Ronin

Ronin


Capítulo 10

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10

Reflejos en un lago sereno

 

Las nubes de días anteriores habían dado al fin merecida tregua y todo hacía presagiar que aquel sería al fin un hermoso día. Así, los primeros rayos de sol del último domingo de diciembre empezaban a hacerse presentes en la desierta obra aún en construcción del futuro complejo hotelero Tokomo. El amanecer se filtraba irrevocablemente por entre los huecos de una valla de red metálica, arrojando su sombra sobre los polvorientos sacos de cemento que se amontonaban como morsas perezosas varadas en las rocas.

Un entumecido Rocky Yoshikawa despertó hecho un ovillo, alertado por el graznido matinal de los omnipresentes cuervos tokiotas que hacían guardia en grupos de tres sobre un cable eléctrico cercano. Vestido con un arrugado traje cubierto de polvo, estaba tirado en el suelo al borde de un enorme socavón recientemente horadado en el cemento. Aquel triste hoyo era todo lo que quedaba en el lugar donde antes se erguía “el puente de la cerveza”. Un agujero no era nada, era menos que nada. Era el vacío. Y eso era exactamente lo que Rocky sentía en algún punzante lugar de su alma. Un doloroso vacío que no habían conseguido llenar las cervezas que había tomado aquella noche. Había comprado dos pack de seis, pero solo había bebido la mitad. Había dejado intacta la mitad de Toshiro. Porque era en aquel rescoldo apagado de su niñez donde solo quedaba ya un agujero, el lugar donde más cercano se sentía a su amigo muerto. Mucho más que en aquel otro del cementerio de Aoyama, donde no había nada sepultado porque nada quedó para enterrar.

Habían pasado tres semanas desde el atentado, tres semanas desde que Toshiro Fukuda, su amigo del alma, su camarada y su compañero de armas, le dejara inconsciente al amanecer con la misma cachiporra que su jefe le había regalado. Rocky despertaría seis horas después aturdido, sin ropa y torpemente atado en un cuarto de mantenimiento, para encontrar junto a él una escueta nota doblada. Y al leerla con lágrimas en los ojos, sufriría el terrible descubrimiento de lo que su amigo había hecho por él.

“Juntos hasta la muerte.” Toshiro había ocupado su lugar en el coche bomba. Un sacrificio supremo que nadie, ni siquiera la mujer a la que ambos amaban, conocería jamás. Así se lo hizo prometer en su breve carta de despedida tras disculparse “por haberle golpeado tan fuerte”.

Rocky, con ojos enrojecidos por las interminables noches en vela, miraba obsesivamente el indigno y doliente hueco en el cemento y se preguntaba cómo podría sobrevivir a aquel amargo regalo, cómo podría nadie seguir respirando, sabiendo lo que él sabía. Pero tampoco podría volver su arma contra sí mismo. El mismo desprendido sacrificio de su amigo había frustrado aquella liberadora huida. Aquel humilde compañero invisible hasta en su heroísmo, le había regalado su propia vida pero había puesto un alto precio a su dádiva: Rocky tendría que vivirla por los dos para honrar su legado. Jamás ningún saco de cemento le había resultado tan pesado de llevar como lo era aquella fría mañana la carga de su propia existencia. El joven tenía un pésimo aspecto, la rala barba descuidada y el flequillo recientemente encanecido que le caía lacio sobre la frente, tapando parcialmente un corte en su ceja derecha con sangre ya reseca. Desde la bomba apenas había podido dormir y sus profundas ojeras bajo las gafas de sol así lo atestiguaban. Borracho y errático había ido de pelea en pelea, llegando casi a matar a patadas a un colega que habló demasiado en el momento menos oportuno. Ahora todos pensaban que era un cobarde. Y lo que más le desconcertaba era que ya no le importaba. Lo cierto era que nada lo hacía ya; ni su aspecto, ni su reputación o su mismo futuro.

Desde que Asami tomara el primer avión en dirección a aquella prestigiosa clínica de Washington llevándose al pequeño Yoshi, su contacto con la realidad se había disuelto en el ácido de su profunda amargura. Llevaba semanas ilocalizable, había tirado su teléfono móvil y solo aguardaba ya una última cosa: una que llegó al fin, cuando oyó unos conocidos pasos sobre la grava, aproximándose a su espalda.

El “Dragón de piedra”, finalmente, le había encontrado. «Supuse que tarde o temprano te encontraría aquí.» Dijo a modo de saludo. Tetsu llegaba escoltado por dos jóvenes y corpulentos yakuzas, recién salidos de las termas del “Gordo Yogushi”. Ante el silencio de Rocky, se acercó a él y puso la mano en su hombro. «Tienes que venir con nosotros, Rocky; hay algo importante que debes saber.» Pero más allá de las herméticas palabras de su mentor, Rocky sabía ya todo cuanto necesitaba, había tenido cinco años para aprenderlo. Ambos eran asesinos; y su siniestro oficio tenía unas severas reglas que todos conocían. Aquel era un compromiso de por vida, no podías desaparecer sin dar explicaciones a menos que quisieras hacerlo para siempre. Pero los dos sabían que el tiempo de las palabras había pasado ya. Hacía días que Rocky esperaba sin recelo su fatídica llegada, tan solo se preguntaba qué momento escogería. Sabía bien que Tetsu había llegado hasta allí tan solo para cumplir una única y amarga misión. Y los novatos que le escoltaban eran, sin duda, sus futuros sustitutos.

Dócilmente y sin oponer la menor resistencia, Rocky se levantó, se sacudió el polvo y les acompañó en silencio hasta el coche donde se sentó atrás, flanqueado por los jóvenes cachorros. El Mustang conducido por Tetsu arrancó para dirigirse al centro por la autopista. Sin duda para poder tomar la primera salida hacia el norte rumbo a los acantilados donde tantas veces habían hecho desaparecer los cuerpos de sus infortunados objetivos. El veterano asesino rompió el tenso silencio para dar una simple orden a sus nuevos aprendices. «Guardadle el arma a Rocky. En esta misión no la necesitará.» Uno de los sicarios en ciernes extrajo con desconfianza el arma de la funda sobaquera del aludido que, fiel a su mutismo, no dijo ni hizo nada para impedirlo. Conocía lo bastante a Tetsu como para tener la certeza de que cumplir aquella última misión sería para su amigo y mentor un acervo deber, y había tomado ya la decisión de no poner las cosas más difíciles de lo que ya eran. Tan solo torció el gesto cuando vio que pasaban de largo la salida norte para continuar hacia el centro de la ciudad y su extrañeza aumentó cuando el automóvil se detuvo y aparcó justo enfrente de la entrada de Shinjuku Gyoen, el parque público.

Bajaron todos del vehículo y uno de los novicios extrajo una caja de madera del tamaño de un portátil del interior del maletero. «Quedaos en el coche y esperad instrucciones.» Con estas secas palabras, Tetsu y Rocky se internaron en el parque caminando juntos en silencio bajo la espesa arboleda.

Diez minutos después, sentados en un banco de madera al borde del lago, ambos permanecían aún sin hablar. Contemplaban las copas de los árboles que mecidas por el viento de aquella mañana invernal, se reflejaban sombrías en el sereno estanque como en un espejo. El majestuoso lago se plegaba sobre sí mismo en una imagen sedante y consoladora que infundía paz hasta en las almas más atribuladas. Entonces Rocky entendió al fin por qué le había llevado allí.

Tetsu extrajo de su bolsillo una bolsa de virutas de pan. Con una mansa mirada que su aprendiz jamás habría asociado al curtido soldado que conocía, aquel que durante cinco años había sido su mentor, lanzó un puñado de migas al agua, perturbando mínimamente la serena superficie. Las doradas carpas, brillantes y curiosas, se arremolinaban alrededor de las migajas de pan, abriendo y cerrando silenciosamente sus bocas. Tetsu las miraba con una expresión de absoluta paz. “Este lugar ha sido siempre mi mayor secreto. En cinco años jamás te hable de él, Rocky. Y por ello te pido disculpas humildemente.» Dijo al fin. «En esta nuestra ingrata labor, el oficio del acompañante de la muerte, a menudo se nos exige tomar decisiones que envenenan el alma.»

El experimentado sicario miraba desapasionadamente las tranquilas aguas para a continuación dirigir sus ojos a su protegido. «Terribles decisiones» continuó «que a veces nublan nuestro juicio y nos hacen cuestionarnos nuestras lealtades e incluso el sentido de nuestra propia existencia.» Rocky escuchaba sus palabras con más atención de la que jamás le había prestado. De pronto, el reservado hombre que conocía había adquirido una nueva y cercana dimensión. «Pese a las apariencias, mi humilde persona no es ajena a esos amargos sentimientos, Rocky. Pero la experiencia me acompaña y cuando el vacío me supera, vengo aquí. A este sereno lugar donde la paz me habla.»

 La luz que reverberaba en el agua, iluminaba los rostros de ambos; la demacrada mirada de Rocky y la serena resignación de Tetsu. «En estos cinco años te he visto crecer hasta convertirte en el guerrero temible que siempre supe que serías», respiró profundamente con pesadumbre antes de continuar. «Pero también he sentido cada día cómo tu alma y tu mirada se consumían por el dolor y el remordimiento. Y para mi vergüenza, no he sabido cuidarte como hubiera debido.» «Sé cómo querías a tu amigo Toshiro, y sé bien que estos días han sido amargos para ti. Igual que has de saber que ni por un segundo llegué a creer nada de cuanto dijeron de ti. Por eso abogué en tu defensa reclamando el galardón que mereces desde hace mucho tiempo.» Tetsu explicó a un confundido Rocky que, a expensas de su recomendación, había sido ascendido en el clan hasta el grado de jefe de escuadrón. Entonces abrió la pequeña y enigmática caja de madera que había traído consigo: contenía su vieja pistola automática plateada con cachas de nácar.

«Esto es ahora para ti. Nunca olvidé aquella forma en que la mirabas en la casa de baños. ¿Recuerdas cuánto la deseabas? Ahora por derecho te pertenece, Rocky. Estoy orgulloso de ti.»

Ambos se abrazaron. Y por un precioso segundo, el joven huérfano encontró la respuesta a aquella pregunta que se había hecho toda su vida, la misma que le acompañó cada tarde de su solitaria infancia cuando buscaba en aquel viejo reproductor de vídeo las respuestas al desamparo que le afligía. Ahora al fin, sabía lo que se sentía.

De camino al coche, Tetsu le explicó cómo el clan pasaba por momentos críticos tras los recientes acontecimientos en Ikegami y el acoso diario de los Tong. «La Ikka está en sus horas más bajas», dijo, «pero es en los momentos de crisis cuando se forman las leyendas. Momentos en los que un hombre valiente puede redimirse y limpiar su nombre.» Le habló de una próxima operación secreta muy importante en la que habría de tomar parte y que involucraría a un gran número de efectivos bajo su mando.

 

 

Eran las ocho y media de la mañana del domingo; la calle estaba aún casi desierta y en silencio, a excepción de algunos operarios del servicio de limpieza metropolitano que recogían hojas secas en la linde del parque. Al llegar junto al vehículo, inopinadamente, uno de los novicios le hizo una reverencia a Rocky y le abrió la puerta mientras, por primera vez, Tetsu hacía lo propio en señal de respeto. El joven estaba tan emocionado y confuso por el desarrollo de los acontecimientos, que no acertó a ver el fugaz reflejo metálico que alumbró la manga de su chaqueta y que solo Tetsu advirtió. Ambos novatos, completamente ajenos al mismo, habían entrado ya en el vehículo acomodándose en el asiento de atrás. Rocky alzó la mirada a tiempo de ver la rueda delantera de un Subaru azul marino que cruzaba la calle lanzado a toda velocidad con las ventanillas abiertas. El estruendo de las ametralladoras rasgó el silencio matinal y su campo de visión se bloqueó cuando Tetsu lo cubrió, protegiéndole con su cuerpo. Rocky sintió en su pecho el envite de las balas al impactar contra el cuerpo de su mentor, que se desplomó en el suelo a sus pies. Tardó medio segundo de más en abrir el maldito broche de la caja de madera y cuatro atronadores segundos en vaciar el cargador de la plateada Beretta sobre el parabrisas posterior del Subaru, que saltó en mil pedazos, al tiempo que dos de los Tong que lo ocupaban caían agitándose víctimas de las balas. Pero fue un segundo demasiado tarde para impedir que el conductor se diera a la fuga. A su paso habían dejado un reguero de casquillos, además de un coche completamente ametrallado con los cadáveres de los dos novicios en su interior, desplomados uno sobre otro. A sus pies, Tetsu yacía muerto con cinco impactos de bala en su camisa blanca. Rocky se agachó junto a su mentor, sosteniéndole entre sus brazos con la pistola aún humeante en la mano. No hubo despedida ni últimas palabras. La única respuesta que halló en Tetsu fue el reflejo de las nubes sobre sus ojos abiertos; La respuesta a una pregunta no formulada.

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