Rose

Rose


Capítulo 15

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15

La débil luz de la mañana rasgó la penumbra de la habitación. George se movió y abrió los ojos. No podía ver con claridad. ¿Dónde estaba? Se sintió desorientado. Lo único que sabía era que no estaba en su cama. Tenía que levantarse. Tenía que descubrir dónde se encontraba.

Al intentar incorporarse sintió un dolor punzante en el centro de su cabeza. Se la agarró con las manos y se desplomó en la almohada. Intentó levantarse de nuevo. El dolor seguía siendo espantoso. Dejó escapar un gemido. ¿Estaba herido? ¿Tenía alguna lesión que no podía recordar?

—¿Cómo te sientes?

No estaba solo. Era difícil adivinar con la cabeza martillándole de aquella manera, pero parecía la voz de Rose. Seguramente estaba en casa. Debía estar enfermo.

Abrió los ojos otra vez. El rostro de Rose apareció en medio de la bruma que parecía rodearlo. Paulatinamente la habitación fue tomando forma. No era su cuarto. No estaba en casa.

—Debiste haber bebido más de lo que pensé —declaró Rose—. Hace una hora que trato de despertarte.

¿De qué estaba hablando? Él nunca bebía. Sabía en lo que el alcohol convirtió a su padre, volviéndole irritable y cruel. Buscando siempre pelea con todos y soltando atrocidades o despiadadas calumnias. George había jurado que nunca bebería.

Sin duda era Rose la que había bebido. Nada de lo que decía tenía sentido.

—Hay una cola de gente ahí fuera esperando enterarse cómo sobreviviste al whisky y a tu noche de bodas.

Con un impacto parecido al de la coz de una mula, recordó de golpe los acontecimientos del día anterior. ¡Se había casado!

¡Y se había quedado profundamente dormido en su noche de bodas!

No sabía si echarse a reír o salir corriendo de la vergüenza.

Decidió reír. Tal vez así no se sentiría tan humillado. Pero el dolor de cabeza era insoportable. Le dolía hasta cuando movía los músculos de la cara.

—¿Qué hora es? —logró preguntar. Su voz sonaba pastosa, y arrastraba las palabras.

—Son más de las diez. Hace calor, pero va a ser un día estupendo.

—¿Entonces por qué está el cuarto tan oscuro?

—Pensé que sería mejor para tus ojos.

Ella se acercó a la ventana para abrir los postigos. Una luz cegadora hizo que una terrible punzada penetrara hasta el centro de su cerebro. George volvió a agarrarse la cabeza, apretando con fuerza sus ojos con las palmas de las manos.

—Sí, ya lo veo, un día encantador.

Quiso parecer jovial y algo irónico, pero en realidad sonó enfadado.

Rose se rio con dulzura.

—Imagino cómo debes sentirte, pero no te puedes quedar en la cama todo el día. ¿Crees que podrás levantarte?

Pensó que el esfuerzo lo mataría, pero debía intentarlo.

—Nos acaban de traer café.

Si el esfuerzo por levantarse no lo mataba, eso seguro que sí. Odiaba el café. Si mal no recordaba, había bebido muchísimo la noche anterior. En algún lugar había oído decir que el pecado se pagaba con la muerte. Bueno, pues él había pecado, pero al parecer los ángeles pensaban que la muerte no era castigo suficiente. Iban a mantenerlo vivo hasta exprimirle la última gota de dolor.

De nada servía posponerlo más tiempo. Tenía que levantarse. Morir en el intento sería lo mejor que podría pasarle.

George se incorporó.

Creyó que los ojos se le saldrían de las cuencas arrancados de un tirón del centro de su cerebro. Rose volvió a perderse en medio de las brumas. Pasó todo un minuto antes de que pudiera verla de nuevo.

—Parece que realmente bebí demasiado —manifestó.

Hasta un tonto podía darse cuenta, pero su capacidad de comunicación estaba muy limitada. Le sorprendía poder recordar las palabras suficientes para formar una frase.

—Sal dice que brindaste con todos los hombres de la ciudad.

—¿A nadie se le ocurrió recordarme que no bebo?

—Nadie lo sabía.

—¿Cómo podrían saberlo si no hice más que demostrar lo contrario?

George se sentó en el borde de la cama apoyando la cabeza en sus manos y los codos en las rodillas. No quería siquiera saber qué opinión se estaba formando Rose del hombre con el que acababa de casarse. Semejante panorama no era como para dar saltos de alegría.

Levantó la cabeza, y fue recompensado con más punzadas de dolor que le traspasaron la base del cráneo.

—¿Quieres una taza de café?

—No, pero dámelo de todas formas. Supongo que debo empezar a expiar por mis pecados.

George había olvidado cuánto odiaba el sabor del café. Especialmente el de Tejas. Parecía que lo hirvieran durante horas en una olla llena de bellotas, cascaras de pacanas y alguna hierba que le daba un sabor herrumbroso y ácido al mismo tiempo.

Lo probó sin rechistar, esperando que llegaran pronto a cobrarle sus deudas, pero parecía que el ángel de la muerte también había dormido hasta tarde. Tomó otro sorbo. Al menos aquel sabor le ayudaba a olvidarse del dolor. Ahora solo esperaba no ponerse malo.

—¿Quieres desayunar?

—No —más que una negación, su respuesta fue una súplica.

—Genial, porque tengo aquí suficiente para tres personas. La señora Spreckel dice que tienes que comértelo todo. Está convencida de que necesitas recuperar fuerzas después de lo de anoche.

—¿La señora Spreckel?

El nombre le hacía pensar en una gallina clueca muy quisquillosa, de plumas blancas y negras.

—La despertaste a la una de la madrugada porque querías darte un baño caliente, ¿recuerdas? Estabas decidido a meterte en tu lecho nupcial tan fresco como una lechuga.

Que el café le matara le pareció el menor de sus castigos. Seguramente su ignominia ya había sido difundida por toda la ciudad. Respiró hondo, se bebió el resto del café y le dio la taza a Rose.

—Por lo visto la única manera de contrarrestar la impresión que he causado es actuando desvergonzadamente. Tráeme el desayuno y montones de café. Si sobrevivo, y en este momento espero sinceramente que no sea así, pasearemos por toda la ciudad tan orgullosos como pavos reales y tan insolentes como aventureros norteños, con las cabezas altas y desafiando con la mirada a todo el que se atreva a ponernos cara de pocos amigos. Y disimularé lo mejor que pueda para fingir que sé exactamente dónde está el suelo.

Rose se rio.

George esbozó una sonrisa a pesar de sí mismo.

—No dejarás que lo olvide, ¿verdad?

—¡No lo sé!

—No debes contárselo a los chicos. Monty no haría más que recordármelo.

—¿Me crees capaz de contarlo?

—No, pero tendré que tener cuidado de no hacer enfadar a Sal, o a la mitad de la población masculina de Austin.

—Sal dice que los hombres sienten un respeto reverencial por ti. Nunca habría pensado celebrar mi boda de esa manera, pero los hombres son seres extraños e incomprensibles.

—Sí, lo somos —asintió George.

Una vez que sus ojos se adaptaron a la luz del sol, George se divirtió muchísimo. Se propuso detener a todas las mujeres que veía con el ceño fruncido o una arruga en la frente, Les sonreía, charlaba con ellas y las piropeaba hasta que se marchaban completamente aturdidas con su abrumadora y disparatada cháchara. Paraba a personas que no había visto nunca para contarles que estaba en su luna de miel. También a aquellas que Rose no conocía para presentarles a su esposa. Estaba decidido a parecer ingenua, completa e insufriblemente feliz. Quería que todos en Austin supieran que se había casado con «la yanqui» y que estaba orgulloso de ello. Llevó a Rose al Emporio de Dobie e intentó comprarle unos vestidos que ella no quería. La llevó a la tienda de Hanson e intentó comprarle muebles que no necesitaba. La llevó al Bon Ton e hizo que Dottie atendiera a su antigua camarera.

No hizo falta esforzarse para que en el hotel Bullock todos supieran que había exigido la medianoche pasada un baño caliente antes de acudir al lecho nupcial. La señora Spreckel ya se había encargado de ello.

Paseaban cogidos del brazo, hacían compras uno al lado del otro, se hablaban en susurros, se reían de chistes que solo ellos podían entender y fingían no ser conscientes de que no estaban solos en las calles.

—Por supuesto que necesito ayudantes —exclamó George cuando Silas Pickett se presentó a sí mismo y le dijo que estaba buscando un empleo—. Pero solo puedo pagar cuando venda la vacada. No puedo suministrar más que monturas y comida. Tienes que traer tu propio equipo.

—Por mí no hay problema.

—¿Has trabajado alguna vez con ganado?

—Alguna.

—Entonces sabes más que el resto de nosotros —señaló George—. Ve a hablar con Sal. Él es quien se encarga de contratar los hombres que necesito. Yo estoy ocupado con otros asuntos.

George seguía distraído el lugar donde Rose se había detenido, a unos cuantos metros de donde él se encontraba. Miraba un escaparate. Algo había llamado poderosamente su atención. Fuera lo que fuera, estaba resuelto a comprárselo.

—Me he enterado de la noticia. Supongo que debo felicitarlo.

—Gracias —contestó George, estrechando la mano que el hombre le tendía.

—Imagino que no tardará en construir una casa en la ciudad.

—¿Por qué lo dice? —preguntó George sorprendido.

—Simplemente lo supuse —dijo el ex soldado, claramente consciente de que se había equivocado—. Como está vendiendo una vacada y se acaba de casar… Una granja en medio del monte no parece ser un lugar ideal para una mujer guapa.

—Quiero vender unos novillos para comprar ganado y criarlo. Mis hermanos y yo planeamos tener mucho más que una granja en cinco años. Sal ya debe estar en el hotel. Mi esposa me está esperando.

George se olvidó del hombre casi inmediatamente. Era mucho más agradable pensar en Rose.

Ella se apartó cuando lo vio venir. Trató incluso de taparle la vista del escaparate, pero George alcanzó a ver el objeto. Estaba sobre una tela de terciopelo negra y titilaba con picardía a la luz del sol.

Era un anillo de oro engastado con un enorme topacio amarillo. Era precioso. Sería perfecto para su tez y el color de su cabello. El esfuerzo que hacía por distraer su atención no hizo más que reforzar su impresión de lo mucho que le gustaba.

Sin embargo, no podía permitirse comprarlo. El dinero que tenían apenas les alcanzaba para vivir hasta que vendieran todos los novillos. Y era de toda la familia. No tenía ni un céntimo propio.

George cogió su mano y la condujo hasta el escaparate de la joyería.

—¿Te gusta ese anillo? —preguntó.

Tenía que mencionarlo, pues ella nunca lo haría.

—¿Cuál? —preguntó Rose, pese a que sus ojos se encontraron de inmediato con el anillo de topacio.

—El que tiene una piedra amarilla. Creo que hace juego con el color de tus ojos.

—Tal vez —dijo Rose volviéndose—, pero no puedo ponérmelo en los ojos. Además, es demasiado caro. No imaginaba que el topacio pudiera ser tan costoso.

—¿Lo quieres?

—No sé. No estoy segura de que me guste ese tono de amarillo. Es demasiado oscuro.

A George le parecía que era perfecto.

—Además, estoy esperando que vendas la vacada. Entonces podrás comprarme algo verdaderamente caro. ¿Cómo crees que me quedarían unos rubíes y unos zafiros?

Seguramente estaría encantadora, aunque eso no quitaba que lo dijera para distraer su atención del anillo. Le echó una última mirada mientras se alejaban del escaparate. Le hubiera gustado comprárselo, pero tendría que esperar hasta tener algún dinero propio. No sabía cuántos años pasarían antes de que pudiera gastar esa cantidad de dinero en un anillo. Sabía que a Rose no le importaría esperar, pero a él sí.

Un temblor de tierra la despertó.

Rose se incorporó sobresaltada. No podía ver nada en la insondable oscuridad que la rodeaba. Regresaban al rancho, y George había insistido en que acamparan en aquel tupido monte. Se volvió hacia el lugar donde él debía encontrarse acostado junto a ella.

¡No estaba!

—¡George! —exclamó con voz ahogada.

—¡Shhh! —siseó Silas Pickett desde algún lugar cercano. Estaba apostado con los demás hombres junto a los caballos para mantenerlos en silencio—. George y Sal han ido a ver qué sucede —explicó Silas—. Dijo que debíamos quedarnos aquí pasara lo que pasara.

Rose esperó acurrucada entre sus mantas. Sentía tanto miedo que le castañeteaban los dientes. Inmediatamente pensó en los indios que Zac y ella habían visto. ¿Se trataría de los hombres de Cortina? ¿Andaría ya por Tejas el temible bandido? ¿Y dónde estaba el ejército? ¿No se suponía que debería proteger a los ciudadanos de los indios y los malhechores?

Oyó un susurro en la maleza que estaba junto a ella, y estuvo a punto de gritar cuando George apareció a su lado. Se lanzó a sus brazos.

—Son unos bandidos mejicanos que se están llevando cientos de cabezas de ganado —informó.

—¿Tienen reses nuestras? —preguntó ella atemorizada.

—Nuestro rancho está demasiado lejos de aquí.

—¿Son hombres de Cortina?

—No lo sé. No me he parado a preguntárselo. Son cerca de cuarenta o cincuenta hombres.

—¿Crees que intentarán robar nuestro hato?

—Es probable —respondió George.

—¿Qué piensas hacer?

—Luchar.

—¿Pero cómo vas a enfrentarte contra tantos hombres?

—Si no lo hago, se llevarán todo lo que tenemos.

Rose casi había olvidado que la frontera no era tan segura como Austin. Había olvidado que George y sus hermanos podrían tener que luchar y morir por sus tierras.

—Recogedlo todo. Nos vamos.

La orden de George la aterrorizó.

—¿Por qué? ¿Saben que estamos aquí?

—No. Vamos a dispersar esa vacada.

Rose fue presa del pánico.

—¿Qué puedes hacer contra tantos hombres?

—No mucho, pero no puedo quedarme aquí viéndolos robar ese ganado sin intentar hacer algo. Nosotros somos muy pocos para tratar de recuperarlo, pero si logramos que la manada dé media vuelta y salga en estampida hacia sus ranchos, tal vez los dueños tengan tiempo de alcanzarla.

—Quiero ir contigo.

—No. Silas y tú continuaréis hasta casa en el carromato. Nosotros os alcanzaremos antes del amanecer.

—Pero ni siquiera tienes un caballo.

—Espero que Silas me preste el suyo.

El aludido asintió con la cabeza.

Rose sabía que era inútil discutir con George, y más aún tratándose de una ofensiva.

—Ya llegan —anunció Sal, corriendo al matorral donde George había tendido una emboscada.

—¿Cuántos vienen de avanzadilla?

—Solo dos. Alex y yo ya eliminamos a los centinelas.

George sonrió.

—¡Cómo hubiera querido tenerte bajo mi mando durante la guerra! Les hubiéramos hecho pasar unas cuantas noches en blanco.

—¿Estás seguro de que todo lo que quieres es que el ganado dé media vuelta? —le preguntó Sal.

—Es cuánto podemos hacer —repuso George—. Si tratamos de matarlos a todos, tendremos a la mitad de los forajidos de Méjico pisándonos los talones. No quiero poner en peligro la vida de Rose, y menos por los cuernilargos de otro. Ahora ve a apostarte en tu lugar. Cuando me oigas dar un grito, corre gritando tú también.

Sal sonrió.

—¿Crees que el grito Rebelde asustará a esos bandidos?

—Siempre funcionó con los yanquis. Seguro que también asusta a esos canallas.

George temblaba de emoción. Como un semental salvaje que huele la cercanía de un rival, se moría de impaciencia por dar la señal de ataque. Le agradaba estar de nuevo al mando de un grupo de hombres. Solo hubiera querido tener suficiente apoyo para aniquilar a todos los bandidos que se atrevieran a cruzar el Río Grande. Se veía dispuesto, incluso, a llevar el combate hasta las mismísimas puertas de Cortina.

Si solo pudiera asumir el mando de uno de los fuertes de Tejas…

George no pudo completar su pensamiento. El primer novillo surgió en aquel momento de la maleza. Clavando sus talones en las ijadas de su montura, George soltó un espeluznante grito Rebelde y dirigió una descarga cerrada de balas sobre las cabezas de los cuernilargos que se acercaban. Casi inmediatamente se escucharon explosiones similares provenientes de cuatro puntos del monte. Los jinetes que dirigían el ganado se cayeron de sus sillas antes de poder sacar sus pistolas.

Mirando con ojos desorbitados a los atacantes, el novillo que lideraba el ganado alzó la cabeza, soltó un mugido de pavor y se echó encima de los cuernilargos que venían detrás de él. A los pocos segundos el ganado recorría a toda velocidad el camino de regreso a sus tierras de pastoreo.

Sabiendo que los demás bandidos tenían que correr en el sentido de la manada si no querían morir aplastados, George y sus hombres los persiguieron inundando la noche de gritos y disparos para forzar a las reses a transitar lo más rápido posible durante más de cuarenta kilómetros.

Rose nunca había presenciado una estampida, y no sabía cómo interpretar los diferentes sonidos que llegaban a sus oídos: primero un inquietante silencio, luego una sobrecogedora erupción de voces seguida del estruendo de miles de patas y, finalmente, el gradual retorno del silencio.

No le preguntó a Silas qué estaba sucediendo. No quería saberlo. Solo quería tener a George a su lado y que esos bandidos se fueran tan lejos como fuera posible. No le interesaba siquiera pensar en lo que ocurriría si esos hombres atacaban el rancho.

Trató de concentrarse en las cosas que tenía que hacer cuando llegaran a casa. Aunque no fuera muy alentador, era mejor que preguntarse si volvería a ver a George.

El oír el sonido de cascos en la distancia hizo que los músculos de su estómago se relajaran.

—Ese debe ser mi esposo —exclamó.

—¿Cómo sabe que no son los bandidos? —preguntó Silas.

—George nunca permitiría que salieran a nuestro encuentro —respondió Rose.

Puede que no supiera nada acerca de la guerra ni de las tácticas militares, pero sí sabía que George se aseguraría de que ella estuviera a salvo. De hecho, había transformado radicalmente su vida por hacer justamente eso.

Lo avistó desde el momento en que salió de la espesura. Su cara era toda sonrisas. Parecía más feliz y relajado de lo que ella recordaba haberle visto jamás. Comprendió que su felicidad se debía al hecho de haber comandado a sus hombres en una batalla de éxito, y se le oprimió el corazón.

Debió sentirse como si estuviera de nuevo en el ejército.

Solo entonces Rose se dio cuenta de cuánto había llegado a ilusionarse con que George no regresara al ejército. Pero si eso le hacía feliz…

—Dudo que ese ganado llegue a Méjico —comentó George al acercarse. Un instante después ya estaba sentado junto a Rose en el carromato—. Tal vez cojan a algún bandido atrapado entre la vacada.

—¿Hay alguien herido? —preguntó Rose.

—No, nuestros hombres están ilesos —contestó George—. Hace mucho tiempo que no me sentía así de bien. Es una pena que no podamos reunir un grupo de hombres para expulsarlos definitivamente de Tejas.

—Estoy seguro de que el gobernador estaría dispuesto a ayudarte —afirmó Sal—. Después de esta noche, te daría toda una tropa si se la pidieras.

Rose sintió que algo moría dentro de ella. Había olvidado esa herida abierta en el corazón de George. Después de aquella noche su determinación de volver al ejército sería aún más fuerte.

—No. Ha sido divertido —añadió George—, pero un hombre casado tiene cosas más importantes que hacer que ganarse la vida persiguiendo bandidos —le dio un abrazo a Rose—. De lo contrario, no debió haberse comprometido.

Rose sintió que el nudo de tensión, las marañas de miedo, empezaban a soltarse y desaparecer. George no la dejaría. No quería dejarla.

Había hecho lo correcto al casarse con él.

George se sorprendió de sentirse tan contento por regresar a sus tierras, reconocer rasgos del paisaje que le eran familiares, incluso de divisar una vaca o novillo bravo que le traía algún recuerdo. Todo era tan distinto de Virginia que nunca había pensado siquiera en intentar que le gustara Tejas. Era asombroso descubrir que ahora consideraba esa región su hogar.

¿Le debía este nuevo sentimiento a Rose y a su matrimonio?

Era imposible decirlo, pero todo en su vida había cambiado desde el día en que entró en el Bon Ton. Y esperaba que siguiera cambiando. Pese a que le preocupaba el efecto que podría tener en los chicos.

No sabía cómo iba a darles la noticia. Si ya iba a ser difícil sin Jeff, con él, sería casi imposible. Estaban acercándose a la casa. Si esperaba mucho más, ellos mismos lo descubrirían.

Sal y los cuatro hombres contratados —Silas Picket, Ted Cooper, Ben Preyer y Alex Pendleton—, fueron a buscar a los gemelos. George y Rose prosiguieron solos el camino a casa.

—¿Nerviosa? —preguntó George.

—Un poco, ¿y tú?

—También.

—Es por Jeff, ¿verdad?

Él asintió con la cabeza.

—¿Qué le vas a decir?

—Que eres mi esposa.

—¿Y qué más?

—Lo demás dependerá de él.

Se oyó un grito en el matorral que estaba junto al camino. Fue tan imprevisto que los caballos medio se encabritaron. George no se sorprendió lo más mínimo cuando Zac salió repentinamente de la maleza.

—¡Has vuelto! —le gritó a Rose, ignorando por completo a su hermano.

Subió al carromato y la abrazó hasta torcerle el sombrero y poner en peligro su peinado—. ¡Conseguiste que volviera! —exclamó, volviéndose hacia George—. No creí que pudieras hacerlo.

La radiante felicidad que se veía en los ojos de Zac compensaba con creces cualquier cosa que Jeff pudiera decir. El mundo del pequeño había recobrado su eje.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Zac después de sentarse entre George y Rose.

—Rose y yo nos hemos casado —anunció George—, y una esposa debe ir a casa con su marido.

George esperó que Zac dijera algo. Su reacción podría indicarle cuál sería la de los demás.

—¿Puedo quedarme con tu cama? —preguntó Zac, con la emoción brincándole en los ojos.

La carcajada de George rompió la tensión que durante la última hora se había acumulado en la base de su cráneo. Todo el camino agobiado por la reacción de sus hermanos, y lo único que le importaba a Zac era quedarse con una cama más grande.

—Ya veremos.

—Eso quiere decir que no. No puedes engañarme.

—Quiere decir que me has cogido desprevenido. No he tenido tiempo de pensar en eso. Tal vez la necesite otro más que tu. Si es así, podrás quedarte con su cama.

—A los niños nunca nos dan nada —se quejó Zac—. Me fugaré a Nueva Orleáns.

—Espero que no lo hagas —repuso Rose—. ¿Quién me ayudaría con la cena?

—No será Tyler. En cuanto te vea, saldrá corriendo.

—¿Se ha quedado Tyler contigo?

—Sí, y todo el tiempo se ha portado como un hijo de puta.

—Creo percibir la influencia de Monty en tu vocabulario —señaló George, lanzándole una mirada severa—. Te prohíbo que vuelvas a usar ese lenguaje.

—Tyler lo hace.

—Hablaré con Tyler y con Monty. Un niño de seis años no debería soltar esas palabrotas.

—Pronto tendré siete —le informó Zac a su hermano—. ¿Entonces podré soltar palabrotas?

Rose estuvo a punto de desarmar la seriedad de George con una risita impertinente.

—No, ni cuando tengas siete, ni ocho ni doce.

—¡Maldición! —protestó Zac, mirando acto seguido a su hermano—. No quise decir esa palabra —alegó—. Se me escapó.

—Eso es lo que me aterra. Creo que ya es hora de que mande a Monty a hacer un largo viaje.

—Manda a Jeff. Monty me cae bien.

Este ingenuo comentario dejó a George pensativo. Se inquietó aún más cuando vio la expresión en la cara de Tyler al salir de la casa, en el momento en que el carromato se detuvo en el jardín. Tenía un cuenco en su brazo y estaba mezclando algo.

—¿Qué hace ella aquí? —preguntó.

—Nos hemos casado —le informó.

Tyler miró boquiabierto a Rose durante un larguísimo segundo. Su mano dejó de remover. Arrojó el cuenco al suelo y salió corriendo.

—Tyler estaba haciendo un relleno —apuntó Zac, mirando los restos esparcidos—. Pero eso no lo parece.

—Al parecer voy a tener que seguir disculpándome por el comportamiento de mis hermanos —comentó George.

Rose se tomó con calma la desaparición de Tyler.

—Regresará a tiempo para cenar —recogió el recipiente, examinó su contenido y luego se lo echó a las gallinas—. Será mejor que empiece a preparar la cena. Los gemelos no tardarán en llegar a casa. George, encárgate del equipaje. Zac, necesito huevos y leña. Estoy segura de que a Tyler no le has llevado ninguna de las dos cosas. Tráemelos enseguida.

Los dos hermanos se aprestaron a obedecer; Zac con mucha más rapidez que George. Zac solo tenía que coger huevos, partir leña y servir la leche. George tenía que pensar qué iba a decirles a sus hermanos.

Al final no hizo falta decir nada. Sal ya les había dado la noticia.

Monty llevó su caballo prácticamente hasta las escaleras de entrada, se bajó de un salto, entró precipitadamente en la cocina y abrazó a Rose con fuerza. Sin darle tiempo de soltar la cuchara que estaba usando para remover una olla de judías, la levantó dándole la vuelta y le dio un beso en los labios.

—Gracias a Dios que George entró en razón. Ahora puedo volver a comer.

—¿Nunca piensas en nada que no sea tu estómago? —le preguntó Rose riendo.

—Sí —contestó Monty, con esa sonrisa encantadora que Rose no dudaba acabaría conquistando a más de una jovencita—, pero siempre intuí que tú estabas prohibida para mí. Además, no has tenido que comer lo que Tyler nos ha cocinado estos últimos días. Juro que ha estado vengándose de nosotros por preferir tu comida a la suya.

—Baja a mi esposa —ordenó George, con un leve tono de irritación—. Puedes darle un beso, pero ese no es un abrazo muy fraternal.

Monty siguió estrechando a Rose en sus brazos, de forma que sus pies colgaban en el aire y su pecho se aplastaba contra el suyo. En los ojos del muchacho se reflejo aquel conocido brillo de picardía, y por un momento Rose temió que quisiera provocar a su hermano. Estaba dispuesta a echarle encima un cucharón de judías si era necesario, pero Monty sonrió afablemente y la bajó.

—No quiero causar problemas, aunque no deja de ser muy tentador con George mirándome tan serio como un mormón.

Hen dio un paso adelante y, de un empujón, aparto a su hermano.

—Me alegra que hayas vuelto. Nunca pensé que George hiciera un matrimonio tan sensato —afirmó, y le dio a Rose un discreto beso en la mejilla.

—Puedes darle un verdadero beso —dijo Monty, provocando a su hermano gemelo—. A George no le importará.

Hen se alejó de Rose, lanzándole a Monty una mirada asesina.

—Muchas gracias por la acogida que me habéis dado —repuso Rose, sintiendo un incómodo hormigueo en el estómago—. La aprecio enormemente.

—No tanto como nosotros apreciamos…

—Monty, si mencionas mi cocina una vez más, no prepararé la cena. A una mujer le agrada que un hombre disfrute con su comida, pero también le gusta pensar que la aprecian por sí misma, aunque solo sea un poco.

—Cuando pienso en ti, de inmediato te asocio con comida.

A Hen se le notaba en la cara que estaba disgustado. Golpeó a su hermano en el hombro con tanta fuerza que Monty estuvo a punto de caerse.

—Lo que te está diciendo, imbécil, es que le gustaría pensar que la querrías aunque no supiera cocinar.

Monty le devolvió el golpe.

—No soy ningún imbécil, aunque no sepa decirle cosas bonitas a una mujer.

—Ya aprenderás cuando llegue el momento —intercedió Rose cuando los dos chicos empezaron a pegarse de verdad—, pero como os peleéis en mi cocina, os quedareis sin cenar.

—Será mejor que vayáis a lavaros —recomendó George—. Y poneros ropa limpia. Quiero que esta noche sea una celebración.

—Yo no quiero estar aquí si Tyler y Jeff vienen —señaló Zac.

Hen levantó a su hermano menor, lo alzó sobre su cabeza y amenazó con hervirlo en la tina de lavar antes de la hora de la cena.

Zac gritó de placer.

—Cuenta con Zac para llegar directo al meollo del asunto —señaló George.

—Al menos le caigo bien a tres de tus hermanos —indicó Rose—. Muchas esposas cuentan con mucho menos que eso al comienzo.

—A lo mejor…

—Tyler terminará por aceptarme. Solo está enfadado conmigo porque le he quitado su cometido. En cuanto a Jeff, bueno, tampoco estoy muy segura de que yo le desagrade. Pero no puedes hacer nada al respecto, así que deja de preocuparte.

—No me importaría si se tratara solo de mí.

—Bueno, no te preocupes tanto —insistió Rose, poniéndose de puntillas para darle un rápido beso—. Resistí las agresiones de las honorables damas de Austin. Después de eso, no creo que note mucho la presencia de Jeff.

Pero sí la notó. Todos lo hicieron.

Nadie faltó a la cena. Sal y los nuevos empleados se sentaron con los demás. Jeff no abrió la boca. Evitó mirar a George. De hecho, rara vez apartó la vista de su plato. Y ni siquiera miró a Rose de soslayo.

Al principio todos permanecieron en silencio concentrados en el importante asunto de comer. Después de haber tenido que subsistir a base de la bazofia que Tyler preparaba, o la que ellos mismos se hacían cuando era imposible comer la otra, estaban ansiosos por recuperar el tiempo perdido. Todos, excepto Rose y George, comieron hasta saciarse. Al terminar, se acomodaron para hacer la digestión, y la conversación giró en torno al ganado.

—El resto de la cuadrilla llegará en uno o dos días —informó Sal—. El tiempo que tardemos en arrear las bestias dependerá de lo grande que sea la vacada que quieres sacar.

—Silas nos ha explicado cómo construir un corral y un pasillo para marcar el ganado —le contó Monty a George—. Eso nos ahorrará mucho tiempo.

—Y nos facilitará las cosas —añadió Hen—. No es moco de pavo tratar de derribar un novillo de cinco años que es más grande que tu caballo.

—Mientras contemos con ayuda, quiero examinar todo el ganado y separar los toros que no nos queramos quedar —comentó George—. Podemos marcar las bestias que falten y al mismo tiempo escoger las que queremos vender.

—Eso probablemente nos llevará un mes más —señaló Silas.

—También quiero hacer un recuento de las reses —anunció George—. Si los cuatreros nos robaran un rebaño esta noche, no sabríamos cuántos animales habríamos perdido.

—Perdemos más bestias con los McClendon llevándoselas de una en una cuando les apetece que con los bandidos —recordó Monty—. ¡Cómo me gustaría expulsarlos a todos de este estado!

Jeff levantó la cabeza indignado.

—No digas una sola palabra. No toleraré que discutamos entre nosotros. ¿Entendido? —le paró George antes de que dijera nada.

Todos, incluido Jeff, entendieron que aquello era mucho más que una petición.

Trataron de continuar la conversación como si nada, pero lo cierto era que la tensión había resurgido. Parecía hacerse más intensa a medida que pasaban los minutos.

—Será mejor que nos acostemos si queremos perseguir vacas antes del amanecer —sugirió Sal, levantándose—. Todo estaba muy sabroso, señora. Mañana, nos haremos nosotros el desayuno.

—Comerán con nosotros mientras estén en esta casa —declaró Rose—. ¿A qué hora quieren salir?

—¿A las cinco es demasiado temprano?

—¡Ya lo creo que sí! —exclamó Monty—. ¡Diantres, ni siquiera mis perros se levantan tan temprano!

—Entonces tendremos que encargarnos de cambiar tus hábitos de sueño —apuntó George—. Y también tu lenguaje. Zac ya está empezando a hablar como tú.

—¡Hijo de puta! —exclamó Monty, volviéndose hacia su hermano menor.

—Esa es exactamente la expresión a la que me refería —repuso George.

Monty al menos tuvo la cortesía de sonrojarse.

—No voy a decirte cómo hablar cuando estés en el monte, pero desde el momento en que pongas un pie en el jardín tendrás que cambiar tu lenguaje. Y esto va también para la cuadrilla —advirtió George cuando salían de la cocina.

Sal asintió en señal de aprobación.

—Seguro que Rose ha oído… —empezó a decir Monty.

—Es probable que sí, pero no hay ninguna razón para que siga oyéndolas. ¿Te gustaría que la gente dijera palabrotas frente a tu esposa o frente a una chica que te guste?

—Tendremos más cuidado a partir de ahora —prometió Hen—. No quisimos faltarte al respeto —le explicó a Rose—. Es solo que Monty no es muy cuidadoso con su lenguaje. Anda, vamos a la cama antes de que digas otra estupidez —le farfulló entre dientes a su hermano gemelo.

Salieron de la cocina discutiendo en susurros.

—Ya es hora de que tú también te metas en el catre —le indicó George a Zac. Tyler se había marchado con Sal y los demás.

—¿Puedo quedarme con tu cama? —preguntó Zac—. Lo prometiste, ¿recuerdas?

—Prometí pensarlo —admitió George. Había notado que Jeff repentinamente aguzó sus cinco sentidos, y se preparó para lo que pudiera venir—. Está bien, puedes quedarte con ella. No creo que nadie más la quiera.

—¡Yupi! —gritó Zac. Se levantó de un salto, abrazo a su hermano y corrió al cuarto a contarles a todos la buena noticia.

—¿Dónde vas a dormir tú? —preguntó Jeff. En su voz se podía percibir la ira.

—Si me perdonáis, iré a ayudar a Zac —musitó Rose—. Con tal de no hacer la cama, es capaz de dormir en el colchón sin sábanas.

George se sintió aliviado. No quería que Rose tuviera que vivir con el recuerdo de lo que Jeff pudiera decir.

—Voy a dormir con mi esposa —declaró—. Estarás de acuerdo en que es lo correcto, aunque sea una yanqui.

George no entendió por qué su respuesta hizo que Jeff se relajara. Habría pensado que lo enfurecería.

—No creo que te guste estar en la buhardilla.

Ahora lo entendía.

—Rose y yo dormiremos en la alcoba —señaló con la cabeza la puerta que se encontraba detrás de los abrigos.

Jeff se puso furioso.

—¡Esa es la habitación de mamá! —gritó, con la cara roja de rabia—. ¿Quieres decir que dejarás que esa…?

George interrumpió a su hermano.

—Antes de que hables, recuerda dos cosas. Primero, Rose es mi esposa. No puedes decir lo que te dé la gana acerca de ella y esperar que yo haga borrón y cuenta nueva. Segundo, será mejor que digas lo que tengas que decir ahora. Si se lo repites a Rose, te daré una paliza.

—¡No puedo creer que estés haciendo esto! —estalló Jeff—. Mi propio hermano. ¿Estabas tan desesperado por estar con una mujer que tenías que casarte? ¿No podías haber buscado otra mejor? Por lo general parecen dispuestas a arrojarse a tus pies.

—No estoy desesperado por estar con una mujer, Jeff. Tengo deseos como todo el mundo, pero no dejo que me dominen.

—Pues algo debe estar dominándote. Si no es tu estómago ni tu ingle, entonces, tú dirás.

—Estás demasiado lleno de odio y rencor para entenderlo —replicó George.

—No me digas que la amas —se indignó Jeff—. No puedo creer que te hayas enamorado de una yanqui, aunque me lo jures.

—De acuerdo, no te lo diré.

—¡Dios santo! Acabo de caer en la cuenta de que pronto tendrás media docena de mocosos yanquis corriendo por toda la casa.

—No tendremos hijos —afirmó George.

Jeff miró fijamente a su hermano.

—¿Qué otra razón podrías tener para casarte con… ella?

—La sangre de papá corre por las venas de todos nosotros. ¿Crees que me arriesgaría a engendrar un niño que se le pareciera?

—¿Qué opina Rose de eso?

—No es asunto tuyo —afirmó George—, pero lo ha aceptado.

Por un momento, Jeff pareció desconcertado.

—¡Pero ponerla en el cuarto de mamá! —prosiguió Jeff—. ¡Dejarla dormir en la cama de mamá!

—Sabes que mamá estaría de acuerdo —dijo George—. Además, vivió menos de dos años aquí. No es lo mismo que si alguno de nosotros hubiera nacido en esta casa.

—¿Qué dirán los gemelos?

—Nada, y lo sabes. Eres el único que no puede olvidar que el padre de Rose combatió por la Unión.

—Claro que no puedo.

—Bueno, pues tendrás que hacerlo. Rose se quedara a vivir aquí.

—¿Quieres decir qué prefieres a esa mujer a los de tu propia sangre?

—Si alguien tiene alguna decisión que tomar, eres tú, no yo. Yo ya pronuncié mis votos.

—Pues yo no he hecho ninguno. Es una pérdida de tiempo pedirme que la acepte.

—No te lo estoy pidiendo —aclaró George—. Sabes cuáles son las alternativas. Depende de ti.

—No puedo aceptarla —señaló Jeff, levantándose de un salto de la silla—. Y tampoco puedo aceptarte a ti mientras estés casado con ella.

—Entonces será mejor que recojas tu ropa de cama Supongo que te sentirás más cómodo con Sal y los chicos.

—¿Me estás echando? —le preguntó Jeff, mirándolo incrédulo—. ¿Y todo por una puta yanqui que se las arregló para excitarte tanto que tuviste que casarte solo para acostarte con ella?

George se puso de pie de un salto. Agarró a Jeff por la camisa, y lo sacó a rastras de la cocina como si fuera un muñeco de trapo.

—Agradece que solo tienes un brazo. Si tuvieras dos, te golpearía hasta dejarte inconsciente y te obligaría a pedir perdón a Rose. Sin embargo, quedará entre nosotros porque no quiero que se entere de que uno de mis hermanos ha caído tan bajo como para insultar a una dama. Ahora vete de aquí y no vuelvas a cruzar ese umbral hasta que estés dispuesto a tratar a Rose con el respeto que le debes como mi esposa y tu cuñada.

—Nunca haré tal cosa.

Jeff cogió uno de los abrigos y una capa impermeable, y salió de la cocina furioso.

Rose no podía dormir. Sabía que George tampoco. Pero de nada servía hablar. No podían arreglar el problema hablando. Al menos no de momento.

Su primera noche en casa había sido un desastre. Tanto que no le quedó más remedio que mentir para facilitar las cosas.

Jeff no se preocupó de disimular su marcha. Todos se enteraron. Entró furioso en la habitación de los chicos, y al ver que ella le daba las buenas noches a Zac, masculló un improperio.

Monty lo derribó de un golpe. Hen también trató de pegarle, pero su gemelo se le adelantó. Por fortuna, antes de que las cosas se salieran de control, Jeff se levantó y salió del cuarto. George se lo cruzó en el pasillo.

—Lo siento —masculló ella entre dientes a los gemelos y regresó a la cocina a toda prisa.

—¿Sucede algo? —le preguntó George, siguiéndola.

No quiso repetirle lo que Jeff le había llamado. No ayudaría en nada; solo aumentaría la carga que él llevaba sobre sus hombros.

—Supongo que esperaba que Jeff no lo tomara tan mal.

—Ya se calmará. Se parece mucho a papá. Los enfados no le duraban mucho tiempo, pero siempre estaba armando lío.

—Ese es Monty —apuntó Rose—. Jeff es diferente.

Estaba segura de que George lo sabía. Dejó que él deshiciera su equipaje mientras ella limpiaba la cocina. Así le daba unos minutos para reflexionar. Y ella aprovechaba para quedarse a solas con sus pensamientos.

—No tuvimos tiempo de terminar la habitación antes de que la guerra empezara —recordó George cuando ella finalmente entró en la alcoba—. Supongo que los chicos no encontraron ninguna razón para seguir cuando mamá murió.

—Ahora la tenemos —respondió Rose con tanto entusiasmo como pudo reunir. Terminó de guardar su ropa, pero George no se movió. Se quedó mirando la noche a través de la pequeña ventana. Parecía taciturno y preocupado.

Rose maldijo a Jeff para sus adentros. Se metió en la cama. George seguía mirando a través de la ventana.

—No sé cómo no estás cansado —comentó ella—. Yo estoy exhausta. Si pretendo levantarme a las cinco a preparar el desayuno, más vale que me duerma.

George se volvió hacia la cama con la mirada extraviada.

—No me siento muy bien —afirmó ella—. Voy a intentar dormir. Si no tienes sueño, ¿por qué no sales a tomar el aire un rato?

—¿Estás enferma? —le preguntó George, saliendo de su ensimismamiento.

—Solo estoy cansada. Tal vez voy tener el periodo un poco antes de tiempo.

George fijó la vista de inmediato.

—Me sucede algunas veces —dijo Rose.

—¿Estás segura de que solo eso es?

—Estoy segura.

—De acuerdo.

George se inclinó y la besó.

Incluso entonces ella sintió que algo se interponía entre ellos.

—Siento mucho que tu regreso a casa no haya sido más agradable.

—Ya lo será.

Pero en realidad no lo creía. Cuando George cerró la puerta, ella sintió como si se la hubiera cerrado a ella.

¿Cómo se había dejado engañar pensando que todo lo que tenía que hacer era casarse con George para que todas sus dudas desaparecieran? ¿Cómo había sido tan tonta para creer que bastaba con convertirse en su esposa para tener prioridad sobre su familia? ¿Quién le mandaría irse de la cocina? En ese momento hubiera dado cualquier cosa por saber qué había sucedido entre George y Jeff. Al menos así sabría contra qué luchar.

Pero de todos modos lo intuía. Tenía que luchar contra su familia. Tal vez el mismo George no lo supiera, pero quería a su familia más que a su esposa.

Una situación que a Rose le dolía inmensamente.

No había manera de apelar contra eso. No era un asunto de la razón contra lo que defenderse. Simplemente era así. Si por el hecho de ser su esposa su familia se desintegraba, siempre se interpondría entre ellos.

Aun así, hubiera deseado tenerlo en la cama. Se conformaba con abrazarlo como había hecho su noche de bodas. Pensaba que nunca había sido tan feliz como cuando se acostaron uno al lado del otro, con sus cuerpos entrelazados, y ella veló a su esposo en su sueño.

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