Salmo

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Los cuatro retratos

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LOS CUATRO RETRATOS

—BUENO, SEÑORES, POR FAVOR —dijo el propietario amablemente, y señaló la mesa con gesto majestuoso.

No nos hicimos de rogar; nos sentamos y desplegamos las servilletas almidonadas dispuestas de pie en forma puntiaguda.

Éramos cuatro a la mesa: el propietario, ex abogado; su primo, también ex abogado; su prima, ex viuda de un consejero civil activo, que posteriormente trabajó en el Sovnarjoz y que ahora es simplemente Zinaída Ivánovna; y un invitado, yo, ex… Bueno, eso da igual… Ahora soy un hombre con ocupaciones designadas como indeterminadas.[*]

El sol de primeros de abril daba en la ventana y se reflejaba en las copas.

—Ya está aquí la primavera, gracias a Dios. Ya no podemos más después de este invierno —dijo el propietario, y cogió una licorera por el gollete con dulzura.

—¡Y que lo diga! —exclamé. Saqué un espadín de la lata y le quité la piel en un periquete; después unté de mantequilla un trozo de pan, lo cubrí con el cuerpo destrozado del espadín y, sonriendo cortésmente a Zinaída Ivánovna, añadí—: ¡A su salud!

Y bebimos.

—¿No lo habré aguado… ejem… poco? —quiso saber el propietario, solícito.

—Lo justo —respondí, tomando aliento.

—Está un poquito flojo —dijo Zinaída Ivánovna.

Los hombres protestaron a coro, y nos bebimos el segundo trago. La doncella trajo una fuente de sopa.

Después de la segunda copa, un calor divino se extendió en mi interior y la placidez me tomó en sus brazos. Me encariñé de repente con el propietario y su primo, y me pareció que, pese a sus treinta y ocho años, Zinaída Ivánovna no estaba pero que nada mal y que la barba de Karl Marx, que estaba en la pared, justo enfrente de mí, al lado del mapa de las vías ferroviarias, no era tan imponente como suele pensarse. La historia de la presencia de Karl Marx en el piso de este procurador, que lo odia con toda su alma, es la siguiente.

Mi propietario es una de las personas más listas de Moscú, si no la que más. Fue casi el primero en darse cuenta de que lo que está pasando es algo serio y duradero, y por eso se atrincheró en su piso no de cualquier manera, a lo chapucero, sino a conciencia. En primer lugar llamó a Terenti, quien le ensució todo el piso después de construir en el comedor una especie de ataúd de barro. Después Terenti hizo en las paredes unos agujeros enormes por los que metió unos tubos bien gordos. Después de esto, el propietario, que quedó encantado con el trabajo de Terenti, dijo: «No van a quitarme la calefacción, los bandidos». Luego se fue a la calle Pliuschija, de donde se llevó a Zinaída Ivánovna y la instaló en el cuarto que había sido el dormitorio, la habitación donde daba el sol. Su primo llegó de Minsk al cabo de tres días. Sin perder tiempo y de buena gana, el propietario le dio cobijo en la antigua salita del recibidor (desde la entrada, a la derecha) y le puso una estufilla negra. Luego metió quince puds[*] de harina en la biblioteca (al final del pasillo), cerró la puerta con llave, colgó delante de la puerta un tapiz, apoyó contra éste un estante, colocó en él botellas vacías y algunos periódicos viejos, y fue como si allí nunca hubiera habido una biblioteca; ni el diablo sabría encontrar por dónde se entraba. De este modo, de seis habitaciones quedaban tres. En una se instaló él con un certificado que decía que tenía una afección cardíaca, y quitó la puerta que separaba las dos habitaciones restantes (el salón y el despacho), con lo que las convirtió en una estancia doble un tanto extraña.

No era una sola habitación porque habían sido dos; sin embargo, era imposible usarla como si fueran dos, sobre todo porque puso una Cama en la primera (el salón) a los pies de la estatua de una mujer desnuda y junto al piano. Sacó a Sasha de la cocina y le dijo:

—Ésos van a ir viniendo. Tú di que duermes aquí.

Sasha sonrió conspirativamente y respondió:

—Muy bien, señor.

Cubrió la puerta del despacho con credenciales de las cuales se desprendía que a él, jurisconsulto de tal institución, le correspondía un «espacio suplementario». En el espacio suplementario construyó semejantes barricadas con dos estanterías con libros, una bicicleta vieja sin ruedas, unas sillas con clavos y tres galerías de las cortinas, que hasta yo, que conozco a la perfección su piso, en la primera visita que le hice después de que lo arreglara al estilo militar, me rasguñé las dos rodillas, la cara y las manos, y me rajé la chaqueta por detrás y por delante.

En el piano pegó un certificado que decía que Zinaída Ivánovna era profesora de música, y en la puerta de su habitación, otro certificado que decía que trabajaba en el Sovnarjoz. En la puerta de su primo pegó otro que rezaba que era el secretario. Se dirigió a abrir la puerta él mismo y solo después del tercer timbrazo, mientras Sasha estaba tumbada en su cama, junto al piano.

Durante tres años, gentes con capotes grises y abrigos negros roídos por las polillas y chicas con carteras e impermeables de lona rabiaban por el piso como la infantería delante de una alambrada, pero no consiguieron ni gota. Tres años después regresé a Moscú, de donde me fui un poco a la ligera, y lo encontré todo tal como lo estaba. El único cambio era que el propietario había adelgazado y se quejaba de que lo habían martirizado todo lo que habían querido.

Pero entonces compró los cuatro retratos. Colocó a Lunacharski[*] en el lugar más visible del salón, de modo que el comisario del pueblo se viera desde absolutamente todos los puntos de la habitación. En el comedor colgó un retrato de Marx, y en la habitación del primo, encima del espléndido armario dorado de espejo, sujetó a Trotski con chinchetas. Trotski estaba representado con quevedos, como era de rigor, y con una sonrisa bastante benigna en los labios. Pero apenas el propietario clavó las cuatro chinchetas en la fotografía, me pareció que Trotski arrugaba el ceño, y así, ceñudo, se quedó. Después el propietario sacó de una carpeta a Karl Liebknecht[*] y se dirigió al cuarto de su prima. Ésta lo recibió en el umbral y se dio un golpe en las caderas, cubiertas con una falda ajustada de rayas.

—¡Sólo me faltaba esto! —gritó—. ¡Mientras viva, Alexandr Pálich, a mi habitación no entrará ni un Marat ni un Danton!

—Zin… Qué pinta aquí Marat… —empezó el propietario, pero la enérgica mujer lo cogió del hombro, lo giró y lo echó de la habitación.

El propietario, pensativo, dio unas cuantas vueltas en las manos a la fotografía en color y la arrinconó.

Exactamente media hora después sobrevino el ataque habitual. Después del tercer timbrazo y de los golpes con los nudillos en los cristales traslúcidos de colores de la puerta principal, el propietario, que se había puesto una guerrera mugrienta en lugar de la chaqueta buena, dejó pasar a tres personas. Dos iban de gris, y el otro, de negro y llevaba una cartera roja.

—Aquí tiene usted habitaciones… —empezó el primero de gris, echando una ojeada a la salita del recibidor, estupefacto.

El propietario, precavido, no encendió la luz, y los espejos, los colgadores, las sillas caras de cuero y los cuernos de ciervo se disiparon en la oscuridad.

—¡Qué dicen, camaradas! —exclamó el propietario, levantando las manos, con las palmas juntas—. ¿Qué habitaciones hay aquí? Créanme, en lo que llevamos de semana han pasado por aquí seis comisiones antes que ustedes. ¡No hace falta ni que miren! No es que no haya habitaciones libres; es que no tengo suficientes. Fíjense, por favor. —El propietario se sacó del bolsillo un papelito—. Me corresponden dieciséis arshines suplementarios, y tengo trece y medio. Sí, señores. A ver de dónde saco yo dos arshines y medio.

—Bueno, vamos a ver —dijo sombríamente el segundo de gris.

—Por… ¡Por favor, camaradas!

Y de improviso, Lunacharski apareció ante nosotros. Los tres se quedaron mirando al comisario nacional de Educación con la boca abierta.

—¿Quién hay aquí? —preguntó el primero de gris, señalando la cama.

—La camarada Yepíshina, Alexandra Ivánovna.

—¿Quién es?

—Una obrera técnica —respondió el propietario con una sonrisa dulce—. Es lavandera.

—¿No es su criada? —preguntó el de negro con desconfianza.

Al propietario le dio un ataque de risa.

—¡Pero qué dice, camarada! ¿Que yo soy una especie de burgués que tiene una criada? No tenemos suficiente para comer, ¡y usted dice que aquí hay una criada! ¡Ji, ji!

—¿Aquí? —preguntó lacónico el de negro, señalando la cueva del despacho.

—El espacio suplementario, trece y medio, para la oficina de mi institución —respondió el propietario muy deprisa.

Entonces el de negro dio un paso en el despacho semioscuro. Al segundo siguiente, una palangana se cayó con estrépito ahí dentro, y oí cómo el de negro se caía y se daba en la cabeza con la cadena de la bicicleta.

—¿Lo ven, camaradas? —dijo con malicia el propietario—. Ya les he dicho que vivimos como sardinas en lata.

El de negro salió de la boca del lobo con la cara descompuesta. Tenía las dos rodillas magulladas.

—¿No se habrá hecho daño? —le preguntó el propietario, asustado.

—Ah… eh… uh… uh… tu… ma… —gruñó incoherentemente el de negro.

—Aquí esta la camarada Nastúrtsina. —El propietario los conducía y señalaba—. Aquí estoy yo. —Hizo un gesto amplio hacia Karl Marx. El asombro apareció en la cara de los tres—. Y aquí está el camarada Scherbovski —e hizo un gesto solemne a Trotski.

Los tres miraron el retrato con terror.

—Éste es del Partido, ¿verdad? —preguntó el segundo de gris.

—No —sonrió el propietario dulcemente—, pero es simpatizante. Tiene alma de comunista. Como yo. Aquí solo viven altos funcionarios, camaradas.

—Altos funcionarios, simpatizantes… —refunfuñó el de negro, sombrío, frotándose una rodilla—, pero los armarios son de espejo. Tienen objetos de lujo.

—¡¿De lujo?! —exclamó con reproche el propietario—. ¡Qué dice, camarada! Aquí está la última ropa blanca, rota. La ropa blanca, camarada, es un objeto de primera necesidad.

El propietario se metió la mano en el bolsillo para sacar una llave, pero se detuvo al instante, pálido, porque se acordó de que precisamente el día anterior había metido seis portavasos de plata entre unas fundas rotas de almohada.

—La ropa blanca, camaradas, es un objeto de limpieza. Y nuestros queridos líderes —el propietario señaló con ambas manos los retratos— nunca dejan de mostrar al proletariado la necesidad de tener hábitos de limpieza. Las enfermedades epidémicas… El tifus, la peste y el cólera, camaradas, todo eso estaba ocasionado porque todavía no éramos lo suficientemente conscientes de que nuestra única salvación es tener hábitos de limpieza, camaradas. Nuestro líder…

Entonces me pareció con toda claridad que un espasmo atravesaba la cara de Trotski y sus dientes se separaban como si quisiera decir algo. Lo mismo debió de parecerle al propietario porque se calló de repente y cambió de tema enseguida.

—Camaradas, aquí está el retrete, y aquí, la bañera, pero por supuesto está estropeada. Ven, hay una caja con trapos; ahora no estamos para bañeras. Esto es la cocina; está fría. Ahora no estamos para cocinas. Cocinamos en el hornillo. Alexandra Ivánovna, ¿qué hace usted en la cocina? Tiene una carta para usted en su habitación. ¡Esto es todo, camaradas! Estoy pensando en pedir otra habitación adicional, porque, ¿saben?, todos los días me hago daño en las rodillas. Me está saliendo demasiado caro, ¿saben? ¿Adónde tengo que dirigirme para que me den otra habitación en esta casa? Es para la oficina.

—Vámonos, Stepán —dijo el primero de gris haciendo un gesto desesperanzado con la mano, y los tres se dirigieron al recibidor, taconeando con las botas.

Cuando los pasos dejaron de oírse en la escalera, el propietario se desplomó en una silla.

—¡Ya lo ha visto! —exclamó—. ¡Cada santo día lo mismo! Le juro que van a acabar conmigo.

—Bueno —respondí—, ¡no se sabe quién acabará con quién!

—¡Ji, ji! —se rió el propietario, y gritó con todas sus fuerzas—: ¡Sasha! ¡Prepara el samovar!

Ésta fue la historia de los retratos, en particular, la del de Marx. Pero volvamos a nuestro relato.

Después de la sopa vino un estofado de carne, bebimos Ay-Danil blanco (de la Dirección Estatal de Vinicultura) en vasitos y Sasha trajo el café. Y entonces estalló el sonido entrecortado del teléfono del despacho.

—Margarita Mijalna, seguro —sonrió contento el propietario y corrió al despacho.

—Sí… Sí… —se oía desde el despacho, pero al cabo de tres segundos llegó un grito—: ¡¿Qué?!

El auricular empezó a croar y se oyó otro grito:

—¡Vladímir Ivánovich! ¡Pero lo solicité! ¡Todos somos funcionarios! ¡¿Cómo puede ser?!

—¡Ah! ¡Ah! —exclamó la prima—. ¡Ya verás como le ponen un impuesto!

El propietario colgó el auricular con un amplio movimiento y un estrépito, y apareció por la puerta.

—¿Tienes que pagar un impuesto? —chilló la prima.

—Felicidades —le respondió, rabioso—. ¡Tienes que pagarlo tú, querida!

—¡¿Cómo?! —La prima se levantó con la cara a manchas rojas—. ¡No tienen derecho! ¡Tá les dije que entonces trabajaba!

—¡Ya les dije, ya les dije! —la imitó el propietario—. No tenías que decirlo, sino procurar que esa mala bestia del administrador del edificio nos apuntara en la lista. Pero la culpa es tuya —se dirigió a su primo—. ¡Mira que te pedí veces que fueras! Y ahora, maldita la gracia. ¡Nos tiene fichados a los tres!

—Serás estúpido —contestó el primo, subiéndosele la sangre a la cabeza—, ¿qué tengo yo que ver? ¡Le dije dos veces a ese canalla que nos registrara como funcionarios! ¡Tú tienes la culpa! Es amigo tuyo. ¡Habérselo pedido tú!

—¡Es un indeseable, no mi amigo! —tronó el propietario—. ¡Menudo amigo! Es un cobarde desgraciado. Ojalá lo releven de toda responsabilidad.

—¿Cuánto? —chilló la prima.

—¡Cinco!

—¿Y por qué solo a mí? —preguntó la prima.

—¡No te preocupes! —respondió sarcástico el propietario—. Ya nos llegará a él y a mí. Está visto que no han llegado a nuestra letra. Pero si a ti te han caído cinco, ¿qué palo me caerá a mí? Bueno, venga, hay que moverse. Vestios, id a ver al inspector del distrito y explicadle que se trata de un error. Yo también iré. ¡Vénga, vamos!

La prima salió corriendo de la sala.

—Pero ¿qué es esto? —rugió el propietario, dolido—. No nos dan tregua. ¡Si no llaman a la puerta, llaman por teléfono! Nos libramos de que nos requisen espacio, y ahora nos vienen con los impuestos. ¿Adónde vamos a ir a parar? ¡¿Qué más van a inventar?!

Levantó los ojos hacia Karl Marx, pero éste estaba inmóvil y mudo. Tenía una expresión en la cara como si quisiera decir:

—¡No es mi problema!

La punta de su barba brillaba como el oro al sol de abril.

1923

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