Ronin

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Capítulo 18

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18

Al final de la escapada

 

Cuando la cabeza ensangrentada del joven “Chicken” Haruki llegó rodando hasta sus pies, un horrorizado Rocky Yoshikawa fue testigo de cómo el repentino advenimiento de la muerte había congelado en sus ojos adolescentes una última y definitiva expresión. No quedaba en su mirada exánime rastro alguno de la arrogancia pendenciera que exhibiera apenas media hora atrás, tan solo el último testimonio del espanto de un muchacho estúpido que un día llamó a la puerta equivocada. Libre ya de la impostura del orgullo, del valor presupuesto y el falaz ardor guerrero, tan solo eran aquellos los ojos de un niño asustado. Fue al ver superpuestos en ellos los de su propio hijo Yoshi cuando, con un escalofrío, Rocky sintió como el verdadero pavor se apoderaba de él. Y un miedo, como no había sentido jamás, impulsaba sus piernas más allá de una decisión consciente, a correr muy lejos de allí.

Poseído por un impulso primitivo imposible de expresar con palabras, corrió durante casi una hora en la oscuridad del bosque a través de la noche, acompañado tan solo de sus jadeos y el latir de su propio corazón. Las ramas de los árboles le arañaban la cara y desgarraban su ropa, como brazos siniestros que intentaran atraparle para frustrar su desesperada huida. Le zumbaban los oídos y tan solo sabía que tenía que seguir corriendo, y cuanto más lo hacía, mayor era la urgencia por alejarse. No sabía por qué sus pies seguían moviéndose. Tampoco a dónde. Como si los helados dedos de la muerte acariciaran los vellos de su nuca, era tal el miedo a detenerse que sus piernas parecían moverse solas sin su permiso. Corría con la mente en blanco, casi en trance, más allá de la extenuación, hasta que ya no sentía sus pies al tocar el suelo. Hasta que ya solo veía las cosas acudir a su encuentro como si viajara en un vehículo conducido por otro, como si fuera el mundo el que saltara hacia su retina como un animal enloquecido.

Huir.

Huir de aquel pozo de oscuridad y muerte que todo lo engullía, de la maldita miseria y la enfermedad, del dolor y la impotencia. Huir del espejo que le devolvía la imagen de un verdugo que despreciaba, de los aciagos remordimientos en las noches eternas, de las miradas aterradas de aquellos que esperaron, hasta el último segundo, despertar de un horrible sueño para encontrar tan solo el cañón de su pistola. Huyó hasta que al fin sus pies se enredaron en algo y cayó rodando violentamente por una empinada pendiente de hierba, por más de diez metros, dando vueltas hasta quedar inmóvil boca arriba. Su corazón desbocado parecía a punto de estallar, el cielo nocturno daba vueltas sobre él como una espiral en una pletina. Apenas conseguía entrar el aire en sus pulmones. Tenía la garganta y la boca resecas y silbaba arqueando el torso en busca de oxígeno, como un pez fuera del agua. Un punto antes de perder del todo contacto, creyó ver el rostro de su madre.

Cuando despertó horas después, aturdido y desorientado, apenas estaba amaneciendo. Se incorporó hasta sentarse en el suelo, rodeado por una alta hierba que le llegaba casi hasta el pecho. Sintió frío. Había perdido la chaqueta y la pistolera durante su huida por el bosque, y su camisa estaba abierta y hecha jirones. Tardó un rato en recordar cómo había llegado hasta allí, y aún más en descubrir dónde estaba realmente. Sería tan solo al reconocer la silueta de un lejano pinar, cuando empezara a intuir que aquel paisaje le era vagamente conocido.

Se levantó y al apoyar el pie, descubrió con una mueca de dolor que se había torcido un tobillo. Cojeó avanzando por la amplia pradera, sumida en una espesa y fresca bruma matinal. Sus manos acariciaban los trigales húmedos por el rocío mientras sentía que todo le era cada vez más y más cercano. Él había estado antes en aquella colina, solo que no conseguía recordar cuándo. Fue al escuchar un lejano y agudo sonido, cuando supo con certeza dónde se encontraba; era el inconfundible timbre despertador que tantas veces había escuchado. Al dirigir la mirada a lo alto de la colina, iluminado débilmente por los primeros rayos del sol, pudo distinguir al fin la familiar silueta del koukou Kiosone, el reformatorio para chicos. No sabía con certeza la distancia que había recorrido la noche anterior, pero ahora sabía que la mansión del antiguo Oyabún estaba cercana a las colinas de Oshimoshi. No podía ser una casualidad. Pensó en la última vez que estuvo allí. Parecían haber pasado un millón de años, una vida. Tantas vidas, en realidad. El aire era inusualmente puro. No lo recordaba tan puro entonces. Solo recordaba que aquella última vez se sintió libre.

Libre.

Entonces, supo al fin de lo que huía y cayó en la cuenta de lo que realmente había dejado atrás. Pensó en lo raro que era que la vida ofreciese a alguien una segunda oportunidad. Se abrochó lo poco que quedaba de su camisa y se preguntó qué tiempo haría en aquella época del año en cualquier lugar lejos de allí. Con la brisa agitando sus lacios cabellos y sintiéndose extrañamente ligero, descendió a través del verde prado hasta la carretera donde en unos minutos pasaría, como cada mañana, el inconfundible camión dekotara de su tío Nobu

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