Ronin

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Capítulo 17

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17

Guerreros y espíritus

 

La mansión de Kenshiro está silenciosa y oscura como un mausoleo egipcio donde las piezas decorativas, una vez fastuosas y regias, se hubieran convertido en siniestras y cenicientas sombras de muerte. Tan solo se escucha el agudo silbido del viento al filtrarse a través de paneles de shoji rotos y polvorientos. Debe hacer años que nadie habita este lugar. Todos excepto uno, han huido. Al cruzar el abierto umbral, percibo el humo procedente del jardín posterior. El fuego se está extendiendo a la casa. Muros y cimientos son de madera reseca de criptomero; este lugar pronto será un infierno. Pero es allí donde has de ir para buscar al diablo. Guiado por un instinto animal que no puedo entender, pero al que empiezo a acostumbrarme a obedecer, recorro las desiertas habitaciones sabiendo de antemano dónde lo encontraré.

La galería de armaduras medievales de Kenshiro, una de las tres mejores colecciones de Japón. Las piezas que aquí se conservan poseen un valor incalculable. Un largo corredor flanqueado por translúcidas mamparas de papel de arroz, la mayoría deterioradas, se extiende ante mí. El albor de la luna llena se cuela a través de ellas iluminando las formidables y antiquísimas armaduras, ahora cubiertas de una espesa capa de polvo. Todas se yerguen majestuosas en dos filas paralelas y enfrentadas, cual una silenciosa escolta de fantasmas; sus amenazadoras sombras se proyectan sobre el suelo polvoriento. Espada en mano, camino entre ellas como una más.

Reliquias de un pasado feudal sostenidas por maniquís de madera modelados a imagen de los guerreros que una vez les dieron vida. Coseletes de láminas negras superpuestas, de reflejos verdes o azules como caparazones de gigantescos escarabajos. Yelmos espeluznantes cubiertos de telarañas rematados por cuernos de animales y, sobre el rostro, máscaras guerreras que me observan con furibunda expresión desde sus cuencas vacías. Casi puedo sentir en el aire como un perfume el espíritu ancestral de los guerreros que una vez las animaron. Diría que alcanzo a oír sus voces muertas entonando viejas canciones olvidadas. Canciones que me hablan de una antigua batalla, de un rencor eterno que se perpetúa a través de los siglos, repitiéndose generación tras generación como el eco de un pasado que no olvida, que jamás perdona. Hoy somos nosotros, Katsuo, pero hubo otros. Nuestra batalla es tan antigua como el tiempo y solo puede acabar de una manera.

En el silencio de la sala se oye el murmullo apagado de una respiración. Forzando la vista puedo ver a la niña atada en una silla al fondo del corredor. Aparentemente está bien. Camino hacia ella para liberarla cuando, a diez metros delante de mí, una enorme sombra se separa del resto, interponiéndose en mi camino. Nos reconocemos en un saludo silencioso, midiéndonos el uno al otro. Puedo sentir el odio electrizando el polvo del aire entre ambos. Me quito la máscara. Quiero que vea mis ojos. Míralos bien, Katsuo. Está escrito en ellos. Nosotros nos comunicamos en un lenguaje más sutil que las palabras, como amantes que se conocen desde hace años. He pasado un millón de noches insomnes imaginando este momento, planeando, entrenando. He atesorado en mis sueños el néctar de tu agonía soñada. Bañadas por la luna llena, nuestras figuras se recortan en los translúcidos paneles de papel de arroz, como en un teatro de sombras chinescas. El sonido de los grillos, enloquecidos por el fuego, resuena en la noche. Esta noche voy a morir, Katsuo. Está escrito.

Pero no moriré solo

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