Salmo

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Tratado sobre la vivienda » I

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I

No ESTUDIÉ LA MOSCÚ de los años 1921-1924 desde una cómoda distancia. Oh, no, viví en Moscú y la recorrí a lo largo y a lo ancho. Subí a casi todos los sextos pisos, en los cuales se alojaban las instituciones, y como no había literalmente un solo sexto piso en el que no hubiera una institución, todos los pisos me resultan conocidos. Por ejemplo, vas en un coche por la calle Zlatouspenski a casa de Yuri Nikoláyevich y recuerdas:

—¡Anda, este caserón! ¡Pero si yo he estado aquí! ¡Palabra de honor! Hasta me acuerdo cuándo exactamente. En enero de 1922. ¿Y qué diablos me trajo hasta aquí? Ah, sí. Fue cuando entré en el periódico privado comercial e industrial y pedí un adelanto al redactor. En vez de dármelo, me dijo: «Vaya a la calle Zlatouspenski, sexta planta, piso número…». ¿242? ¿O 180? No me acuerdo. Da igual. En fin: «Vaya a que le den un certificado en el Glavjim».[*] ¿O era en el Tsentrojim? No me acuerdo. Da igual… «Pida un certificado y le daré el veinticinco por ciento». Si ahora me dijeran «Vaya y pida un certificado», contestaría: «No». No me apetece ir a buscar certificados. No me gusta ir a buscar certificados. No es mi especialidad. Pero en aquel entonces… Ah, en aquel entonces era distinto. Dócilmente, me puse el gorro, cogí la estúpida libreta de certificados y me fui como un sonámbulo. Hacía un frío terrible, como nunca. Subí a la sexta planta y encontré el piso número 200; allí había un tipo pelirrojo y calvo, quien, después de escucharme, no me dio el certificado.

A propósito de las sextas plantas. Disculpe, ¿hay ascensor en este edificio? Hay, hay. Pero entonces, en 1922, solo podían subir en ascensor los que tenían una afección cardiaca. Eso por una parte. Por otra, los ascensores no funcionaban. Así que tanto las personas que poseían un certificado conforme tenían una dolencia cardiaca como las personas con un corazón sano (yo me cuento entre ellas) subían igualmente a pie hasta la sexta planta.

Hablemos ahora de otra cosa. Oh, vamos a hablar de algo totalmente distinto. Estuve hace poquito en el barrio de los Estanques del Patriarca en casa de unos amigos. Mientras subía apaciblemente por la escalera hasta la sexta planta, a cien pies por encima del nivel del mar, en el tramo entre la planta cuarta y la quinta, dentro del armazón de malla metálica, vi el ascensor colgando, todo iluminado y completamente inmóvil. De él salió un llanto de mujer, y una voz masculina grave refunfuñó:

—¡Deberían fusilarlos a todos, canallas!

En la escalera había un hombre con aspecto de conserje; a su lado, otro con pantalones sucios de grasa y pinta de mecánico, y algunas señoras curiosas del piso número 16.

—Vaya contrariedad —decía el mecánico, sonriendo perplejo.

Cuando salí por la noche de casa de mis amigos, el ascensor seguía colgado en el mismo sitio, pero estaba oscuro y no salía ninguna voz de él. Seguramente, aquellos dos desgraciados deberían de llevar dos semanas colgados y se habrían muerto de hambre. Quién sabe si todavía existe ese Tsentrojim o Glavjim. Puede que haya allí un Jimtrade o puede que haya otra cosa. O quizás haga tiempo que no hay ni un Jim ni un calvo pelirrojo, y el piso ha cambiado de inquilinos, y en el lugar donde estaba la mesa con el tintero ahora hay un piano o un mullido sofá, y donde estaba sentado el químico ahora hay una señorita encantadora de cabellos oxigenados leyendo Tarzán. Todo es posible. Lo único que sería fenomenal es que no tuviera que subir allí nunca más ni a pie ni en ascensor. Sí, cuántas cosas he visto cambiar… ¿Dónde no habré estado? En la calle Miasnítskaya, cien veces; en la calle Varvarka, en la Casa Oficial; en la plaza Vieja, en el Tsentrosoyuz; he visitado el Sokolniki y me he arrastrado por el Campo de las Doncellas… Me empujaba por toda esta vasta y extraña capital un solo deseo: encontrar sustento. Y lo encontré: verdaderamente pobre, inseguro, inestable. Lo encontré en los cargos más fantásticos y efímeros, como la tisis, obtenidos por medios estrambóticos y frágiles, muchos de los cuales me parecen risibles ahora que las cosas me van mejor. Escribía crónicas de comercio e industria para un periódico, y por las noches escribía divertidos artículos satíricos que a mí mismo me parecían tan graciosos como un dolor de muelas; presentaba peticiones a la Fundación del Lino, y una noche, enfadado por culpa del aceite, las patatas y los agujeros de mis botas, compuse un proyecto deslumbrante de un letrero luminoso publicitario. Que el proyecto era bueno lo muestra el hecho de que, cuando se lo llevé a mi amigo ingeniero para que lo viera, éste me abrazó, me besó y me dijo que era una lástima que no hubiera estudiado ingeniería: resulta que yo solito, gracias a mi propia inteligencia, había ideado la estructura que luce en la plaza Teatrálnaya. ¿Qué demuestra esto? Esto solo es una prueba de que una persona que lucha por sobrevivir es capaz de hacer acciones brillantes.

¡Pero ya está bien! Al lector no le interesa cómo me zambullía en Moscú, por supuesto, y cuento todo esto con el único propósito de que me crea cuando digo que conozco a fondo la Moscú de los años veinte. La hurgué de cabo a rabo. Y tengo la intención de describirla. Pero quiero que me crean cuando la describa. Si digo que tal cosa es así, es que es así realmente. En un futuro, cuando empiecen a llegar a Moscú extranjeros ilustres, tendré reservado el puesto de guía.

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