Rosa

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Primera parte » 3. Seis

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—Estaré esperando los cables. —Fichte se volvió y afirmó con la cabeza—. Buen viaje —le dijo Van Acker. Otro asentimiento de Fichte. Entonces Van Acker dio una palmada a Mueller en la espalda y comenzó a alejarse—. Vamos, Toby. Voy a presentarle a mi esposa.

Para cuando el tren alcanzó las afueras de la ciudad, Fichte ya estaba durmiendo como una marmota.

A las diez y media, Hoffner se detuvo un momento en la sala de cables para decirle a Sascha que subiera al desván a pasar la noche. Ya era demasiado tarde para cables, aunque no necesitaba que nadie le dijera lo que habían averiguado. Cualquier otra cosa que no fuera Wouters no habría causado más que un pánico sin importancia. No le cabía duda de que Fichte tenía las manos llenas. Aun así, a Hoffner le hubiera gustado cerciorarse de que Fichte las estaba llenando del material adecuado. Sin embargo, aquello iba a tener que esperar hasta el día siguiente.

Ya eran casi las once cuando Hoffner regresó por fin a Kremmener Strasse.

Hacía mucho que había prescindido de las vacuas distinciones entre personalidad y debilidad, al menos en lo que se refería a decisiones como aquélla. Según su forma de ver las cosas, los únicos que peleaban con semejantes etiquetas eran los que afirmaban no tener otra alternativa; para ellos, la falta de alternativas proporcionaba una especie de liberación en cuanto a las consecuencias, o por lo menos suavizaba la responsabilidad. Sus angustias, sus quejidos, sus mea culpa de estar traicionándose a sí mismos; todo ello procedía de la afirmación inicial de verse impotentes. Hoffner nunca había sido tan tonto ni tan impotente. Sabía que el hecho de ver a Lina no tenía nada de inevitable. Estaba tomando la decisión de aventurarse de nuevo en el terreno familiar de lo desconocido, y ella lo estaba invitando de forma voluntaria. Por supuesto, si hubiera considerado a Lina algo más que eso, tal vez se hubiera persuadido a sí mismo de esperar algo más, y eso hubiera sido peligroso. La esperanza fomentaba la desesperación, y Hoffner no deseaba ninguna de las dos cosas.

La luna se había abierto paso entre las nubes, y las casas se fundían unas con otras a modo de una gran sábana de piedra color gris tiza. El edificio de Lina se erguía en medio de la fila. Seis anchos escalones conducían al portal, el cual presumía de dos macetas de flores, cada una con un pegote de barro congelado y unas cuantas ramitas nudosas como recordatorios de lejanos vestigios de vida. Al igual que la calle, las macetas estaban vacías. Kremmener era uno de los últimos baluartes del distrito de Mitte, separado por una sola calle de las guaridas de delincuentes de Prenzlauer Berg. Diez años antes, el abismo entre ambas zonas era inconmensurable; ahora la diferencia sólo lo era de nombre.

Lina había encontrado una habitación en el último piso del número 5, y aunque en aquellos días el hecho de que una mujer viviera sola ya no sorprendía a nadie, sobre todo en aquella parte de la ciudad, ella había tomado una compañera de piso. Elise trabajaba en el guardarropa del White Mouse. Había que conocerla, según Lina, era una chica que estaba en alza. Además, era raro que llegara a casa antes de las dos de la madrugada, y tenía la mala fama de olvidarse las llaves. El sonido del timbre y el ruido de pisadas que subían por la escalera a toda prisa ya no sobresaltaban al vigilante casero del inmueble; le había tomado afecto a Elise y ya se había acostumbrado a que apareciera a altas horas de la noche y sin llaves.

Hoffner, totalmente ajeno a la existencia de una compañera de piso, llamó al timbre. Sospechaba que Lina habría tomado medidas ante la posibilidad de cualquier situación un tanto extraña, y estaba en lo cierto. Al cabo de dos minutos de espera, apareció al otro lado del cristal y abrió la puerta. Vestía una larga bata de color lila que fingía ser de seda, con unos deshilachados volantitos en el cuello y en los puños. En cualquier otra persona podrían haber parecido vulgares, pero en ella resultaban graciosos. Se había recogido el cabello en lo alto de la cabeza, y los prietos tirabuzones que le bordaban la frente formaban una pequeña fila de bucles que, desde un determinado ángulo, parecían emitir una exclamación de sorpresa. Llevaba un poco más de carmín de labios de lo que él recordaba de aquella tarde, pero le gustó.

Lina se llevó rápidamente un dedo a los labios y dijo en voz alta:

—Hoy sí que llegas temprano, Elise. Es un golpe de suerte. —Reprimió una risita y le indicó a Hoffner que subiera por la escalera. Él obedeció, y ella lo siguió.

La habitación estaba más abarrotada de lo que Hoffner había imaginado. La inclinación del tejado dejaba poco espacio para poner ventanas. Había dos pequeñas, practicadas en estrechos nichos y orientadas más hacia el cielo que hacia la calle, por las que se veía un exiguo parche de noche sin estrellas. Todo lo demás estaba duplicado: la cama, el tocador, la silla, salvo la pequeña cocina y el lavamanos. Aquellas dos piezas eran compartidas por ambas chicas. Hoffner se fijó en un amplio hueco rectangular que se abría en uno de los muros; se apreciaba que allí había habido un cuadro colgado durante varios años. Se preguntó qué podría ser tan ofensivo como para merecer que lo retiraran de la vista.

—Una esclava con el pecho desnudo —explicó Lina, que le había seguido la mirada—. Era horrible. La estaban vendiendo a un viejo libidinoso, o algo así. Lo odiábamos. —Lina cerró la puerta. Vio que Hoffner hacía ademán de coger los cigarrillos—. En la habitación no, por favor —le dijo.

A Hoffner le pareció una petición llena de encanto. O tal vez fuera que a Lina le preocupaba el desarrollado sentido del olfato que poseía Fichte. Hoffner volvió a guardarse el paquete en el bolsillo.

Lina lo dejó a un lado para ir hasta una hielera que Hoffner no había visto hasta entonces. La abrió y sacó un plato con diversos tentempiés: galletas saladas, pastas y quesos, y algo que parecía chocolate. Pero Hoffner sabía que no lo era, porque Lina jamás hubiera podido permitirse chocolate auténtico. Ella depositó el plato sobre una mesita auxiliar que había junto a la cama. Ya estaban preparados dos vasos y una botella de kümmel.

—No me esperaba todo esto —comentó Hoffner.

Lina continuó organizando los aperitivos.

—Así que pensabas que la cosa iba a ser quitarte los pantalones y meterte en la cama —repuso ella con una sonrisa al tiempo que abría un cajón y sacaba unas cuantas galletas más. Las dispuso a lo largo del borde del plato—. He pensado que a lo mejor tenías hambre. —Se lamió un poco de pasta que había rozado con el dedo—. Y también he pensado que vendrías un poco más temprano. Se ha enfriado mucho la pasta. En fin.

Estira la manta de la cama y se sentó. A continuación indicó a Hoffner con un gesto que se sentara con ella. Hoffner se quita el abrigo.

—Ponlo ahí, en la silla —dijo Lina señalando el fondo de la habitación.

Hoffner deja el abrigo sobre la silla y después se reunió con Lina. Se sentó con las manos apoyadas en los muslos. No dijo nada. Lina sirvió dos vasos del licor. Le cayó una gota en la mano, y de nuevo se la lamia. Entrega a Hoffner su vaso y brindaron. A continuación, Lina volvió a dejar el suyo sobre la mesita, acerca el plato a la cama y lo coloca entre los dos.

—La otra cama —dijo Hoffner— supongo que pertenece a Fräulein Elise.

Lina le pasa una galleta con una fina loncha de queso.

—Sabe que no debe regresar antes de las dos. Tenemos tiempo de sobra.

Hoffner no estaba seguro de cómo reaccionar a la precisión con que estaba planificada la noche. Toma un bocado; el queso carecía totalmente de sabor.

—¿Está acostumbrada a estas cosas, la tal Elise? ¿Es algo que hace de forma habitual?

Lina levanta la vista. La implicación era obvia. Esboza una sonrisa falsa.

—La mayoría de las noches está en el White Mouse. —Cogió una galleta para sí—. Y lo hace salo por Hans. No ha habido ningún otro.

—No pensaba que lo hubiera —repuso Hoffner.

Lina lo mira fijamente mientras masticaba. Su sonrisa se ablanda.

—Y bien —dijo—. ¿Te gusta el sitio en el que vivo?

Hoffner recorrió el lugar con la vista una vez más, rápidamente.

—Es muy agradable. —Cogió un trozo del chocolate de pega. Para asombro suyo, era auténtico.

—Eso no te lo esperabas, ¿eh?

—Pues no —contesta Hoffner—. Eso tampoco.

Estaba disfrutando del dulzor del chocolate cuando, muy suavemente, ella extendió el brazo y comenzó a deshacerle el nudo de la corbata. Con no menos suavidad, Hoffner alzó una mano y le agarra el brazo. Lo retuvo durante unos instantes. Lina lo mira, no muy segura de por qué la había frenado. Por un momento pareció casi frágil.

—¿Por qué? —pregunta él con voz tranquila. En su pregunta no había nada de incertidumbre, ninguna necesidad de afirmación; simplemente quería saberlo—. ¿Por qué yo?

Ella volvió a bajar la mano al regazo. Aquello era algo que no se había parado a pensar, por lo que tarda unos momentos en responder.

—¿Acaso importa?

Hoffner le sostuvo la mirada.

—Sí, importa. ¿Por qué?

Ella espera de nuevo.

—No me mires así —le dijo. Hoffner guarda silencio y siguió con la mirada fija—. Con esos ojos. —La sonrisa de Lina se le hizo incómoda—. Es demasiado… mirar.

Hoffner espera otro poco, y entonces baja los ojos al plato. Cogió otro pedazo de queso.

—¿Mejor así?

—Mucho.

Se lleva la galleta a la boca.

—Y… ¿Cuánto pagáis por este lugar?

Lina cogió otra vez su vaso.

—¿Es que estás pensando en echarnos una mano? —dijo con una sonrisa coqueta. Bebió un sorbo.

Hoffner rió en voz baja.

—No creo que sea ésa la manera en que va a funcionar esto.

—¿La manera en que va a funcionar el qué? —repitió ella con falsa inocencia—. Ah, esto. No, creo que no.

—¿Lo pagáis a medias?

—Te preocupa tremendamente qué tal me las arreglo. Primero esta tarde, queriendo saber si vender flores era suficiente, y ahora con la renta.

—Perdona —dijo Hoffner—. No preguntaré más.

—No. Resulta agradable.

—Bien. —Hoffner se termina la galleta. —Todavía no has contestado a la pregunta.

Ella deja el vaso sobre la mesa con naturalidad.

—Cuarenta. Sí, lo pagamos a medias. Veinte cada una.

Hoffner se fija en el giro de su cuello al realizar el movimiento. Era un cuello casi perfecto.

—No me refería a esa pregunta. Lina se volvió hacia él.

—Ya lo sé. Aún no se me ha ocurrido una respuesta a esa pregunta.

Sin esperarle, alargó la mano y le quitó el vaso. Lo depositó sobre la mesita y acto seguido hizo lo mismo con el plato. Hoffner sabía exactamente lo que venía a continuación, pero no hizo nada. Se quedó allí sentado mientras ella se acercaba, mientras se desanudaba la bata y la dejaba resbalar por los hombros hasta formar un montón de seda alrededor de los muslos. Debajo llevaba un camisón blanco y transparente, con dos finos tirantes. Sus pequeños pechos casi habían desaparecido, excepto por el intenso color carmesí de los pezones que resaltaban bajo la tela.

Hoffner percibía el penetrante dulzor del agua de rosas de su cabello. Lina tenía el cuello ligeramente arqueado, y en él se distinguía una delgada línea de polvos faciales mal esparcidos. Sintió una lejana debilidad en los brazos y las piernas.

Lina le cogió la mano despacio y la colocó sobre su cintura.

—¿Qué número hago yo, Nikolai? —le dijo. Hoffner notó un calor bajo el camisón, la flexibilidad de la piel—. Chicas como yo, de las que te han importado algo. ¿Qué número hago?

Hoffner siguió la humedad de sus labios. Entonces, sin previo aviso, la atrajo hacia él. Vio cómo ella abría mucho los ojos al tiempo que exhalaba un suspiro. No mostraba vulnerabilidad, ni astucia. Notó el sabor salado de su aliento.

—¿Qué número hago?

—El seis —respondió Hoffner sin tener que pararse a pensarlo ni siquiera un momento.

Lina volvió a sonreír. El total no tenía importancia; lo único que quería ella era una respuesta. Entonces le puso una mano en la mejilla y lo acercó a su cuerpo.

Veinte minutos después, Hoffner estaba dormido, con las nalgas desnudas y todavía relucientes a causa del esfuerzo. Lina extendió la manta sobre él. Le gustó sentir el peso de sus brazos y su pecho, la piel gruesa de su espalda y su respiración cada vez más profunda. Él la había tomado sin reservas, y la había dejado sin fuerzas. Jamás había visto tanta ansia en un hombre. Todavía lo notaba en el interior de su cuerpo, en el profundo hueco que había ocupado. Imaginó lo que sería ser amada por aquel hombre. Y se sintió no menos vacía.

A la una en punto lo despertó. Hoffner se desperezó lentamente. Había soñado algo que tenía que ver con perros salvajes y con Georgi. Se sentía igual que si llevara horas corriendo. Se vistió en silencio y apuró el contenido del vaso. Lina lo contempló sentada en la cama; era un alivio que no hubiera necesidad de repetir la actuación. Lo acompañó hasta la puerta con la manta enrollada alrededor de los hombros desnudos.

—No haces preguntas acerca de Hans —dijo. Hoffner sonrió a medias y negó con la cabeza.

—No.

Ella le pasó una mano por el pecho.

—Eso está bien. —Y lo besó.

Una hora más tarde Hoffner dejaba caer el pantalón y la camisa a los pies de su cama y se acostaba al lado de Martha. Ella casi no parecía estar respirando. Con el aroma de Lina todavía en el cuerpo, rodeó la espalda de Martha con el brazo y se quedó dormido en cuestión de minutos. No soñó; por primera vez en varias semanas, durmió toda la noche de un tirón.

POINT ÉTUDE

La tercera vez que leyó las notas, Hoffner escribió: «No lo hace por placer ni por un propósito; no es algo imperativo; mata porque puede hacerlo». Fichte estaba arrodillado a los pies de la mesa, enfrascado en otro montón más de papeles que acababa de sacar de su maleta. Había ido directamente del tren a la Alex, y se había llevado la grata sorpresa de encontrarse a Hoffner de un humor casi eufórico. No había nada de que excusarse; Van Acker tenía razón: lo mejor era llevarse todo aquello a Berlín lo antes posible. Fichte había decidido no cuestionar su buena suerte. En cambio, para Hoffner, la clara evidencia de que Van Acker había influido en la elección de los documentos era mucho más importante que la velocidad. Que él pudiera distinguir, el belga les había entregado todo lo que seguramente iban a necesitar. Por desgracia, Fichte tardaría otra hora más en tener los papeles en un orden un poco presentable, pero al menos los tenían allí.

Como no estaba dispuesto a esperar, Hoffner había empezado por lo que parecía ser el fajo más completo y por lo tanto más coherente. Se trataba de la transcripción del primer interrogatorio de Van Acker a Wouters, fechado el 7 de octubre de 1916, dos días después de que Wouters hubiera sido puesto bajo custodia. De manera nada sorprendente, constituía una lectura más bien interesante, aunque perturbadora:

INFORME CASO Nº 00935

7 de OCTUBRE DE 1916

SOSPECHOSO: WOUTERS

INTERROGADOR: ACKER

CI Van Acker:

¿Así que mató a su abuela, Anne Wouters?

M. Wouters:

Sí.

CI Van Acker:

A causa del modo en que ella lo trataba.

M. Wouters:

Porque tenía yo el cepillo.

CI Van Acker:

¿Entonces se merecía usted las palizas?

M. Wouters:

(Pausa) No lo sé. Creo que no.

CI Van Acker:

y le causó placer matarla. Tal como ha dicho, «ver cómo le manaba la sangre del cuello».

M. Wouters:

(Pausa) Creo que no le entiendo.

CI Van Acker:

Le gustó verla morir.

M. Wouters:

No. ¿Por qué iba a gustarme verla morir?

CI Van Acker:

Porque ella le daba palizas. Por las cicatrices que tiene en la espalda.

M. Wouters:

Creo que no. No lo sé. (Pausa) ¿Sería mejor que fuera por eso?

CI Van Acker:

¿Si fuera por qué cosa, señor Wouters?

M. Wouters:

¿Sería mejor si fuera por las cicatrices que tengo en la espalda? ¿Estaría bien así?

CI Van Acker:

(Pausa) ¿Lamenta usted que su abuela esté muerta?

M. Wouters:

Me está haciendo otra vez la misma pregunta.

CI Van Acker:

No, esta pregunta no se la he hecho.

M. Wouters:

Sí que la ha hecho.

CI Van Acker:

Le puedo asegurar que no.

M. Wouters:

Sí. Me ha preguntado si me gustó matarla. «Ver cómo manaba la sangre de su cuello.» Ahí lo tiene.

CI Van Acker:

(Pausa) y la enterró a las afueras de la ciudad.

M. Wouters:

Sí.

CI Van Acker:

«En la tierra blanda que hay cerca de la fábrica Shripte.»

M. Wouters:

Sí. Allí la tierra olía a carbón.

CI Van Acker:

A carbón. Entiendo. (Pausa) Entonces, si no hubo nada malo en lo que hizo, señor Wouters, ¿por qué no se lo dijo a la policía cuando le preguntaron por la desaparición de su abuela?

M. Wouters:

¿Que por qué? (Pausa) No encontraron la sangre.

La limpié con un cepillo.

Hoffner releyó la última frase, luego se reclinó en el asiento y contempló el mapa de la pared de enfrente. Siguió cavilando.

—Mata porque puede hacerlo.

Era la misma conclusión a la que había llegado Van Acker dos años antes, de modo que no halló razón para cuestionarla ahora. Para Wouters, la brutalidad no tenía peso moral, ningún significado más allá del acto en sí. Sus respuestas dejaban muy claro aquel punto: en ellas no había remordimiento, ni orgullo, ni placer en el hecho de matar. Y sin embargo, cosa extraña, Wouters no se mostraba ni frío ni ajeno.

Las notas de Van Acker decían otro tanto. Era como si Wouters se sintiera verdaderamente confuso al ver a Van Acker horrorizado y perplejo:

CI Van Acker:

Y, después de eso, usted vivió en las calles y en los hospicios.

M. Wouters:

Sí. En varios lugares.

CI Van Acker:

Hasta el día en que decidí matar a otra mujer.

M. Wouters:

Sí.

CI Van Acker:

Aguardó nueve años, y entonces simplemente salió a matar a otra mujer.

M. Wouters:

Sí. Nueve. Si usted dice que fueron nueve.

CI Van Acker:

Nueve años, y tres mujeres más.

M. Wouters:

Sí, tres más. Una, dos y tres.

CI Van Acker:

Y decidí hacerles esas marcas en la espalda.

M. Wouters:

Sí.

CI Van Acker:

Entiendo. (Pausa) ¿Por qué esperó tanto tiempo, señor Wouters? ¿Y por qué mató a tantas de una vez?

M. Wouters:

(Pausa) Me llevó tiempo encontrar el ideal.

CI Van Acker:

¿Encontrar el qué?

M. Wouters:

(Pausa) Parecía ser lo correcto.

La última respuesta era la que había enamorado a los médicos belgas. Para ellos, lo dejaba todo más claro que el agua. En aquel punto fue donde nació el loco.

Pero Hoffner no estaba tan convencido. Él nunca había sido partidario de la teoría de que todo niño maltratado estaba destinado a la violencia, ni de que todo acto de violencia tenía su origen en un niño maltratado. La gente hacía lo que hacía por decisión propia. Las motivaciones en última instancia no venían a cuento, la inevitabilidad era meramente una excusa. Y sin embargo, incluso en Berlín, las vistas que tenían lugar en la Corte del Reichstadt empezaban a parecer más bien seminarios de medicina que procesos jurídicos. En las manos de un abogado inteligente, la predilección por el robo, por la mutilación o por la violación ya no estaba inspirada en el delito, sino que era un síntoma de alguna enfermedad oculta. Dicha enfermedad, según lo que podía discernir Hoffner, se llamaba infancia. Por suerte, la mayoría de los jueces aún no estaban dispuestos a aceptar los pecados del padre como argumento de una legítima defensa, sino que continuaban creyendo en la culpabilidad del individuo.

Excepto, claro está, cuando se trataba de un caso de depravación más grave, esa especial forma de horror que incidía en la fibra misma de la sociedad humana. En aquellos casos los jueces, ya fueran alemanes o belgas, recibían la orden de hacerse a un lado para que los médicos pudieran justificar el origen de la psicosis. Hoffner imaginaba que aquello les permitía pensar sin temor a equivocarse que los hombres como Wouters no surgían sin más en el mundo; que, en vez de eso, era el mundo el que los deformaba. Hoffner no estaba seguro de cuál de las dos cosas daba una imagen más débil del mundo: el hecho de que éste no fuera capaz de defenderse del mal en estado puro o el hecho de que él fuera el único responsable de todos los actos de corrupción.

Fuera lo uno o lo otro, no había diferencia. Lo único que lo preocupaba era el acto en sí. El hecho de que Wouters hubiera matado a Mary Koop, una joven Mary Koop, claramente tiraba por tierra las teorías de los médicos. Wouters no estaba reproduciendo el asesinato de su abuela, simplemente era débil. Y, tal como hacen los débiles, hacen presa de otros débiles. El tema no tenía más profundidad que aquélla.

Que había buscado a la mayoría de sus víctimas en mujeres mayores y solitarias; que había decidido practicar las marcas en la zona del cuerpo en la que lo habían golpeado a él…, naturalmente que allí había un referente, pero aquellos elementos de ninguna manera podían mitigar la decisión de Wouters de aceptar su propia infamia.

Sin embargo, lo que sí proporcionaban era un apunte de la lógica de los asesinatos. Tal vez Wouters no hubiera tenido acceso al mundo racional, pero eso no significaba que no se hubiera construido uno para sí mismo.

Había unos cuantos puntos que resultaban obvios: las huellas de arrastramiento que aparecieron en todos los lugares de los asesinatos dejaban claro que la colocación de los cadáveres era algo esencial; de lo contrario, ¿para qué tomarse la molestia de sacarlos a la luz? Wouters había enterrado a su abuela en la «tierra blanda». Quería que permaneciera enterrada. Pero con las otras mujeres no había ocurrido lo mismo. Hoffner abrigaba la esperanza de que Wouters pudiera arrojar algo de luz sobre la cuestión del emplazamiento de los cadáveres con un poco más de información acerca de las tres víctimas que había descubierto en Brujas.

Más que eso, Hoffner ya estaba razonablemente seguro, desde el descubrimiento de los guantes, de que el dibujo del corte diametral era en sí una especie de trama de encaje. Los ocho años que había pasado Wouters recluido en un desván trabajando con hilo y aguja, así lo confirmaban. El problema radicaba en que cuanto más estudiaba el dibujo, menos parecía casar con las chinchetas que sobresalían de su mapa. Sabía que tenía que haber otra pieza, algo que diera algo de lógica al dibujo en el contexto del plano de la ciudad.

—Es un hombre curiosamente pequeño —comentó Fichte. Seguía aún de rodillas, con la vista fija en un folio concreto—. Mide poco más de metro y medio. —Levantó la mirada—. ¿No eran algunas de las mujeres más altas que él?

Hoffner no apartó los ojos del mapa.

—Todas. —Estaba concentrado en una de las chinchetas, que había empezado a caerse—. Dígame: ¿cómo las traslada, siendo un hombre tan pequeño? ¿Cómo hace para mover a una mujer de buen tamaño?

—En un baúl. Algo así. ¿No es eso lo que sugieren las huellas que hay en el suelo?

Hoffner asintió con gesto distraído, se levantó y se acercó al mapa.

—Pero ¿cómo hace un hombre tan pequeño para manejar un baúl, para subir y bajar escaleras, una rampa, una escalera de mano? —Hoffner reajustó la chincheta. Todavía le olían los dedos a formol de la sesión de aquella mañana con la víctima número seis. La mujer le había sido de escasa ayuda; todavía no había averiguado su nombre—. ¿Cómo lo hace sin llamar la atención? De hecho —ahora Hoffner estaba enderezando todas las chinchetas una por una—, ¿cómo lo hace sin romperse la espalda?

Fichte reflexionó unos instantes.

—El segundo asesino. —Sabía que había dado en el blanco.

Hoffner se volvió hacia él. Sus ojos se agrandaron y afirmó con la cabeza.

—No era así como trabajaba en Brujas, ¿verdad? —Fichte meneó la cabeza—. Usted no ha estado en las chinchetas, ¿verdad, Hans? —Otro gesto negativo. Hoffner se volvió hacia el mapa—. No, ya sabía yo que no.

Todavía preocupado con los crecientes montones de papales, Fichte dijo:

—Mueller sabe divertirse.

El comentario pilló a Hoffner con la guardia baja. Se dio la vuelta y preguntó:

—¿Ah, sí? —La sonrisa de Fichte bastó como respuesta—. Ya… Nuestro Toby no es de los que dejan escapar una oportunidad.

—Jamás he conocido un tipo que pudiera beber tanto y todavía… —Fichte se interrumpió y rió.

Hoffner había experimentado una leve incomodidad cuando llegó Fichte aquella tarde: otra consecuencia a tener en cuenta. Pero ahora, al enterarse de las hazañas de Toby, sintió una dosis igualmente leve de alivio.

—¿Así que tuvieron compañía? —dijo. Fichte lo miró. Lucía una sonrisa de quinceañero. Hoffner le sonrió a su vez—. Toby nunca decepciona a ese respecto. —Por un instante, Hoffner se preguntó si no sería aquélla la razón por la que había enviado a Fichte con Mueller; sin embargo, nunca se había considerado a sí mismo tan inteligente, si es que «inteligente» era la palabra adecuada.

Fichte se puso a trabajar con los papeles. En un intento exagerado de parecer natural, comentó:

—Me ha estado contando algunos de los tejemanejes de usted.

—No me diga —respondió Hoffner con calma.

—Mencionó no sé qué de Austria. El Tirol. «El pacto», lo llamó él.

—Fichte lo miró con gesto de entusiasmo. —Me dijo que le preguntara a usted.

Hoffner dejó pasar unos segundos antes de contestar:

—Así que su chica tenía unas tetas bien grandes, ¿eh, Hans? —El rostro de Fichte adquirió un tono carmesí intenso—. A Toby siempre le gusta dejar las chicas de tetas grandes para sus invitados. ¿Qué diría Lina, eh, Hans?

Hoffner se arrepintió de haber dicho aquello nada más pronunciarlo. La súbita expresión de preocupación de Fichte no ayudó precisamente. Por si no tenía bastante con haberse tirado a la chica de Fichte, encima tenía que hacer que el muchacho se sintiera insignificante por haberse eximido a sí mismo de toda responsabilidad. Hoffner había olvidado cuánto de sí mismo había mantenido oculto; ahora veía lo fácilmente que volvía a salir a la superficie.

—Le estoy tomando el pelo, Hans —dijo para suavizar las cosas—. Usted es joven, estas cosas pasan. Y ella lo sabe tan bien como cualquiera. Y si no lo sabe, bueno, en ese caso…, no tiene por qué saberlo.

Fichte asintió. Se veía a las claras que había intentado convencerse a sí mismo de aquello desde lo sucedido en Brujas. Aun así, oírlo en boca de Hoffner seguramente lo tranquilizó.

En aquel momento asomó por la puerta la cara de un niño que no conocían. Hoffner no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaría allí. Rápidamente se acercó a él y lo sacó al pasillo; no tenía ningún interés en permitir que unos ojillos alcanzaran a ver los archivos esparcidos por el suelo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

El niño era particularmente menudo.

—Los hombres están esperando en la sala de prensa, Herr Kriminal-Kommissar.

Hoffner se había olvidado completamente de la reunión que había prometido celebrar. De hecho, aquella mañana había anulado toda clase de interrupciones. Todos los periódicos de Berlín deseaban saber de dónde había sacado Kvatsch la historia de los «asesinatos a cincel». ¡Vaya nombrecito! Típico de Kvatsch. El teléfono había empezado a sonar a las nueve de la mañana y no había parado hasta casi las diez y media. Hoffner les había dicho a las cuatro. Consultó el reloj. Para tratarse de periodistas, habían llegado notablemente temprano.

—Enseguida bajo —le dijo al chico. Éste salió corriendo, y Hoffner regresó a su despacho—. Recójalo todo, Hans. —Ladeó la cabeza hacia el trozo de espejo que se veía a través de la librería—. Vamos a tener que guardarlo todo con llave en el archivador.

Se pasó una mano por la cara. Tenía la barba un poco áspera. Le hacía parecer diligente, pensó. Pues muy bien.

—¿Que lo recoja? —repitió Fichte—. ¿Por qué? ¿Qué quería el chico ese?

Hoffner se miró los dientes.

—Esto no me llevará más de unos veinte minutos. —Se peinó el pelo hacia atrás—. Es cuando suelen quedarse sin preguntas. —Enderezó el cuello—. O por lo menos cuando ya se cansan de oír las mismas respuestas.

—¿Quiénes? ¿Quiénes se cansan?

Hoffner señaló los montones del suelo.

—Los papeles, Hans.

La sala de prensa estaba situada justo enfrente del atrio de la entrada. Präger la había montado en las últimas semanas de la guerra, cuando el flujo de reporteros que entraban en la Alex había pasado de ser un goteo a transformarse en un torrente. Todo había comenzado cuando el Estado Mayor —nada dispuesto a admitir lo mal que iban las cosas— decidió, en su infinita sabiduría, interrumpir toda salida de información: cuanto menos supiera la gente, mejor para ellos. En cambio los periodistas jamás lo vieron del mismo modo, y recurrieron a la Kripo como única alternativa. No era que alguno de los detectives estuviera al tanto de lo que ocurría fuera de Berlín, pero siempre había un agradable tono oficial en las informaciones que citaban «fuentes de la Kripo». Naturalmente, una vez que estalló la revolución, trayendo consigo noticias de verdad, la sala de prensa pasó a ser la oficina más importante de todo Berlín. Hasta se supo que el Estado Mayor enviaba de vez en cuando a un joven agente de incógnito con la misión de obtener un poco de información.

Todo era ajetreado, exasperante, y Präger comprendió que era más seguro acorralar a los reporteros en un espacio confinado que tenerlos rondando solos por todo el edificio. Las normas eran simples: podían ir y venir a su gusto, siempre que esperaran pacientemente en la oficina a que viniera una persona a buscarlos. Con más frecuencia que lo contrario, dicha espera se prolongaba durante horas. De forma invariable, el interés iba decayendo debido a la impaciencia: cuanto más tiempo se les hacía esperar, menos frecuentes eran sus visitas. A decir de todos, ahora que las elecciones del Congreso habían restaurado un poco el orden, el flujo de periodistas había vuelto a ser manejable. Claro que tal vez tuviera algo que ver en ello el hecho de que hacía poco más de una semana que se había librado una batalla justo dentro de los muros de la Alex.

Hoffner reconoció a la mayor parte de los once rostros de la sala, aunque seguramente las ropas que vestían constituían la mejor indicación del periódico que los había enviado. Los que todavía llevaban puestos los largos abrigos de lana procedían de publicaciones como el Lokalanzeiger o el Morgenpost o el Volkszeitung, hombres que no tenían tiempo que perder, porque el público estaba esperando a comprar su ejemplar. Los que se habían quitado el abrigo podían emitir un mensaje erróneo. Paseaban en actitud desafiante en la parte de atrás de la sala. Otros habían sido enviados por el 8-Uhr Abendblatt o el Nachtausgabe, propiedad de Mosse y Sherl y rivales del BZ. Aquellos dos diarios llevaban años intentando competir, con la mina de oro de Ullstein, pero ninguno de los dos había conseguido nunca el seguimiento del que seguía gozando el BZ. Los trajes arrugados y los calcetines marrones de aquellos redactores constituían una prueba suficiente de su estatus de segunda categoría. Tristemente, eran hombres a los que siempre se les adelantaba Gottlob Kvatsch. Para ellos, presentarse en la Alex era una especie de humillación: otra vez se les había pasado la oportunidad. Estaban situados a un costado, y se cuidaban mucho de no establecer contacto visual con ninguna otra persona de la sala. El último grupo era el formado por hombres que, más que periodistas, parecían corredores de bolsa. Iban todos muy bien acicalados, raya del pantalón incluida, y trabajaban para periódicos tales como el Vossische Zeitung o el Berliner Tageblatt. Eran hombres que informaban a la élite cultural, a los intelectuales de la zona oeste de la ciudad. Se sentaban con gesto altivo en las pocas sillas que había repartidas por la estancia. Lo más probable era que tomasen aquella historia por lo que era: carne de tabloide. No obstante, eso no iba a impedirles publicarla.

—Caballeros —dijo Hoffner camino de la tribuna situada a la cabecera de la sala. Los que estaban sentados se pusieron de pie. El resto se apiñó enfrente de él—. Soy el detective inspector Hoffner, con dos efes. Tengo entendido que tienen ustedes preguntas sobre un artículo que ha aparecido publicado en el BZ de esta mañana.

Por espacio de exactamente veinte minutos, los reporteros preguntaron y Hoffner contestó. Fichte estaba de pie al fondo de la sala, maravillado por la facilidad con que Hoffner desviaba hasta las preguntas más detalladas. No cabía duda de que su Kriminal-Kommissar entendía la regla esencial de toda rueda de prensa: los periodistas en masa no son tan eficaces como cuando se presentan de uno en uno, y probablemente aquélla era otra de las razones por las que Präger había montado la sala de prensa. En aquel juego del ratón y el gato, cada uno tenía que poner mucho cuidado en no preguntar nada demasiado condicionante, para evitar que alguno de sus rivales obtuviera más información de la pregunta que de la respuesta. Hoffner los iba eliminando entre sí a la perfección. Se enteraron de que había unas víctimas… cuatro o cinco, el número no estaba claro todavía; de que se había utilizado un cuchillo…, de nuevo un dato demasiado exiguo para convertirlo en el rasgo característico del caso; y de que, hasta la fecha, las víctimas habían sido mujeres, jóvenes o viejas, no había nada que especificar al respecto.

Frustrado por la vaguedad de las respuestas, uno de los de abrigo de lana ya no aguantó más y preguntó por los lugares de los asesinatos. Había llegado a sus oídos que las mujeres habían sido asesinadas en un sitio y luego trasladadas al emplazamiento final. ¿Había algo de cierto en aquello?

Hoffner ya esperaba la pregunta. Estaba a punto de contestar cuando de pronto se oyó un lacónico «Sí» procedente de la puerta. Todo el mundo, incluido Hoffner, se dio la vuelta y vio al Oberkommissar Braun, que en aquel momento entraba en la sala.

—Eso es, de hecho, totalmente cierto —continuó diciendo Braun al tiempo que caminaba en dirección a la tribuna y a Hoffner.

Hoffner hizo todo lo que pudo para morderse la lengua. Percibió un cambio inmediato en el grado de interés de los presentes. De todas maneras, se volvió de nuevo hacia los periodistas como si ya contara con la llegada de Braun.

—Caballeros —les dijo—, éste es el inspector jefe Braun. También participa en el caso. —Hoffner miró al aludido—. Me alegro de que haya encontrado un hueco para unirse a nosotros, inspector jefe.

Por el rabillo del ojo se dio cuenta de que Fichte estaba ahora acompañado por el Kommissar Walther Hermannsohn.

—La Polpo siempre tiene tiempo para la verdad, Herr inspector —replicó Braun.

Cayó un segundo obús cuando el interés de los periodistas dio paso a la tensión. Ninguno de ellos había contemplado la posibilidad de que se diera la participación de la Polpo. Braun estaba obrando milagros.

El frustrado del abrigo decidió forzar su suerte:

—¿La Polpo? —dijo—. ¿Debemos entender, entonces, que estamos tratando con un caso político, Herr inspector jefe? Braun le devolvió una sonrisa gélida.

—Poco después de una revolución, todo tiene un lado político, mein Herr. —Sin excepción, todas las plumas escribieron frenéticamente en los cuadernos. Braun prosiguió—: Toda precaución es poca, sobre todo cuando anda un maníaco suelto.

Las plumas se detuvieron. Nadie había mencionado la palabra «maníaco». Hasta el propio Kvatsch había logrado no entrar en el terreno del morbo.

—Ha dicho usted un maníaco —metió baza uno de los corredores de bolsa, desaparecido ya todo rastro de tedio—. ¿Podemos suponer que tiene proyectos de trabajar por toda la ciudad?

Hoffner se apresuró a intervenir:

—Hasta este momento, todo está localizado. Permítanme decirles, caballeros, que aún no existen pruebas fehacientes de que las víctimas hayan sido transportadas, a pesar de las informaciones que pueda haber visto o no el inspector jefe. —Hoffner mentía, porque necesitaba hacer algo para enturbiar un poco la actuación de Braun.

El corredor de bolsa insistió:

—Pero ¿existe al menos una víctima que haya sido transportada a un lugar diferente? ¿Es eso cierto, inspector?

Hoffner aguardó a que Braun respondiera, pero éste no dijo nada. Al igual que el resto de los presentes, miró a Hoffner.

—Ha habido un caso —dijo Hoffner con serenidad. La mentira estaba adquiriendo vida propia—. Pero no hay nada que indique una pauta.

—¿Significa eso que ese asesinato podría haber sido perpetrado en cualquier sitio? —presionó el corredor de bolsa.

—Como ya he dicho —contestó Hoffner—, todo está localizado. —Y con una pizca de desdén, agregó—: No tiene de qué preocuparse, mein Herr. Sus lectores de la zona oeste están a salvo.

El hombre no estaba satisfecho.

—¿Es una promesa, Herr inspector?

Hoffner empezaba a cansarse de aquello. Además, no estaba seguro de cuánto tiempo iba a soportar estar junto al cómodamente callado Oberkommissar Braun sin clavarle algo afilado en el pecho.

—Lo tendremos bajo custodia mucho antes de que averigüe lo que hay más allá del Tiergarten.

—Y para los que estamos en la parte este —terció uno de los de los calcetines marrones—, ¿no era tan acuciante? —Al tipo no le faltaba razón—. Un maníaco en Charlottenburg es un motivo suficiente para redoblar los esfuerzos, pero ¿un asesino en el distrito de Mitte resulta aceptable? ¿Acaso nuestros lectores son menos importantes para la Kripo, Herr inspector?

Hoffner notó lo mucho que Braun estaba disfrutando de la situación.

—Por supuesto que no. —Sabía que tenía que poner fin a aquello, urgentemente—. Estamos en vías de seguir varias pistas muy positivas que deberán permitirnos sacar a ese hombre de las calles antes de que tenga la oportunidad de causar más daño, en cualquier distrito de la ciudad.

En aquel momento intervino uno del fondo. Hoffner no lo había visto hasta entonces. Su atuendo no concordaba con el resto del grupo.

—¿Y la Polpo está tan segura de esas pistas como lo está la Kripo? —quiso saber. La pregunta era transparente. Constituía la manera más segura de poner a prueba la sinceridad de Hoffner.

Hoffner posó la mirada en su interlocutor. Se cercioró de acordarse de aquella cara.

—Esto —dijo Braun, deseoso de pronto de hacerse oír— es una investigación de la Kripo. —Era como si hubiera estado esperando aquella pregunta—. No puedo hacer comentarios acerca de pistas concretas. Pero sí puedo decirles que, si bien la Polpo se ha mantenido al corriente de todos los casos criminales desde la revolución, forma parte de nuestra política no interferir con una investigación que esté llevando a cabo la Kripo. La Polpo tiene depositada una gran confianza en el inspector Hoffner y en todo el personal de la Kripo en el sentido de que seguirán todas las pistas de que dispongan, con el fin de hallar una rápida conclusión para este infortunado y desagradable asunto. Sólo si resultara ser algo más que un caso criminal intervendría entonces la Polpo.

Hoffner estaba impresionado. En cuestión de dos minutos, Braun se las había arreglado para dar a conocer elementos cruciales e irrefutables del caso, propagar el pánico y socavar la credibilidad de Hoffner, todo ello distanciándose él mismo y a la Polpo de toda clase de relación con el caso. Había sido una lección magistral, y claramente orquestada. A Hoffner no le quedó más remedio que darle las gracias por ello.

—Tan acertado como siempre, inspector jefe —dijo Hoffner. A continuación se volvió hacia la sala—: Creo, caballeros, que esto es todo lo que tenemos para ustedes de momento.

Hizo una seña a Braun para que los invitara a salir; Braun aceptó. Se produjo un revuelo de preguntas, pero Hoffner las ignoró. Al fondo de la sala vio que Hermannsohn seguía a Fichte hasta la puerta.

—Gilipollas —fue la primera palabra que le vino a Hoffner a los labios nada más entrar en su despacho acompañado por Fichte.

Se había negado a darle a Braun la satisfacción de una confrontación. Había vuelto a darle las gracias por sus palabras y por su confianza, y acto seguido empezó a subir por la escalera. Fichte había tenido la inteligencia de no decir nada.

—Y cuánto le gusta —continuó Hoffner. Fue hasta el primer archivo y se lo quedó mirando, con la mente en otra parte—. Aquí están pasando cosas que no acabo de ver. —Abrió la cerradura y sacó el cajón—. Empiezo a cansarme de eso, Hans.

Fichte cerró la puerta.

—En ese caso, supongo que no nos queda otra alternativa que fijarnos en lo que sí vemos.

Una semana antes, Hoffner habría tomado aquella aportación de Fichte como poco más que una repetición hueca de lo que había oído. Pero ahora el muchacho estaba hablando con sentido común; como no pretendía impresionar, empezaba a centrarse.

Hoffner tenía en la mano el primero de los folios.

—Todo lo que hay aquí tiene que ver con lo que sucedía en Sint-Walburga después de la desaparición de Wouters, ¿no es así? Registros, informes médicos, visitas…

—Fundamentalmente.

—¿No hay nada relativo a su comportamiento inmediatamente después de la detención, o a los primeros meses que pasó en el psiquiátrico? —Fichte negó con la cabeza—. Eso quiere decir que el hecho de leerlo todo no va a ayudarnos a entenderle más de lo que le entendemos ya.

—No exactamente —respondió Fichte, sin querer darle la razón del todo—. Cogimos estos papeles porque pensamos que nos conducirían a la persona que planeó la huida.

—No estoy cuestionando por qué los cogió usted, Hans. Lo único que quiero es cerciorarme de saber qué es lo que tenemos. Encontrar a la persona que lo ayudó sólo importará una vez que tengamos ya controlado a Wouters.

Fichte reflexionó unos instantes y luego asintió. Estaba a punto de contestar, cuando de pronto se le iluminaron los ojos.

—Había algo más —dijo al tiempo que iba hasta el archivador y se ponía a rebuscar entre los papeles—. Van Acker mencionó unas cuantas cosas que había recopilado él mismo… interrogatorios, varios del año pasado, dos o tres del año anterior, y unos dibujos. —Por fin encontró el paquete—. Aquí está.

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