Sadie

Sadie


sadie

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Sadie

Algo se estrella contra mi ventana.

Pum.

Abro los ojos de inmediato y alzo la cabeza abruptamente, mi cuello emite una rápida y alarmante sucesión de chasquidos por haber permanecido en esa postura. Mi cuerpo está a medio camino del asiento trasero antes de tener una idea de la situación. Dos niños de alrededor de unos diez u once años están parados a unos pocos metros del coche. Se los ve tan poco alimentados que May Beth los hubiera declarado mendigos. Uno tiene una pelota de baloncesto en las manos. Me está mirando fijamente, y le devuelvo la mirada. Arroja la pelota a mi ventana. Pum. La pelota vuelve a sus manos. Apunta de nuevo y la ira me brota desde dentro. Me estiro hasta el asiento delantero, y me apresuro a poner la mano sobre la bocina del automóvil. La presiono y la mantengo presionada.

Huyen.

Continúo llenando la desolada sección del vecindario con el sonido nasal de la bocina del coche, mientras observo las piernas larguiruchas de los niños calle abajo. Retiro mi mano cuando doblan en la esquina y todo se queda en completo silencio. Estoy estacionada en una calle sin salida bordeada con casas en diferentes etapas de construcción, una cartelera grande anuncia la fecha de finalización de la obra que parece imposiblemente cercana. Hay un estanque de aspecto pantanoso justo frente a mí, con pequeñas ondulaciones en el agua hechas por los insectos que revolotean.

Enciendo el coche por un momento, solo para ver la hora. Son las ocho de la mañana. Jesús. May Beth dice que es de mala educación molestar a alguien antes de las nueve de la mañana, e incluso después de esa hora tampoco es tan bueno, a menos que se trate de una emergencia. Me froto la parte trasera del cuello y luego tomo mi mochila del suelo, rebusco dentro hasta que encuentro una botella de agua casi vacía, mi cepillo de dientes y el dentífrico. Me cepillo los dientes, abro la puerta del coche, me inclino y uso lo que queda de agua para enjuagarme y escupir. Mi estómago se queja. Podría comer. Tengo media bolsa de galletas saladas guardada en la guantera. Me las termino al poco tiempo de abrirlas y relamo mis dedos cargados de los restos salados y agrios. Mattie estaría molesta si me viera hacer esto, me diría que nunca le había permitido tener un desayuno así de desequilibrado porque todo lo que hacía, ella quería hacerlo porque, por regla, así son las hermanas menores.

Esto detendría tu crecimiento, sería mi argumento. No quiero que seas un camarón por siempre. Pero Mattie hubiera sido más alta que yo. Se podía notar con solo mirar sus piernas. Eran mucho más largas que el resto de su cuerpo y si la veías con mayor atención, el resto comenzaba a verse realmente extraño. Brazos demasiado delgados, cintura demasiado corta, manos demasiado grandes. Mattie siempre esperó el momento en el que finalmente pudiera verme desde arriba y mi mamá siempre me advirtió que eso iba a suceder, siempre lo decía cuando Mattie y yo nos peleábamos porque mamá siempre se ponía del lado de ella. Podríamos haber estado discutiendo sobre si el cielo era o no azul, Mattie podría haber dicho que era púrpura y mamá le hubiera dicho que estaba en lo cierto solo para ver mi expresión mientras lo decía. No puedo siquiera poner en palabras lo que es tragarse un momento como ese, pero puedo decirles lo amargo que sabe.

Me visto, cambio mi camiseta, ropa interior y jeans malolientes por un par de leggins arrugadas, ropa interior y una camiseta lo suficientemente limpia. Pronto tendré que encontrar un lugar para lavar la ropa, si consigo desprenderme del dinero. Tomo mi cepillo para hacer tiempo y lo paso lentamente por mi cabello anudado, luego lo recojo en una coleta. Relamo mis pulgares y aliso mis cejas. Paso la lengua por mis dientes y arranco un resto de piel muerta de mi labio superior. Enciendo el motor y me dirijo camino a Wagner.

Wagner me recuerda a un fénix justo antes de morir para luego renacer. La circunscripción en construcción en la que pasé la noche habla del lugar en el que se convertirá después de que el resto se incendie. Algún punto de interés turístico que se levantará de las cenizas. Por ahora, a todos lados que miro veo el tipo de grietas que me recuerdan a Cold Creek. La gente peleando por hacerse un lugar para vivir que apenas es mejor que el de al lado, pero ninguno es realmente bueno.

Aparco frente a una escuela primaria de aspecto lamentable, recorro su lote y rodeo el edificio hasta el patio de recreación trasero porque hay una casa. Deslizo las manos dentro de mis bolsillos y me preparo mientras avanzo. Hay personas en los columpios, de espaldas a mí. Un hombre y una niña, uno al lado del otro. Ralentizo mi paso cuando noto que el hombre estira su brazo para apoyarlo en el hombro huesudo de la niña.

–¿Estás bien? –murmura, sus pies se arrastran por el suelo por el pequeño balanceo del columpio. Su voz es suave, sedosa y cargada de amabilidad–. Sé que hay que adaptarse, pero soy un buen tipo para tener a mano… y si alguna vez necesitas hablar, estoy aquí para ti.

Los hombros de la chica se ponen rígidos, cada uno de sus músculos se tensan al tacto de esos dedos llenos de callos que reposan sobre las partes al descubierto de su cuerpo. Ella no dice nada y no lo hará, sé que no lo hará, y también sé por qué su lengua se queda quieta. No confía en él. La suya es una bondad que no llega a sus ojos y puede que solo sea una niña flacucha de once años, pero es lista. Ella conoce la calma antes de la tormenta, un edificio tranquilo hacia el caos mayor. Todo sobre ese buen tipo no encaja del todo bien en el escenario de sus vidas. Está muy sobrio, demasiado preocupado, en todas partes cuando ella cree estar sola. Él es demasiadas otras cosas que ella no puede expresar, como la manera en que la toca ahora, la cual es más familiar de lo que tendría derecho a ser y más íntima de lo que debería estar permitido.

–Todo estará bien, Sadie –concluye el hombre.

Marlee Singer.

Ese fue el nombre que Caddy me dio cuando presionaba mi navaja contra su garganta. Su cinturón desabrochado, colgaba sobre sus jeans. Escuché sus palabras contra el filo de la hoja, Marlee Singer. Y más: vive en Wagner. Ella puede hablarte de Darren Marshall. Lo obligué a bajarse los pantalones hasta abajo antes de soltarlo, solo para darme tiempo de escapar.

La grava se desplaza bajo mis pies mientras avanzo por el camino que conduce a la puerta del frente de Marlee. No hay signos de vida a través de ella, tampoco el aleteo curioso de las cortinas en la ventana, llamo y espero. Un vehículo pasa. Deslizo mi mano por mi cabello y regreso a la carretera. Eran las nueve cuarenta y cinco la última vez que miré el reloj, pero puede que tal vez aun esté en la cama. Regreso a la casa, esperando algún movimiento en el segundo piso, pero no sucede nada.

Comienzo a rondar el lateral de la casa y espío a través de la primera ventana que veo.

Una sala de estar. Me inclino más cerca, mis manos sujetan el borde del alféizar de la ventana. Hay juguetes de bebé sobre el suelo y… a la distancia, escucho el ruido de la puerta frontal cuando se abre y, luego de un momento, a alguien acercándose. Siento el peso de su mirada sobre mi cuerpo, estudiándome mientras se acerca más. El sudor empapa mi frente y mi cuero cabelludo, comenzando a rodar con lentitud por la parte trasera de mi cuello y cuando me volteo, me enfrento a la mujer que estaba buscando.

Marlee.

–¿Quién demonios eres?

Diría que tiene unos cuarenta o tal vez no tanto. Su pelo rubio platino está apretado en una coleta, su boca es un tajo con labial rojo. Tiene pómulos pronunciados. Sus cejas deben ser blancas, o no las tiene. Es escuálida, casi en la misma forma en la que Mattie lo era, pero no es porque esté creciendo… lo es por las drogas, los desórdenes alimenticios o por no tener el dinero suficiente. Reconozco todas estas cosas, pero no siempre logro diferenciarlas. Lleva puestos unos pantalones cortos y una sudadera retro de Mickey Mouse anudada por debajo de sus senos. No veo ninguna marca en sus brazos, como las que tenía Caddy.

–¿Qué diablos crees que estás haciendo? –tiene un tono de voz duro, uno que no podría imaginar susurrando o en una canción.

–…

Me concentro en nada por demasiado tiempo. Siento como si tuviera una soga alrededor del cuello. Ella luce como que está a un minuto de llamar a la policía. Escúpelo, pienso. Solo escúpelo. Keith solía decirme eso cada vez que se cansaba de esperar. Y si estaba lo suficientemente cerca, me tomaba del rostro con una mano, como si pudiera arrancar mis palabras si apretaba lo bastante fuerte.

–¿Hola? –sacude una mano frente a mi rostro–. ¿Qué demonios haces fisgoneando en mi casa? Dame una sola razón para no llamar a la policía en este momento.

–Es… estoy bu… buscando a al… alguien –exhalo fuertemente.

Marlee posa sus manos huesudas en sus caderas pronunciadas. Creo que podría envolver mis dedos alrededor de sus muñecas una, dos y tres veces. Tal vez hasta pueda partirla a la mitad, pero hay algo en ella que me hace pensar que no llegaría demasiado lejos si lo intentara, como que rebanaría mi garganta antes de que me enterara lo que pasara. Es difícil no respetar eso.

–¿En mi casa? –da un paso adelante y me resisto a la urgencia de retroceder–. Hagamos una pregunta a la vez, lentamente: ¿Quién demonios eres?

–Le… lera.

A veces me pregunto cómo se le ocurrió a mi madre llamarme Sadie y Lera. Cuando le pregunté siempre decía: tenías que tener un nombre, ¿cierto? Pero tenía que haber algo más. Quería que lo hubiera. Incluso si fuera simplemente que le gustaban ambos tanto como para unirlos, a pesar de que no se oían nada bien en absoluto.

–¿Lera…?

–Ca… Cady Sinclair me dio tu nom… nombre –le dije. Sus ojos se agitaron de una manera que no me agradó–. Dijo que po… podrías ayudar.

–¿Lo hizo ahora? ¿A quién buscas?

–Darren Ma… Marshall.

Se ríe, un sonido frágil y desagradable que hace que mi columna vertebral se erice.

–¿Estás tomándome el puto pelo? –dice. No es una pregunta. Resopla y se pasa el brazo por la nariz. El sonido silenciado de un bebé llorando sale del interior hacia la calle. Me mira de costado antes de irse.

–Vete a casa, niña –concluye.

La puerta del frente se cierra de golpe.

Pero no he llegado tan lejos para volver a casa.

Doy la vuelta y me siento en su porche, con las piernas estiradas frente a mí y los tobillos flexionados, mi bolso a mi lado. Miro al cielo y observo como su azul no-me-olvides se hace más profundo, en algo más… ¿cuál es la palabra? Cerúleo. Me quedo mirando hasta que el sol se posiciona directamente en mi línea de visión obligándome a mirar hacia al costado. Dejo que mi piel se ase, luego quema, mi boca se seca. ¿Así funciona una autoflagelación? ¿Sentir que el dolor se abre paso y no resistirse?

Podría morir, pienso, y se siente como nada.

La puerta de Marlee se abre con un chirrido, justo después de las tres, sacándome de un estupor nebuloso.

–Trae tu trasero adentro –dice y levanto la cabeza.

La puerta se cierra de golpe detrás de ella y yo comienzo la ardua y dolorosa tarea de ponerme de pie, mi cuerpo está rígido, mi piel dolorida y quemada por el sol. Me obligo a estirar mis hombros hacia atrás y entro en la casa de Marlee como si viviera allí. Adentro huele a rancio y a humo, como si alguien se hubiera ocupado de cerrar todas las ventanas antes de abrir un paquete de cigarrillos.

Me quedo de pie en un pasillo poco iluminado delante de las escaleras que llevan a la planta alta. La casa se reparte en dos direcciones, la sala de estar que ya había visto y una cocina. Esa es la habitación de la que sale Marlee, vistiendo algo diferente, un par de jeans con roturas en las piernas que no puedo distinguir si son a propósito o no y una camiseta sin mangas roja que deja ver gran parte de su clavícula, en donde tiene un tatuaje de una navaja rodeada de flores, desafiándome a mirarlo.

–Supongo que esta era la única forma de sacarte de mi porche –dice Marlee y yo asiento de acuerdo mientras me cruzo de brazos. Ella se cruza de brazos–. Estás toda quemada por el sol.

–S… sí.

–Va a dolerte mañana.

Duele ahora.

–Pro… probablemente, sí.

–¿Por qué hablas así? –pregunta entrecerrando los ojos.

–¿Nu… nunca oíste ta… tartamudear antes?

–Claro que sí. Solo quiero saber por qué.

–Es su…suerte, creo.

–Y buscas a… Darren –dice y asiento en respuesta. Suspira y se dirige a la cocina–. Bueno, maldición, ¡no te quedes ahí parada!

Me duele, la piel se siente tirante sobre mi cuerpo. Debo obligarme a visitar un lugar en mi mente más allá de las quemaduras de sol para poder moverme. Cuando entro a la cocina, Marlee ya está allí, recostada sobre la encimera. El lugar es un desastre, pero no es asqueroso. Tan solo habla de una mujer que no puede lavar los platos y cuidar al niño que tiene al mismo tiempo. El fregadero tiene pilas altas de platos, cuencos, vasos y vasitos para bebé. Al otro lado hay una pequeña mesa de cocina contra la pared, debajo de una ventana con vista completa del patio de recreación de la escuela al otro lado de la calle. Hay dos sillas a cada lado de la mesa. Todo se ve retro, pero no por elección. Es una mezcla variada. El suelo es laminado y las paredes son de color beige. Las cortinas son de un verde bosque profundo. Es feo.

–Li… lindo lugar.

Sabe que miento, pero no le importa. Marlee me examina por completo, desde la punta de mis pies hasta mi cabeza. Rebusco en mi mochila la foto y se la entrego. Sus dedos son largos. Cuando la toma de 20x15 centímetros aparece, sus manos tiemblan ligeramente y me pregunto si lo he imaginado.

–Jesús –murmura.

–Soy su hi… hija.

No sé si necesito mentirle, pero ya es demasiado tarde para descubrirlo. Marlee deja escapar una risa, ese mismo sonido quebradizo que escuché antes. Me devuelve la fotografía y abre una gaveta para tomar un paquete de cigarrillos. Lo enciende disfrutando el primer golpe de nicotina. Todas las líneas de su boca se forman en un alivio delineado cuando da la primera calada.

–Me estás diciendo que Darren Marshall tiene una hija –su lápiz labial deja una marca en el filtro del cigarrillo. Veo el esfuerzo en su rostro, las palabras no le sientan bien. Da dos caladas más y luego tose. Juro que puedo escuchar lo que sea que tenga en los pulmones, acumulándose–. Y eres tú.

–Sí.

–¿La pequeña también? ¿También es de él?

–N… no.

–¿Quieres beber o algo?

Asiento con mi cabeza. Quiero algo para beber, y algo para comer. Marlee abre su refrigerador y me alcanza una soda. El aluminio frío contra mi palma es lo mejor que he sentido durante horas. La abro y escucho el siseo gratificante y luego el burbujeo.

–No debió de haber estado muy presente en tu vida –dice.

–Ba… bastante.

Espera a que beba antes de preguntar.

–¿En verdad es tu padre? –dejo las burbujas en mi boca, una sensación agradable y fugaz–. ¿Darren?

–¿Po… por qué di… dices su nombre a… así?

Se siente extraño en sus labios, como si fuera algo que su voz repele.

Antes de que pueda responderme, ese llanto suave de bebé que escuché desde afuera aquella mañana, llena la casa desde el segundo piso. Marlee maldice, arroja su cigarrillo al fregadero y deja correr el agua.

–Sienta tu trasero allí, ya vuelvo –dice mientras señala una de las sillas con el dedo. No se va hasta que no me siento.

Se apresura y sale de la cocina mientras me dice que no me atreva a tomar nada mientras ella no está. Ese tipo de advertencia hace que reconsidere el lugar porque antes de que lo mencionara, no hubo nada que me pareciera digno de tomar. Hay billetes sobre la mesa. Avisos de vencimientos. Verlos ahí pone un nudo en mi estómago del tamaño de una toronja. Ese temor que nunca olvidarás una vez que lo hayas sentido. El pánico demoledor de necesitar el dinero que no posees.

Regresa unos pocos minutos más tarde con un pequeño apoyado en sus caderas. Tiene el mismo rubio platino de su madre, dispuesto en un desafortunado corte de hongo. Sus ojos son más azules que el cielo de afuera y tiene una naricita chata en medio de una de las caras más redondas que he visto. Tiene los brazos y las piernas regordetas. Creo que todo el dinero de los alimentos va para él. Se retuerce como para liberarse hasta que me ve y entierra avergonzadamente su cabeza en el costado de su madre. Marlee señala la silla alta plegada en el rincón.

–¿Abres eso por mí?

Luego de cinco minutos, el bebé ya está en su silla y Marlee se dirige nuevamente al refrigerador. Su hijo no me quita los ojos de encima y se ve espeluznante, como esos niños de El pueblo de los malditos. El único bebé que me ha gustado en verdad fue Mattie. En toda mi vida, jamás había visto a uno tan lindo como ella. Era tan regordeta, suave y dulce. Tenía un pequeño mechón de cabello rubio justo en el centro de su cabecita y ese fue todo el que tuvo por un largo tiempo. Se veía como un peluquín. Me hacía reír. Y sus manos diminutas siempre estaban en forma de puño, como si se preparara para una pelea, esperando al día en el que sea lo suficiente mayor como para golpear algo. Amaba sujetar cada uno de mis dedos con esa sorprendente fuerza. Era tan fuerte.

Era perfecta.

–¿Co… cómo se ll… llama?

–Breckin.

Lo acomoda y luego toma un poco de papilla de manzana y la pone en su boca. Él balbucea y la mitad de la papilla termina bajando por su camiseta. Marlee ríe, pero su risa es diferente a la que he escuchado hasta ahora. Es indulgente y amable. Es lo más dulce que su voz se ha oído desde que llegué aquí. Ella le murmura tonterías.

–En do… dónde está D… Darren?

May Beth dijo que a veces puedo ser desagradable, la manera en la que no me detengo en lo innecesario y voy directo al grano cuando tengo mi atención enfocada en algo… que no hago preámbulos para hacer que las cosas sean cómodas, supongo. He decidido que lo único que alguien puede hacer al respecto es aceptarlo u odiarlo porque no voy a cambiar. No puedo saber si Marlee lo odia, por la expresión en su rostro. Su sonrisa se desvanece, pero mantiene sus ojos en Breckin.

–Mira, pequeña –me dice, y desearía que la gente dejara de hacerlo–. No sé nada de ti y ¿piensas que debería decirte lo que sea que sepa de él?

–Al… algo así.

–¿Qué quieres de él? –quiere saber mientras pone más papilla en la boca de Breckin.

–Ma… matarlo.

La cuchara se detiene a unos centímetros de Breckin, su confusión es inmediata. Golpea la sillita con su mano para llamar la atención de su madre. Finalmente, Marlee mete la cuchara en su boca y retira todo hacia un costado.

–E… es una br… broma –digo.

–Claro –me responde.

Tomo la anilla de la lata de soda, dejo que se enganche bajo mi uña y luego la devuelvo a su lugar con un tin.

–Quiero fumar –dice.

–Ha… hazlo.

–No fumo cuando el bebé está cerca.

Pero al final lo hace. Se dirige a una esquina de la cocina y enciende un nuevo cigarrillo, mientras voltea su cabeza lejos de la dirección de Breckin cada vez que da una calada, como si eso hiciera alguna diferencia.

–No ha estado por aquí en un par de años. Solía ir y venir siempre.

–¿En R… Ray’s?

–A veces –se mueve de forma inquieta y muerde su labio–. A todo eso, ¿de dónde eres?

–No im… importa.

–Vamos, pequeña, ¡dame algo! –exclama mientras pone los ojos en blanco.

–No… no soy… una pequeña.

Acerca el cigarrillo a su boca, y se muerde el nudillo mientras el humo se desliza de forma perezosa alrededor de su rostro. Breckin no parece estar de acuerdo con la interrupción de su snack. Balbucea y se embelesa por el sonido de su propia voz.

–Están destruyendo todo este pueblo –dice Marlee luego de un minuto–. Están con esta nueva construcción –da otra calada e inhala el humo tan profundamente que su futuro cáncer viene fugazmente a mi mente–. Es estúpido. No sé qué intentan. Esto no es como el resto del estado, ¿sabes? Malditos productos integrales y yoga… y si pudieran lograr eso, no puedo permitirme vivir aquí cuando sea un agujero de mierda. No tengo otro lugar a donde ir.

–Co… Cold Creek.

–¿Qué?

–De don… donde soy.

–Jamás lo oí nombrar –entrecierra los ojos–. ¿Sabes qué se trae entre manos?

–Sí –respondo. Lo sé mejor que tú.

Tomo otro sorbo de la soda y de repente sabe demasiado dulce. Desearía que el aire corriera aquí dentro. Marlee le da otra calada al cigarrillo y Breckin agita sus manos. Siento que esto ha pasado cientos de veces antes de estar aquí, que ya he visto todo lo que hay para ver de sus vidas. Me miro las partes de color rojo fuego en mi pecho y me siento abrumada con la sensación de querer estar en otro lugar. En cualquier otro lugar.

–¿Sabes que su nombre no es Darren? –me pregunta y yo asiento–. Quiero decir, ese es el que tomó cuando vivía aquí, nunca me acostumbré a llamarlo así.

–¿Cu… cuál es el ver… verdadero?

–Por ahora será Darren –responde.

–Era Keith cu… cuando lo co… conocí.

–¿Eh? –se muerde los labios–. Ese tampoco es su nombre.

–¿Co… cómo lo sabes?

–Porque iba a la escuela con mi hermano. Yo tenía siete años menos que ellos. Terminé mucho tiempo después. Me mudé aquí, me casé, me divorcié y mi hermano, bueno. Él ha logrado muchísimo más que yo.

–¿Co… cómo?

No parece que la gente de por aquí logre hacer demasiado.

–Mis padres tenían dinero suficiente para un solo hijo y terminaron con dos –se encoje de hombros–. Él era el varón. Era en el que habían depositado todas sus esperanzas, así que recibió más. Fue a la universidad.

–¿Co… cómo era... antes? –no puedo evitar preguntarle por Keith.

–Era pobre, como la mayoría de nosotros. Pero era tranquilo. Algo sucio también, quiero decir no se cuidaba, no tenía higiene personal. Era raro… hacía cosas raras y obtuvo varias palizas por ello. Lo hostigaban, creo. Y sus padres… eran un desastre. Su padre bebía y se desquitaba con él con el cinturón.

–Oh –digo.

–Para cuando estaban en la preparatoria, mi hermano… que era un chico dorado en todo el sentido de la palabra… acogió a Darren bajo su ala, digamos, para demostrar algo siendo amable con él. Cuando le pregunté por qué lo hacía me dijo que no somos mejores o peores que nadie –Marlee hace una pausa–. Mi hermano era un verdadero imbécil, en caso de que no te hayas dado cuenta. En fin, los demás chicos le dieron una tregua a Darren y ambos se volvieron inseparables… eran como… tal vez eres muy joven para conocer esa caricatura en la que el perro pequeño sigue al más grande. Diablos yo también lo soy, pero eran así. Darren estaba a los pies de mi hermano. Venía a mi casa a cenar todo el tiempo… –su voz se iba apagando–. Me dio mi primer beso. Yo tenía diez años y él diecisiete. Así era Darren.

–¿Co… cómo terminó en Wa… Wagner? ¿Hace cu… cuánto fue?

–Hace un par de años –se encoje de hombros–. Venía de pasada. Sabía que yo vivía aquí porque mantenía contacto con mi hermano. De todas formas, vino y parecía diferente, un poco más estable, nada parecido a lo que era cuando… –miró el suelo–. Se suponía que se quedaría aquí para la cena, pero acabó quedándose mucho más que eso.

–Mamá –se quejó Breckin y Marlee se acercó a él y apoyó su mano sobre su pequeña cabeza.

–Una vez que supo que se quedaría, me dijo que se estaba haciendo llamar Darren Marshall y que sería estupendo si yo podía seguir con la farsa.

–¿Te di… dijo por… por qué?

Breckin suelta una risita. Ella niega con la cabeza.

–¿Y lo de… dejaste que…quedarse?

Creo que no logro ocultar el disgusto de mi voz porque Marlee se tensa, mientras levantaba la mano que tenía sobre la cabeza de su hijo. Espera un momento, como aguardando a que insista, y una parte de mí se siente lo bastante joven como para querer hacerlo. Solía tener una edad en la que creía que podría convencer a mi madre de sus peores decisiones como el consumo de alcohol, las drogas y sobre algunos de los hombres que llevaba a casa para meter en su cama, Keith. A veces pienso en esa Sadie, rogándole a su madre que la salvara… de ella, su madre.

Odio esa versión de mí.

–No tengo que responder a eso. Pero sí, lo dejé quedarse –sacude un poco la cabeza y frunce el ceño–. Sabes, todo el tiempo que estuve con él, Darren jamás mencionó tener una hija. Mi hermano tampoco lo mencionó. Él hubiera sabido del algo así.

–No mi… miento –digo mintiendo. Ella me mira y siento que, si lo hace por demasiado tiempo, pueda ver la verdad de alguna forma–. ¿Qué pa… pasó?

–Estuvimos juntos por unos pocos meses. Cada mañana, él se paraba ahí mismo donde tú estás, y tomaba su café mientras observaba a través de esa ventana.

Seguí su mirada hacia el patio de recreación de la escuela. Hay un par de mujeres en el lugar ahora, empujando a los pequeños en los columpios. Imagino el lugar durante la época escolar, los jardines repletos de niños corriendo, jugando y riendo bajo el ojo atento del hombre en la mesa de la cocina.

Se me revuelve el estómago.

–Lavaba la ropa –dice Marlee–. Vaciando los bolsillos de sus jeans antes de meterlos en la lavadora y encontré una fotografía… vieja y desgastada, una vieja Polaroid. Era… –cierra los ojos por un momento y su frente se arruga, como si pudiera verla ahora, detrás de sus ojos, y deseara ver cualquier otra cosa–. No quiero entrar en detalles, pero era el tipo de cosas que no podrías explicar ni defender –toma aire temblorosamente y abre los ojos–. La gente no cambia. Simplemente se vuelven mejores en ocultar su verdadera esencia. Lo eché ese mismo día. No quería tener nada que ver con algo así en ese entonces y tampoco lo quiero ahora.

Marlee levanta a Breckin de su silla y presiona su cabeza sobre el cuello de su bebé. Me rasco el pecho y lo lamento al instante. Mi piel arde.

–¿Ha… has oído de él lu… luego de eso? ¿Do.. dónde po… podría estar?

–No.

–¿Qué hay de tu her… hermano?

–Ya no hablo más con mi hermano –dice severamente–. Él opina que lo que hice con Darren no está bien y no nos hemos hablado desde entonces.

–Po… por favor.

–Mira, lamento lo que sea que te haya traído hasta aquí –me dice–. Y me siento lo bastante mal por ti como para querer decirte todo esto, pero tengo un pequeño y no puedo darme el lujo de enredarme en lo que sea… –agita sus manos–. En lo que sea que es esto.

–…

Cierro los ojos. Siento cómo me observa, mientras lucho por dentro.

–Po… por favor –es todo lo que consigo decir luego de abrir los ojos.

Ella cierra los ojos y Breckin se sienta en medio de las dos, ajeno a todo.

–Jack Hersh. Ese es su verdadero nombre. Haz algo con eso.

–¡No se ha… hace llamar así! ¡E… eso no me lle… llevará a él!

–Tal vez eso no sea lo peor del mundo –contesta con brusquedad–. No deberías estar persiguiendo a alguien tan enfermo, sea tu padre o no –sus ojos se abren–. ¿Te hizo daño?

–Sí –le digo–. Y a mi hermana.

–Pues, lo siento –hace una pausa–. Pero no puedo ayudarte.

Debería darme algo, pero no lo hace. No puedes comprar a las personas con tu dolor. Ellos solo querrán escapar de eso. Tomo uno de los sobres de aviso de vencimiento y lo giro lentamente.

–¡Oye! Deja eso –me dice–. Ya te lo dije. No sé en dónde está ahora.

Deslizo el recibo fuera del sobre, miro el monto y ella no puede detenerme porque sus brazos están ocupados con el bebé. Ese no, es demasiado alto. Busco otro recibo, está fuera de su sobre y lo miro. Esa es una suma que puedo costear. Solo porque no puedas comprar a las personas con tu dolor, bueno, no significa que no puedas comprarlas con dinero.

Hago una pausa y lo intento de nuevo:

–¿Qué ha… hay de tu her… hermano?

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