Salmo

Salmo


El agua de la vida

Página 9 de 21

EL AGUA DE LA VIDA

LA ESTACIÓN ACEQUIA SECA dormitaba entre montones de nieve. En ella, las locomotoras se silbaban con pereza entre sí. En la colonia del ferrocarril fluía un diíta nublado y tranquilo de invierno.

Todo lo que alcanzan los ojos (como dicen),

duerme, disfrutando de la calma…[*]

Mientras tanto, una carreta roñosa cubierta con una misteriosa lona impermeable se acercaba a rastras, como un caco, a la tienda del ferrocarril. Encima de la lona iba sentado un individuo con una zamarra, quien al llegar a la tienda guiñó un ojo enigmáticamente. De repente, los dos tipos aburridos que estaban apoyados en la puerta se volvieron locos. El primero rebuscó en el bolsillo y el sonido de la plata inundó el ambiente. El segundo se puso a bailar en el sitio y dijo con voz ronca:

—¡Vanka, no seas canalla y dame un rublo con sesenta y dos!

—¡Apártate de mí ahora mismo! —respondió Vanka, y abrió la puerta de la tienda con estrépito y desapareció en ella.

El individuo que conducía la carreta sonrió con deleite.

—¿Estabais aburridos, chavales? —dijo.

De la tienda salió un tipo con un delantal muy sucio.

—¿Qué haces? —aulló—. ¡La madre que te trajo! ¿Has venido por la calle principal? ¿No podías venir por los huertos?

—Por los güertos… hay mucha nieve —gruñó el individuo sin terminar la frase.

Un camarada sin gorro y con una botella vacía en la mano pasó corriendo por su lado. Con el grito triunfante «¡El primero! ¡Hurra!», se lanzó a las puertas, atropellando al segundo camarada del delantal, quien le soltó:

—¡Que te parta un rayo! ¿Adónde te crees que vas? ¡Tú eres el segundo! ¡Hay tiempo de sobra! Faddéi es el primero; lleva dos días haciendo guardia.

El tercero corría en aquel momento hacia la tienda pegando puñetazos en todas las ventanas y gritando:

—¡Hermanos! ¡Han traído el vooodka!

La puerta de la verja dio un portazo.

El cuarto emergió de un portal y fue escopeteado hacia la tienda, abrochándose los tirantes mientras corría. En quinto lugar llegó el maestro Lukián, que se zambulló en la tienda tras haber adelantado por medio cuerpo al diácono local (el sexto). La séptima en llegar a la hermosa meta fue la mujer de Sídorov; el octavo, el propio Sídorov; el noveno, el sobrino de Pelagueya, que iba cinco sázhenes por delante del décimo, el ayudante del jefe de la estación de Kolochuk, que iba a 32 verstas por hora; el undécimo, un desconocido con un gorro viejo del Ejército Rojo, y al duodécimo, el tipo del delantal lo sacó, lo puso al otro lado de la puerta y le dijo:

—¡Organiza la cola de la calle!

La colonia estaba concurrida y animada. Alrededor de la tienda no cabía ni un alfiler. Una viejecita perpleja con una botella para el aceite, atacando una vez tras otra, se arrojaba a la cola ordenada por uno de sus flancos.

—¡Anatemas! Yo no quiero vuestro vodka. ¡Dejadme coger carne para la comida! —aullaba como una trompeta de caballería.

—¡Ahora no estamos para carne! —respondía la cola—. ¡Mira la vieja con la carne!

—Déjalo, Pajómovna —decía una voz femenina desde el barranco—. ¡No tienes nada que hacer! Hasta que no se acabe el vodka…

—¡Que me vas a sacar un ojo! ¿Adónde te crees que vas?

—¡A la cola!

—¡Echad al del gorro, que se ha colado!

—¡Canalla serás tú!

—¡Camaradas, sean sensatos!

—Oh, no habrá bastante…

—Por favor, no empujen. ¡Soy el jefe de la estación!

—¡Si hablamos de vodka, yo soy el jefe!

—¡Qué vas a ser el jefe! ¡Tú lo que eres es un alcohólico!

La puerta se abría constantemente. De ella salía expulsado uno con cara de felicidad y dos botellas, u otro se metía a presión con sus botellas vacías. Tres personas con delantal, secándose la boca sin cesar, sacaban botellas con tapones de lacre de los cajones de botellas y cogían el dinero.

—Dos botellitas.

—¡Tres con veinticuatro! —gritaba el delantal—. ¿Qué más?

—Cuatro arenques…

—¡No hay arenques!

—Media libra de salchichón…

—Vasia, ¿queda salchichón?

—¡Se ha acabado!

—¡Ya no hay salchichón! ¡Se ha acabado!

—¿Y qué hay, pues?

—Queso ruso-suizo, queso holandés…

—Póngame media libra de queso ruso-holandés…

—¿Treinta y dos kopeks? ¡Tres con cincuenta y seis!

Su cambio: ¡cuarenta y cuatro kopeks! ¡El siguiente!

—Dos botellitas…

—¿Y para acompañar el vodka?

—Lo que quieras. Estoy que ya no puedo más…

—No hay nada excepto polvos dentífricos.

—¡Dame dos cajitas de polvos dentífricos!

—¡No quiero su percal!

—No vendemos el vodka sin nada para picar.

—¿Qué dices, chalado? ¿Desde cuándo se come el percal?

—Como quiera…

—¡Cómete el percal en el infierno!

—¡Por favor, no se peleen!

—¡Yo no me peleo, yo solo digo que sois unos cerdos! ¿Cómo queréis dar de comer percal al pueblo? ¡No se puede!

—¡Camaradas, no se detengan!

Al doscientos quince le dieron dos botellas y una libra de añil; al doscientos dieciséis, dos botellas y un frasco de colonia; al doscientos diecisiete, dos botellas y cinco libras de pan negro; al doscientos dieciocho, dos botellas y dos pastillas de jabón de tocador Aroma de Doncella; al doscientos diecinueve, dos botellas y una libra de velas esteáricas; al doscientos veinte, dos botellas y unos calcetines; al doscientos veintiuno, una higa.

De repente, los delantales exhalaron un suspiro de alivio y gritaron:

—¡Ya está!

Acto seguido, en la ventana apareció un letrero que decía «No hay vodka», y la multitud de la calle respondió con un leve gemido…

Por la tarde, los montones de nieve descansaban en el ambiente tranquilo y en la estación parpadeaban los faroles. Las ventanas de las casitas estaban iluminadas, y por la calle pisoteada caminaba una figura, balanceándose y cantando bajito:

Todo lo que alcanzan los ojos

duerme, disfrutando de la calma…

1925

Ir a la siguiente página

Report Page