volando por ahí, remolineaban los cupidos rosados.

—Mira, mira, Vérochka —susurró la madre gorda—, ¿ves cómo vivían los príncipes en tiempos normales?

Iona se quedó a un lado, y un orgullo sereno como la luz de la tarde le refulgía en el rostro afeitado y arrugado.

El tipo desnudo se recolocó bien los lentes en la nariz y miró a su alrededor.

—Lo construyó Rastrelli —dijo—. Sin duda. En el siglo XVIII.

—¿Qué Rastrelli? —respondió Iona, tosiendo ligeramente—. Lo construyó el príncipe Antón Ioánnovich, que Dios lo tenga en su reino, hace ciento cincuenta años. Por tanto —suspiró—, el padre del tatarabuelo del príncipe actual.

Todos se volvieron hacia Iona.

—Por lo visto, usted no se entera de nada —contestó el hombre desnudo—. Claro que fue Antón Ioánnovich quien mandó que se construyera, ¿pero el arquitecto no fue Rastrelli? Y en segundo lugar, el reino de los cielos no existe, y el príncipe actual, por amor de Dios, tampoco ya. No entiendo nada. ¿Dónde está la guía?

—La guía —empezó Iona, resoplando de odio al tipo desnudo— tiene dolor de muelas y se morirá, mañana por la mañana se morirá. Por lo que respecta al reino, tiene usted razón. Para algunos no existe. No le dejarían entrar en el reino de los cielos con esa pinta desvergonzada, sin pantalones. ¿No tengo razón?

Los jóvenes soltaron una carcajada estrepitosa al unísono. El hombre parpadeó y sacó los labios hacia afuera.

—Pues mire, le diré que su simpatía hacia el reino de los cielos y los príncipes es bastante extraña en la actualidad… Y me parece…

—Déjelo, camarada Antónov —dijo una voz femenina y conciliadora desde el grupo.

—¡Semión Ivánovich, para, anda! —retumbó una voz grave y afónica.

Siguieron. La luz del crepúsculo caía a través de la red de hiedra que cubría la puerta de cristal de la terraza con macetas blancas. Seis columnas blancas con hojas esculpidas en lo alto sostenían la galería, donde en otros tiempos habían brillado las trompas de los músicos. Las columnas se erguían con alegría y pudor; las sillas doradas y livianas reposaban solemnemente junto a las paredes, en las cuales había unos racimos lúgubres de quinqués con velas blancas quemadas, como si las hubieran apagado el día anterior. Cupidos con guirnaldas se remolinaban y zigzagueaban, y una mujer bailaba desnuda en las nubes delicadas. El parquet con diseño de damero resbalaba bajo los pies. El grupo vivo y nuevo en los cuadrados de franjas negras daba una impresión extraña, y el extranjero de las gafas doradas, que se había separado del grupo, parecía serio y triste. Estaba detrás de una columna y observaba fascinado a lo lejos, más allá de la red de hiedra.

La voz del tipo desnudo se distinguió en el murmullo confuso. Arrastró los pies por el parquet brillante.

—¿Quién hizo el parquet? —preguntó a Iona.

—Campesinos siervos —respondió hostilmente—, nuestros siervos.

El hombre desnudo sonrió con desaprobación.

—Está muy bien hecho, cómo no. Se ve a las claras que el pueblo estuvo bastante tiempo doblando el espinazo, serrando estas cositas para que luego los parásitos arrastraran sus pies por encima. Onéguines… Trin… tran… Seguro que se pasaban toda la santa noche bailando. Como no tenían nada mejor que hacer…

«Que Dios me perdone, pero menudo cretino como dios lo trajo al mundo tenemos que aguantar», pensó Iona. Suspiró, meneó la cabeza y siguió adelante.

Las paredes desaparecieron bajo lienzos oscuros con marcos de oro empañado. Catalina II, con pieles de armiño, una diadema en el cabello blanco cardado y las cejas oscurecidas, ocupaba toda la pared y miraba desde debajo de su corona pesada y colosal. Sus dedos, puntiagudos y finos, descansaban en el brazo de una poltrona. Un joven de nariz pequeña y respingona, con estrellas de cuatro puntas en el pecho, resplandecía en el lienzo al óleo que había enfrente, mirando a su madre con odio. Y alrededor del hijo y la madre, hasta el techo de molduras, había princesas y príncipes Tugái-Beg de Ordin y su parentela.

Tornasolado por el barniz, ennegrecido por las grietas, representado por la mano celosa de un pintor del siglo XVIII según tradiciones y leyendas falsas, sentado en la oscuridad del lienzo gastado por el tiempo, de ojos achinados, negros y rapaces, con una murmolka[*] de terciopelo con piedras de colores y el mango del sable incrustado de piedras preciosas, estaba el fundador del linaje y señor de la Pequeña Horda, el jan Tugái.

El linaje de los príncipes Tugái-Beg, un linaje ilustre, virtuoso y lleno de sangre de príncipes, janes y zares, llevaba quinientos años mirando desde las paredes. De los cuadros, manchados y deslucidos, emergía la historia del linaje, también con manchas de tama militar, oprobio, amor, odio, vicio, libertinaje…

En un pedestal había un busto de bronce que empezaba a verdear. Era de una madre anciana con una cofia de bronce y unas cintas de bronce atadas por debajo de la barbilla, y un monograma en el pecho que parecía un espejo ovalado muerto. Tenía la boca fina y hundida, y la nariz afilada. De fantasía depravada e inagotable, toda la vida gozó de dos famas: de ser una belleza deslumbrante y una siniestra Mesalina. Fue una figura legendaria en la niebla húmeda de una ciudad del norte, gloriosa y terrible, ya que aquel general de pantalones de alce blanco, cuyo retrato colgaba en el despacho junto al de Alejandro I, le hizo el honor al final de sus días de ser su primer amor. De sus manos pasó a las de Tugái-Beg padre y dio a luz al último y actual príncipe. Tras quedarse viuda, se hizo famosa porque le gustaba que cuatro haiduks[*] guapísimos la bañaran en el estanque, desnuda y atada con cuerdas…

El hombre desnudo se separó del grupo y dio unos golpecitos con la uña a la cofia de bronce.

—Camaradas, aquí tenemos a un personaje notable —dijo—. Una famosa libertina de la primera mitad del siglo XIX…

La dama de la barriga gorda se puso roja, cogió a su luja de la mano y se la llevó rápidamente a un lado.

—¡Por favor! Pero qué se ha creído… Vérochka, mira qué retratos de los antepasados…

—La amante de Nikolái Palkin[*] —siguió el tipo desmido, recolocándose los lentes—. Algunos escritores burgueses incluso escribieron sobre ella en sus novelas. Pero empezó a hacer el tonto en su finca… Es inconcebible. No hubo ni un solo muchacho hermoso a quien no dirigiera su benévola atención. Se montaba unas orgías…

A Iona se le crispó la boca, los ojos se le llenaron de humedad turbia y le empezaron a temblar las manos. Quería decir algo, pero no dijo nada; solo inspiró profundamente un par de veces. Con curiosidad, todos miraban alternativamente al tipo desnudo, que todo lo sabía, y a la anciana de bronce. La dama maquillada dio la vuelta alrededor del busto, y hasta el extranjero importante, aunque no entendía ni una palabra de ruso, clavó una mirada durísima en la espalda del hombre desnudo y no la apartó en un buen rato.

Pasaron por el despacho del príncipe, donde había espontones, cimitarras, sables, corazas de los voevodas[*] del zar, cascos de los caballeros de la guardia montada real, retratos de los últimos emperadores, arcabuces, mosquetes, espadines, daguerrotipos y fotografías amarillentas —de grupos de la guardia montada real, en los que servían los viejos Tugái-Beg, y de caballería, donde servían los jóvenes—, fotografías de los caballos de carreras de los establos de los Tugái-Beg y armarios llenos de libros viejos y pesados.

Pasaron por las salas de fumar, forradas enteramente con alfombras de Turkmenia, donde había narguiles, canapés y colecciones de chibuquíes en los mostradores; pasaron por salas pequeñas con gobelinos verde pálido y antiguas lámparas de Cárcel. Pasaron por la sala de los paisajes, donde todavía no se habían marchitado las palmeras; por la sala de juegos verde, en cuyas vitrinas la loza y la porcelana de Sajonia brillaban como el oro, y donde Iona hacía guiños a Dunka, intranquilo. Ahí, en la sala de juegos, solitario, en un lienzo, resplandecía un magnífico oficial con uniforme blanco, apoyado en una empuñadura. La dama barrigona miró el casco con la estrella de seis puntas, los puños de los guantes en forma de embudo y las puntas del bigote negro retorcidas hacia arriba, afiladas como flechas.

—¿Quién es éste? —preguntó a Iona.

—El último príncipe —respondió, suspirando—, Antón Ioánnovich, con uniforme de la guardia montada. Todos sirvieron en la guardia montada.

—¿Y dónde está ahora? ¿Ha muerto? —preguntó con respeto la dama.

—¿Por qué iba a estar muerto? Está en el extranjero. Se fue justo al principio —tartamudeó Iona con rabia porque el tipo desnudo se metería en la conversación y diría cualquier cosa.

Y el hombre desnudo dijo «hum» y abrió la boca, pero una voz que salió del grupo de jóvenes dijo de nuevo:

—Qué importa, Semión… Es un viejo…

Y el tipo desnudo farfulló algo.

—¿Cómo? ¿Está vivo? —se sorprendió la dama—. ¡Es increíble! ¿Y tiene hijos?

—No tiene —repuso Iona con tristeza—. El Señor no le bendijo con ellos… Sí. El hermano menor, Pável Ioánnovich, murió en la guerra. Sí. Luchó contra los alemanes… Sirvió en… Esto… En la caballería de granaderos… No vivía aquí. Tenía una finca en la provincia de Samara…

—Es un viejo genial… —susurró alguien maravillado.

—Tendría que formar parte del museo —gruñó el hombre desnudo.

Llegaron a la carpa. La seda rosa se abría en lo alto como una estrella y flotaba por las paredes formando ondas; la alfombra rosa amortiguaba los sonidos. En una hornacina de tul rosa había una cama tallada de matrimonio. Daba la impresión de que aquella misma noche hubieran dormido en ella dos cuerpos. Todo parecía estar vivo en la carpa: el espejo con marco de hojas de plata, el álbum con encuadernación de marfil de la mesita, el retrato de la última princesa en el caballete —una princesa joven, una princesa vestida de rosa—. La lámpara, los frascos tallados, las fotografías con marcos brillantes… La almohada arrojada por ahí parecía viva. Iona habría llevado a excursionistas al dormitorio de los Tugái-Beg unas t rescientas veces, y cada vez que la fila de pies ajenos pasaba por las alfombras y los ojos ajenos se posaban en la cama con indiferencia sentía dolor, ofensa y un ahogo en el corazón. Qué vergüenza. Pero aquel día tenía el pecho más oprimido que de costumbre por culpa de la presencia del hombre desnudo y también de algo remoto que no podía entender… Por eso, Iona suspiró con alivio cuando la visita terminó. Condujo a los visitantes no invitados por la sala de billar hasta el pasillo, y de allí, por la segunda escalera del este, a la terraza lateral y afuera.

El viejo vio cómo los visitantes salían en tropel por la pesada puerta y Dunka la cerraba con el cerrojo.

Llegó la tarde y con ella los sonidos vespertinos. Por los alrededores de Oreshnev, los pastores empezaron a silbar sus caramillos, y más allá de los estanques tintineaban débiles campanillas: arreaban a las vacas. A lo lejos se oían unos sonidos atronadores: eran los ejercicios de tiro de los campos del Ejército Rojo.

Iona fue hasta el palacio arrastrando los pies por la grava y con las llaves tintineando en el cinturón. Siempre que los visitantes se marchaban, el anciano volvía puntualmente al palacio, daba una vuelta a su alrededor, solo, hablando consigo mismo y observándolo todo con atención. Después llegaban la tranquilidad y el descanso, y podía sentarse hasta el crepúsculo en el porchecito de la casita de vigilancia, fumando y pensando en cosas de viejos.

La tarde, clara y cálida, invitaba a ello, pero Iona, sin embargo, no tenía el ánimo tranquilo. Probablemente estaba inquieto y molesto por el hombre desnudo. Rezongando, Iona fue a la terraza, miró a su alrededor con aire sombrío, hizo sonar las llaves y entró. Arrastró los pies suavemente por la alfombra y subió por las escaleras.

Se detuvo en el descansillo de entrada a la sala de baile y se puso pálido.

Se oían pasos en el palacio. Sonaron en la parte de la sala de billar, pasaron por la sala de los paisajes y luego cesaron. El corazón se le paró un segundo y creyó que se moría. Después empezó a latirle a intervalos, al ritmo de los pasos que se detenían para volver a escucharse. Alguien se le acercaba, de eso no cabía duda, con pasos firmes, y ya crujía el parquet del despacho.

«¡Ladrones! Qué desgracia —le pasó por la cabeza—. Mira ése, el muy agorero, cómo lo presentía… Qué desgracia». Iona empezó a respirar agitadamente, volvió la cabeza aterrorizado, sin saber qué hacer, adónde huir, si gritar… Qué desgracia…

Por las puertas de la sala de baile refulgió un abrigo gris y apareció el extranjero de las gafas doradas. Al ver a Iona se estremeció, se sobresaltó y llegó a retroceder, pero enseguida se recompuso y se limitó a amenazar a Iona con el dedo, nervioso.

—¿Quién es usted, señor? —farfulló Iona, muerto de miedo. Las manos y los pies le temblaban ligeramente—. No se puede estar aquí. ¿Cómo se ha quedado? Dios mío de mi vida… —Se quedó sin aliento y calló.

El extranjero miró con atención a Iona a los ojos y se le acercó.

—¡Iona, cálmate! —le dijo en ruso en voz baja—. Cállate un momento. ¿Estás solo?

—Sí —dijo Iona, recuperando el aliento—. ¿Y usted por qué está aquí, Virgen Santísima?

El extranjero miró a su alrededor, inquieto, luego miró por encima de Iona, al vestíbulo, se cercioró de que no hubiera nadie detrás de Iona y sacó la mano derecha del bolsillo trasero.

—No me reconoces —dijo ya en voz alta, pronunciando mal las erres—. ¿Iona? Mal, mal… Si ya no me reconoces, vamos mal.

El sonido de su voz golpeó a Iona. Las rodillas le flaquearon, las manos se le quedaron heladas y el manojo de llaves cayó con estrépito al suelo.

—¡Jesús Nuestro Señor! Su Excelencia. Mi señor, Antón Ioánnovich. ¿Pero qué pasa? ¿Qué es esto?

Las lágrimas cubrieron la sala de neblina; en ella brincaron las gafas doradas, los empastes, los familiares ojos achinados y brillantes. Iona se atragantó, sollozó, empapó los guantes, la corbata, apoyando la cabeza temblorosa en la recia barba del príncipe.

—Tranquilízate, Iona, tranquilízate, por Dios —balbució éste, con la cara torcida, compasiva y preocupada—, puede oírnos alguien…

—Mi… Mi señor —murmuró convulsivamente Iona—, ¿pero cómo…? ¿Cómo ha venido? ¿Cómo? No hay nadie aquí. No hay nadie; solo estoy yo…

—Perfecto, coge las llaves. ¡Ven, Iona, vamos al despacho!

El príncipe se volvió y atravesó la galería con pasos firmes hasta el despacho. Iona, atontado y temblando, recogió las llaves y lo siguió con su andar dificultoso. El príncipe recorrió la sala con la mirada, se quitó el sombrero gris de fieltro y lo arrojó en la mesa.

—¡Iona, siéntate en la butaca! —le dijo.

Después contrajo la mejilla en una mueca nerviosa, quitó una tablilla con la inscripción «No se sienten en la butaca» del respaldo de otra que tenía un atril articulado para leer y se sentó enfrente de Iona. La lámpara que había en la mesa redonda tintineó lastimeramente cuando el cuerpo pesado se desplomó en el tafilete.

La cabeza de Iona estaba ofuscada, y sus pensamientos brincaban sin coherencia como las liebres que salen de un saco, cada una en una dirección distinta.

—Ah, cómo has envejecido. Iona, Dios Santo, ¡estás hecho un vejete! —dijo el príncipe, emocionado—. Pero estoy contento de haberte encontrado todavía vivo. Tengo que confesar que no esperaba verte. Pensaba que te habrían matado…

La dulzura del príncipe hizo que Iona se desmontara y prorrumpiera en sollozos silenciosos, a la vez que se enjugaba los ojos…

—Bueno, basta, basta, deja de llorar…

—¿Cómo…? ¿Cómo ha llegado hasta aquí, mi señor? —le preguntó Iona, sorbiéndose los mocos—. ¿Cómo es que este viejo chocho no le ha reconocido? Mis ojos se han vuelto ciegos… ¿Por qué ha vuelto, mi señor? Lleva gafas, gafas, eso es lo más importante, y la barbita… ¿Cómo ha entrado, que no me he dado cuenta?

Tugái-Beg se sacó del bolsillo del chaleco una llave y se la enseñó a Iona.

—¡Por la veranda pequeña del parque, amigo mío! Cuando se marcharon todos esos desgraciados, volví. Y las gafas —el príncipe se las quitó—, las gafas ya las llevaba cuando estaba aquí, en el país. No son de verdad.

—La princesa, Dios mío, nuestra querida princesa está con usted, ¿verdad?

El rostro del príncipe envejeció en un instante.

—La princesa murió, murió el año pasado —respondió, torciendo la boca en una mueca—. Murió en París de una pulmonía. No pudo ver su hogar antes de morir, pero siempre lo recordaba. Cuánto lo recordaba. Siempre me ordenaba con toda severidad que te diera un beso cuando te viera. Estaba totalmente convencida de que nos veríamos. Todo el tiempo rezaba a Dios. Y mira, Dios me ha traído.

El príncipe se levantó, abrazó a Iona y lo besó en la mejilla húmeda. Iona, con lágrimas en los ojos, empezó a santiguarse de cara al armario de los libros, a Alejandro I, a la ventana, donde el sol estaba a punto de extinguirse.

—Reino de los cielos, reino de los cielos —musitaba con voz temblorosa—, haré una misa de difuntos en Oreshnev, una misa de difuntos.

El príncipe echó una mirada a su alrededor, inquieto, y le pareció que en algún sitio crujía el parquet.

—¿No hay nadie?

—No hay nadie, no se preocupe, mi señor, solo nosotros. No puede haber nadie. Quién va a venir aquí, aparte de mí…

—Bien. Vamos a ver. Escucha, Iona. Tengo poco tiempo. Vamos al grano.

Los pensamientos de Iona volvieron a encabritarse. Pero ¿cómo es posible? Aquí está, ¿no? ¡Está vivo! Ha venido. Y ahora… ¡Los campesinos, los campesinos! ¿Los campos?

—Pero, Su Excelencia —dijo, mirando suplicante al príncipe—, ¿cómo serán las cosas a partir de ahora? ¿Y la casa? ¿Se la devolverán?

Al escuchar aquellas palabras, el príncipe rompió a reír mostrando solo los dientes de un lado, el derecho.

—¿Devolver? ¡Qué dices, querido!

El príncipe sacó una pitillera amarilla y maciza y se encendió un cigarrillo.

—No, estimado Iona —siguió—, no me devolverán nada… Parece que te has olvidado de lo que pasó… Qué más da ahora. Recuerda en todo momento que he venido por muy poco tiempo y en secreto. No tienes absolutamente nada de qué preocuparte, nadie sabrá nada. No sufras por esto. He venido —el príncipe miró el bosquecillo que se extinguía—, en primer lugar, para ver qué tal están las cosas aquí. Me llegaron algunas noticias; me escriben desde Moscú que el palacio está intacto, que lo conservan como patrimonio para el pueblo… Para el pueeeblo… —Ocultó los dientes del lado derecho y mostró los del izquierdo—. ¿Para el pueblo? Pues para el pueblo. Que se vayan al diablo. Da igual. Mientras esté entero… Casi hasta está mejor así… Pero el asunto es el siguiente: se quedaron aquí ciertos documentos importantes, y los necesito a cualquier precio. Están relacionados con las fincas de Samara y Penza, y también con Pável Ivánovich. Dime, ¿se han llevado cosas de mi despacho de trabajo, o está intacto? —El príncipe, inquieto, giró bruscamente la cabeza hacia la antepuerta.

Las ruedas oxidadas del cerebro de Iona chirriaron. Ante sus ojos reapareció Alexandr Ertus, un hombre culto que llevaba las mismas gafas que el príncipe. Era severo e importante. Cada domingo, el científico Ertus salía de Moscú e iba al palacio, paseaba por él con sus zapatos rojos de estilo inglés, daba órdenes, disponía que se conservara todo y se sentaba largas horas en el despacho de trabajo enterrado entre libros, manuscritos y cartas. Iona le llevaba té turbio. Ertus comía bocadillos de jamón y rasgaba la pluma en el papel. A veces preguntaba a Iona sobre la vida de antes y tomaba notas con una sonrisa.

—El despacho está intacto de cabo a rabo —balbució Iona—, pero por desgracia, Su querida Excelencia, está cerrado. Está cerrado.

—¿Quién lo ha cerrado?

—Ertus, Alexandr Abramóvich, del comité…

—¿Ertus? —repitió Tugái-Beg, pronunciando mal la erre—. ¿Por qué ha cerrado mi despacho precisamente Ertus, y no otra persona?

—Es del comité, mi señor —respondió Iona como si fuera su culpa—, de Moscú. Ya ve, le han encomendado la custodia. Abajo, Su Excelencia, habrá una biblioteca donde estudiarán los campesinos. Ertus la está arreglando.

—¡Ah, es eso! —exclamó el príncipe enseñando los dientes—. ¡Una biblioteca! ¡Qué bonito! Espero que rengan suficiente con mis libros, ¿no? Qué pena, qué pena que no lo supiera, si no, le habría enviado alguno desde París. ¿Cogió libros?

—Sí, Su Excelencia —dijo Iona con voz ronca, perplejo—. Cogió montones de libros suyos. —Un escalofrío recorrió la espalda de Iona al ver la cara del príncipe.

Tugái-Beg se encogió en la butaca, se rascó unos momentos el mentón con las uñas, se cogió la barba en el puño y de golpe tomó una extraña semejanza con el retrato del de los ojos achinados y la murmolka. Sus ojos se cubrieron de ceniza fúnebre.

—¿Ha cogido libros? ¡Perfecto! Tu Ertus, por lo que veo, es un hombre con cultura y talento. Arregla bibliotecas, se sienta en mi despacho… Sí, señor. Bueno… Pero tú ya lo conoces. Iona, ¿cuándo será que este Ertus arreglará la biblioteca?

Iona guardó silencio y lo miró a los ojos.

—Voy a colgar a ese Ertus de ese tilo de ahí fuera, al lado de la entrada. —El príncipe señaló por la ventana con su mano blanca, y Iona la siguió con la mirada triste y dócil—. No, a la derecha, junto a la verja. Así colgará un día de cara al camino, para que los campesinos puedan ver al organizador de bibliotecas, y otro día de cara a la casa, para que él mismo pueda ver su biblioteca. Eso es lo que haré. Iona, te lo juro, cueste lo que cueste. Ha llegado el momento. Puedes estar seguro de ello, y puede que sea muy pronto. Tengo contactos con los que podría hacer arrestar a Ertus. Estate tranquilo… Iona respiró agitado.

—Y a su ladito —siguió Tugái con voz diabólica—, ¿sabes a quién vamos a poner? Al tipo desnudo. Antónov Semión. Semión Antónov. —Levantó los ojos al cielo, memorizando el apellido—. Te doy mi palabra de que buscaré al camarada Antónov hasta en el fondo del mar, a menos que muera antes de que lo encuentre o lo cuelguen como a uno más en la plaza Roja. Pero aunque lo cuelguen, me lo traeré aquí para tenerlo colgado un día o dos. Antónov Semión ha gozado una vez de la hospitalidad del cuartel del Jan y se ha paseado por el palacio desnudo, con sus lentes. —Tugái tragó saliva apretando los dientes, y sus pómulos tártaros sobresalieron—. El caso es que volveré a abrirle las puertas del palacio, y entrará desnudo otra vez. Si cae vivo en mis manos… ¡Uh! ¡Iona! Este Antónov Semión disfrutará de lo lindo. No solo lo colgaré sin pantalones, ¡sino sin piel! ¡Iona! ¿Has oído lo que ha dicho de la princesa madre? ¿Lo has oído?

Iona suspiró con amargura y se dio la vuelta.

—Eres un criado fiel, y mientras viva no olvidaré cómo has hablado con el tipo desnudo. ¿No te preguntas ahora cómo he sido capaz de no matarlo en aquel instante? ¿Eh? Ya me conoces. Iona, ¿cuántos años han pasado? —Tugái-Beg se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó con dificultad una empuñadura brillante de rayas. Una espuma blanquecina le apareció claramente en las comisuras de la boca, y puso una voz aguda y sibilante—. ¡Pero no lo he matado! No lo he matado. Porque me he contenido a tiempo. Cuánto me ha costado contenerme solo lo sé yo. No podía matarlo. Habría sido una acción tonta y sin sentido; me habrían cogido y no podría hacer nada de lo que he venido a hacer. Ya haremos más… y mejor. —El príncipe musitó algo para sí y se calló.

Iona seguía sentado, turbado. Las palabras del príncipe le provocaron un escalofrío, como si se hubiera tragado un puñado de menta. En su cabeza ya no había pensamientos; solo fragmentos. El crepúsculo se colaba visiblemente por la habitación. Tugái volvió a meterse la empuñadura en el bolsillo, frunció el ceño, se levantó y miró el reloj.

—Bueno. Es tarde, Iona. Hay que darse prisa. Me iré por la noche. Vamos a organizar el asunto. En primer lugar, coge esto. —En las manos del príncipe había una cartera—. ¡Iona, cógelo, amigo fiel! No puedo darte más, voy apurado.

—Por nada del mundo —dijo con voz ronca y agitó las manos.

—¡Cógelo! —dijo severo Tugái y metió los billetes blancos en el bolsillo del capote de Iona. Éste sollozó—. Ten cuidado de no cambiarlos aquí; si no, te preguntarán de dónde los has sacado. Bueno, y ahora lo más importante. Iona Vasílievich, por favor, déjame quedarme en el palacio hasta que salga el tren. A las dos de la noche salgo para Moscú. Cogeré algunos papeles del despacho.

—Pero está cerrado, mi señor —empezó lastimeramente Iona.

Tugái se acercó a la puerta, corrió la antepuerta y arrancó de un tirón un cordel con un lacre. Iona lanzó un grito.

—Tonterías —dijo Tugái—. Sobre todo, no tengas miedo. ¡No tengas miedo, amigo mío! Te prometo que lo haré de manera que no tendrás que responder de nada. ¿Crees en mi palabra? Vamos…

Se acercaba la medianoche. A Iona le venció el sueño en la garita. En el ala del edificio dormían la extenuada Tatiana Mijáilovna y Mumka. El palacio estaba blanco a la luz de la luna, borroso, en silencio…

En el despacho de trabajo, con las cortinas negras cerradas por completo, ardía un quinqué en el escritorio abierto que iluminaba con una luz verdosa y suave montones de papeles esparcidos por el suelo, en la butaca y en el tapete rojo. Al lado, en el despacho grande, con las cortinas dobles cerradas, se consumían las velas de los candelabros. Los armarios centelleaban con suaves chispas, y Alejandro I, calvo, volvió a la vida, sonriendo suavemente desde la pared.

Un hombre vestido de paisano y con un casco de la guardia montada en la cabeza estaba sentado al escritorio del despacho de trabajo. Un águila levantaba el vuelo, victoriosa, sobre el empañado metal con una estrella. Delante del hombre, encima de una pila de papeles, había una libreta gruesa con tapas de hule. En la primera página estaba escrito con letra diminuta:

«Álex Ertus. Elistoria del cuartel del Jan. 1922-1923».

Tugái, con la mejilla apoyada en el puño, no apartaba los ojos nublados de las líneas negras. Reinaba un silencio absoluto, y Tugái oía el sonido del reloj de su chaleco, que se comía los minutos sin interrupción. Veinte minutos, media hora llevaba sentado el príncipe, inmóvil.

De repente, a través de las cortinas se coló un sonido largo y melancólico. El príncipe volvió en sí y se levantó haciendo ruido con las sillas.

—Uh, uh, maldito perro —murmuró y entró en el despacho principal.

En el cristal opaco de la vitrina le salió al encuentro un mustio guarda montado al que le brillaba la cabeza. Se acercó al cristal y se fijó en él; entonces se puso pálido y soltó una risa malsana.

—Uf —musitó—, te estás volviendo loco.

Se quitó el casco, se frotó la sien y reflexionó, mirando el cristal; de repente tiró el casco al suelo con tanta furia que el estruendo llenó la habitación y los cristales de las vitrinas resonaron con tristeza. Después, Tugái se encogió, pegó una patada al casco, lo envió a un rincón y se puso a caminar por la alfombra hacia la ventana y otra vez de vuelta. En la soledad, lleno de cavilaciones graves y alarmantes, se ablandó, envejeció y se puso a hablar consigo mismo, murmurando y mordiéndose los labios.

—No puede ser. No… No… No…

El parquet crujió; la llama de la vela se ponía horizontal y titilaba. En las vitrinas se engendraba y desaparecía gente entrecana y vacilante. Durante una de las vueltas en círculo, Tugái se volvió bruscamente, se acercó a una pared y observó atentamente. En una fotografía oblonga como un anfiteatro estrecho había gente, sentada y de pie, con águilas en la cabeza, congelada e inmortalizada así. Los puños blancos de los guantes, las empuñaduras de los sables. En el centro del amplio grupo estaba sentado un hombre poco agraciado, con barba y bigote, que parecía un médico de regimiento. Pero las cabezas de los miembros fotografiados de la guardia montada estaban de perfil, dirigidas de manera forzada hacia el hombre insignificante sepultado bajo un casco.

El hombre insignificante oprimía a los caballeros blancos de expresión tirante como oprimía la inscripción en el bronce que hablaba de él. Cada palabra empezaba con letra mayúscula. Tugái estuvo un buen rato mirándose; dos hombres lo separaban del insignificante.

—No puede ser —dijo en voz alta y miró en derredor de la enorme estancia, como si hubiera invitado como testigos a múltiples interlocutores—. Es un sueño. —Otra vez murmuraba para sí, y luego siguió sin coherencia—: Uno, uno de los dos, o está muerto… Pero… este… Este… está vivo… o yo… No entiendo…

Tugái se pasó la mano por el pelo, se dio la vuelta, vio al que iba hacia la vitrina y pensó involuntariamente: «Estoy viejo».

—Andaban por mi sangre viva y entre todo lo vivo, pisándolo como si estuviera muerto. ¿Puede ser que esté muerto de verdad? ¿Que sea una sombra? Pero no, estoy vivo. —Tugái miró interrogativamente a Alejandro I—. Lo percibo todo, lo siento todo. Siento con toda claridad el dolor, y sobre todo la rabia. —A Tugái le pareció que el hombre desnudo apareció un instante en la estancia oscura, y un escalofrío de odio le recorrió las articulaciones—. Ahora me arrepiento de no haberle matado. Me arrepiento. —La rabia empezaba a concentrarse en él y la lengua se le resecó.

Otra vez se dio la vuelta y echó a andar en silencio, ida y vuelta, hasta la ventana. Cada vez se desviaba hasta el entrepaño y examinaba el grupo. Así pasó un cuarto de hora. De repente se detuvo, se pasó la mano por el pelo, se metió la mano en el bolsillo y apretó el botón de repetición del reloj. En el bolsillo sonaron doce toques tiernos y misteriosos; después de una pausa, con otro tono, el toque del cuarto, y después de otra pausa, tres minutos.

—Ah, Dios mío —susurró Tugái y se apresuró.

Miró a su alrededor y lo primero que hizo fue coger las gafas de la mesa y ponérselas. Pero poco cambiaron la fisonomía del príncipe. Sus ojos se achinaron como los del jan del lienzo, y en ellos brillaba el fuego suave de una idea temeraria y resuelta. Tugái se puso el abrigo y el sombrero, volvió al despacho de trabajo, cogió con cuidado el fajo de documentos de hoja de pergamino y de papel y los sellos, que estaba en una butaca, aparte, lo dobló y se lo embutió con esfuerzo en el bolsillo del abrigo. Después se sentó al escritorio y miró por última vez las pilas de papeles, contrajo la mejilla y, con los ojos ya decididamente achinados, se puso a trabajar. Después de remangarse los puños anchos del abrigo, lo primero que hizo fue coger el manuscrito de Ertus. Volvió a leer la primera página, enseñó los dientes y la arrancó. Una uña se le rompió con un crujido.

—¡Sopla! Caramba… —soltó ronco el príncipe.

Se frotó el dedo y se puso a trabajar con cautela. Arrancó unas cuantas hojas y poco a poco la libreta quedó hecha trizas. Hizo un montón con los papeles del escritorio y las butacas y sacó más pilas de los armarios. Cogió de la pared un retrato pequeño de una dama elisabetiana, rompió el marco en astillas de una patada, puso las astillas en el montón, lo puso en el escritorio, y, colorado, se acercó al rincón del retrato. Cogió el quinqué, lo llevó al despacho principal, volvió con un candelabro y prendió fuego al montón por tres sitios. Un humo ligero empezó a flotar; la pila serpenteaba, y de repente el despacho revivió alegre con la luz irregular. Al cabo de cinco minutos el humo era sofocante.

Tugái entreabrió la puerta y la antepuerta y se puso a trabajar en el despacho vecino. Por el retrato rasgado de Alejandro I trepaba chisporroteando una llama, y la cabeza calva sonreía pérfidamente en el humo. Los tomos deshilachados ardían de pie encima de la mesa, y el tapete se desintegraba. El príncipe estaba sentado en una butaca a una cierta distancia, mirando. Sus ojos brillaban por las lágrimas que le provocaba el humo y por un pensamiento rabioso y alegre.

—No volverá nada —volvió a murmurar—. Todo ha terminado. No tiene sentido seguir mintiendo. Nos llevaremos todo esto, mi querido Ertus.

El príncipe se retiró lentamente de habitación en habitación, y el humo gris se deslizaba detrás de él; el fuego bailarín ardía en la sala. Las sombras ígneas jugueteaban en las cortinas y temblaban desde el interior.

En la carpa rosa, el príncipe desenroscó el quemador del quinqué y vertió el queroseno en la cama; la mancha se extendió y goteó en la alfombra. Tugái tiró el quemador a la mancha. Al principio no pasó nada: la llamita se encogió y desapareció, pero luego de improviso reapareció y, con un suspiro, se lanzó hacia arriba, y Tugái casi saltó hacia atrás. La cortina se encendió al cabo de un minuto y de golpe, radiante, hasta la última mota de polvo, la carpa se iluminó.

—Ahora sí que es seguro —dijo Tugái, y se apresuró.

Pasó por la sala de los paisajes y por la de billar, pasó por el pasillo oscuro, retumbando, bajó por la escalera de caracol al lóbrego piso inferior, salió como una sombra del patio iluminado por la luna a la terraza del este, la abrió y salió al parque. Para no oír el primer grito de Iona desde la garita ni los aullidos de César, metió la cabeza entre los hombros y se zambulló en la oscuridad por las sendas inolvidables y secretas…

1924

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