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27. Zofi

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27. Zofi

Zofi

Zofi alzó el cristal redondeado, lleno de sangre.

—¿Tu amigo interceptó esto de camino a tu recámara? —preguntó. Ren asintió.

—El chico que lo llevaba tenía órdenes de dejarlo dentro de uno de mis zapatos. —Ella se encogió de hombros—. Para lo que fuera que eso sirviera.

Para darle la mayor probabilidad de romperse ante el impacto. Zofi reconoció el vial, naturalmente. Había creado probablemente cientos de viales como ese durante el transcurso de su vida. Pero no podía precisamente admitir eso en ese momento.

La clave para crear esos viales era el secreto más preciado de los Viajantes. Si alguien más aprendía cómo hacerlo (cómo recopilar las Artes y guardarlas para más tarde, cómo crear diezmos que se activasen con el contacto con el torrente sanguíneo), los Viajantes perderían cualquier ventaja que aún tuvieran sobre el resto de las Regiones.

—¿Y estamos seguras de que es sangre lo que está ahí dentro? —Akeylah frunció el ceño.

Además, tal vez no importara que Zofi estuviera guardándose información. Después de todo, ella nunca había visto un refuerzo como ese. Normalmente, para hacer uno, el cristal debía ser moldeado por uno mismo. El aliento y la sangre de la misma persona debían unirse para crearlo. Y solo esa persona podía activar el diezmo que contuviera; solo esa persona podía usarlo en sí misma. Zofi no podía hacer un diezmo para alguien más.

Enviar a un sirviente a dejar un diezmo almacenado en el zapato de alguien más no tenía sentido.

—Definitivamente es sangre —afirmó Zofi—. Y, a menos que recuerdes haber sangrado dentro de un recipiente de cristal caliente, Ren, asumo que no es tuya.

—Creo que recordaría algo así.

—Bien. —Zofi se encogió de hombros—. Alguien quería enviarte un mensaje muy pasional, supongo.

Ren puso los ojos en blanco. Akeylah ignoró la broma.

—Hay algo más que quería discutir con vosotras dos. Es sobre la condesa Yasmin.

—Ya te lo he dicho ayer, esa teoría no tiene sentido —dijo Ren—. ¿Por qué se volvería en contra de su propio hermano? Todos saben la relación tan estrecha que tienen los mellizos. Y, además, las leyes de Kolonya no sostienen la sucesión de los hermanos de un gobernante, en especial no de un hermano que no tiene hijos o que no puede perpetuar el linaje. —Ren comenzó a recorrer los estantes. Se habían escondido en lo profundo de la biblioteca, y a esa hora (apenas al amanecer del día del Banquete del Glorioso Ascenso del Sol) estaba vacía, incluso Madam Harknell había abandonado su puesto. Había comenzado a dejar las llaves de la biblioteca en el escritorio preferido de Akeylah.

Ella había tomado ventaja de esa mañana particular y había cerrado las puertas de la biblioteca tras ellas.

—Escuchadme.

Ambas, Zofi y Ren, se quedaron en silencio mientras Akeylah detallaba su reunión con el acólito del Sol. Para cuando terminó, Ren ya se había derrumbado en su silla y Zofi había tomado su daga y estaba girándola entre sus dedos, en un inútil intento de calmar sus nervios.

Hoy. Ese día sería el Ascenso del Sol, su fecha límite.

—¿Por qué esperar? —preguntó Zofi—. Si siempre planeó asesinar al acólito Casca, ¿para qué mantenerlo con vida durante años para después acabarlo repentinamente?

—¿Algo cambió, tal vez? —sugirió Akeylah—. Fue asesinado hace un año. Después del fin de la guerra.

—Entonces, ¿qué cambió? —Zofi giró su daga en el dorso de su mano y la atrapó con el pulgar.

—Firmamos el Séptimo acuerdo de Paz. Andros volvió a casarse —respondió Ren mientras marcaba los puntos con sus dedos—. La Región Este comenzaba a quejarse por su sufrimiento en la guerra, aunque la rebelión no se había propagado demasiado aún…

Zofi volvió a girar la daga en la otra dirección.

—Ninguna de esas cosas explicarían por qué la condesa se preocuparía repentinamente por una maldición que realizó dieciséis años atrás.

—A menos que no aprobara una de esas decisiones políticas —arriesgó Akeylah—. Tal vez ya tenía en mente apostar por el trono. Tal vez ella ha estado detrás del asesinato del Príncipe Plateado también y ha planeado abrirse un camino al trono todo este tiempo. Primero querría cortar cualquier cabo suelto que pudiera revelarse y perjudicarla más adelante.

Zofi intercambió una mirada con Ren, después encogió un hombro.

—O tal vez lo estamos pensando demasiado. Tal vez el acólito Casca tuvo un repentino brote de culpa en su consciencia y forzó a Yasmin.

—Además, no sabemos si su historia es real —agregó Ren—. El acólito Casca pudo haberse vuelto loco, como creía su estudiante.

—Cierto —admitió Akeylah—. Pero, si él no estaba loco, entonces eso significa que Yasmin ha usado las Artes Vulgares antes. Tiene mucho más sentido que las haya usado en contra de Zofi ahora.

—Son conjeturas. —Ren negó con la cabeza—. Tenemos que verificar esta historia.

—¿Y sus criadas? —intervino Zofi.

—¿Qué pasa con ellas? —preguntó Ren.

—El acólito dijo que Yasmin tenía una cicatriz por haber usado las Artes Vulgares. Seguramente las criadas que ayudan a las mujeres de la nobleza a bañarse, vestirse y limpiar sus propios traseros habrían notado una marca como esa.

Durante un momento, Ren se quedó en silencio.

—Yasmin no tiene criadas.

—¿Qué quieres decir? —Zofi bufó—. Todas las damas de la nobleza tienen criadas.

—Ella no. —Ren se apoyó contra un estante—. Mi madre solía servirla. Ella me dijo que Yasmin comenzó a comportarse de forma extraña. A hablar sola, a entrar en trance. Me dijo que el último año que trabajó para Yasmin, la condesa no se desvestía frente a ella. Después de que despidiera a mi madre de su servicio, renunció a las criadas por completo.

Zofi resopló entre dientes y dejó de hacer girar su daga para aferrarla en un puño.

—Muy curioso. Eso es exactamente lo que yo haría si estuviera escondiendo algo.

—Tal vez. Pero esa no es la única explicación posible. —Ren se cruzó de brazos, después miró a Akeylah—. Vosotras no tenéis criadas tampoco, he oído.

—Es un arreglo en beneficio mutuo. —Zofi envainó su daga con un fuerte golpe—. Ellas no tienen que servir a una vagabunda y yo obtengo una pequeña pizca de privacidad en mi propia maldita recámara.

—Lo mismo para mí —dijo Akeylah en voz baja.

—Da igual. Una forma de descubrir qué es lo que esconde nuestra adorable tía. —Zofi pasó la mano por sus pantalones—. Dejadme que la espíe.

—Es demasiado arriesgado —dijo Ren—. Le pediré a mi amiga que lo haga en tu lugar.

—¿Tu amiga la criada? —Zofi lanzó una risotada—. ¿No acabamos de decir que Yasmin las despidió?

—Debe dejar entrar a algún sirviente a su habitación —Ren resopló—. Aunque sea solo para limpiar y ordenar su papeleo.

Pero Zofi ya estaba levantándose y sosteniendo la llave de la biblioteca que estaba encima de la pila de libros de Akeylah. Finalmente, algo proactivo. Estaba cansada de tanto esperar.

—Deja que controle esto. Ya has pedido suficientes favores, hermana.

Zofi estaba acostumbrada a las largas cacerías. Había estado en más que suficientes, en profundos cruces desérticos, donde las presas eran escasas y lejanas. Podía rastrear con éxito lagartijas en sus madrigueras, que solían tardar horas en asomar las cabezas de sus agujeros. Pero ¿aquello?

Le daban calambres en las piernas. Se estiró de lado a lo largo del balcón para aliviarlas, con un ojo fijo en la delgada cortina que la separaba de la habitación de la condesa.

En el interior, Yasmin seguía sentada, encorvada sobre su escritorio. La misma posición en la que llevaba casi una hora. Si la condesa no levantara su mano para sumergir la pluma en tinta ocasionalmente, Zofi se habría preguntado si había muerto en su silla.

Mientras tanto, su mente traicionera no dejaba de dar vueltas, como lo había hecho toda la noche. Le quedaba poco tiempo, preciado, hasta su hora límite para derrotar a su extorsionador y allí estaba ella, soñando despierta.

Cada vez que cerraba los ojos, veía la expresión perturbada de Elex. La pena en sus ojos al dejarla en el césped en las afueras de los muros de la ciudad.

Debí haberlo besado una última vez.

Pero los besos de Elex eran cosas pasadas. Cargados con el peso de una vida de recuerdos compartidos, años de una tensión dudosa, de crecimiento lento. El dolor que llevaba en su pecho en ese momento solo pesaría diez veces más si ella lo hubiera besado.

La cortina se movió. Zofi se tensó. Pero Yasmin seguía escribiendo la carta semejante a un libro en la que estaba inmersa. Zofi volvió a relajarse contra el balcón de madera.

Alguien realmente debería mejorar la seguridad en este sitio.

Aunque ella supuso que la laxitud en la seguridad sucede cuando una ciudad no ha sido invadida en cuatrocientos años. La Ciudad de Kolonya acostumbraba luchar en las Regiones lejanas, no en su puerta.

Zofi se escondió cuando Yasmin se movió en su silla. La condesa dobló la carta y la guardó en un bolsillo oculto de su vestido holgado. Después se levantó. Finalmente.

Vamos. Cámbiate de vestido.

Zofi se agachó detrás de un arbusto en una maceta. La sombra de la condesa recorrió la habitación. Pero, un momento más tarde, el tintineo distante de la traba de la puerta sonó y la habitación quedó vacía.

Zofi resistió un gemido. ¿Cuánto tiempo más tendría que quedarse allí para poder ver a su tía vestirse? Ya se sentía lo suficientemente extraña.

Se inclinó hacia adelante, hasta que su cabeza se apoyó contra el cristal. Después miró en el interior, al escritorio de Yasmin en su habitación. Una y otra vez, del escritorio a la puerta.

Ya estaba allí de todas formas. Y sabía por experiencia lo fácil que era abrir esas ventanas…

Si no podía ver la cicatriz de Yasmin por sí misma, tal vez podría encontrar algo más de valor en esa habitación. Otra evidencia para usar en contra de la mujer. Solo necesitó medio segundo deslizar su daga por las ranuras y forzar la traba de la ventana.

Por las arenas. Si alguna vez tenía poder de decisión sobre eso, la fortaleza tendría ajustes en la seguridad.

Entró a la recámara de puntillas y analizó su alrededor.

Había gris en todas partes. Cortinas pálidas, un ligero dosel de gasa sobre la cama, sábanas blancas y negras a cuadros. De alguna manera, los colores parecían fuera de lugar, demasiado apagados para los gustos de Kolonya.

Pero Yasmin siempre había sido extraña.

Zofi se dirigió primero al escritorio. En él encontró una sola pluma bañada en oro y un tintero con un plato haciendo juego. D’Daryn.

Daryn, el padre de Yasmin y de Andros. Tal vez el tintero fuera un regalo. Zofi recorrió el plato con un dedo, luego le dio la vuelta para buscar compartimientos ocultos. Después observó el escritorio detenidamente. Pero cada una de las gavetas coincidía en sus dimensiones y sus fondos eran de madera sólida. No tenían secretos ocultos.

El cubo de basura solo tenía cenizas.

Terminó de revisar el escritorio y después pasó al armario. Solo un vestido aburrido tras otro, todos de colores apagados; más que nada grises y blancos, con un ocasional acento negro.

Continuó con su inspección y analizó las paredes. Nada sonó a hueco al golpear el horrible empapelado floral. Ni siquiera había una caja de seguridad escondida detrás del enorme retrato de un hombre obeso, con unos ojos amarillos verdosos y una expresión familiar en sus labios. Llevaba su pelo castaño oscuro en un estilo antiguo, largo y rizado. Casi lo hacía parecer menos kolonense. Más norteño.

Más parecido a Zofi.

Rey Daryn decía una placa debajo del retrato.

La analizó durante un minuto. Era raro lo que las personas heredaban. La sonrisa, Zofi había heredado eso. Los ojos los compartían Florencia y Akeylah. La sangre de ese hombre corría en sus venas. Del hombre que había muerto tres décadas antes del nacimiento de Zofi.

«Encantada de conocerte, abuelo», susurró, y después siguió revisando la habitación de su tía.

En la mesa de noche encontró algunos libros con esquinas dobladas, tomos con nombre como Kolonya primero: un análisis de las relaciones exteriores del rey Andros. Ella recorrió las páginas, solo por si acaso. No encontró notas ni trozos de papel.

Finalmente, revisó la cama. Sintió los bordes del colchón en busca de protuberancias o huecos inusuales. No había nada en el colchón en sí. Pero, debajo de la cama, entre dos cajas de sombreros (que, tristemente, solo contenían sombreros), encontró una tercera caja cuadrada. Su tapa estaba cubierta con una gruesa capa de polvo, pero tenía huellas en ella. La habían abierto recientemente.

Necesitó solo un momento forzar su sencillo pestillo. Dentro, Zofi encontró un solo rizo de pelo castaño oscuro. A su lado había una carta. Nueva, a juzgar por el papel aún blanco, con sus extremos todavía sin pliegues ni amarillos por el paso del tiempo.

Zofi se sentó de piernas cruzadas en el suelo y abrió la carta. No tenía remitente, las letras estaban cuidadosamente dibujadas; casi excesivamente cuidadas, como si hubieran sido copiadas de un libro.

He atendido a tus preocupaciones. El acólito sabía demasiado. Tenías muchas preocupaciones tras la guerra, ahora la paz finalmente ha llegado. Temías que alguien supiera lo que nuestra familia es realmente. Hasta dónde hemos llegado. Todos los ecos que hemos creado.

He solucionado eso por Ti. Oculté mi secreto; todo lo que ese hombre ha hecho por nosotros. Incluso utilicé esa adorable invención conjunta para hacerlo. ¿No ha sido algo astuto?

¿No lo ves? Tengo las aptitudes necesarias para liderar. Tengo la astucia necesaria para intuir lo que debe hacerse y el valor para llevarlo a cabo. Yo debería gobernar. No mi hermano. Lo ves también, ¿no es así?

La parte inferior de la carta había sido arrancada. Pero quedaba suficiente como para ver parte de su firma. Yasm podía leerse justo sobre la línea de quiebre.

Yasmin.

Entonces, Zofi escuchó el ruido en la puerta.

Una llave.

Guardó la carta en su bolsillo, cerró la tapa de la caja y la empujó de vuelta debajo de la cama. Luego se lanzó por la habitación hacia el balcón, justo cuando el picaporte se movió.

La puerta se abrió justo cuando Zofi estaba cerrando la ventana. Aún no había vuelto a poner el pestillo. No podía hacerlo en ese momento por temor a hacer algún ruido. Las cortinas volaron con su alboroto, se abrieron parcialmente, lo suficiente como para que pudiera ver claramente por el espacio.

Yasmin entró en la habitación.

Por las arenas.

Zofi no podía soltar la ventana; se abriría. En su lugar, tomó la daga de su cintura. Con su mano libre la usó para cortar el dorso del brazo con el que sujetaba la ventana.

Solo le costó un segundo diezmarse. La adrenalina la hacía más veloz, su mente más aguda. Un instante después, Zofi se fundió con el fondo. Su mitad inferior se mimetizó con el balcón de madera de cerezo y su mitad superior se volvió azul como el cielo. Contuvo la respiración y se concentró en las nubes del cielo. Cambiando para que pasaran sobre su piel y la camuflaran de forma regular.

Cuando abrió los ojos y miró la habitación, requirió cada gramo de su fuerza de voluntad el no impactarse o gritar.

No puedes verme.

Yasmin estaba mirando por la ventana. Directamente a los ojos de Zofi.

Ella contó sus latidos. Uno. Dos. Tres. Sintió que sus pulmones ardían por falta de aire y sus músculos se acalambraban. Se centró en mantener esa ilusión; tan difícil de descifrar, a menos que el otro supiera qué buscar. O a menos que la persona camuflada se moviera.

Durante segundos, o tal vez horas, Yasmin le mantuvo la mirada. Después se dio la vuelta y atravesó la habitación.

Zofi soltó su respiración contenida en un suave silbido.

En su tocador, Yasmin agarró un broche de alatormenta y lo colocó en su pecho. Arregló la medalla, agregó otra encima; una pluma dorada, la insignia de la corona. Sobre ella, prendió un círculo dorado, un símbolo del Padre Sol, el que gobierna sobre todas las cosas.

Debía estar vistiéndose para una reunión oficial o algún evento de Estado.

La condesa estiró su falda, volvió a mirarse al espejo. Durante un momento, Zofi pudo haber jurado que sus ojos miraron al balcón, a los ojos de Zofi otra vez.

Después, Yasmin sacó un pequeño chal de su tocador, se lo colocó sobre un brazo y volvió a salir de su habitación. Zofi no se permitió respirar normalmente hasta que la puerta se cerró de un golpe.

Justo a tiempo, cuando su piel comenzaba a sentir escozor y a aparecer en su lugar.

Moviéndose tan rápido como podía, volvió a cerrar la ventana y saltó del balcón hacia el inferior.

Había estado demasiado cerca.

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