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Tercera parte » 2

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Esa tarde, como tantas otras, nos subimos al tren con flojera, los labios paspados y el pelo desordenado porque el peine descartable del hotel era de una escala cinco veces menor que la maraña de nuestras cabezas melenudas y húmedas de transpiración. Aunque nos bañamos seguimos destilando ese vapor animal que te queda impregnado en la piel después del sexo.

Acurrucados bien juntitos contra la ventanilla entrelazamos las manos con las cabezas apoyadas una sobre la otra y nos dejamos caer en ese sueño profundo que sólo se tiene en los trenes, abandonados al ritmo de la trocha angosta que te mece como a un bebé. El ronroneo te envuelve desde abajo y se escucha arriba de la cabeza, como si subiera y bajara, meciéndote de atrás para adelante, tu tu tu tum, tu tu tu tutum.

Me despierta el pitido del guarda avisando que el tren se va y medio dormida miro por la ventanilla buscando el cartel con el nombre de la estación cuando el vagón ya empezó a moverse. Unos metros antes de terminar el andén lo veo, las letras blancas sobre fondo negro y el marco pintado de naranja: Pilar. Cinco estaciones después de Bellavista, casi al final del recorrido. El culo del mundo. Nos quedamos dormidos como troncos.

Despierto a Hernán sacudiéndolo del hombro y nos bajamos en la siguiente estación para tomarnos el tren para el otro lado, y nos volvemos a quedar dormidos. Hernán me sacude a mí medio minuto antes de llegar a Hurlingham. Nos volvemos a tomar el tren en la dirección contraria, que llega otros veinte minutos más tarde. No nos queda plata ni para comprarnos una cocacola. Cuando llega el tren subimos cansados y de mal humor, pero no nos dormimos porque como viajamos colados estamos pendientes del guarda.

Yo trato de no pensar en lo tarde que es y en todo lo que me van a decir, pero estoy tan nerviosa que me tiembla todo. Corremos las siete cuadras hasta la esquina de casa y nos despedimos con el beso más corto de nuestra historia.

Cincuenta metros antes de llegar ya sé lo más importante: está papá. Veo el auto del Consejo estacionado en la puerta, un poco encima del cantero de lavandas. Papá maneja muy mal porque aprendió de grande. Le pusieron un chofer pero como le da pena hacerse traer hasta Bellavista porque el tipo vive en Quilmes, que es para el otro lado, se vuelve a casa manejando él. Es un auto largo color diarrea metalizado con techo vinílico clarito. Lo deja mal estacionado en la puerta, en medio de un charco o subido al cantero de lavandas, enfrente de la ventana de la cocina. No lo guarda en el garaje porque ése es el lugar del auto de la casa, el Falcon que usa Arturo, o papá algún fin de semana.

El segundo dato importante es saber si están comiendo, a punto de comer o ya comieron, pero para eso hay que abrir la puerta. Lo mejor es que no esté papá, que mamá ya esté en su cuarto durmiendo y que mis hermanos estén a punto de comer o que ya hayan comido y quede algo en el horno. Pero, como dicen los mediocres, todo no se puede.

La calle está desierta y se ven las luces de algunas casas entre los árboles oscuros. Sus sombras altas y negras se mueven con el viento y camino más rápido. A medida que me acerco el corazón se me acelera. Como el jardín del frente no tiene cerco lo cruzo de cinco zancadas en diagonal hasta el porche. Adelante del auto de papá está estacionado un Renault blanco como el que usan las monjas, pero en muy mal estado. Estoy salvada. Papá jamás sería capaz de retarme delante de una visita.

Abro la puerta de entrada que nunca tiene llave y veo a la mucama en la cocina secando los platos: ya terminaron de comer. Espío por el pasillo la puerta del cuarto de mamá y está cerrada, pero escucho la voz de papá en el living conversando con mi ángel de la guarda. La visita es una señora que se va a vivir a España. Me lo dice mientras guarda los últimos platos en la cocina la chica nueva, una paraguaya de pelo negro y ojos azules con el mismo corte de pelo de Blancanieves que el otro día me contó que el secreto de la eterna juventud del dictador Stroessner es hacerse transfusiones de sangre joven y que por eso en el Paraguay hay que cuidar mucho a los niños para que no te los roben.

Entro al living a saludar amparada en la presencia de la visita. Papá está muy serio. Toman whisky. Antes de que me pregunte nada le explico que vengo de la biblioteca de San Miguel y que se le pinchó una rueda al colectivo y papá me dice andá para tu cuarto, después hablamos.

No reconozco a la mujer que lo acompaña pero siento algo que se desacomoda. La saludo con un hola y sigo caminando para mi cuarto por el pasillo, pero algo me hace volver y con la excusa de ir a buscar agua a la cocina cruzo de nuevo por el living. La mujer que está sentada en el sillón con papá es Brenda, parece otra persona pero es ella. No tiene más la melena de leona y sus ojos transparentes parecen de vidrio. Tampoco usa más pulseras. Me saluda con afecto pero con distancia y su voz quebrada suena rota. ¿Cómo estás?, me dice sin entusiasmo, ¿no me traés un cenicero? Sostiene un cigarrillo apagado en la mano con la misma gracia de siempre pero se mueve con mucha lentitud, como se mueven los astronautas en la gravedad cero, y busca una cajita de fósforos en el bolsillo del abrigo que ni siquiera se desabrochó. Cuando vuelvo de la cocina con el cenicero papá tiene los fósforos en la mano y Brenda tira el humo por la nariz con los ojos cerrados. Gracias y andá que tenemos que charlar, me dice papá, señalándome el pasillo. Ella ni me mira.

Después me lo cuenta Arturo con un poco de malicia: Brenda tiene un novio guerrillero.

Diez días más tarde, el 13 de marzo (me arrepiento de no haberlo tomado como una señal), repito de año. El bolillero me pasa por encima como una aplanadora marca acme. De las doce materias apruebo cuatro (gimnasia, música, lengua y cívica) y rindo mal dos (matemáticas y geografía), que podía dejar previas para más adelante y ya las tenía requetecontra calculadas, pero cuando me va mal en dibujo se acaban mis posibilidades de seguir rindiendo las cinco que me faltan. Ni siquiera presenté la carpeta completa, que equivalía a la mitad de la nota total del examen. Tampoco supe dibujar un tetraedro en perspectiva ni había llevado la escuadra.

Era la última fecha y yo estaba segura de que la aprobaba de taquito. Con un miserable cuatro me eximía pero me ponen un tres. Rojo, en número y en letras, el número grande y al lado las letras entre paréntesis.

El aturdimiento me paraliza. Miro a la profesora con los ojos llorosos pero no le puedo decir ni una palabra. No le digo que con esa nota repito de año ni le cuento que estoy rindiendo libre y que ya aprobé cinco materias. Me doy vuelta y salgo con un orgullo ridículo, consciente de que estoy desaprovechando mi última oportunidad. Una compañera con la que ya habíamos compartido un par de mesas me dice hablá con tu papá, pero papá es incapaz de apelar un resultado tan lamentable y mucho menos tratándose de mí.

Lo único que me queda es hablar con la hermana Regina y rogarle que me vuelvan a tomar el examen. O quemar el colegio para que se pierdan todos los registros.

Mis pasos me llevan solos por el pasillo hasta el patio y, sorteando las juntas negras de alquitrán reblandecido por el sol, hasta la vereda. De lejos me saluda Claudita y ni siquiera le contesto. Sigo caminando y me quedo dando vueltas por las calles de tierra de Bellavista fumando un cigarrillo tras otro hasta que oscurece y tengo los mocasines y las medias llenas de polvo.

Voy para casa, por suerte el auto de papá no está en la puerta. Cuando entro Félix me dice hola desde la cocina. El cuarto de mamá está con la puerta cerrada. Como en el mío seguramente está Javo ni me acerco. Félix está untando manteca sobre una flauta de pan cortada en mil pedacitos. Le pusieron unos dientes postizos que parecen los de juguete para disfrazarse de Drácula. Está descalzo, con el pelo embarrado, la camiseta de rugby sucia y unos shorts blancos inmundos. Me mira abriendo mucho los ojos y me pregunta: ¿vos no rendías hoy?, ¿cómo te fue?

—Mal, repetí de año.

Lo digo como si confesara que empujé a alguien por un balcón. Félix se queda con la boca abierta llena de pan con manteca y después empieza a masticar en cámara lenta. Traga y me dice, limpiándose la boca con el repasador de la cocina, cosa que mamá odia que hagamos:

—El viejo te mata —se mete varios pedacitos juntos de pan en la boca con las dos manos, como un angurriento—. No te lo puedo creer.

Ni yo misma lo puedo creer. Tengo ganas de llorar pero siento vergüenza y me trago las lágrimas como un vaso de moco. Espero a que papá llegue del trabajo sentada en el nuevo sillón del living que huele a cuero. A las ocho y cuarenta escucho el ruido del auto estacionando sobre el cantero de lavandas y me levanto. Frente al espejo de la entrada me abrocho en un segundo hasta el último botón de la camisa y me acomodo el pelo detrás de las orejas para tener más aspecto de buena chica. Cuando papá abre la puerta se lo tiro en la cara como si le pegara con un palo y después me largo a llorar, con una frustración y un arrepentimiento como nunca había sentido antes en mi vida. Y también sin ningún decoro, con la cara desfigurada de la bronca y sin poder contener un segundo más el aluvión de lágrimas y mocos que reprimí toda la tarde y que de repente me bañan como a un durazno en almíbar. Papá me mira indignado. Me dice que soy un fracaso, un tiro al aire, una persona sin futuro, un desperdicio. Que él y mamá —tu madre, que ya sabés que no anda nada bien— están de verdad preocupados por mí.

Me falta el aire. Tengo hipo. Quiero morir ahora mismo. Siento como si me acabara de despertar después de una catástrofe. Como si caminara entre los restos humeantes de un accidente que se podría haber evitado. Qué pelotuda. Obsesionada por mi noviecito me olvidé de todo y repetí de año como una imbécil. Papá tiene razón, soy un ladrillo. Tengo el impulso de suicidarme para que me perdonen. Me acuerdo de los frascos de pastillas de mamá en el primer cajón de su mesa de luz. Encerrada en el baño me miro las muñecas y busco una gillette que vi en el estante de vidrio del botiquín, pero no me corto las venas porque la gillette está sucia.

Lloro varios días seguidos con y sin lágrimas. Cada vez que me acuerdo me agarro la cabeza y me tiro del pelo. Camino como un zombie, dando lástima. Es lo que busco, pero nadie siente pena por mí.

—Vos te la buscaste sola —me dice Javo, siempre tan cariñoso.

Y por supuesto que estoy castigada y en penitencia por toda la eternidad y no puedo ir a la esquina ni a ver si llueve. Hasta yo estoy harta de mí.

Como mamá últimamente no se levanta mucho de la cama y el teléfono está en su cuarto recién puedo hablar con Hernán dos días después, en un momento en que la lituana se mete en el baño a ducharse.

—Me siento un poco culpable —dice.

Hace bien. Yo me mentí a mí misma pero él también se lo creyó. Los dos podríamos haber aprovechado algunas de las mil horas que este verano pasamos juntos en su casa o en un hotel para estudiar. Pero en el momento no se nos ocurrió, y ahora ya es demasiado tarde.

Hernán no me cuidó lo suficiente. Ni él a mí ni yo a mí misma.

—No, vos no tenés nada que ver —le digo, pero en ese momento siento que lo odio. Tengo que cortar.

Odio todo lo que hice y lo que no hice. Odio a la hermana Regina por dejarme libre y le pido a dios que la pise con un camión o que la deje inválida. Odio a los colegios que no me aceptaron tres meses antes de terminar las clases. Odio a Hernán por no ser mejor que yo y a mí misma por tarada, por ilusa, por vaga. Por mentirme que estudiaba cuando lo único que sabía de memoria eran los índices temáticos de los programas.

Mamá y papá tienen razón: mandarme a mí a un buen colegio es tirar la plata. Le ofrezco a papá inscribirme en el Liceo Nacional de Bellavista, que es gratuito, y acepta. A esta altura le da lo mismo mandarme a cualquier colegio sin mayor expectativa de que termine el secundario. De todas las teorías acerca de la educación con las que trabaja papá yo debo ser el error que confirma la regla de varias.

Al Nacional de Bellavista lo llaman el mercadito porque el edificio era originalmente un mercado municipal de carnes, frutas y verduras que después se transformó en colegio. Es un edificio de una planta, más que modesto, que ocupa una manzana chica y alejada de la zona residencial. La construcción es precaria y mantiene la disposición típica de las ferias, un cuadriculado de pasillos y los puestos que fueron transformados en aulas. Los pisos son irregulares, de cemento rústico, con las canaletas en los bordes para arrastrar el agua de la limpieza. El gabinete de química todavía tiene en las paredes los azulejos blancos y los hierros con los ganchos donde colgaban del techo las medias reses de la carnicería.

En el mercadito no hay sala de mapas ni campo de deportes, ni comedor, pero tampoco monjas, ni catequesis, ni capilla. Y hay varones, algunos con un poco de bigote y el auto del papá estacionado en la puerta. Un alegre rejunte de repetidores insistentes y alumnos que fueron echados de otros colegios. El uniforme consiste en un delantal blanco para las chicas y corbata y saco para los varones, y todo lo que entre bajo esa definición sirve. Algunos chicos usan el saco sobre el equipo adidas y algunas chicas van con sandalias de plataforma de corcho de veinte centímetros. El ambiente es jocoso y algunos hasta fuman adentro de la clase en las horas libres. Mi vida se convierte en ir y venir del colegio, el tipo de vida de la que siempre me burlé.

Me hago amiga de Raquel, una morocha más bien fea de cara pero con el cuerpo de una vedette con la que nos sentamos en el fondo y hablamos sin parar. Viene al colegio maquillada con lápiz, rímel, sombra y rouge, y como su mamá vende Avon siempre huele a algo rico. Nuestra relación se basa en que somos las dos únicas del curso que no somos vírgenes.

Un par de veces me viene a buscar Hernán a la salida, para que nos veamos aunque sea los míseros quince minutos que tardo en llegar a casa. Pero aunque yo sé que se hace el viaje de una hora de ida y una hora de vuelta para verme ese ratito le digo que no venga más porque tengo miedo de que nos vean. Su estilo es bastante llamativo para el ambiente conservador de Bellavista: pelo largo en una colita, camisas de cuello mao y un bolso de telar por el que asoma un portarrollo de cuero donde lleva papeles y dibujos. Parece Kwai Chang Caine.

Creo que es menos peligroso escaparme por la ventana a la noche y tratar de tomar el último tren a Buenos Aires a las doce y diez. El primer tren de vuelta a la mañana siguiente sale de Retiro a las cinco y cuarto. Son mil horas para estar juntos. Después puedo dormir en el colegio. Llamo a Hernán para contarle la idea y me dice que nunca hay que dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy.

Después de cenar me voy a mi cuarto, paso por el baño y me meto en la cama y apago la luz como todas las noches, o incluso un poco más temprano. Javo desde su cama hace más o menos lo mismo, pero antes de dormirse reza un rosario. Se oye en la oscuridad el siseo de sus labios moviéndose rápido y el chisporroteo de las tes débiles y húmedas hasta que sólo queda el ruido del aire entrando y saliendo de sus pulmones. Con los ojos bien abiertos para que se acostumbren a la oscuridad escucho sus suaves ronquidos hasta la medianoche. Tiene el sueño más pesado que el mercurio. Cuando se hacen las doce me levanto de la cama sin hacer ruido. El despertador de Javo sobre un estante de la biblioteca marca las horas y los minutos con las puntas de las dos agujas pintadas de verde fluorescente. Para ganar tiempo me acosté con los jeans y las medias puestas. Termino de vestirme, me acomodo el flequillo que me corté hoy a la tarde y agarro con una sola mano el par de botas que están paradas una al lado de la otra. Tratando de no despertar a Javo trepo sobre el escritorio que está debajo de la ventana, corro la cortina, abro una hoja de la ventana corrediza y salto al jardín. Desde afuera manoteo mi cartera y la campera que dejé a propósito sobre el escritorio, cierro despacio y me embarro las medias en el puto canterito de azaleas que Arturo plantó debajo de todas las ventanas a pedido de mamá.

Hernán me espera en la esquina, metido en la cuevita que forma la ligustrina, donde siempre nos escondemos para despedirnos. Corremos hasta la estación para no perder el último tren y lo agarramos medio minuto antes de que se vaya del andén.

A las dos estaciones ya estamos enredados como si fuéramos uno solo. Pasa un chico de los que reparten estampitas y le dice: soltala que no vuela.

Todo lo que tenía para reprocharle a Hernán se evapora con cada uno de sus besos. Cuando llegamos a su casa nos metemos a escondidas en su cuarto, que queda en la parte de servicio y al que se entra por la puerta de la cocina. Nos extrañamos tanto que nos sentimos diferentes y nos tocamos el pelo y nos miramos a los ojos como si recién nos descubriéramos. Lloramos y nos reímos y nos quedamos en silencio hasta que hacemos el amor con mucho sueño. En el tren de vuelta cabeceamos pero tampoco caemos, porque cada minuto vale oro.

Llego a casa cuando está amaneciendo. Me saco la campera y las botas temblando de frío parada al lado del cantero de azaleas. Abro la ventana corrediza de mi cuarto y con el mayor sigilo posible me subo de nuevo al escritorio, bajo al piso en puntas de pie y me meto adentro de la cama. Termino de desvestirme entre las sábanas con el corazón latiéndome como una bomba. Cierro los ojos y trato de recuperar el pulso y dormir el rato que sea, dos horas o cuarenta minutos, con el cuarto cada vez más iluminado por el sol que ya está saliendo afuera y se cuela por las rendijas de la cortina. Los pajaritos cantan y tengo ganas de hacer pis. A los cinco minutos suena el despertador de Javo. La cama todavía está helada y ya me tengo que levantar para ir al colegio. En la primera hora hay prueba de anatomía. De los doscientos huesos del cuerpo que tenía que estudiar me sé menos de veinte, pero me duelen todos. Me levanto porque Javo abre la cortina y prende la luz. Y porque como dice el refrán calavera no chilla.

Empezamos a vernos un par de noches todas las semanas. Si perdemos el último tren a Buenos Aires cambiamos de plan y nos tomamos un colectivo hasta Hurlingham y después un ómnibus de la Costera Criolla hasta San Isidro, y de ahí el tren hasta Acassuso y nos vamos a la casa de unos amigos de Hernán que todos los viernes a la noche hacen invariablemente lo mismo, ir al cine a ver Un fantasma en el paraíso en la función de trasnoche.

Félix también se escapa. Se va al club social de Bellavista a jugar al bowling con una gente más grande que él que lo tiene como de mascota. Si papá no está deja durmiendo en su cama a la almohada acomodada como una persona y vuelve a la una de la mañana. Pero hoy mamá, que jamás sale de su cuarto una vez que se duerme, se levantó a las once de la noche a ponerle unas gotitas a Bernardo y se dio cuenta de la patraña. Bernardo le contó todo: por supuesto, es mudo para lo que le conviene.

Mamá espera a papá despierta para contarle, como en los viejos buenos tiempos. Muchas cosas se están empezando a repetir. Papá llega siempre tarde, la mayoría de las veces después de cenar, y de nuevo discuten todas las noches. Muchas veces por mi culpa, pero hoy por suerte le toca a Félix. Yo estoy metida en la cama leyendo Avenida del parque 79 cuando papá abre la puerta de mi cuarto sin llamar y apenas alcanzo a esconder el libro entre las mantas.

—Levantate y vení conmigo, vamos a buscar a Félix.

Javo desde su cama se ofrece a acompañarnos pero papá le dice que no hace falta y se va. El minuto que tardo en vestirme, tapándome con la puerta del placard, siento su despecho en el silencio del cuarto. Ni lo miro. Un segundo antes de salir me dice: mirá que se lo dije al pendejo boludo.

Subimos al auto del Consejo porque Arturo se llevó el Falcon. Papá lo enciende con el motor helado y se escucha un quejido ahogado desde adentro que le implora piedad. Lo intenta tres veces más hasta que arranca, pero sale marcha atrás demasiado rápido y casi se cae en la cuneta de enfrente. Lo mejor es no decir nada y mucho menos reírse, porque papá tiene complejo de manejar mal y se enoja.

Me mira serio, más adusto que de costumbre.

—¿Dónde está?

No le contesto nada.

—¿En el club social?

—Sí.

Con una hermana como yo el alma de Polinices hubiera quedado vagando eternamente, pero no gano nada con mentirle. Tarde o temprano lo va a encontrar y es mejor para todos que sea temprano. Llegamos a la puerta del club y papá me pide que entre a buscarlo. Paso por delante de las canchas de tenis y subo directo por la escalera que va al bowling. Es un edificio de hormigón recién terminado. Cuatro bolas enormes de acrílico naranja te reciben como si fuera Neptuno. Al subir la escalera abro una puerta de lata pintada con esmalte amarillo y del otro lado suena a todo volumen un tema de Los Iracundos.

Lo veo en seguida porque no hay otros chicos de su edad. Está en la barra rodeado de unas chicas bastante más grandes que yo y se le hace el gracioso a un tipo con pinta de gitano. Le toco el hombro y al verme se asusta tanto que me asusta a mí. Abre los ojos como un timbre. Bajamos las escaleras corriendo, rozando el pasamanos con la yema de los dedos y hablando a los gritos.

—Abajo está el viejo en el auto. Apurate que está re caliente.

—Estoy en bici.

—Dejala y vení mañana a buscarla.

—Ni en pedo, me la afanan. Decile a papá que yo lo sigo.

Pero papá prefiere seguirlo a él. Hace subir a Félix a la bici y ponerse dos o tres metros adelante de la parrilla del auto y lo ilumina con las luces como a una liebre. Félix empieza a pedalear lo más rápido que puede pero papá va subiendo lentamente de velocidad. Por momentos los tres metros que nos separan se acortan y lo tenemos casi pegado al capó.

—¡Pará, papá, lo vas a pisar, estás loco!

Por el parabrisas delantero se recorta Félix como en una película de terror, jadeando y pedaleando sin parar. Su silueta encandilada por los faroles del auto se agita como una bandera. Cada tanto se da vuelta y mira hacia atrás rápido sobre el hombro, implorando asustado, pero papá no toca el freno. Al contrario, se divierte acelerando para obligarlo a pedalear más rápido. Félix lleva puestos los pantalones de sarga gris del colegio, las medias tres cuartos arrugadas en los tobillos y los zapatos abotinados. Las pantorrillas fibrosas pero escuálidas que se asoman del pantalón que se levantó sobre las rodillas parecen las aspas enloquecidas de una máquina de temblar. A cien metros de la barrera de la estación, un paso a nivel peligroso como un paso a nivel, el corazón me salta hasta la boca. Suena la campana del guardabarrera. Félix se da vuelta como esperando instrucciones de frenar pero papá no le dice nada ni aminora la marcha y cruzamos la barrera como si nos tiráramos de un precipicio. Félix tiene las piernas mojadas y brillantes, la cara convulsionada de la que sólo veo el perfil como un borde de rocas. Cuando llegamos a casa, con el mismo envión con el que viene desde la calle entra con la bicicleta por el costado del garaje y termina de frenar al borde de la pileta. Papá se baja del auto, lo sigue al jardín y lo entra a patadas hasta el living. Después se escuchan los gritos de Félix y el silbido del cinturón de papá.

En la casa de Hernán las cosas tampoco están fáciles, él dice que está todo bien pero no está todo bien, para nada. A los dos nos gustaría irnos a dedo a cualquier parte. Al Valle de la Luna o al carnaval de Humahuaca. O viajar por el Amazonas. Pero hacerlo bien, sin delirar. Buscar un trabajo y quedarnos a vivir en la selva, en algún pueblo lejano donde no nos encuentren. Casarnos en secreto y usar todo el tiempo que gastamos en escondernos y en mentir para otras cosas, porque así como estamos ahora lo único que hacemos es estar juntos.

La mayoría de las noches nos quedamos en su cuarto a escondidas de la madre, porque no tenemos plata para meternos en un hotel ni para sentarnos en un bar, ni ganas de dar más vueltas por la calle. Una madrugada, cuando estamos haciendo submarinismo sexual en las profundidades de las sábanas, escucho que suena el teléfono en el living. En seguida suenan también los ladridos agudos del cocker enano y después los pasos de la madre que se acercan a la cocina. Los pasos del perro repiquetean con sus uñitas largas sobre las baldosas del pasillo. En menos de un segundo me meto debajo de la cama, desnuda entre las pelusas y respirando por la boca para no hacer ruido.

La puerta se abre de golpe y veo el borde dorado de las chinelas de la madre de Hernán moviéndose en la penumbra.

—Hernán, despertate.

El cocker empieza a ladrar.

—Basta Chiqui, vení para acá —dice la madre.

—Sacá ese perro de mierda, mamá.

—Te llamó tu hermano por teléfono y te va a volver a llamar en cinco minutos. ¿En qué andan ustedes? Son las cuatro y media de la mañana.

El perro me gruñe a tres centímetros de la cara con medio cuerpo metido debajo de la cama. Hernán lo agarra de la cola y lo saca del cuarto revoleándolo por el aire. Pobrecito, no seas cruel con el animal, dice la madre. Hernán se levanta, se pone el jean sobre la piel y sale del cuarto. Cuando Chiqui y la madre lo siguen hasta el living donde está el teléfono yo aprovecho para salir de abajo de la cama, vestirme a la velocidad de Flash Gordon y salir como un rayo por la puerta de servicio de la cocina.

Me quedo atrás de la calesita de la esquina esperando a Hernán porque hasta las cinco y media no tengo tren de vuelta, pero no aparece. ¿Habrá pasado algo grave con Edi? ¿Nos habrán descubierto? La noche está negra y sin estrellas y no pasa ni un auto. En la vereda de enfrente hay un portero con botas de goma baldeando un garaje que me mira a cada rato. Me voy a las cinco porque voy a perder el tren y el portero ya está a punto de preguntarme algo. El tren está vacío y me siento en una ventanilla del lado de la vía, pero después me busco un lugar menos visible porque los trenes que vienen del otro lado rebosan de gente y cuando los vagones coinciden parados en la misma estación las ventanas quedan tan cerca que me puede ver alguien que viene de Bellavista.

El viaje de vuelta se me hace eterno porque lo es. Cuando llego a la estación me escabullo rápido del andén porque ya están esperando el tren a Buenos Aires los vecinos más madrugadores. Entro en casa por el costado y veo el diario que ya está tirado en el porche. Papá puede estar levantado. Cantan los pajaritos. Está empezando a amanecer.

Disculpame, me quedé dormido, es todo lo que me dice Hernán al otro día cuando lo llamo por teléfono.

Es que vernos siempre de noche es un bajón. De día todos somos mejores. Por eso le digo que venga a casa el martes a la tarde, a la hora de la siesta, y lo hago pasar al living como si fuera un compañero de colegio. Mamá y la Blancanieves paraguaya duermen la siesta —que en el caso de mamá puede durar horas o empalmar directamente con la noche— y Arturo y los mellizos no están. Javo no me importa y cuando entra al living y ve a Hernán se acerca y le da la mano como el cristiano que ofrece la otra mejilla. A Hernán le cae bien el gesto porque no lo conoce. Yo sé que no le va a contar a papá porque le encontré el cilicio. No digo que sea de él ni que lo use, pero lo tiene escondido debajo del colchón y se lo cambié de lugar para que se dé cuenta de que ya lo descubrí.

Hernán tiene puesto un blazer de corderoy y botitas de gamuza. Me da ternura que se haya puesto algo careta para venir. Nos sentamos a conversar en el sillón del living como si fuera una escenografía y hablamos de cosas que no nos importan —¿viniste por la avenida o desde la ruta?—, o mejor dicho hablo yo, porque Hernán me mira sonriendo pero no dice nada.

Las frases suenan vacías y nos sentimos incómodos pero me gusta que Hernán esté en casa y que conozca mi mundo, aunque él tiene mucho más que ver conmigo que cualquiera de las cosas que nos rodean. Le muestro fotos de cuando yo era chica y mi radiografía de tórax con el alfiler de gancho abierto en el esófago que me tragué a los tres años.

El jueves le digo que venga de nuevo porque milagrosamente se despeja el área. Mamá se levanta de la cama para llevar a Bernardo al médico a Buenos Aires, Javo no está y la Blancanieves paraguaya tiene franco. Estar sola en casa me excita en todos los sentidos de la palabra. Cuando le abro la puerta a Hernán con una sonrisa radiante y una camisola blanca de bambula sin nada abajo siento que soy feliz. Lo hacemos en mi cuarto y en el de mamá y papá (sobre la misma cama donde me concibieron a mí y a todos mis hermanos), también en el sillón de cuero negro del living con vista al jardín, y apoyados sobre la mesada de la cocina mirando por la ventana.

A las cinco de la tarde estamos exhaustos y famélicos. Hernán me pregunta si podemos ir a comprar facturas y le digo que sí.

—¿El auto que está en el garaje se puede usar?

Arturo a veces se va en tren porque le sale más barato.

—¿Sabés manejar?

—Obvio.

Busco las llaves en el cuarto de Arturo y vamos al garaje. El Falcon está sucio. Hernán mira el tablero como si fuera la primera vez que sube a un auto. Tarda en hacerlo arrancar y está nervioso. No maneja como dibuja o toca la guitarra, chiquito y suave. Cuando salimos se le apaga el motor y frena de golpe, y después cuando arranca lo hace corcovear dos o tres veces antes de lograr que le responda (dicen que las mujeres siempre buscamos un hombre que se parezca a nuestro padre, pero no lo comento).

En la curva de la esquina raspamos con la rueda delantera izquierda el borde del cordón y se me escapa un aaahhh enorme que me deja la boca abierta como en el dentista. Quedate re tranquila, me dice Hernán y para no parecer un boludo acelera de golpe los cien metros que faltan hasta la avenida donde tenemos que doblar a la izquierda, pero veinte metros antes de llegar un auto que dobla desde la avenida hacia nosotros nos hace dar un volantazo que nos tira encima de una camioneta estacionada en la mano de enfrente. Hacemos patito con las dos puertas de mi lado y en vez de frenar Hernán acelera y algo de la camioneta nos arranca toda esa tira de chapa plateada que tiene el auto al costado. Siento un globo que se me infla en el pecho y terror de que explote. Me tapo la boca con las dos manos para no gritar. Doblamos rápido por la avenida y un auto que viene atrás nuestro nos toca un bocinazo que nos asusta todavía más. El que grita es Hernán: el pelotudo ese no podía doblar en esa calle porque es de mano única, ¿vos viste cómo me tuve que tirar encima de ese auto? Yo lloro. No le digo que en Bellavista todas las calles son de doble mano ni ninguna otra cosa porque el corazón me late tan fuerte que me duele. Al meter el auto en el garaje casi le arranca el espejo. En casa no hay nadie. Guardo las llaves en el cajón del cuarto de Arturo y le pido a Hernán que se vaya porque estoy tan aturdida que si viene alguien no me siento capaz de sostener la comedia de que es un compañero de clase.

El auto queda estacionado donde estaba como si nada, pero con las dos puertas del lado derecho abolladas y la de atrás que no se puede abrir.

No digo ni mu.

Hago como el que se comió los bombones o como cuando me robé las medallitas de oro. El primero en llegar es Javo, después llega Félix y después aparece mamá con Bernardo cargada de paquetes pero quejándose de que las manijas de las bolsas le cortan la circulación de los dedos.

Para variar papá y Arturo no vienen a cenar. Comemos en la cocina con Javo y los mellizos porque mamá está deshecha de cansancio. Casi no puedo tragar la comida y me paso toda la cena hablando sin parar de cualquier cosa.

Pero pasa un día y pasa el siguiente, y cuando ya empiezo a pensar que tal vez fue un sueño, o más bien una pesadilla (aunque de todas maneras no me animo a acercarme al garaje para verificarlo), la tercera noche, a las dos de la mañana, cuando estoy durmiendo entra Arturo al cuarto y sin prender la luz lo saca a Javo de los pelos de la cama, lo tira al piso y lo muele a patadas: me chocaste el auto pendejo y la reconcha de tu hermana.

No lo dice por mí, lo dice sin saber. Y yo no digo nada. No lo defiendo ni digo la verdad. Me quedo petrificada mientras Javo llora y escupe sangre en el piso del cuarto al lado de mi cama.

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