Ruth

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Parte Tercera » XXXI. Accidente en Dover Coach

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XXXI

ACCIDENTE EN DOVER COACH

Mientras el señor Benson permanecía despierto por miedo a dormirse y llegar tarde a casa del señor Farquhar —eran cerca de las seis y la oscuridad reinaba en una típica mañana de octubre—, Sally llamó a su puerta. Se levantaba siempre temprano y si no fuera porque la noche anterior se había acostado poco antes de la visita del señor Bradshaw, hubiera confiado en que le despertaría.

—Abajo hay una mujer que quiere verle personalmente. Subirá hasta aquí si no se apresura a bajar.

—¿Viene de parte de Clarke?

—¡No, no! No es ella, señor —dijo Sally, a través del hueco de la cerradura—. Juraría que se trata de la señora Bradshaw, pero tiene el rostro cubierto.

No necesitó escuchar más. Cuando bajó, encontró a la señora Bradshaw sentada en el sillón, balanceando su cuerpo adelante y atrás y llorando desconsoladamente. El señor Benson se acercó hasta ella, antes de que se diera cuenta.

—¡Oh, señor! —exclamó alzándose y aferrándole ambas manos—, ¿no será usted tan cruel, verdad? Yo tengo algo de dinero que me dejó mi padre; no sé cuánto es, pero creo que serán más de dos mil libras. Son para usted. Y si no pudiera dárselo ahora, haré testamento. Pero tiene que ser un poco misericordioso con el pobre Dick; no puede denunciarle, señor.

—Mi querida señora Bradshaw, no se agite de este modo. No tengo intención de denunciar a Richard.

—Pero el señor Bradshaw dice que debe usted hacerlo.

—No lo haré de ningún modo. Así se lo he manifestado al señor Bradshaw.

—¿Ha estado aquí? ¡Oh! ¿No es cruel? No me importa. Hasta ahora he sido una buena esposa. Sé que lo he sido. He hecho todo lo que me ha ordenado desde que nos casamos. Pero ahora diré lo que realmente pienso; le diré a todo el mundo, lo duro y cruel que es con su propia sangre. Si mete al pobre Richard en prisión, iré yo también. Si debo elegir entre mi marido y mi hijo, elijo a este último. Se quedará sin amistades, si yo le dejo.

—El señor Bradshaw lo reconsiderará. Verá que cuando la rabia y la decepción iniciales desaparezcan, cambiará de opinión.

—No conoce usted al señor Bradshaw —dijo tristemente—, si piensa que lo hará. Yo podría suplicar y suplicar. Lo he hecho tantas veces, cuando los niños eran pequeños y quería ahorrarles un latigazo, pero ni siquiera me escuchaba. Así que dejé de hacerlo. Él nunca cambiará.

—Quizá no por las súplicas humanas. Señora Bradshaw, ¿no hay nada más poderoso?

El tono de su voz sugería aquello que no había dicho.

—Si se refiere usted al hecho de que Dios pueda ablandar su corazón —respondió humildemente—, no seré yo quien niegue Su poder, necesito pensar en Él —continuó rompiendo de nuevo en lágrimas—, porque soy una mujer verdaderamente infeliz. ¡Piense sólo esto! La otra noche me culpó a mí. Me dijo que si yo no hubiera viciado a Dick, esto no hubiera sucedido jamás.

—Es difícil que sea consciente de todo lo que dijo la noche pasada. Hablaré con el señor Farquhar. Es mejor que vaya a casa, mi querida señora Bradshaw; haremos todo lo posible, puede contar con ello.

No sin dificultad la persuadió de que debía ir solo a ver al señor Farquhar; tuvo que acompañarla hasta su casa, y hasta que no llegaron ante su puerta, no consiguió convencerla de que, por el momento, no podía hacer otra cosa que esperar el consejo de otros.

Aún no era la hora del desayuno. El señor Farquhar estaba solo, por lo que el señor Benson tuvo oportunidad de contarle toda la historia antes de que bajara su mujer. El señor Farquhar no se sorprendió en absoluto, pero se quedó muy afligido. La opinión que siempre había tenido de Richard, le predispuso a sospechar de él, antes de averiguar lo sucedido con las acciones de la aseguradora. Pero por mucho que pudiera haberlo previsto, no dejaba de ser un duro golpe.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó el señor Benson mientras el señor Farquhar estaba sentado apenado y en silencio.

—Es justo lo que me estaba preguntando. Creo que debería visitar al señor Bradshaw, y tratar de dialogar con él, para que se muestre menos despiadado. Eso sería lo primero. ¿Tiene algún inconveniente en acompañarme ahora? Es muy importante que consigamos domar su obstinación antes de que la cuestión se nos vaya de las manos.

—Con mucho gusto le acompañaré. Aunque creo que mi presencia sólo servirá para enojar más al señor Bradshaw: conociéndole, después de todo lo que ha dicho sobre mí, se sentirá obligado a actuar en consecuencia. De todos modos, iré con usted hasta su casa y esperaré en la puerta, si usted me lo permite. Quiero saber cómo está hoy, tanto física como mentalmente, porque, ciertamente señor Farquhar, la noche anterior no me habría sorprendido que se hubiera suicidado, tan terrible era la angustia que padecía.

Y así, el señor Benson esperó en la puerta, como deseaba, mientras el señor Farquhar entraba en la casa.

—Oh, señor Farquhar, ¿qué sucede? —exclamaron las muchachas, corriendo hacia él—. Mamá no para de llorar, está en la habitación de los niños. Creemos que ha pasado allí toda la noche. No nos dice qué le pasa, ni siquiera deja que estemos junto a ella. Y papá se ha encerrado con llave en su dormitorio. No responde cuando le hablamos, aunque sabemos que está despierto porque hemos escuchado el ruido de sus pasos toda la noche.

—Ahora subiré yo —dijo el señor Farquhar.

—No le dejará entrar. Será inútil.

Pero a pesar de lo que le decían, el señor Farquhar subió al piso superior. Con gran sorpresa por parte de las muchachas, el padre, al saber que era él, abrió la puerta y permitió la entrada de su yerno. Permanecieron en la habitación durante media hora, luego el señor Farquhar bajó al comedor, donde las jóvenes estaban acurrucadas junto al fuego, sin probar bocado del desayuno que continuaba intacto. El señor Farquhar, escribió algunas letras y les pidió que llevaran la nota a su madre, diciéndoles que le reconfortaría y que en una o dos horas, Jemimah vendría con el niño, para quedarse algunos días. No tenía tiempo de darles más detalles; Jemimah se encargaría de ello.

Las dejó y se reunió con el señor Benson.

—Venga a casa conmigo; desayunaremos juntos. Debo partir para Londres pero antes quiero hablar con usted.

Cuando llegaron a casa, el señor Farquhar corrió al piso superior para pedirle a Jemimah que les prepara el desayuno y volvió antes de cinco minutos.

—Le contaré cuál es la situación —dijo—. Ahora entiendo claramente lo que debo hacer, pero hasta cierto punto. Tenemos que evitar que de momento, Dick y su padre se encuentren, o todas las esperanzas de reeducar a Dick, desaparecerán para siempre. Su padre es duro como una piedra. Me ha prohibido la entrada en su casa.

—¡Prohibido!

—Sí, porque no quiero rendirme al hecho de que Dick sea malvado y perverso; y porque le he dicho que iría a Londres con el empleado de la aseguradora para confesar honestamente a Dennison —es un escocés y un hombre que conoce el valor de los sentimientos— cómo se han sucedido los hechos. A propósito, no debemos decirle nada al empleado; por otra parte, espera una respuesta, y seguro que empezará a conjeturar ante la insatisfactoria respuesta que le daremos. Dennison es un hombre de honor, verá todos los aspectos de la delicada cuestión, sabrá que usted se niega a denunciar; la sociedad que dirige no está hecha de perdedores. ¡En suma! Cuando le planteé aquello que me parecía más apropiado, cuando entendió que ya había decidido mi modo de actuar, aquel viejo testarudo me ha contestado que no pensaba ser una marioneta en su propia casa. Me ha asegurado que no sentía nada por Dick. Y todo el tiempo temblaba como una hoja. Me ha repetido muchas de las cosas que seguramente le habrá dicho a usted la otra noche. De todos modos, yo me he opuesto; la consecuencia es que me ha vetado la entrada en su casa, y aún más, ha afirmado que no pisará más la oficina mientras yo siga siendo socio.

—¿Y qué piensa hacer usted?

—Le diré a Jemimah que vaya con el pequeño. No hay nada como un bebé para imbuir a las personas de buenos sentimientos; ¡y usted no sabe de lo que es capaz Jemimah, señor Benson! ¡No! Aunque la conozca desde que nació. Si ella no consigue reconfortar a su madre y si el niño no logra calar en el corazón de su abuelo… No sé lo que puede hacer usted por mí. Se lo contaré todo a Jemimah, confío en su argucia y sabiduría para abordar este frente mientras yo lo intento con el otro.

—¿Richard está en el extranjero, cierto?

—Mañana regresa a Inglaterra. Tengo que conseguir encontrarme con él; creo que puedo hacerlo fácilmente. Lo más difícil será decidir qué hacer con él, qué decirle. Tiene que abandonar la sociedad, está claro. No se lo he dicho con estas palabras a su padre, pero estoy decidido. No consentiré que nadie ensucie el honor de la sociedad a la que pertenezco.

—¿Y qué será de él? —preguntó el señor Benson ansioso.

—Aún no lo sé. Pero, por el amor que le tengo a Jemimah, y por amor a su querido y viejo padre, no le abandonaré a la deriva. Le encontraré alguna ocupación alejada de cualquier tentación. Haré cuanto esté en mi poder. Si hay algo de bueno en él, trabajará mejor por su cuenta, sin que le aterrorice el padre por su falta de individualidad y de respeto. Tengo que despedirme de usted, señor Benson —dijo mirando su reloj—. Debo explicárselo todo a mi mujer y encontrarme con el empleado. Sabrá algo de mí en uno o dos días.

El señor Benson, envidiaba en parte la elasticidad mental de aquel caballero, así como su capacidad de reacción. Necesitaba sentarse tranquilamente en su estudio y meditar sobre los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas.

Se sentía aturdido sólo con pensar en los planes del señor Farquhar, tan concisamente expuestos. Debía reflexionar y considerar si eran justos y sabios. Estaba abatido ante la evidente actuación culposa de Richard, aunque a decir verdad, estaba a la altura de la opinión que había tenido del joven durante algún tiempo. En los días sucesivos se mostró deprimido e incapaz de superarlo. Ni siquiera podía refugiarse en su hermana, porque sentía la obligación de no decirle nada; por fortuna, la señorita Benson estaba tan ocupada con alguna labor doméstica con Sally, que no se percató de la quieta languidez de su hermano.

El señor Benson sentía que no tenía el derecho, en estos momentos, de introducirse en la casa que una vez le había sido vetada. Si se hubiera presentado en la residencia del señor Bradshaw sin haber sido convocado, parecería que se estaba aprovechando de su conocimiento del escándalo oculto de una persona de la familia. Y sin embargo, deseaba hacerlo: sabía que el señor Farquhar escribía casi diariamente a Jemimah, y quería saber qué estaba haciendo. El cuarto día después de que su marido partiera, Jemimah fue a casa del señor Benson alrededor de media hora después de que recibiera el correo, y le pidió que hablaran a solas.

Estaba en un estado de fuerte agitación y se apreciaba que había llorado.

—¡Oh, señor Benson! —dijo—. ¿Puede venir conmigo y darle a mi padre esta triste noticia sobre Dick? Walter me había escrito una carta antes para decirme que finalmente lo había encontrado —al principio le resultó imposible—, pero después, creo que antes de ayer, se enteró de que la diligencia sufrió un grave accidente, al volcar cerca de Dover: dos personas han muerto y hay heridos graves. Walter dice que debemos dar gracias a Dios, al igual que él, de que Dick no esté muerto. Para mi marido ha sido un gran alivio llegar allí —una pequeña posada cercana al lugar del accidente— y descubrir que Dick no estaba muerto, aunque sí gravemente herido. Es una desgracia para todos nosotros. No hemos sufrido ese primer miedo terrible que ha experimentado mi marido, que ayuda luego a suavizar el golpe. Mamá está totalmente conmocionada, ninguna de las dos osamos decírselo a papá.

Jemimah estaba haciendo grandes esfuerzos por ahogar las lágrimas. Pero en aquel momento, comenzó a llorar amargamente.

—¿Cómo está su padre? Me hubiera gustado tener noticias de su estado —dijo dulcemente el señor Benson.

—Debería haber venido para mantenerlo al corriente, pero he estado tan ocupada… Mamá no quería ni siquiera acercarse a mi padre —parece ser que le ha dicho algo que ella no le perdona—. Si papá se sentaba en la mesa, mamá no comía. Ha estado viviendo prácticamente en la habitación de los niños; ha sacado todos los juguetes y vestidos viejos de Dick y aferrándose a ellos no dejaba de llorar.

—Entonces el señor Bradshaw ha vuelto a unirse a ustedes: tenía miedo, por lo que me comentó el señor Farquhar, de que se hubiera aislado de todos.

—¡Ojalá lo hubiera hecho! —exclamó Jemimah, comenzando a llorar de nuevo—. Hubiera sido más natural que el comportamiento que ha adoptado; la única diferencia respecto a su habitual modo de proceder ha sido que no ha ido a su despacho, por lo demás, se ha sentado con nosotros en la mesa y ha hablado como siempre; incluso ha hecho una cosa que no había visto jamás, ha intentado hacernos reír: para demostrar lo poco que le importaba.

—¿No ha salido de casa?

—Sólo al jardín. Pero yo estoy convencida de que en realidad sí que le importa; tiene que importarle; no puede repudiar a un hijo de ese modo, aunque él crea que sí; todo esto, hace que tenga miedo de contarle el accidente. ¿Vendrá, señor Benson?

No necesitó decir una palabra más. La siguió mientras corría por calles secundarias. Cuando llegaron a la casa, Jemimah entró sin llamar y poniendo la carta de su marido en las manos del señor Benson, abrió la puerta del dormitorio de su padre y dijo:

—Papá, está aquí el señor Benson. Les dejo solos.

El señor Benson estaba nervioso e incapaz de reaccionar. Había sorprendido al señor Bradshaw mientras se sentaba frente al fuego, con la mirada perdida en las brasas. Pero después se alzó y tomó una silla que estaba junto a la mesa y se la ofreció a su invitado. Tras las primeras palabras de cortesía y educación, parecía esperar que el señor Benson comenzara la conversación:

—La señora Farquhar me ha pedido —dijo centrándose en la cuestión con el corazón tembloroso—, que le entregue una carta que ha recibido de su marido.

Se paró un instante, porque sintió que aún no se había aproximado a la verdadera dificultad y no conseguía encontrar el modo mejor de abordarla.

—No debería haberle molestado. Soy consciente de las razones que han motivado la ausencia del señor Farquhar. Desapruebo totalmente su conducta. No ha tenido en cuenta mi voluntad, ha desobedecido las órdenes que, como yerno mío que es, pensaba que acataría como muestra de respeto hacia mí. Si hay alguna otra cuestión desagradable que usted pueda referirme, estaré feliz de escucharle, señor.

—Ni usted ni yo debemos pensar en lo que nos gusta o no escuchar. Usted debe estar al tanto de todo aquello que se refiera a su hijo.

—He repudiado a aquel joven que ha sido mi hijo —respondió fríamente.

—La diligencia con destino a Dover ha volcado —dijo el señor Benson, empujado por los modales bruscos y la gélida rigidez del padre. Pero al instante, comprobó lo que realmente yacía bajo aquella terrible ostentación de indiferencia. El señor Bradshaw le miró con una angustiosa mirada de sufrimiento. Después palideció; se puso tan lívido que el señor Benson se levantó asustado para hacer sonar el timbre, pero el señor Bradshaw le hizo una señal de que permaneciera sentado.

—¡Oh! ¡He sido demasiado brusco, señor! ¡Está vivo, está vivo! —exclamó viendo el pálido rostro que se esforzaba inútilmente en hablar; pero sus pobres labios— rígidos, tan sólo un minuto antes, —continuaban esforzándose, como si las palabras no llegaran a su mente, o no consiguiera hacerse comprender. El señor Benson fue a buscar a la señora Farquhar.

—¡Oh, Jemimah! ¡Le he hecho tanto daño! ¡He sido tan cruel! Está muy mal, temo… Trae agua y brandy

Y después regresó a toda velocidad al dormitorio. El señor Bradshaw, enorme y fuerte como un hombre de hierro, yacía desmayado en la silla.

—Vete a buscar a mamá, Mary. Haz llamar al doctor, Elizabeth —dijo Jemimah corriendo hacia la cámara de su padre; junto al señor Benson hizo todo lo que pudo para que recobrara la consciencia. La señora Bradshaw olvidó todos sus juramentos de alejarse del marido que parecía muerto, y pensando que ya no podría hablarle ni escucharle de nuevo, se acusó severamente por todas las palabras que desde la rabia le había dirigido durante aquellos últimos trágicos días.

Antes de la llegada del doctor, el señor Bradshaw entreabrió los ojos y se recuperó parcialmente, si bien permanecía en silencio, ya fuera porque no quería o porque no podía hablar. Parecía haberse hundido en la vejez. Sus ojos, conscientes en apariencia, revelaban una sombría mirada, reflejo de una larga y dilatada vida. Su mandíbula inferior, pendía de la superior, otorgándole a su rostro un aspecto de melancólica depresión, aunque sus labios entornados ocultaban su dentadura. Pero respondía correctamente —cierto que sólo monosílabos— a todas las preguntas que el doctor consideró oportuno realizarle. El médico no se impresionó ante la gravedad de su crisis menos de lo que lo hiciera su familia, que conocía todos los misterios que le habían ocultado y que por vez primera, veían al padre yacer con el aspecto precursor de la muerte dibujado en su rostro. El doctor prescribió reposo, observación y algunos medicamentos. Al señor Benson, le parecieron unas recomendaciones un tanto ligeras dada la gravedad de la situación, así que decidió seguir al médico fuera de la cámara para realizarle ulteriores consultas, y conocer el verdadero diagnóstico que pensaba se escondía detrás de su valoración. Pero mientras le seguía, se percató —al igual que el resto— de los esfuerzos del señor Bradshaw por incorporarse e intentar detenerle. Se levantó, apoyándose en la mesa con una mano, cuando notó que las piernas no le respondían. El señor Benson se apresuró a regresar junto al señor Bradshaw. Por un momento pareció que no tenía control sobre su voz, pero finalmente dijo con un tono de humilde y penosa súplica, muy conmovedor:

—¿Está vivo, verdad?

—Sí. Lo está; se encuentra herido. Seguro que se repondrá. El señor Farquhar está con él —dijo el señor Benson, casi incapaz de hablar por las lágrimas.

El señor Bradshaw no retiró sus ojos del rostro del señor Benson durante un minuto después de que éste le hubiera contestado. Intentaba leer en su mirada si éste le había dicho la verdad. Una vez convencido y satisfecho, se hundió lentamente en la silla; permanecieron en silencio, esperando alguna otra pregunta. Finalmente, uniendo lentamente sus manos y alzando su plegaria, exclamó:

—¡Gracias, Dios mío!

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