Rose

Rose


Capítulo 10

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10

—Mi nombre es Elizabeth Thornton.

—Qué coincidencia —dijo Sal—. Con razón la gente pensaba que usted y la tal Elizabeth Thornton eran la misma persona.

—Pero debemos serlo. Quiero decir, lo somos.

—No puede ser usted, señora. Esa joven no está casada.

—No estoy casada —contestó Rose.

—Pensé que…

—Llevo la casa para el señor Randolph y sus hermanos —a Rose le incomodó el silencio que siguió—. Mi padre siempre me llamaba Elizabeth, pero yo prefiero que me llamen Rose —explicó.

—Entonces supongo que es suya —declaró Sal, entregándole la carta.

Al mirar el matasellos, Rose palideció.

—¿Sucede algo? —preguntó George.

—No —respondió ella—. Es de alguien que creí me había olvidado —se metió la carta en el bolsillo—. Deben de tener mucho de que hablar. Si me disculpan, regresare a la cocina. Esta noche habrá siete bocas que alimentar.

—¿Tiene usted cinco hermanos? —preguntó Sal sobresaltado.

—Seis. Uno aún no ha regresado a casa después de la guerra.

—¿Ella es pariente suyo? —preguntó Sal cuando Rose se marchó.

—No.

—¿Está huyendo de alguien?

—¿Qué insinúa? —preguntó George. Su curiosidad y su mal genio empezaban a crecer.

—Nada. Solo que es poco común que una chica viva con tantos hombres. Ya sabe… las mujeres son tan cotillas y todo eso…

—No hay otra mujer por aquí con quien cotillear.

—Buena cosa.

George no quiso prolongar la conversación, las palabras de Sal lo habían dejado muy claro. Aceptando trabajar para ellos, Rose había arruinado su reputación. Pero ella debía conocer los riesgos que corría cuando aceptó el empleo. Pasara lo que pasara, no era asunto suyo. Ciertamente no era culpa suya.

Ese descubrimiento no apaciguó su irritación. La gente no tenía ningún derecho a juzgar a Rose. Si se hubiera tratado de Peaches o de la señora Hanks, a nadie se le habría ocurrido pensar mal. Pero Rose era la hija de un yanqui. Era joven y soltera, y mucho más guapa que las hijas de esas damas.

—No hay mucho que enseñar —manifestó George—. Además de la casa y el gallinero, no tenemos más que corrales, y un toro que esperamos nos sirva para mejorar nuestro ganado.

—Entiendo un poco de toros —anunció Sal—. Déjeme verlo.

—¿Tenemos permiso de George para alejarnos tanto? —inquirió Zac.

—No se lo he preguntado —contestó Rose.

—Amenazó con encadenarme al porche si llegaba a enterarse de que iba más allá del riachuelo.

—¿Crees que se atreverá a encadenarme a mí también?

Zac se rio.

—George no encadenaría a una dama.

—¿Quién dice que yo soy una dama?

—George.

Sí, sería muy propio de él, pensó Rose, sintiendo como se venían abajo sus esfuerzos por sacárselo de la cabeza. Había logrado controlar sus sentimientos tras rogarle que no volviera a besarla. Él no quería nada permanente, y ella no quería tener nada que ver con un militar. Aunque ambos habían guardado las distancias, aquel día había sentido la necesidad de alejarse de la casa. A veces esta la asfixiaba.

—Fíjate bien a ver si encuentras flores —le dijo Rose a Zac—. Quiero hacer un ramo para la cocina.

—¿Te gustan las flores? —preguntó Zac.

—Claro que sí. ¿Acaso no le gustan a todo el mundo?

—A los hombres no —declaró Zac, agarrotando sus piernas al caminar, como si fuera un auténtico vaquero—. Eso es cosa de chicas.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Nadie tenía que decírmelo —afirmó Zac—. Simplemente lo sé.

—Pues bien, a las chicas nos gustan las flores, así que mantén los ojos bien abiertos.

—Apuesto a que encontraremos miles junto al riachuelo —aventuró Zac, echando a correr—. Monty dice que haigan margaritas en todas partes.

Rose se abstuvo de rectificarle. Habían salido de paseo. Los dos merecían sentirse completamente libres y pasarlo bien. Ella para no pensar en George. Si arruinaba la posibilidad de disfrutar del campo, ya no tendría dónde ir.

Corrió para alcanzar a Zac, deteniéndose de cuando en cuando para tomar nota mentalmente de los puntos del camino en los que veía bayas y nueces.

Nunca podría acostumbrarse a aquel monte mezcla de desierto y selva, y con zarzas por todos lados, pero ese día le pareció agradable y acogedor. Deseó haber traído una merienda para sentarse allí. Era un día cálido, sin demasiado calor. A más de un kilómetro de la casa, un bosque de robles invitaba a entrar en él. Después de la larga caminata, le pareció agradable pasear bajo su sombra. Se sentó en un tronco caído y dejó que su cuerpo absorbiera el aire fresco. Zac la siguió poco después y de inmediato se metió en el arroyo. ¿Por qué los niños no podían resistirse al agua, especialmente si tenía fango? Los dos hijos mayores de los Robinson tenían la habilidad de localizar todo charco de lodo que hubiera en Austin en un kilómetro a la redonda.

Un segundo después Rose se descubrió pensando en George, preguntándose si cuando era niño le gustaba jugar en el fango, si había sido tan encantador como Zac, si sus hijos se parecerían a él.

Se puso de pie suspirando. Se negaba a pensar en George aquel día. Hacerlo solo le produciría dolor de cabeza y no serviría de nada.

—Vamos, Zac —le instó al niño que había trepado a un árbol y reptaba por una rama que se extendía sobre el arroyo—. Ya es hora de regresar.

Se habían alejado demasiado de la casa y ella tenía mucho trabajo por hacer.

Mirando atrás para cerciorarse de que Zac estaba bajando del árbol, Rose empezó a caminar por la orilla del riachuelo. Alzó una mano para apartar una rama que le obstaculizaba el camino, y se quedó paralizada.

¡Indios!

Solo era uno: un comanche, pensó. Sentado en su caballo, a unos treinta metros del camino, parecía escudriñar el horizonte. ¿Qué estaría haciendo allí? ¿Qué buscaba? ¿Habría alguien más con él?

Había sido una tontería no llevar un rifle, y no tenía ni idea de dónde podrían estar George y sus hermanos. Si el indio tenía la intención de atacar la casa por sorpresa, le alegraba no estar allí. Pero él no parecía interesado en dirigirse río arriba. Miró a su alrededor durante un momento y luego le hizo señas a alguien que ella no podía ver.

Había más indios.

—Espérame —gritó Zac, corriendo para alcanzarla.

Rose se volvió y le tapó la boca con una mano. El niño de inmediato se puso a forcejear para liberarse, pero cuando Rose le susurró la palabra «¡indios!» al oído, se quedó quieto.

Rose miró a través de las ramas, temiendo que el indio estuviera galopando en aquel mismo instante hacia donde ellos se encontraban. No se había movido, pero miraba justamente en esa dirección. Antes de que ella pudiera preguntarse qué debía hacer, oyó cientos de cascos golpear contra la tierra dura. Momentos después, varios indios salieron de la espesura seguidos de una enorme manada de caballos. Cientos de caballos, concluyó Rose al verlos pasar.

—Están robando esas bestias —susurró Zac.

—Puede que sean potros salvajes.

—Mira, están marcados.

Rose no quiso mirar. Los indios tenían el mismo derecho de capturar los miles de potros salvajes que deambulaban por la llanura que los demás. Pero robar caballos era un delito penado con la horca, y estos indios no dudarían en disparar a cualquiera que se interpusiera en su camino.

Fascinada con los caballos que cruzaban en tropel, se olvidó del centinela indio hasta que Zac le tiró de una manga.

—Viene hacia nosotros.

Rose no tuvo tiempo de dejarse llevar por el pánico.

—Súbete al árbol —le susurró a Zac, al tiempo que ella corría a ocultarse entre los árboles.

Buscó desesperadamente un lugar donde esconderse. El indio estaba muy cerca. Si apartaba la rama que obstaculizaba el camino, sería inevitable que la viera. Zac ya había alcanzado la copa del árbol, cuando Rose decidió que el tronco caído era su mejor opción. Se subió sobre este y se apresuró a buscar su base, con la esperanza de poder ocultarse en sus enmarañadas raíces. El árbol había abierto un enorme agujero en la tierra al caer, levantando un ovillo de raíces de casi medio metro de diámetro. Rose saltó al agujero. Arriesgándose a ser descubierta, se asomó una última vez para cerciorarse de que Zac había desaparecido entre las ramas más altas del árbol.

Se ocultó en el mismo momento en que el indio apartaba la rama. ¿Sabía que estaban allí? ¿O solo lo presentía?

Rose estuvo a punto de quedarse sin aliento cuando él entró con su pony en las umbrías profundidades del robledal, apuntando con su rifle. Debía saber que estaban allí. Ella levantó la vista hacia las copas de los árboles, pero no pudo ver a Zac. Confió en que el indio tampoco pudiera. Miró en torno suyo buscando una ruta de escape por si él descubría su escondite. Podría intentar cruzar el riachuelo, pero no conseguiría escapar mientras él fuera a caballo y ella a pie.

De repente, se percató de que el silencio era tan profundo que casi podía oír su propia respiración. Los demás indios y los caballos robados se habían marchado. Solo el vigía seguía allí, observando el suelo. Seguramente notaba que alguien había revuelto las hojas. Quizás podría seguir su rastro y encontrar su escondite.

Se oyó un sonido que parecía salir de las entrañas de un extraño animal. El indio miró por encima del hombro, sin girar su caballo: sus amigos lo estaban llamando. Continuó examinando el suelo.

Volvieron a llamar, esta vez con más insistencia. Rezongando de rabia, dio media vuelta. Cuando llegó a la orilla del bosque, se volvió por última vez.

Rose contuvo la respiración.

Luego espoleó su caballo, salió a la luz del sol y cabalgó a medio galope para reunirse con sus compañeros.

Rose estuvo a punto de desfallecer de alivio. Sabía que había indios y forajidos deambulando por Tejas, todo el mundo lo sabía, pero su estancia en el rancho había sido tan tranquila que había llegado a pensar que ningún peligro la amenazaba. George la había hecho sentir segura. Ahora se daba cuenta de que ni siquiera él podría protegerla de todos los peligros.

Esperó unos minutos para cerciorarse de que el indio no tenía la intención de regresar. La espera se le hizo eterna, aunque apenas habían transcurrido unos minutos. Finalmente, salió de entre las raíces del árbol caído. Escudriñó en lo alto de los árboles, sin lograr divisar a Zac.

—Zac —llamó en voz baja.

No quería alzar la voz por temor a que el comanche estuviera lo bastante cerca para oírla.

—Zac —volvió a llamar, al ver que nada sucedía.

Un trozo de corteza le cayó a los pies, y cuando miró hacia arriba vio que Zac bajaba al nudo en que el enorme tronco del roble se dividía en dos.

—¿Se ha ido? —preguntó Zac.

—Eso creo —respondió Rose, mirando nerviosamente alrededor para cerciorarse de que el indio no intentaba acercárseles a hurtadillas por otro lado.

—Espera a que se lo cuente a George —exclamó Zac, tirándose al suelo—. Me aseguró que nunca volvería a ver más indios.

Rose hubiera preferido que quedara entre ellos. Tendría que buscarse una buena excusa por haberse alejado tanto de la casa. No es que tuviera prohibido salir, pero sabía que alejarse tanto era peligroso. Pensando en George olvidó toda cautela. Había sido una estupidez, y ahora no podía esperar que él valorara mucho su inteligencia.

—Debía haber como un millón de caballos —relataba Zac a sus hermanos aquella noche.

—Yo diría que cerca de cien —corrigió Rose.

—Me pregunto de dónde sacaron tantos —caviló Hen.

—Debió ser del rancho de Hewson —opinó Monty.

—Pero si está a más de ochenta kilómetros de aquí.

—Probablemente Hewson creyó que no corría peligro. Por eso los indios pudieron robar tantos potros.

—¿Estás segura de que el indio solo hacía de vigía? —le preguntó George a Rose—. ¿Llevaba pintura de guerra?

—No tenía la cara pintada, si es a lo que te refieres —contestó Rose—. Y no se acercó a la casa. ¿Crees que sabe que vivís aquí?

—Sí —le respondió Monty—. Conocen todos los ranchos de la región.

—De ahora en adelante, alguien tendrá que quedarse en la casa —advirtió George—. Fui un estúpido al pensar que podíamos dejarla sin protección alguna.

—Nos turnaremos —propuso Hen.

—Y no quiero que ni tú ni Zac os alejéis más allá del riachuelo o los corrales, a menos que uno de nosotros os acompañe —le indicó George a Rose.

—Esos indios no podrán encontrarme —afirmó Zac con orgullo—. Apuesto a que puedo ir hasta Austin sin que me vean.

—Todos tendremos que ser más cuidadosos —insistió George a su hermano menor—. Incluso tú.

—Pero…

—Si quieres volver a salir con nosotros, harás exactamente lo que te digo.

—Pero…

—¿Cómo te sentirías si un indio le pegara un tiro a Rose mientras tú juegas en el monte, solo porque no estabas aquí para advertirla?

A Rose no le gustó que hiciera sentir culpable a Zac sin haber hecho nada, pero comprendió que probablemente era la única manera de hacer que el niño permaneciera cerca de la casa. Después de varios años haciendo todo lo que quería, le costaba trabajo aceptar la disciplina.

—De acuerdo, pero si algún indio viene a merodear por aquí, le volaré la tapa de los sesos.

—Eso está muy bien —aplaudió George—. En cuanto a ti —dijo volviéndose hacia Rose—, no quiero que salgas de la casa a menos que sea necesario.

—No tienes que preocuparte por mí —le aseguró Rose—. Lo sucedido hoy me ha quitado las ganas de salir para varios meses.

—Eso no hay quien se lo crea —ironizó Monty—. Si algún indio fuera tan estúpido para seguirte, en menos de cinco minutos tendrías su ropa en la tina de lavar y a él en la bañera. Ninguno se atrevería a volver por aquí.

Todos rieron la broma, pero en lo que a ella concernía, los indios podían seguir sucios por el resto de sus vidas.

Un mal presentimiento recorrió a Rose desde el momento mismo en que vio, a través de la ventana de la cocina, acercarse a seis hombres. A esa remota región solo llegaban cuatreros, bandidos y ex soldados en apuros. Esos hombres montaban caballos fuertes y bien alimentados, y llevaban ropas buenas. Parecían recorrer con la mirada cada rincón del rancho, como si hicieran mentalmente un inventario de todo lo que veían.

Unos ladrones no inspeccionarían el rancho antes de saquearlo. No había nada que robar. Pero algo querían, y por su aspecto no parecía que les preocupara mucho la manera de obtenerlo.

Quisieran lo que quisieran, George estaba allí, frente a la casa. También los había visto.

La tensión de su nuca la oprimió con fuerza cuando vio que George cogía un rifle que tenía apoyado contra una pared de la casa. Aquel día estaban solos. Todos los chicos, incluyendo a Sal, estaban trabajando lejos del rancho. Si había disparos, no podrían oírlos.

Casi sin pensarlo, Rose cogió la escopeta que George la obligaba a tener en la cocina desde el incidente con los indios.

—¿Es suyo este lugar? —preguntó el hombre que parecía ser el jefe, cuando detuvieron sus caballos frente a la casa.

—Sí, nos pertenece a mis hermanos y a mí —manifestó George—. ¿Por qué lo pregunta?

—Somos de la oficina del catastro.

—¿Puede probarlo?

El hombre pareció sorprendido y molesto de que George le hiciera esa pregunta.

—No necesitamos probarlo. Estamos aquí para…

—O me muestra algo que pruebe lo que dice o se va de mis tierras —amenazó George, apoyando su mano en el cañón de su rifle.

Los hombres se movieron nerviosos en sus monturas, con las manos muy cerca de sus pistolas. George no podría hacer nada si ellos empezaban a disparar. Sigilosamente, asomó la punta de la escopeta por la ventana abierta.

—Enséñale el papel, Gabe —indicó el hombre que se encontraba junto al jefe—. De nada sirve armar un lío.

El que el hombre estuviera dispuesto a cooperar no disipó un ápice los temores de Rose. No le gustaban sus ojos.

Eran diminutos y mezquinos. Y para colmo hablaba con un acento yanqui más marcado que el de su compañero.

¡Maleantes norteños!

—Caray, Cato, es la primera vez que nos piden los papeles —se quejó Gabe.

—Mal hecho. Cualquier persona podría venir aquí haciéndose pasar por otra. Parece que está en regla —declaró George después de revisar el documento que le tendieron bruscamente—, pero lo comprobaré cuando vaya a Austin. ¿Qué les trae por aquí?

Gabe parecía dispuesto a discutir, pero Cato le conminó:

—Ve al grano de una vez.

—Nuestro trabajo es inspeccionar a toda persona que tenga tierras en la región. Y usted parece tener muchas.

—Ya se lo he dicho, nos pertenecen a mis hermanos y a mí. Somos siete.

—En nuestros archivos no aparece ningún hermano. Solo un tal William Henry Randolph.

—Él está muerto.

—Entonces supongo que debemos hablar con la señora Randolph —replicó Cato—. ¿Será acaso la joven que está asomada a la ventana?

Rose hubiera querido correr a ocultarse, pero era demasiado tarde. No debía estar escuchando, George tenía todo el derecho a enfadarse con ella, pero ya no podía fingir.

—No —contestó George—. Mi madre murió hace tres años.

—¿Tiene usted alguna prueba de la muerte de sus padres?

—Puedo mostrarle la tumba de mi madre, si lo desea. En cuanto a la muerte de mi padre, todo lo que sé es lo que me han contado algunos testigos. Será difícil encontrar una certificación escrita. Combatió por la Confederación.

—No tenemos tanto tiempo —dijo Gabe.

Ninguno de aquellos hombres hizo amago de bajarse del caballo. Rose sentía que había algo falso en ellos que le desagradaba.

—No veo a ninguno de esos hermanos suyos por aquí.

—Da la casualidad de que ahora no están, pero regresarán esta noche si quiere conocerlos.

Gabe miró a Cato. Rose no tenía idea de qué podían estar pensando, pero no le cabía ninguna duda de que no tenían la intención de esperar a que regresaran.

—Estamos aquí para reclamarles sus impuestos —anunció Gabe.

—Hace poco tiempo que he vuelto, pero estoy seguro de que mis hermanos han pagado lo que correspondía.

—Verificaremos eso cuando regresemos.

—Si no saben si hemos pagado los impuestos, cuándo, ni cuánto, es que no son de la oficina del catastro —afirmó George rotundamente—. Más vale que se marchen inmediatamente.

—No nos referíamos a los impuestos de otros años —aclaró Cato—. Lo que quisimos decir es que este año aún no han pagado. Estamos aquí para calcular cuánto deben y recaudar el dinero.

Rose sabía que no hacía falta pagarlos hasta finales de año, pero dudaba que George lo supiera.

—¿Por qué no se bajan del caballo y pasan a la cocina? —los invitó George.

—Preferimos quedarnos donde estamos —contestó Cato.

El rostro de George se había endurecido. Intuía que esos hombres intentaban estafarlo.

—Según nuestros datos, usted es dueño de cerca de sesenta mil acres.

—Todos nosotros somos dueños del rancho.

—Eso no puede ser. Tiene que estar a nombre de una persona.

—Sí puede ser, y no, no está a nombre de una sola persona.

—Conocemos la ley…

—Yo también. ¿Qué más quieren saber?

Los hombres parecían un poco desconcertados ante la seguridad que mostraba George. Rose adivinaba que ninguno de ellos se había tomado la molestia de leer las leyes de las que hablaban.

—El impuesto es de dos dólares por cada cien dólares tasados. Déjeme ver… Por sesenta mil acres usted debe pagar…

Rose dio un grito ahogado. Habían inflado enormemente el precio. Seguramente se habían enterado de que Jeff había pagado con oro las provisiones que compró y venían a ver cuánto podían sacarle a George. Dudaba que dinero alguno llegara jamás a Austin.

—No puedo calcular una suma tan alta sin papel —señaló Cato, con una mueca de codicia—. Pero son miles de dólares, y todo debe ser pagado en oro.

—Yo no tengo ese dinero —afirmó súbitamente pálido George—, y mucho menos en oro.

—Eso no es lo que nos han dicho —señaló Cato.

—No me importa lo que les hayan dicho —replicó bruscamente George—. No tengo todo ese oro.

—¿Cuánto tiene? —preguntó Gabe.

—Ni siquiera la décima parte.

Rose pudo leer la desilusión en sus rostros.

—De todas formas tienen que pagar el impuesto.

Y hoy mismo.

Los otros hombres habían cambiado gradualmente de sitio, hasta formar un extenso círculo alrededor de George. Demasiado extenso para que él pudiera apuntarles a todos. Uno tenía su mano peligrosamente cerca de la empuñadura de su pistola.

Rose no sabía a quién apuntar con la escopeta.

—Si ese es el impuesto, lo pagaremos —declaró George, sin apartar su mirada de Cato ni soltar por un instante su rifle—, pero tendrán que esperar hasta que podamos juntar todo nuestro ganado y venderlo.

—Tenemos órdenes de recaudar el dinero hoy —explicó Gabe, metiéndose la mano en el bolsillo y sacando un papel doblado, que le pasó a George—. Compruébelo usted mismo.

—Si no tiene dinero, deberá entregar bienes de valor equivalente.

—No tengo nada que valga tanto.

—Pues tendremos que echar un vistazo, solo para cerciorarnos —dijo Cato—; aunque ese toro no está mal para empezar.

Rose al oírlo se enfureció. Perder el toro era arrancar de cuajo los planes que George tenía para el rancho. No podía dejar que sucediera.

—Si pudieran esperar hasta que podamos vender algún ganado, o incluso algunas tierras…

—Aquí dice claramente que no podemos esperar —señaló Cato, empezando a desmontar del caballo—. Si se hace a un lado…

El rifle de George le apuntó al corazón antes de que pudiera poner un pie en el suelo.

—Nadie va a registrar mi casa —manifestó George—, ni hoy ni ningún otro día. Les daré su dinero a su debido tiempo.

Cato se detuvo incómodo, con un pie en el estribo y otro en el suelo.

—Mire, señor Randolph —prosiguió—, de nada sirve sulfurarse. Debemos cumplir órdenes. No podemos hacer nada al respecto. Deje que nos llevemos lo que haga falta. Podrá volver a comprarlo cuando reciba su dinero.

—Súbase de nuevo a esa silla.

—¿Por qué habría de hacerlo? Usted está solo, mientras que nosotros somos seis.

—Mc ocuparé de Gabe y de usted primero —precisó George, con gesto firme.

—Y yo me encargaré de los demás —intervino Rose, dejando a todos atónitos. Se había apostado en medio del corredor—. Ha hecho mal sus cálculos, señor Cato.

Tuvo que esforzarse para no llamarlos mentirosos y gallinas norteñas, pues era crucial evitar un tiroteo. Fuera cual fuera el resultado, no cabía la menor duda de que matarían a George.

—Mire, señora Randolph… —empezó a decir Gabe.

Rose se sonrojó involuntariamente, pero decidió que era mejor que siguieran creyendo que era la esposa de George.

—El impuesto es de veinte centavos por cada cien dólares tasados —informó Rose.

—Los impuestos han subido…

—Lo sé. Subieron el invierno pasado. Antes se pagaban diez centavos.

—Señora, viviendo aquí, usted no puede saber…

—He vivido en Austin hasta hace poco. Sé muy bien cuáles son los impuestos.

—Nuestras órdenes dicen…

—Entonces sus órdenes están equivocadas. Vayan a buscar las correctas.

George miró a Rose. Estaba tan completamente sorprendido como Gabe y Cato.

—No puedo cambiar las órdenes sin más —replicó Gabe, chasqueando los dedos—. Tienen que pagar ahora. Luego pueden hablar con la oficina del catastro para que les devuelvan dinero.

—No —exclamó George categóricamente.

—Tienen que pagar hoy —repitió Cato.

—Eso no es cierto —lo contradijo Rose—. Tenemos hasta el primero de enero del año entrante.

—Señora, le digo que nuestras órdenes dicen que tienen que pagar los impuestos ahora. Las leyes han cambiado.

—No me lo creo —afirmó Rose—. La asamblea legislativa no está en sesión, y ella es la única que puede cambiar las leyes tributarias.

—De acuerdo, digamos entonces que son solo veinte centavos —admitió Cato—. A cinco dólares el acre ustedes tendrán que…

—El acre no vale siquiera un dólar —refutó Rose.

—Mire, mujer…

—El trato de señora es más apropiado —recomendó George.

—Mire, señora…

—Las tierras bajas a lo largo de la ribera se venden por menos de tres dólares. Las tierras más al occidente valen entre sesenta y cinco y setenta centavos. Lo leí en el periódico, y se lo oí comentar a varias personas.

—El valor de los impuestos no se calcula por el precio de venta de las tierras —informó Gabe, intentando intimidar a Rose.

—Eso lo sé —contestó ella sin amilanarse—. Es preciso determinar la mitad de su valor real. Si su papel dice otra cosa, está equivocado.

La discusión llegó a un punto muerto. Se hizo silencio.

¿Qué más podía hacer? Esta gente no iba a dar media vuelta sin más y regresar a Austin. Había oído hablar de pandillas como esa, que se presentaban en ranchos apartados y se llevaban todo lo que podían cargar, incluyendo la comida.

Ella, en cambio, tenía una posibilidad. Pero al jugar esa carta, al revelar su secreto, tendría que irse del rancho enseguida. Tal vez incluso aquella misma noche. La sola idea de marcharse le dolía, pero de todos modos no tenía mucho futuro en aquel lugar. Lo mejor sería ayudar a George y partir antes de que fuera aún más difícil arrancárselo del corazón.

Antes de que pudiera abrir la boca, se oyó el ruido de unos cascos, y los chicos aparecieron ante la vista de todos.

En un palo apoyado entre las sillas de Hen y Sal, colgaba un jabalí muerto. Monty llevaba un perro herido en su regazo.

—Mirad lo que hemos cazado —gritó Zac mientras galopaba hacia el pequeño grupo de personas reunido frente al porche—. Sal dice que sabe cómo hacer una verdadera parrillada al estilo de Georgia.

—Sé que volvemos demasiado temprano, señorita —se excusó Sal cuando estuvo cerca de las escaleras, examinando de soslayo a los hombres que rodeaban a George—, pero tenemos que limpiar el puerco esta misma noche o de lo contrario se echará a perder. La carne no se conserva cuando hace tanto calor.

Rose notó que había cambiado de lugar el palo, de tal manera que el brazo con el que disparaba quedara libre.

—No tengo ni la menor idea de cómo se prepara —señaló Rose, mirando el enorme cadáver negro, salpicado de barro y sangre.

—Yo me encargaré de eso, señorita —propuso Sal—. Solo necesito un poco de ayuda de vez en cuando.

Hen y él dejaron el jabalí entre George y los desconocidos.

—Homero deberá quedarse en casa unos días —comentó Monty, bajándose del caballo y cogiendo al jadeante perro para llevarlo hasta el corredor, donde estaba su lugar favorito de descanso—. Se ha hecho daño en una pata.

Y se quedó justo al lado de Rose, con su mano a unos pocos milímetros de su pistola.

—Debiste habernos visto cuando lo cazábamos —presumió Zac, emocionado de contarle a Rose todos los detalles, sin percatarse de la tensión que le rodeaba.

—Ya nos lo contarás más tarde —advirtió George—. Estoy hablando de negocios con estos señores.

Gabe y Cato no parecían muy contentos de verse repentinamente enfrentados a seis hombres, todos armados y valientes.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó Jeff, situándose junto a George—. Los vi merodeando por Austin.

—Son de la oficina del catastro —indicó George—. Están aquí para cobrarnos los impuestos.

—Ya los pagamos —declaró Monty.

—Ese asunto ya está arreglado. Rose está tratando de ayudarlos a calcular el valor de los nuevos impuestos.

—¿Rose? —exclamó Jeff sorprendido—. ¿Qué puede saber ella?

—Por lo visto, bastante —comentó George.

—Aún no nos hemos puesto de acuerdo sobre el valor de los impuestos —afirmó Gabe.

—¿Cuánto es? —preguntó George, volviéndose hacia Rose.

Ella se disponía a entrar en la casa y dejar que los hombres hicieran el resto de las negociaciones. Pero no quiso desairar a George.

—Si el valor de la tierra es de un dólar por acre (y eso es el doble de lo que realmente debe ser, como podrán comprobar cuando lleguen a Austin), su precio total es de seiscientos un dólares. Veinte centavos por cien, da aproximadamente cien dólares.

—Ciento veinte —precisó Jeff.

—Dividan eso por la mitad —terminó Rose.

—Sesenta dólares —anunció George.

Los hombres parecían enfadados por la pequeña suma mencionada, pero no se marcharon.

—Hay algo más —alegó Gabe.

Ahora parecía agresivo. Su delator acento de Nueva Inglaterra era más fuerte que antes. Rose imaginó que, como le habían arruinado el plan, intentaba provocar tantos problemas como le fuera posible.

—¿Combatió usted en el Ejército Confederado?

—Sí.

—¿Algún otro hermano?

—Sí, yo —dijo Jeff de motu propio.

—Pues entonces deben pagar un impuesto especial.

—¡Miente! —gritó Rose desafiante. Esta vez no le sería tan fácil salir bien librada.

—Está claro que la única razón por la que están aquí es para causar problemas —declaró George—. ¡Lárguense de mis tierras!

—No creo que debamos dejarlos marchar —señaló Hen.

—Si nos ponen la mano encima —advirtió Gabe—, les enviaré el ejército.

—Dudo mucho que el ejército venga hasta aquí —le susurró Rose a George—. Redujeron Brenham a cenizas, y ni una sola persona fue arrestada. Incluso atacaron Brownsville.

—No pienso dejarlos en paz —alardeó Gabe—. De hecho, hablaré con el general Charles Griffin tan pronto como regrese. No ha sido muy amable que digamos con los ex confederados.

Los hermanos Randolph formaron un cordón frente a la casa. Rose y Sal se situaron a ambos lados de George. A Zac lo habían empujado detrás.

—El general Griffin no vendrá si no hay nadie que pueda darle el mensaje —indicó Monty.

—Hay una extensa llanura entre este lugar y Austin —añadió Hen.

—Saben dónde estamos —replicó Gabe.

Rose podía ver que aquella fila de rostros severos había hecho flaquear su valor.

—Propongo que los matemos aquí mismo —ofreció Monty.

—Les mandarían a la horca por ello —replicó Gabe a la desesperada.

—Si alguien llega a encontrar sus cuerpos, creerá que fueron los bandidos de Cortina —dijo Hen.

No era una afirmación vana, y los hombres lo sabían.

—Somos muchos. No podrán matarnos a todos.

—Creo que hay algo que deberían ver —añadió Hen.

Desenfundó su pistola tan rápido que pareció que esta hubiera aparecido de repente en su mano. Los hombres miraron asombrados.

—¿Ven el panal que cuelga de aquel alero? —preguntó Hen, señalando un avispero de cinco centímetros que estaba a unos quince metros de distancia.

Los hombres asintieron con la cabeza. Al instante siguiente, Hen disparó. El panal desapareció, y las avispas con él.

—Les aconsejaría que volvieran a Austin y se olvidaran de que alguna vez estuvieron aquí —intercedió Rose.

—No podemos dejarlos ir —objetó Monty al tiempo que desenfundaba su pistola—. Tenemos que matarlos a todos.

—El general Griffin estará aquí antes de que finalice la semana —amenazó Gabe—. Para cuando sus hombres hayan acabado no quedará nada en pie.

Rose supo que no podía callar más tiempo. Había visto lo que el ejército podía hacer. Todo por lo que los chicos habían luchado, todo por lo que George se había sacrificado, podría ser destruido para siempre. Respiró hondo.

—Entonces el general Grant los procesará a todos en Consejo de guerra y hará que los manden a la horca.

—¡Está loca! —exclamó Gabe.

—El general Grant ha dado la orden al general Sheridan, de Luisiana, de ocuparse de que el ejército me proteja —anunció Rose—. Además me ha prometido enviar indultos presidenciales a George y Jeff tan pronto como pueda encargarse de ello.

—Su esposa está chiflada —le dijo Gabe a George—. El general Grant nunca ayudaría a ningún sureño.

Pero nadie escuchaba a Gabe. Todos miraban fijamente a Rose.

—Tengo la carta del general Grant en mi bolsillo —indicó Rose a George—. Sal la trajo, ¿recuerdas?

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