Ronin

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Capítulo 3

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Decisiones de última hora

 

Eran casi las doce cuando un inquieto y sudoroso Ray Taggart regresó al fin a casa. Llevaba en la mano un pesado maletín y, en el bolsillo, dos billetes de avión para un vuelo chárter que saldría del aeropuerto de Narita con dirección a Los Ángeles a la mañana del día siguiente. El abogado americano era famoso por su virtud previsora y aquella vez no iba a ser una excepción. Quería asegurarse de estar bien lejos de Japón junto a su familia para cuando lo que quedara del clan Nakashima se recuperara del shock y descubriera su pequeña travesura. Casey y la niña saldrían al amanecer con el mínimo equipaje y él se uniría a ellas después, una vez hubiera cobrado la segunda mitad del pago acordado. Tenía listo un discurso breve pero convincente para explicar a su esposa los motivos de su precipitada marcha del país del sol naciente. Incluso iba equipado con la elocuencia extra de un whisky doble en el cuerpo para la previsible discusión posterior. Pero todo el libreto se quedó en el tintero al descubrir que inopinadamente, el piso estaba vacío y Casey y la niña no estaban. En una nota puesta sobre el recibidor se aclaraba que su hija estaba aquella noche a cargo de Shirley, la babysitter, y que ella pasaría la velada en casa de una joven compañera del trabajo, celebrando su próxima boda. «Genial, cariño». Pensó mientras arrugaba la nota maldiciendo entre dientes. «Una ausencia realmente oportuna.» Con gesto contrariado se sirvió un Martini con hielo del mueble bar, y paseó por el salón del apartamento en actitud pensativa. Se fijó de pasada en el enorme cuadro rojo de la pared del fondo y agradeció secretamente no tener que contemplar aquella condenada aberración nunca más. Entonces pensó en algo que sí le apetecía realmente contemplar. Presionó el pestillo del maletín que estaba sobre la mesa del salón y, al abrirlo, automáticamente se iluminó su interior, y pudo admirar la violácea y virginal belleza de dos millones de euros en billetes nuevos. Había elegido la moneda europea por su facilidad para transportarla. Era difícil de creer que dos millones de euros pesaran tan solo cuatro kilos, pero ese era parte del precio de su lujoso retiro en Europa.

Mientras apuraba el Martini, para aprovechar el tiempo, abrió la caja fuerte del dormitorio y la vació de joyas, dinero en efectivo, y todo lo que pudiera llevarse en una segunda maleta preparada al efecto. Pensó, mientras lo hacía, en lo que emplearía el resto del pago: una residencia permanente en Suiza, y acaso alquilar una mansión en Italia, a orillas del lago Como. Había oído que estaban de moda últimamente. Pasaría su jubilación viajando e invirtiendo en bienes inmuebles mientras vivía una vida cómoda y libre de preocupaciones. ¿Cuántos años de felicidad se podrían comprar con cinco millones de euros? ¿Cuántos de vida le quedarían a él? Sentía al pensarlo una extraña incomodidad, como uno de esos picores que no sabes localizar, pero te martirizan en silencio. En todo aquello había algo que no encajaba. Otras preguntas rondaban, por supuesto su cabeza, como la de dónde estaba realmente su esposa, pero eran del todo secundarias. Fue al terminar el segundo Martini cuando, imbuido de una clara e irrebatible lógica, descifró al fin cuál era el elemento discordante en aquella ecuación. Y llegó a la irrebatible conclusión de que las cuentas le saldrían mucho mejor si reducía el número de divisores. En concreto si los reducía a uno. Apuró la copa sin más, extrajo del bolsillo los dos billetes y tras mirarlos un instante, acaso sopesando por última vez sus posibilidades, los rompió, arrojándolos a la papelera. Acto seguido, tomó las dos maletas y se fue sin perder más tiempo.

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