Ronin

Ronin


Décimo magari. Venganza

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Tomás de Sabba se levantó, los hombres a su espalda lo imitaron y la camarera se echó a correr hacia las cocinas. Había llegado el momento de que el acero hablara y los hombres callasen.

Gaspar y el egipciano se miraron reconociéndose. Sancho alzó la vieja pistola del tudesco. Saigo llevó la mano derecha a la empuñadura de su sable. El resto de los gitanos acomodaron las navajas según el gusto de cada cual.

La respiración del cantinero fue apagándose entre crujidos altisonantes. A través de la puerta abierta se oía el aire correr por los callejones de Sevilla y una ráfaga revoltosa les trajo el penetrante hedor a sacrificio del cercano perneo. No duró mucho, al poco, el tufo a fritanga volvió a envolver el lugar; resultó ser un viejo conocido que se acopló confortablemente.

Era un local modesto, de los que pretendían no llamar la atención de los alguaciles y corchetes. Contaba apenas con cuatro mesas desiguales hechas de tablones sin cepillar, entre ellas se desbarataban unos cuantos taburetes mezclados sin orden con sillas de pacotilla. En las arcadas, una pátina de grasa revenida oscurecía los adobes sirviendo de amarradero a las cenizas del hogar y de trampa a las moscas. No había otra luz que la de unas cuantas mechas de esparto y brea que ardían en hachones espetados de mala manera en las columnas de las arcadas. Era una antigua casa moruna de aires humildes, no había frisos ni mosaicos, solo yeso desconchado y las aristas de algunos ladrillos que amenazaban con soltarse. Las largas sombras de los hombres reptaban sobre el suelo embaldosado, vacilando cuando las llamas temblaban.

La quietud se tensaba. Cada bando calibraba al rival con miradas de soslayo. La muerte se acomodaba en una de las mesas esperando que le ahorrasen el trabajo. Todos sabían que la mayoría no saldría de allí con vida.

Con pausa, sin aspavientos, Tomás de Sabba se pasó el reverso de la mano por el mostacho, cambió el peso de pie y sacó la navaja del fajín. La abrió sin dejar de mirar a Gaspar; a medida que desplegaba la hoja, cada uno de los dientes de la carraca que aseguraba el filo produjo un estallido metálico que retembló en aquel tirante silencio.

—Supongo que no habéis venido a preguntar por la comida…

—A ese lo necesitamos con la lengua entera —dijo Dámaso roncamente, refiriéndose a Tomás.

Y, como si hubiera sido una señal convenida, Sancho, que ni supo ni quiso refrenar por más tiempo su impaciencia, disparó. El estruendo de la detonación puso a todos en movimiento. A uno de los matasiete a espaldas del robusto gitano se le arrugó el coleto y, llevándose los dedos a la herida, intentó contener la vida que se le escapaba entre gorjeos.

Envueltos en la intensa polvareda se oyeron los primeros cruces de acero.

El tonelero arrojó la pistola al suelo y desenvainó para repeler a uno de los jaques que se le echaba encima, Dámaso le lanzó la primera estocada a Tomás. Usando un taburete como escala, Gaspar se subió a una de las mesas y tiró de hierro para marcar distancias con otros dos de los hombres que el egipciano había contratado. Saigo, con el sable aún en su funda, avanzó con unos pocos pasos rápidos y se encaró sin titubear con la pareja hecha por los últimos mesnaderos.

Aunque era un hombre corpulento, Tomás de Sabba estaba más que curtido en reyertas como aquella y no le costó esquivar los primeros envites de Dámaso. Sin embargo, el alférez no perdió su oportunidad cuando vio al egipciano hacerse a un lado con prisa; alargó la zancada y buscó el costillar del otro con su propia espada, a la vez, se las apañaba con la izquierda para sacar la vizcaína de amplia cazoleta que le había prestado Sancho.

Una de las hojas se partió y la dura forja japonesa, tras hacer añicos el filo toledano, entró por la mejilla del matón rebanándole la oreja y anegando el ojo de sangre. Cuando la katana salió del carrillo dejó un largo chirlo sanguinolento que le llegaba al pobre desdichado desde el mentón a la coronilla. El ronin, en tanto recogía los brazos para terminar el tajo, presintió que el hombre a su espalda se movía para pillarle desprevenido, así que empujó con todas sus fuerzas al que tenía ante sí, apenas un cuerpo inerte, y la navaja de su oponente no encontró otra cosa que aire.

Gaspar repartió una serie de puntapiés y consiguió reventarle la quijada a uno de los jaques, que cayó al suelo escupiendo hasta las muelas del juicio entre salivazos sanguinolentos. Sin embargo, el veterano ya no era el muchacho que había sido en Flandes, anduvo torpe y viejo; recibió un corte en la pantorrilla que le hizo perder el equilibrio y caer de mala manera encima de la mesa. Los maderos se rompieron con estruendo y, con un grito ahogado, el soldado vejancón terminó encima de un taburete que se le clavó en la riñonada.

Vio a su compadre en apuros, el mesnadero que aún conservaba los dientes se le echaba encima y, aunque aún no había despachado al suyo, Sancho salió corriendo. Rodeó a Dámaso, que se había enzarzado en una serie de cuchilladas cortas con el líder de los egipcianos, y el tonelero temió no llegar a tiempo.

El antiguo furriel tenía que medirse muy bien y eso dificultaba el duelo. No podía liquidar al egipciano sin más, lo necesitaba para averiguar dónde había escondido el indeseable de Hortuño a la pobre Constanza.

El dolor trepó por el espinazo hincando púas en cada vértebra. Al darse la vuelta, Gaspar vio que lo cercaban para rematarlo con una cuarta de acero que llevaba su nombre, pero nada podía hacer por evitarlo. Tuvo oportunidad para dedicarle un último pensamiento a Pacheca; lamentó su maldita suerte.

Buscaba fuerzas para escupir a aquel bastardo y no las encontraba. El matasiete lanzó su hoja contra el veterano de Flandes. El ronin vio al viejo de pelo cano en problemas mientras, tras voltearse, usaba su sable más corto para ensartarle las asaduras al segundo de sus rivales. Dámaso, fintando para buscar un fallo en la guardia del egipciano, no tuvo ocasión más que de presentir la desgracia que se avecinaba.

Sancho interpuso la hoja de su hierro y, apenas a un par de pulgadas del pecho de Gaspar, el centelleo de los aceros desvió el mandoble que le buscaba el corazón al pajarero. Sin embargo, el buen hacer del tonelero no tuvo recompensa; empezaba a sonreír cuando el gesto se transformó de modo grotesco.

La punta de una espada apareció entre una flor de carne y sangre, justo por encima de la clavícula de Sancho. Las costuras del cuello de la camisa se empaparon en un decir Jesús. El tonelero, confuso, tosió una lluvia de abalorios bermejos.

Dámaso lo vio y quiso reaccionar. Agachándose bajo un navajazo del egipciano, agarró con la izquierda la pata de una silla y se giró ganando velocidad. El tosco respaldo impactó con el costado de Tomás, quien trastabilló y cayó después de un paso en falso.

—¡Maldito hideputa sarnoso! —consiguió gritar Gaspar desde el suelo refiriéndose al que había ensartado por la espalda a su viejo amigo.

Pero no tuvo tiempo el veterano de cobrarse venganza, aún no había celebrado el jaque su acierto con el tonelero cuando el sable del ronin le cortó limpiamente el brazo estirado. Los dedos no se relajaron y la hoja que atravesaba el torso de Sancho hizo un extraño que martirizó al artesano. Se derrumbó sobre sus rodillas, desplomándose, como avalancha de aquellas montañas alpinas del paso de Aosta que tantos años atrás él mismo y Gaspar habían cruzado juntos para ir a pelear contra los herejes del norte.

Sin darle oportunidad de repetir el intento de traspasarle la cuera al veterano, que forcejeaba para levantarse, Dámaso se olvidó del jefe de los egipcianos y se abalanzó sobre el que había querido ensartar a Gaspar. Le metió la daga de la zurda hasta la empuñadura, el ojo apenas ofreció resistencia, solo tuvo que volver a empujar para calar algo correoso y, después, el filo se deslizó por la sesera del mesnadero como a través de lardo caliente.

A espaldas del alférez, Saigo le dio la puntilla al que no hacía otra cosa que escupir cachos de diente entre esputos del color del vino ajado. Después de voltearla con un rápido movimiento de muñeca, la hoja de la katana le arregló el hígado, el afiladísimo extremo salió por la espalda, reventando el burdo esmalte de las humildes baldosas.

Gaspar logró al fin incorporarse y, gateando, llegó hasta su amigo.

—¿Sancho?

El otro aún respiraba trabajosamente.

—¿Sancho? —volvió a preguntar el veterano al lado de su compadre.

El tonelero naufragaba ya en las nieblas de un mar lejano y, aunque giró el rostro hacia su viejo camarada, no respondió.

Como no tenía duda alguna sobre lo que sucedería a continuación, Saigo envainó de nuevo su sable y guardó un respetuoso silencio. No conocía bien a los nanbanjin, aquel hombre tan gordo de manos enormes debería abrirse el vientre mientras le quedasen fuerzas. Sin embargo, imaginaba que no sería así. Aunque no carecían de valor, aquellos forasteros se regían por afeblecidas costumbres llenas de piedad absurda. Pero él era allí el extranjero y, como correspondía, mantendría las formas.

Dámaso se volvió y descargó un puñetazo en el rostro de Tomás de Sabba evitando que el egipciano llegara a ponerse en pie.

—Sono mono o toraeyo. Nigashitewa naran —le dijo al ronin.

El gitano se recuperaba del golpe y, al ver que el japonés caminaba hacia él para cumplir la orden, tomó impulso para atacarlo. Tomás de Sabba bien podía pesar media docena de arrobas más que el oriental y cargó sin temor a fallar; dispuesto a aplastar a su adversario. Saigo no se inmutó, dejó que el otro se abalanzase como un animal enfurecido, alzó la derecha, bloqueó con el revés de la muñeca y el grueso antebrazo del egipciano se deslizó pasando de largo; entonces el japonés se giró para usar su otra mano sobre el hombro del atacante, al tiempo que hacía presa en el fornido músculo del brazo del egipciano. Un instante después, Tomás estaba boca abajo, en el suelo, con la rodilla del samurái en la espalda. Uno de los pulgares del japonés le presionaba dolorosamente un punto tras la oreja. En cuanto hacía el menor intento de zafarse, el oriental apretaba causándole una agonía.

—¿Recordáis Namur? —le preguntó Gaspar al tonelero—. Aquel condenado apóstata se había escondido entre los muertos, ¿os acordáis?

Tras vencer a los neerlandeses en Gembloux, don Juan de Austria había mandado a sus hombres arrasar con la ciudadela de Namur y, bajo el estandarte de la cruz de San Andrés, los dos veteranos habían asaltado aquellas calles empedradas.

—Aquel cabrón barbudo parecía más tieso que la mojama, yo pasé sin ver otra cosa que un cadáver…

Dámaso se aproximó hasta donde Gaspar sostenía la cabeza del tonelero entre sus manos. El artesano ya había muerto; su pecho no se movía; la sangre ya no manaba desde la herida, pero el antiguo furriel no dijo nada.

—Ese hideputa, en cuanto le di la espalda se me echó encima, ¿os acordáis? De no ser porque anduvisteis listo como una ardilla, allí me hubiera quedado, pudriéndome en aquel poblacho infecto… Me salvasteis la vida. —Entonces el veterano alzó el rostro y miró a Dámaso—. De no ser por este mentecato glotón, aquel cabrón de holandés…

El alférez se acercó un paso más y, tras envainar, apoyó la palma en el hombro de Gaspar. Sus dedos se flexionaron; estaba a punto de decir algo cuando el veterano lo interrumpió.

—Lo sé, ya lo sé —dijo pasando la mano ajada y encallecida por el rostro de su amigo—. Lo sé, hijo, pero a mis años, las despedidas no son fáciles. —Los párpados del tonelero quedaron entrecerrados.

Gaspar de Silva miró una última vez aquella cara grande y afable. Depositó la cabeza de su amigo en el suelo con mimo. Se puso en pie y avanzó hacia donde el japonés mantenía inmóvil a Tomás de Sabba.

El piquero cojeaba, pero eso no le impidió soltarle dos brutales patadas al gitano, dándole apenas tiempo al samurái a apartar su propia mano.

—¡Malnacido! Comeréis pedazos de vuestro hígado fresco. ¡Usaré plomo fundido para derretiros las entrañas!

Y se siguieron dos puntapiés más que terminaron de desfigurar el rostro del egipciano.

—Necesitamos que hable —dijo Dámaso con frialdad; logrando que, entre resuellos, el veterano se detuviese.

Lo ataron, le echaron un balde de agua fría por encima y dejaron marchar a la camarera. Saigo usó el pequeño cuchillo que escondía la saya de su sable. Con la punta del kazuko obró entre la carne y la uña sin hacer caso de los alaridos del egipciano y, cuando un buen pedazo de acero había entrado, hizo palanca con un gesto seco. Sonó como el corcho apretado de la frasca de un boticario. Tomás aulló con toda su alma, pero el japonés no lo escuchó; antes de que se le acabara el fuelle al gitano, el ronin ya sujetaba el siguiente dedo y acercaba el filo.

De Sabba no tenía otra lealtad que el oro y no hizo falta más para que les contase cuanto necesitaban.

Antes del ataque, la moza de la taberna había dejado aceite al fuego para freírle una ración de pijotas a los hombres. Ahora humeaba y Dámaso se hizo con la cacerola; esparció el contenido por el suelo de la taberna. Gaspar comprendió. Saigo dudó, aquel era el peor crimen que se podía cometer en el Japón, pero no habló, se limitó a salir de aquel lugar.

—Esta va por Sancho —le dijo el veterano al egipciano mientras deslizaba el filo de la gran navaja moruna por el cuello del gitano.

Lo degolló. Lo miró fijamente y se dio la vuelta para salir de allí antes de que Dámaso convirtiera la taberna del Carnicero en el zaguán de los infiernos.

El alférez volcó el hachón más cercano a la entrada y, cuando la mecha de esparto cayó en el charco de aceite, las llamas se extendieron con furia insana.

Ruy, Pacheca y el bonzo andarían ya por el Arenal con los bártulos preparados, esperándolos. Y el horizonte, ceniciento, amenazaba con una lluvia que complicaría el camino.

Dámaso no había contado con salir de la villa tan pronto, pero la guarida de Hortuño en el barrio de Triana les convenía para evitar a los justicias, que empezarían a alborotarse de inmediato en los barrios de intramuros.

Retrasados por un Gaspar que renqueaba, se pusieron en marcha hacia el sureste de Sevilla, a buscar la calle Harinas. Donde, según les había explicado el tonelero, encontrarían varios patios y corralones tras los que se toparían con la mancebía; y dejando a un lado la entrada oficial al mayor burdel de la ciudad del Guadalquivir, en el que las autoridades intentaban contener el vicio, podrían continuar hasta el callejón de la Pajería. Allí, por unos pocos ardites, como galanes venidos a menos, habría quien los pasaría al otro lado de la muralla de manera clandestina.

Gracias al tonelero tenían la vía de escape bien prevista. Lo que no hubieran imaginado es que dos sombras los seguían a lo lejos.

A petición de nobles y clérigos, el cabildo y sus caballeros veinticuatros habían intentado durante años contener los vicios de la ciudad. Y con aquella devota intención se había lacrado la tapia revoltosa de un rincón de la muralla cercano al puerto, a fin de que furcias y malandrines no pudieran colarse y campar por Sevilla como damas de corte y gentilhombres. Sin embargo, para disgusto de las autoridades, el resultado había sido que una panda de truhanes se las había ingeniado para hacer dineros con pasos secretos en el desvencijado muro que protegía la villa del Guadalquivir; porque siempre había marinos y galanes dispuestos a pagar sus buenos cobres a aquellos facinerosos con tal de acercarse a las mozuelas de la mancebía evitando la Puerta del Golpe y sus oficiales impuestos. Y, una vez todos juntos, tras acallar el susto de la dueña por el estado de Gaspar y silenciar las preguntas de Ruy sobre el tonelero, fue a través de uno de aquellos pasadizos, abiertos al pecado de la carne y cerrados al vicio de la penitencia, que lograron escapar gracias a las indicaciones que les regalara Sancho.

Atrás quedó el candil de un boquiseco con aires rancios y navaja al cinto que, guardándose en la faltriquera las monedas que le diera Dámaso, les señaló el camino a los ingenios del puerto.

—Todo tieso, no tiene pérdida —les dijo antes de volverse para colar a través de la muralla al fogoso gaviero de una carabela llegada de La Florida.

Dejaron a la espalda la ciudad y sus cirios prendidos, pasaron de largo junto a los guindastes y las poleas del atracadero, vadearon con grandes trabajos el sucio arroyo Tagarete.

Pacheca aguantaba como podía, acalorada por el peso del fardel en el que cargaba el ajuar y sus pocas pertenencias. El alférez ayudaba a caminar a Gaspar. Y Ruy llevaba la delantera, aunque cargaba el pobre como una mula; sin una protesta había llevado consigo hasta aquellos libracos que Dámaso le quitara a Antonio de Morga. Era un buen muchacho. Los dos orientales cerraban la marcha.

Tras mucho esforzarse, a tiempo para evitar que el veterano desfalleciese, encontraron hacia el este un encinar tupido en el que se refugiaron para tomar aliento.

La noche rielaba sobre el Guadalquivir resguardando a los fugitivos. Dámaso se debatía entre sus desvelos por el resto del grupo y sus ansias por encontrar la alquería del barrio de Triana que les había indicado el egipciano Tomás de Sabba.

—Aseguraos de que no les sucede nada, por favor —le rogó en japonés a Zongji.

El alférez no comprendía del todo la espiritualidad del monje, pero sabía que los defendería si los atacaban, aun cuando se negase a lanzar el primer golpe. Así que, confiado, cuando el bonzo asintió, Dámaso se volvió hacia el antiguo piquero, que era atendido a toda prisa por Pacheca junto al tronco nudoso de un solitario alcornoque que había brotado en medio de aquel bosque.

—Continuad hacia levante —le dijo pidiéndole que siguieran como hasta entonces—. Tengo entendido que hay una pequeña iglesia a la que llaman de Santa Cruz —aclaró señalando más allá de los límites de los encinos—, acogeos a sagrado y esperad allí.

Gaspar protestó; Pacheca le advirtió que era una locura; Ruy, cambiando la pesada saca de hombro, quiso recordarles que era ya un hombre derecho.

Aguardó hasta que el barullo escampó y Dámaso adujo sus razones: el veterano estaba herido; la dueña llevaba razón, pero eso poco importaba; el galopín era tan valiente como los mejores del Tercio Viejo, pero haría mejor servicio cuidando del resto. Al envalentonado zagal le mintió para no herirle el orgullo, pero le gustó ver que en los reinos de Castilla y Aragón todavía se criaban hombres con honor.

—Además, esto es asunto mío —remató el alférez contundente.

Entonces lo pensó durante un instante y añadió algo más:

—Y de él —reconoció señalando vagamente al paciente Saigo—. Que también se lo ha ganado después de atravesar medio mundo. Y dos ya somos multitud. Marchad, buscad esa condenada iglesia y esperadme dos días…

Pacheca no tuvo tiempo de reñir por la blasfemia, Gaspar se puso en pie desbaratando el vendaje que la dueña trataba de atar después de haber restañado la sangre. El furriel lo retuvo poniéndole la mano en el pecho.

—Ahora soy yo el que sabe —le habló con voz queda sin que el veterano comprendiese—. Lo sé —repitió aludiendo a las palabras de Gaspar en la taberna—; también os va más de una cuenta en esto —concedió Dámaso entendiendo los desvelos del veterano por no abandonar la lucha—. Pero no va a ser así —recalcó con vehemencia—. Para esta ronda hace mucho que guardo una moneda al fondo de la bolsa…

El viejo soldado vio la tormenta que sacudía aquellos profundos ojos verdes. Una galerna se había desatado en aquel semblante, y había estado en suficientes campos de batalla a lo largo de su vida para saber que le tocaba formar en retaguardia. Simplemente asintió y dejó que la afanosa Pacheca terminara de cubrirle el tobillo antes de ponerse en camino hacia la iglesia de Santa Cruz.

—De acuerdo entonces, ¡vamos!

Y Saigo marchó tras los pasos de Dámaso, que, empapado todavía por las aguas del Tagarete, se dirigía al sur pensando en cómo encontrar a alguno de los contrabandistas que se ganaba la vida trapicheando con bateles en el Guadalquivir. Necesitaba cruzar a la orilla de Triana, y quería hacerlo antes de que se alzara el sol.

* * *

Constanza no podía saber que la taberna del Carnicero ardía ante los ojos atónitos de justicias y vecinos; haciendo inútiles sus mañas por sofocar el pavoroso incendio. Y no acertaba a imaginar que Dámaso estaba, en aquel mismo momento, buscándola desesperadamente. Lo único que la siciliana tenía en mente era que no iba a rendirse. Seguiría luchando.

La libertad apenas le había durado un par de días. Así que no sintió agobio alguno al hallarse, una vez más, encerrada en un tabuco infecto. Solo se asustó cuando oyó a Hortuño trastear con la cerradura.

Entró. Portaba un candil cuya luz transformó aquel rostro sepulcral en el recuerdo de un ánima en pena. El lobanillo de la sien había ido creciendo hasta afearle todo un lado de la cara. De los cabellos no quedaban más que un par de mechones que se enredaban en las orejas. La nariz parecía una astilla de hueso quebrado. De no ser por los ojos, Constanza hubiera pensado que era un cadáver que había encontrado el modo de abrirse camino en el camposanto.

—Ahora podremos recuperar el tiempo que perdimos —le dijo él con un tono sibilante entre la lujuria y el odio—. ¿Me habéis echado en falta? Yo os he añorado…

Constanza no respondió.

—… Le pedí a los dominicos que os enviasen recuerdos…

Ella comprendió que había sido Hortuño el causante de que el Santo Oficio la hubiera prendido. Y de los tormentos. Había llegado a pensar que su comportamiento en el monasterio de las Descalzas Reales había sido el problema, pero ahora descubría que el único culpable era aquella alimaña.

—… Mas no hay motivo para estropear tan agraciado encuentro hablando del pasado. Es mejor que nos preocupemos por el futuro.

Constanza vio con horror cómo Hortuño se restregaba sin pudor la entrepierna.

—Hay muchas cosas que quedaron pendientes entre nosotros. Y yo no las he olvidado en estos años…

La antigua menina se arrebujó abrazándose las rodillas y pegando la espalda a una esquina de aquella hedionda cochiquera en la que todavía se percibía el hedor dulzón del estiércol.

Décadas antes de que Hortuño llegase al Guadalquivir, la familia de conversos que había habitado aquel lugar, cohibida en la ojeriza de los vecinos, se había apurado por comprar unos cuantos lechones; eran días en que el cristiano viejo presumía de comer gorrino y muchas de las parcelas almohades, como aquella, acababan con algún guadarnés transformado en porqueriza. Todavía se intuía una artesa desvencijada que debía de haber servido como comedero, y algunas cuerdas enranciadas, algo de paja revenida, el asta carcomida de un rastro al que no le quedaban púas.

—… He tenido tiempo para imaginar cómo…

Al ver que volvía a llevarse la mano a la bragadura, Constanza se apretujó aún más contra la pared, esparciendo briznas de heno que se convertían en polvo en cuanto las tocaba. Giró el rostro. Empezó a gimotear.

Hortuño disfrutaba de cada gesto. Tomás de Sabba le había hablado del soldado llegado con la expedición, tieso frente a la catedral; tras tantos esfuerzos, De Morga había errado y Dámaso había conseguido salir con vida del Japón. Pero no importaba, había repartido oro suficiente para que esta vez no hubiera fallos, y ahora ella estaba a su disposición.

Se sentía pletórico, la veía allí, indefensa, para su disfrute, y la satisfacción lo llenaba. Era suya, para hacer lo que quisiera, y la urgencia que ardía en sus fondillos le decía que no dejase escapar la oportunidad. Cuando Constanza empezó a gemir ni siquiera se dio cuenta de que la siciliana solo fingía.

—Desnudaos.

Ella no hizo otra cosa que negar enérgicamente, moviendo con brusquedad la cabeza de un lado a otro.

Él vio que el cabello sucio y desarreglado ya no delineaba un rostro angelical; se había transformado en una máscara maltratada por el paso de los años. Y las curvas que se intuían bajo los andrajos no parecían tan generosas como en tiempos. Y las pantorrillas estaban marcadas por cicatrices. Sin embargo, tenía que desquitarse, debía ser suya.

—¡Despojaos de esos harapos! ¡Ahora!

Cuando ella volvió a negar, él rio con carcajadas torvas que sonaron a rebato. Dámaso podía haber sido muerto ya a manos de los egipcianos, y Constanza era suya al fin.

—U os desnudáis o le diré a mis hombres que lo hagan. Podéis elegir: o yo, o ellos seis —amenazó apagando la expresión risueña de su rostro—. Y os aseguro que no os lo pedirán tan educadamente. ¡Desnudaos!

Constanza titubeó. Se puso trabajosamente en pie y, usando únicamente su mano izquierda, desató la atadura de la capa que había robado en su huida de San Jorge.

Luego tiró del resto de sus andrajos y los sacó por encima de la cabeza.

Henchido de expectación, Hortuño la miraba acucioso, con el gesto apretado por la lujuria del mismo modo en que el cirujano barbero presionaba el forúnculo purulento para expulsar toda la corrupción.

El vientre plano terminaba en la marca amoratada del costillar, que se transparentaba por culpa de las prolongadas hambrunas en la cárcel inquisitorial. Los senos, ajados por los tormentos, no tenían el esplendoroso aspecto que tantas veces el secretario había soñado. Estaba delgada y sucia, su piel no brillaba como el nácar, sus cabellos desaseados no reflejaban oro. Sin embargo, el que había sido secretario del poderoso valido del rey perdió toda compostura. De Andrade no pudo contenerse por más tiempo, ella estaba allí, desamparada, dispuesta para él. Ya solo tenía encima unos calzones ruinosos que le cubrían los muslos con más manchas que tela; y Hortuño se abalanzó con el afán de un depredador hambriento.

Se arrancó hacia ella con los brazos abiertos y la lengua le asomaba entre labios finos y cenicientos.

Y ella aprovechó su oportunidad. Ni siquiera recordaba por qué lo había guardado, el viejo cáncamo, trillado y pulido por cientos de horas de rascar la argamasa de los ladrillos de su mazmorra.

Sujetando con fuerza la pieza de hierro entre sus dedos, Constanza alzó el brazo con rapidez y el impulso de Hortuño hizo el resto. El tajo le fue desde la patilla hasta aquel obsceno lobanillo, y no quedó tuerto por ventura.

Constanza no perdió el tiempo, se hizo a un lado y echó a correr antes de que él pudiera siquiera gritar.

Vio una vez más la libertad a su alcance cuando cayó de golpe cuan larga era, la estropeada melena quedó estirada sobre el umbral de aquel cuchitril. Hortuño, desde el suelo, le había cogido un pie y había logrado desequilibrarla.

Se lastimó en la caída. Se despellejó las rodillas, que empezaron a sangrar entre los jirones de aquellos calzones desastrados. Se hizo daño, pero más le hizo él con sus bofetadas.

Constanza se convirtió en un ovillo. Protegió la cabeza con sus brazos y aguantó como pudo. Hortuño, soltando espumarajos por la boca, la golpeaba con furia y, de haber sido un hombre más corpulento, probablemente la siciliana hubiera muerto.

—Volveré…

Le advirtió cuando ya no le quedaba aliento para seguir con la paliza. Y ella estaba segura de que así sería.

Entre resuellos roncos, Hortuño intentaba contener la hemorragia con la palma de la mano.

—¡Volveré!

Y cerró la puerta con estruendo. Sus pasos, en el aire cargado de humedad que preparaba tormenta, resonaron en aquel patio, alejándose. Constanza se incorporó, comprobó que no tenía ningún hueso roto y, a la escasa luz, empezó a buscar el modo de escapar.

Se oía a lo lejos la tonada que algún trasnochador acompañaba con palmas. La brisa arrastraba la jarana, esparciéndola por las calles del sur de Triana y, a través de una contra abierta de mala gana, un pescador que debía levantarse al alba renegó a gritos, acordándose de los difuntos de aquellos alborotadores.

El viento se había levantado y rizaba las aguas del Guadalquivir. Antes de acostarse, los viejos se habían frotado las junturas quejándose de que el tiempo cambiaba. No se equivocaron.

El primer trueno sonó cuando dos hombres desembarcaron de una destartalada falúa. El remero, comprado su silencio por unos pocos ochavos, los dejó sin indiscreciones; un buen trecho aguas abajo, en la orilla trianera del río, más allá del lugar donde las luces de la barriada se desvanecían por la distancia.

El contrabandista se quedó mirando las extrañas ropas de aquel hombre venido de tierras lejanas. Vio cómo las dos siluetas entintadas por la noche desaparecían por la oscuridad. Se hizo preguntas; no habían llevado consigo mercancía alguna. Los había recogido al pie de los altos ingenios del muelle, entre el limo lodoso de la margen del puerto, pero no cargaban alijo alguno; ni tabaco, ni benjuí, ni especias. Sin embargo, no tuvo tiempo de encontrar explicaciones, el cielo centelleó.

En el contraluz que enmarcó el relámpago, se hicieron visibles las volutas de las nubes que habían ido medrando al bochorno de la tarde. Eran crespones cubiertos de encajes enlutados. Volvió a tronar y, tímidamente, cayeron las primeras gotas; gruesas, pesadas y calientes. Y el contrabandista empezó a bogar, temiendo que se empaparía antes de llegar a la ribera contraria.

Inmerso en la lluvia que arreciaba, logró deslizar la proa en la arena de la orilla sevillana y, antes de echar un pie al suelo, dos hombres más lo asaltaron. Y tampoco supo responder sus preguntas, hechas en una extraña mezcla de español y portugués.

* * *

El ala del sombrero, vencida por el aguacero, se humilló sobre la frente. Los ojos verdes miraban al horizonte ennegrecido por la tormenta. Caían goterones de los cabos del bigote, brillaban los pómulos con cada relámpago. Sus pasos lo llevaban hacia una pesadilla y su determinación no flaqueaba. Sin detenerse, Dámaso se quitó el chapeo y lo echó a un lado del camino.

A lo lejos, a su derecha, gracias al parpadeo de una centella, quedó enmarcado el campanario de Santa Ana. El trueno retumbó sacudiendo las techumbres de Triana. Funestos cortinones de lluvia encelaban el barrio.

Junto al antiguo furriel de su majestad, caminaba el ronin. En silencio, Saigo Hayabusa pensaba en que el fin de su empresa se aproximaba. Meditaba acerca de aquella tarde en la que había perdido la confianza de su hijo. Soñaba con librarse del estigma de haberse convertido en un hombre de las olas, con recuperar el honor. Pronto podría usar aquella carta que Torii Mototada escribiera.

Siguieron avanzando. Dejaron atrás el arrabal más pobre de Triana, se acercaban a los campos de cultivo que se desperdigaban por el norte.

El chaparrón comenzaba a encharcarse en los barros del camino, la noche se cerraba sobre la tormenta, los dos hombres caminaban hacia la boca de una profunda carbonera que ardía en brasas con cada rayo.

Atravesaron las sendas que se alejaban del Guadalquivir rumbo a Bormujos y a Coria. Fueron dejando pequeños huertos en los que algunos desesperados por las hambrunas del pasado se habían atrevido a plantar y cosechar aquellas extrañas raíces terrosas traídas de las Indias. Y cuando ya apenas quedaba de Triana más que un par de corralas desvencijadas, vieron los restos del palmeral que Tomás de Sabba les había descrito. Habían llegado.

—Ha de ser allí —dijo Dámaso en su tosco japonés al tiempo que se detenía.

El ashigaru se quedó a la par del español. Mirando los contornos difusos de la alquería. Las hojas de las palmeras se arremolinaban por encima del muro que cerraba el jardín; con cada relámpago veían lo poco que quedaba de la desportillada construcción.

Allí dentro estarían en inferioridad, el ronin lo sabía. Su deseo de limpiar el pasado podía esfumarse por una estocada, sin embargo, el deber era ineludible: en aquel lugar estaba el que había proporcionado al magistrado Ishida armas con las que tomar la fortaleza de Fushimi.

Saigo Hayabusa recolocó su hakama, tensó las costuras del haori, ajustó las vueltas de su obi, anudó el viejo cordel de cuero en torno a la manga derecha, aseguró las ataduras de los sables y miró hacia el inesperado amigo que había hallado entre los nanbanjin. Dámaso se fijó en aquel rostro picado de viruela en el que los años habían labrado arrugas en el contorno de los ojos y los labios, espantó viejos recuerdos. Eran dos hombres nacidos a océanos de distancia, unidos amargamente por lo inexorable de la venganza. Sus lazos iban mucho más allá de la familia o la sangre; compartían un único destino.

Y los dos amigos, viendo cada uno en el semblante del otro la determinación propia, no se molestaron en mencionar que aquel era un momento tan bueno como cualquiera para que todo acabase; la vida no abarcaba más que un destello fugaz.

Ambos se volvieron a un tiempo.

Un rayo golpeó entre centellas en la copa de una de las palmeras, prendiendo en las hojas secas y, aun pese a la lluvia, nació un fuego apocado. Olía como en una forja apagada.

Dieron un paso al frente. El cielo los advirtió volviendo a estallar con un relámpago. Lo ignoraron con desprecio. Encararon su sino del único modo en que podían hacerlo: desenvainando los aceros.

Dispuestos a morir.

Hortuño de Andrade, frente a una bacía de agua jabonosa, intentaba restañar la sangre de la herida abierta en su rostro. Desde el desastrado cuarto que usaba como dormitorio en el piso superior de la alquería, oyó los gritos con los que uno de los hombres que pagara daba el alto a un intruso.

No había esperado que aquel desgraciado llegase tan lejos y, de mala gana, lamentó lo que significaba: a buen seguro el egipciano que tan útil había resultado estaría ya criando malvas. Pero saber que Dámaso había logrado encontrarlo no le preocupó; era una docena completa contra uno, dos si es que aquel veterano de Flandes no estaba abonando la misma tierra que el gitano. Como mucho tres si aparecía el entrometido tonelero. No más. Así lo haría aquel despreciable e insignificante furriel que se había atrevido a soñar con cotas que le estaban vedadas.

Dámaso nunca se había mostrado tan perspicaz como él; Hortuño de Andrade lo conocía bien. El que fuera su amigo querría resolver todo aquello por su cuenta y riesgo, buscaría hacerlo de un modo honorable, no de la manera más efectiva. Así había sido siempre.

Cuando eran solo unos niños, Dámaso había revelado lo del robo de aquel dije de plata que Hortuño había escamoteado del arconcillo donde su madre guardaba las preseas. Ya en aquel entonces el noble mozo se había negado rotundamente a participar en el cobro de los dineros que el futuro secretario había obtenido con la venta de la joya. Hortuño le había ofrecido compartir las ganancias y gastárselas en aquella taberna de mala fama a la que iba la soldadesca en Monforte de Lemos, pero Dámaso no había accedido.

Sujetando un trapo contra el costado de la cara, Hortuño, confiado, impaciente por ver a Dámaso morir, entreabrió uno de los desvencijados postigos y echó un vistazo al patio de la alquería para llevarse una sorpresa.

Había traído con él a uno de los monos amarillos llegados en el San José. Tres de los mesnaderos estaban ya muertos, tendidos entre los hierbajos que habían ido creciendo en el atrio.

Tenía el pie derecho en un charco batido por la lluvia, movió el izquierdo ampliando la huella de su zueco en el barro, dejando pequeños montículos a cada lado. Sujetaba en la diestra la katana y, en la zurda, con el filo hacia abajo, el wakizashi. Estaba rodeado por cinco hombres, a apenas dos pasos yacía el cuerpo de uno; las entrañas abiertas y tibias dejaban escapar vapores que las gotas del aguacero intentaban escampar.

Mantenían las espaldas a la par, sirviéndose el uno al otro de parapeto contra aquellos bravucones de tajo fácil. Dámaso, con su toledana al frente, mantenía la guardia. La vizcaína se había quedado en la taberna del Carnicero y el alférez usaba la capa para templar las estocadas de sus adversarios. Buscándole el descuido, cuatro hombres de quijada apretada lo encaraban apuntándole a las asaduras con los hierros.

El agua escurría por el filo de la espada de Dámaso. Bruñía el acero, cargaba de brillos la hoja cada vez que un relámpago restallaba en el cielo nuboso. En las revueltas de los gavilanes que adornaban la empuñadura se acumulaban goterones, mezclaban la escorrentía y la sangre que fluía de un feo tajo en la parte alta del brazo; se deshacían en rosarios que el suelo empapado desfiguraba.

Hortuño sonrió. Era cosa hecha. Sus hombres seguían teniendo una aplastante superioridad, ni el alférez ni el macaco oriental saldrían de allí a no ser listos para cebar a los gusanos. Ya imaginaba el cuerpo sin vida de Dámaso tirado en el cieno.

Dos de sus secuaces atacaron a la vez. Uno lanzó la estocada baja, a las piernas, el otro tiró apuntando al cuello. El secretario lo dio por zanjado, pero Dámaso reaccionó a tiempo: enredó el acero del primero en la capa y paró al segundo con la base de la hoja, las espadas quedaron trabadas a un palmo del hombro herido. El alférez giró contra el que le había buscado las pantorrillas y, dejando la tela enmarañada en la blanca, le asestó un golpe con el codo al costillar del otro.

Tragando un estupor amargo, Hortuño vio cómo su enconado rival se desembarazaba de un tercero que se le echaba encima; Dámaso le sacudió un puntapié con tiempo para tirarle de nuevo al que había bloqueado poco antes.

A su lado, aquel mono amarillo se volteó haciendo destellar ambos sables. Fue tan rápido que el antiguo secretario apenas vio más que el resultado: tres de los mercenarios se echaban atrás, otros dos gritaban, y a los aullidos los derrotó el siguiente trueno. Uno de ellos, armado con una vieja espada ropera, había caído al suelo y miraba con incredulidad el muñón donde un instante antes había estado su pierna, el otro tenía uno de los filos del japonés atravesado en el coleto.

La copa de la palmera humeaba sin llegar a arder, con un fuego seseante y renegrido que el turbión combatía como si los cielos fueran una represa desbordada. Los telones de lluvia arrastraban la tierra sedienta, escurriendo el lodo, anegando las pozas. Parte del muro que rodeaba el jardín de la alquería, deshecha la vieja argamasa por el intenso aguacero, se derrumbó con un estruendo que nadie oyó porque la tormenta reinaba ahogando los horizontes.

Aquel demonio del Oriente gritó algo incomprensible y se abalanzó contra el resto de sus atacantes. Se movía como un hombre veinte años más joven.

Dámaso clavó su acero en la axila de otro con la guardia alta, quedó como un pelele; inútil el envite que pretendía picando sobre el alférez con el mellado terciado que portaba.

La sonrisa de Hortuño se desvaneció; su confianza se diluyó con la lluvia. Le preocupó lo que veía, se angustió. Y entonces se dio cuenta de que, si sucedía lo peor, todavía tendría un último recurso.

Desatendió la ventana y corrió entre la mugre y el desorden que se habían acumulado por encima de la porquería que llenaba la alquería abandonada. Bajó las escaleras a toda prisa, trasteó en un ladrillo suelto y sacó una llave. Apuró el paso por un corredor angosto hasta las antiguas cocinas y, apartando de un empellón una manta raída, se plantó delante de la única puerta de nueva factura que había en toda la casa. Era cuanto se había molestado en remozar: la vieja alacena.

Con dedos nerviosos hurgó en la cerradura hasta que la pesada llave de hierro giró. Entró a toda prisa y buscó la arqueta que necesitaba.

Se la había entregado un capitán de los Tercios que volviera arruinado y deshonrado de Flandes. Con la tregua que había instado el duque de Lerma había muchos desgraciados como aquel que vagaban por cualquier ciudad de las Españas. Y a Hortuño el tesoro del veterano no le había costado más que una amenaza; fue suficiente sugerir la intromisión de un familiar de la chicharra en un asunto de amoríos en los que andaba embarullado el militar con una muchacha de lamancebía.

Comprobó el pedernal. Sacó la baqueta y preparó la pistola, embutiendo bien el taco de papel que parapetaba la bala. Apenas hubo terminado, se echó afuera desandando el camino.

Nadie lo vio en el patio. Todavía quedaban siete de los mesnaderos acorralando a la pareja de intrusos. Dámaso llevaba otro tajo en un muslo y apoyaba la pierna malamente, en las extrañas ropas del japonés había un lamparón rojo en un costado. La tromba, incansable, lo desleía alargando churretones rosados que le llegaban a la cinturilla de los amplios calzones que vestía.

—¡En pie! —le ordenó a Constanza apenas hubo descorrido el pestillo que aseguraba la puerta.

La menina tuvo una visión fugaz iluminada por un rayo, tras la silueta de Hortuño, en el patio, creyó distinguir a hombres luchando.

—¡En pie! —repitió el antiguo secretario malhumorado.

Cerró con un portazo y Constanza se obligó a no creer. Sabía que no podía ser. Tenía que tratarse de una quimera, una ilusión. Era imposible.

La mujer, embobada, no se movió; y Hortuño avanzó hacia ella con dos zancadas resueltas. Le soltó una brutal bofetada con la mano libre y, cuando Constanza intentaba recobrarse, la jaló del cabello obligándola a alzarse.

—Y ahora vamos a esperar aquí, juntos —le susurró al oído poniéndole el cañón de la pistola en la sien.

Se oyeron más gritos de los hombres del patio. De no ser por las labradas guarniciones de plata que cubrían las cachas de la pistola, el arma se hubiera caído desde la sudorosa mano de Hortuño.

El tiempo pareció detenerse. Se desgranaba con pereza exasperante, azuzando con retraso el cascabeleo de la lluvia.

Constanza apartaba el dolor que empezaba a causarle la presión del cañón. Intentaba revivir lo que había visto a través de la puerta, ni siquiera pensaba en cómo zafarse de la presa de Hortuño.

Afuera, uno de los secuaces trataba de huir a través del tramo de muro que la tormenta había derruido. Pero apenas pudo poner un pie sobre la montonera de ladrillos cuando la hoja curva de un sable le cruzó la espalda cortándole el espinazo. Se desplomó, tirando unas cuantas briquetas más; y una nueva porción del paredón le cayó encima al que ya no era más que un cadáver. Envueltos en el retemblar del temporal, dentro de la cochiquera no percibieron el nuevo derrumbe.

Lo siguiente que oyeron Hortuño y Constanza fueron unos pasos rápidos trasteando por el piso superior. Palabras extrañas de voces que sonaron lejos. Y la antigua dama de compañía sintió cómo él apretaba el arma contra la delicada piel de su sien. Llegó otro silencio que la tormenta ocupó con avaricia; los cielos de Sevilla se desgañitaban.

La menina creyó vivir una eternidad completa de impaciencia.

La puerta se abrió de golpe y dos siluetas aparecieron en el contraluz. Constanza percibió el sobresalto de Hortuño. El antiguo secretario intentó rehacerse con tanta presteza como pudo.

—Había imaginado que tendríais el valor de venir solo…

Dámaso no repuso nada, se quedó mirándola. El que había sido hombre de confianza del mismo valido del rey intentó hacer que su voz recobrase el poder ostentado años atrás, cuando a su capricho se decidían los destinos de miles de hombres.

—… Pero veo que os habéis traído a uno de esos indeseables herejes…

No advirtió su aspecto demacrado. Tampoco distinguió la suciedad que cubría las ropas ajadas. El cabello no se había vuelto una maraña de guedejas pegajosas. El rostro seguía siendo un delicioso laberinto que recorrer con las yemas de los dedos; no vio los pómulos que tensaban la piel de las mejillas, ni los labios agrietados, ni los cardenales, ni las marcas que el implacable tiempo había dejado. Era ella. Constanza. Y Dámaso sintió el calor que lo embargaba al imaginar que ya nunca más despertaría junto a su soledad. Seguía siendo tan bella como recordaba; una de aquellas amanecidas del Japón que cubrían de rocío las laderas de una montaña arropada por cerezos en flor. Nunca más se ahogaría en la amargura de su tristeza. Sus ojos azules lo miraban llenos de emoción. Estuvo a un tris de salir corriendo para recogerla en sus brazos y besarla. Ella era lo único que importaba; su sed de venganza había quedado aplacada de pronto. Ya todo daba igual si ella seguía viva. Fue la mano de Saigo en su hombro herido la que trajo la realidad.

—… Aunque no creo que eso importe —acabó Hortuño su discurso apretando aún más la boca del cañón contra la sien de Constanza, obligándola a torcer la cara—, ¿verdad?

Dámaso espantó sus ensoñaciones e intentó valorar la situación. Miró en derredor y un relámpago a su espalda le ayudó a ver los detalles del sucio lugar. Estaba rodeado de inútil inmundicia, nada allí le serviría. Y, cuando encaró de nuevo a su enemigo, percibió que la vil cobardía de Hortuño lo disponía a hacer cualquier locura; aquel rostro enfermizo estaba pintado con los matices de la demencia.

—Os habéis buscado enemigos en todos los rincones del mundo —logró decir el alférez rehaciéndose, aludiendo a algo lejano; a lo que fuera que pudiese desviar, si no la amenaza del arma, al menos el control de quien la sostenía—. Ha venido por su cuenta, él también porta facturas que cobraros —añadió esperando desconcertar a Hortuño con una referencia vaga a un hombre al que nunca antes habría visto.

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