Ronin

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Décimo magari. Venganza

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Décimo magari

VENGANZA

Aunque nadie ha podido regresar

y hacer un nuevo comienzo…

Cualquiera puede volver a comenzar ahora

y hacer un nuevo final.

San Francisco de Javier, Primer misionero en el Japón

Buena parte de las naos que lo intentaban terminaba embarrancando en aquellas peligrosas aguas. La desembocadura la enfilaba cualquier pazguato con una cangreja sin remendar y algo de viento favorable, pero, para cruzar la barra del puerto de San Lúcar, hacía falta que la marea, las corrientes, el calado y mil venturas más cuadrasen a conveniencia de fadas y dioses, además de una dosis generosa de redaños y un piloto que, amén de competente, le echase al asunto lo que había que echarle.

Habían partido en los calores húmedos del verano caribeño, desde La Habana y, tras capear algún que otro temporal en el furioso Atlántico, habían llegado a las aguas dulces del Guadalquivir a principios de octubre. Y ahora, en aquel gran meandro del río al que los viejos llamaban puerto Lucero y al que los jóvenes le decían San Lúcar, la singular expedición que partiera del Japón esperaba.

Impotentes, a merced de los elementos, los hombres del galeón San José, cubiertos de impaciencia los occidentales y de curiosidad los orientales, aguardaban a que los tres marinos en liza decidieran que había llegado el momento de intentar el remonte. Al parecer, necesitaban aprovechar el flujo de retorno que traían consigo las subidas de las mareas, de otro modo resultaba imposible cargar impulso suficiente para navegar a contracorriente hasta la ciudad hispalense.

Para desespero de Dámaso, no se moverían hasta que se avinieran el capitán de aquel galeón con el que partieran de Vera Cruz, el luso Vasco de Novaes, y aquel piloto andaluz llegado en una chalupa desde tierra firme, cofrade del gremio que aunaba a quienes se ganaban el pan con el peligroso oficio de guiar las naos hasta Sevilla a través de los bajíos del río.

El sanluqueño era un tipo cachazudo con el pellejo reseco por el sol y la mar, con dientes tan blancos como lino recién lavado y manos encallecidas por una larga colección de timones. Llevaba veinte años marcándole el rumbo a los buques de las Indias en aquel comprometido estrecho de poco calado que resguardaba la desembocadura del Guadalquivir.

—Mientras siga soplando del suroeste nos quedaremos aquí —les había dicho con un curioso acento ceceante, señalando las marismas que se derramaban en las orillas—. Con un viento así sería una locura intentar navegar por la barra. No queda otra sino esperar, no seríais los primeros en pasar aquí cien días…

Y bajo el riesgo de aquella ominosa premonición del piloto, el San José y sus hombres llevaban casi un mes de aguardo; mientras, los rumores de que había llegado hasta el Guadalquivir un barco de La Habana con extravagantes hombres procedentes del misterioso Japón se extendieron por tierra firme como la llama en la yesca. Tanto era así que ya no había taberna en la ribera del río en la que no se especulase sobre las bodegas del galeón y, de repente, todos en los alrededores de Sevilla conocían a algún marino que había llegado con los misioneros hasta el Japón, y ya todos sabían de aquellos hombres de rostro pajizo y ojos rasgados. Había hasta expertos que hablaban de sus costumbres y se apostaban el jornal a que incluso podían entenderse con los nipones. Se chismorreaba sin pudor sobre los herejes orientales: prendían ramas para contar el tiempo, no comían otra cosa que hierbajos, vestían con sayas como las mujeres, eran todos calvos, tenían sables hechos de un acero tan duro que su secreto había sido pactado con el maligno.

Aunque Alonso Pérez de Guzmán y Sotomayor, al que llamaban Alonso, el Bueno, señor de Sanlúcar, conde de Niebla, duque de Medina Sidonia y marqués de Cazaza, no daba crédito a tanta habladuría y deseaba hacer un buen papel ante aquella embajada llegada del otro extremo del mundo.

Don Alonso, que había sido comandante en jefe de la Armada en el desastre de Calés y que, unos años antes, había perdido naves en el estrecho de Gibraltar contra los maledicentes piratas neerlandeses, deseaba congraciarse con la corte y su católica majestad Felipe el Tercero, o lo que era lo mismo, con el duque de Lerma o, más bien, con el hijo del privado; si se daba crédito a los últimos rumores de caída en desgracia del todopoderoso Francisco de Sandoval y Rojas, en entredicho desde que su secretario se viera envuelto en aquel innombrable escándalo. Así que Alonso Pérez de Guzmán y Sotomayor envió un solícito despacho urgente a Madrid y, cuando recibió respuesta, vistió sus mejores galas, organizó a sus lacayos, llamó a la guardia y partió hacia la barra del Guadalquivir para ofrecerle al embajador del Japón audiencia con el monarca de las Españas. Más aún, llevaba en el coleto un mandato en el que se le brindaba al oriental ser bautizado con el nombre de Felipe Francisco en la capital, oficiando el magno evento el arzobispo de Toledo y siendo padrino el mismísimo duque de Lerma. Y hasta había un voto para concertar una recepción en Roma con la venia de su santidad el papa Paulo el Quinto. De tal modo que, en cuanto los hombres del Japón hubieran abandonado sus costumbres herejes, entonces se llegaría a acuerdos comerciales de provecho para ambos países.

Sin embargo, mientras la política templaba sus aires, a bordo del San José, había hombres preocupados por asuntos de índole muy distinta.

Acodado en la borda del galeón, Dámaso miraba hacia los pinos que jugaban a ser tentetiesos en las lodosas marismas de las orillas. El sol, en su cénit, hacía reverberar los reflejos del agua, el río se fundía con su margen. Y el alférez, con los ojos entornados, no veía al lince que saltaba entre la grama persiguiendo a un gazapo despistado; recordaba el día en que había conocido a Constanza en las caballerizas del Palacio Real. Apretaba las manos en la regala hasta que los nudillos se le volvían blancos, porque aun cuando quería verla a ella, a él acudía la amplia sonrisa de Hortuño el día que se habían despedido.

—Podréis casaros con ella, ya lo veréis —le había dicho su amigo de la infancia en los despachos de la torre dorada—. Haréis carrera y yo mismo intercederé ante el duque de Lerma para que le hable al señor de Accioli. —La afable expresión había parecido sincera, entregada—. Cuando regreséis de Manila…

En la vera, el lince, con su presa colgada de las fauces, miró con desconfianza al ingenio de los hombres y, recelando del barco, huyó hacia la espesura para comer tranquilo. Pero Dámaso no lo distinguió, como tampoco al ronin Saigo Hayabusa, que se acercaba al español recorriendo con el pulgar izquierdo los cordajes de seda de la empuñadura de su sable.

—Ya falta poco —le dijo en japonés.

Dámaso no se volvió, simplemente, asintió.

A espaldas de ambos, bajo aquella canícula de justicia, Yoshioka Seijuro observaba; tenía en la mano aquel afilado dardo de acero que Saigo había empleado en el cerro de la Mira.

—¿No sería más fácil si encontramos las llaves? —preguntó Sancho en un susurro—. Tardaríamos menos, y de seguro haríamos menos ruido…

Gaspar miró hacia la robusta cerradura de hierro forjado de la puerta de la mazmorra. Luego pareció sopesar las manos de su amigo; el tonelero sostenía una gubia y una palanca que se habían llevado del taller. Junto al postigo, el artesano se preparaba para forzar la cerraja.

—Es muy probable que las tenga ese mentecato hideputa… Cruce de burdégano y asna, ¡mal rayo lo parta! —maldijo el artesano llevándose los dedos ocupados a la ceja ensangrentada.

—Tenéis razón, puede que las lleve al cinto —concedió el pajarero girando la cabeza hacia el cuerpo tendido a sus espaldas; tirado en el suelo adoquinado del corredor entre las celdas bajas del castillo de San Jorge—. Iré a ver…

Unos pasos más atrás, apenas un bulto entre las sombras que marcaban los hachones, estaba el corchete. Un revoltijo caído de cualquier modo, junto a un taburete volcado, rodeado por una macabra mandorla de brillos tintos que, en la poca luz, parecía un charco de aquel aceite de roca que usaban los andalusíes en sus lámparas.

—¡Bastardo rompepoyos!

Gaspar le dio una patada en el costillar y el alguacil rodó a un lado, volviéndose boca arriba. El tajo del cuello se abrió y, con la pereza de un corazón sin vida, goterones de sangre se congregaron en los labios de la cortadura que había hecho la daga del veterano. Con el puntapié, de la mano del alguacil se despidió una cabeza de ajos mordisqueada que, como el trompo de un crío, bailó sobre sí misma antes de quedarse quieta en una esquina agrietada por donde salían las gordas ratas que pululaban por las mazmorras de San Jorge.

Sin remilgos por tocar al muerto, el viejo soldado trasteó un rato entre los picos del jubón y el coleto hasta que encontró lo que buscaba.

—Aquí hay una argolla con unas cuantas, será mejor que probemos…

—¡Voto a Cristo! ¿Y qué queréis? ¿Una Medalla? Daos prisa. ¡Pardiez! Cuanto más tiempo pasemos aquí abajo, más fácil será que nos sorprendan…

A Sancho, con tanto forzar la voz para que sonase por lo bajo, las últimas palabras le salieron con ronquera. Tuvo que ahogar una tos seca que se le atravesó en el gaznate.

Y, aunque Gaspar sonrió con ironía, en el fondo sabía que su antiguo compañero de armas llevaba razón. Estaban en las entrañas del bastión del Santo Oficio en la ciudad de Sevilla, entre los pisos y torres de los niveles superiores no solo estarían los dominicos inquisidores, sino también los familiares, los alguaciles y un buen puñado de guardias; por no mencionar a las gentes de las cocinas, al cillerero y a unos cuantos lacayos. Si los pescaban les aguardaría un castigo mucho peor que una muerte digna, como un tajo de espada en la gorguera o una daga metida hasta la empuñadura en los riñones; si los sorprendían serían prisioneros de la chicharra.

Y los dos, como en los peores años en Flandes, sabedores de que no habría marcha atrás, aun pese a las chanzas del tonelero, se lo habían tomado muy en serio, desde el mismo momento en que se habían decidido a irrumpir en el castillo de San Jorge.

Habían intentado sobornar a un familiar con fama de corrupto al que llamaban Pedro de Arbués, habían buscado a aquel alguacil que los traicionara y habían querido coaccionarlo, incluso habían catado al dominico Silvestre de Marsico, que había sido el primer inquisidor en el proceso contra la joven, pero no habían conseguido nada. Todo el mundo involucrado parecía convencido por miedos inconfesables y ni siquiera el caballero don dinero les servía de acicate. A los dos piqueros no les había quedado otra que la más impensable de las opciones: asaltar el castillo por la fuerza; para sacar a Constanza de Accioli de aquel agujero a tiempo de evitar que acabase en la hoguera de los siguientes autos de fe. Porque, como toda Sevilla sabía, después de tanto tiempo en las mazmorras, a aquella joven que tenía presa la chicharra, no le quedaba más que hasta cuaresma, después sería ceniza al viento; tal era la inquina que parecía tenerle el santísimo y muy católico tribunal de la Santa Inquisición.

Claro que los dos veteranos no podían sino sospechar que, moviendo los hilos desde la mugre de algún escondite en Triana, estaba Hortuño de Andrade, sobornando, amenazando, coaccionando y, por encima de todo, dejando caer indirectas sobre revelar secretos añejos.

Para impedir que el puñal, la espada, la bolsa o el tubo de latón del corchete, todos al cinto, armasen la escandalera de un campanario al repicar incendio, Gaspar desató la faja de cuero con sumo cuidado. Apartó la argolla del cinturón y trasteó con tino hasta hacerse con el llavero.

—¡Vamos! Daos prisa —lo urgió Sancho con un bisbiseo rauco.

Gaspar, que se había reencontrado con esa frialdad que aprendía el soldado a base de ver a la parca tentar suerte por los alrededores, apenas apuró el paso. No lo hubiera confesado, pero había algo en todo aquel peliagudo asunto que le había devuelto cierta excitación perdida desde la juventud.

El crujido de la llave le pareció al tonelero el rugido de una fiera apocalíptica salida de las mismas pesadillas que san Juan dejara en la Biblia para el Armagedón. Se encogió de hombros temiendo oír en cualquier momento a alguien gritándoles el alto. Pero nadie acudió.

Los goznes de la puerta, vencidos por la humedad, chirriaron en su óxido y Sancho estuvo a punto de dar un paso atrás, sin embargo, no hubo quien los detuviera.

Y lo dieron todo por hecho, olvidándose de que aún tenían que ingeniárselas para salir de allí arrastrando a una maltrecha joven torturada por la chicharra. No hubieran esperado jamás encontrarse con lo que allí se toparon.

A Gaspar, tras un instante de confusión, se le hizo raro que hubiera tanta claridad en la celda. Podía distinguir los embrollos de paja sucia, la silueta en claroscuros de un balde viejo. Pero le costó asimilarlo.

—¿Constanza? Chiquilla…

Y la única respuesta fue la de Sancho.

—¿Qué sucede?

Volvió a mirar. Al fondo. Se veía el reflejo de la luna casi llena. Había un hueco en la obra, partido con las líneas quebradas de los ladrillos de adobe mudéjar. La menina no estaba.

—Ha huido…

—¿Qué?

Sancho metió la cabeza en el espacio que quedaba entre el torso de Gaspar y la hoja de la puerta.

—Pero —la voz enronquecida del tonelero apenas llegaba a mostrar su sorpresa— ¿cómo ha podido…?

Más allá de aquel buraco se intuía un parterre descuidado, con grama alta y parches de tierra removida por los topos, todo delineado por los satinados de plata desprendidos por la luna. El muro de la barbacana del castillo. Y luego, aunque no podía verlo, correría el río. Constanza no estaba.

Gaspar se admiró del arrojo de la siciliana, que se habría pasado largos meses para abrir aquella oquedad por la que a él apenas le cabía la cabeza. No le habría quedado otra que echarse a nadar a las frías aguas del Guadalquivir.

Del misterioso Cipango, al fin, después de aquellos años eternos. De aquel país en el lejano Oriente, precisamente del Japón. Llegaba una nave, una nao que traía los restos de la expedición española que partiera desde las Filipinas, e incluso venía en el galeón San José una embajada de aquella extraña nación de sedas y guerras.

Se lo había oído decir a los alguaciles en el cambio de turno, mientras cuchicheaban al otro lado de la puerta de su celda. Toda Sevilla lo sabía, la ciudad entera hablaba de ello. Estaba en boca de todos en cada corrala. No había esquina sin que dos comadres chismorreasen, ni vaso de vino frente al que dos mozos no especulasen. Y, al escuchar a los corchetes comentarlo, la esperanza la había arropado, acercándole una felicidad que le costaba recordar. Se había llegado a olvidar de las llagas de sus tobillos y muñecas, de los dolores que roían sus articulaciones. Del miedo a la siguiente sesión de tormentos con aquel inquisidor implacable.

Sin embargo, en cuanto cayó al agua del Guadalquivir, aquella reconfortante tibieza desapareció. Todo se volvió frío. Ni siquiera sintió ya el dolor de sus dedos despellejados después de tantas horas luchando con los ladrillos de la tapia de su calabozo.

Perdió la orientación, braceó desesperada y, por un instante que se hizo interminable, le pareció que no alcanzaría la superficie. Dudó, le faltó el aire. Le fallaban las fuerzas. Sintió que se ahogaba.

La corriente batía su cuerpo maltratado. Daba vueltas sobre sí misma. El río la empujaba aguas abajo, la arrastraban gélidos caballos de un tiro en estampida. La asaltó una confortable tentación de rendirse al cansancio, y al dolor, de dejarse llevar para siempre; de que todo terminase. Aguzadas sombras cruzaron raudas sobre ella y no saber lo que eran la asustó.

Sevilla dormía. Ni siquiera los panaderos se habían levantado aún para atender los hornos de sus tahonas. La luna era un arabesco de plata brillando en el cielo limpio y eterno sobre el río. Y apareció de pronto ante sus ojos, difuminada por las revueltas del agua; con una cohorte de estrellas que agujereaban el lustroso crespón de la noche.

Braceó. Hacia aquellas luces en el firmamento. Salió a la superficie y el aire en sus pulmones fue un maravilloso regalo.

Consiguió mantenerse a flote, pero estaba desorientada. Aguas arriba, vio la silueta trémula del que debía de ser el puente de las barcazas; Constanza no lo sabía, pero solo la fortuna le había evitado que, al ser arrastrada, se hubiera abierto la cabeza con la proa de alguna de las chalupas que mantenían en seco el paso.

Entre el chapoteo, a lo lejos, hacia la otra orilla, vislumbró la muralla, barrada por el bosque de mástiles erguidos en las naves atracadas en el puerto fluvial. También distinguió los tejados de algunas casas, el alto campanario y las cúpulas de azulejos añiles de la catedral y, aguas abajo, junto a las grúas de los muelles, la silueta esquinada de la torre del oro. Consiguió nadar, pero se supo incapaz de atravesar la corriente hasta llegar a la ribera contraria, así que se dejó llevar hasta que se topó con un bajío de la vera de Triana.

Gateó por el barro, notando cómo la brisa le robaba el escaso calor que le quedaba a su cuerpo empapado. Asustó a unas fochas que salieron volando entre airadas protestas. Se aupó gracias al tronco de un joven chopo. Y cuando salió por completo del agua se derrumbó en el lodo, inundada por el olor penetrante del cieno. Intentaba recuperar el aliento.

Era un tramo envuelto en juncos y espadañas, punteado por álamos y sauces. Sucio por restos de cajas de pescado y desperdicios de la gran ciudad.

Y se dio cuenta de que no había pensado en nada más allá de la misma fuga. Como si Dámaso en persona la hubiera estado esperando en la orilla del río, aguardándola para refugiarla contra su pecho.

Comprendió que aún tenía mucho por hacer. No podía dejarse someter por las adversidades.

Se alzó impulsándose con los brazos, despegándose del lodazal salpicado de lentejas de agua. Y se puso a correr tan rápido como pudo para perderse en la noche.

En el alfoz del barrio de Triana, para disgusto de la nobleza y los grandes de Sevilla, más allá de las viviendas cuidadas de estibadores que trabajaban en el puerto y campesinos que atendían pequeños huertos, se arracimaban las chabolas de los más pobres; dispersas unas, apretadas otras, conformando un laberinto que ni los corchetes patrullaban. Las calles no existían, eran solo vanos entre paredes hechas de restos; algunas se prolongaban por cientos de pasos, otras se detenían abruptamente en un muladar. No había alcantarillado. El fuerte cuero de las corachas en las que venían las mercancías de las Indias, los tablones de los grandes cajones de especias, alguna vela vieja, incluso el maderamen de una chalana desvencijada, cualquier cosa servía de material de construcción, y la barriada tenía un incongruente aspecto colorido que resaltaba incluso bajo la luz de la luna.

Las inmundicias se dejaban caer allá donde cuadraba. Los gatos callejeros se cuidaban de no aparecer por allí, no fueran a acabar en una cazuela. Aquel era un lugar peligroso en el que una vida valía mucho menos que un par de botas con las suelas apenas agujereadas. Era un albañal en el que el tifus, las fiebres y la tisis mandaban con más derechos que los ladrones más viejos.

Y Constanza corría por aquel dédalo buscando una salida. Espantó unos ojos brillantes y escurridizos que solo podían ser de una enorme rata. Robó una capa vieja que encontró en un tendal raído y se arrebujó con ella para luchar contra el frío.

No se detuvo. No se dio un momento de descanso. Se resguardó en la noche.

Después de que aquel piloto sanluqueño de rostro revenido catase el viento, olisqueando el aire como un gato montés aventando una presa, el galeón había empezado a remontar el Guadalquivir. Y la luminosa mañana del día de San Calixto del año del señor de 1614, la embajada que enviara el daimyo de Sendai, Date Masamune, a órdenes del señor de todo el Japón, el shogun Tokugawa Ieyasu, cruzó el puente de las barcazas de Sevilla para ser recibida por una ciudad atónita ante aquellos hombres llegados desde el otro extremo del mundo.

Después de verse obligado a dejar parte de sus hombres en Ciudad de México, Hasekura Tsunenaga, siguiendo esos días los expeditivos consejos del duque de Medina Sidonia, a disgusto, había elegido una representación de entre los poco más de cien hombres viajados hasta allí desde Nueva España.

Por órdenes del embajador japonés, el grueso de la expedición había quedado en la localidad ribereña de Coria del Río, aguas abajo de Sevilla; una tranquila aldea de pecheros que, boquiabiertos, habían visto aquel despliegue de ampulosos ropajes de seda, frentes afeitadas, larguísimos arcos, extrañas abarcas y, por encima de todo, una buena colección de hombres menudos con ojos almendrados y tez dorada que portaban los sables a pares.

El San José, con el trapo arriado, había quedado meciéndose en las aguas turbias del río. Y, sin pagar pontazgo, los viajeros entraron en Sevilla desde la margen del barrio pesquero de Triana.

Además de los supervivientes del patache, el pomposo Sebastián Vizcaíno caminaba por delante de Dámaso. Y la comitiva oriental los seguía.

En tales guisas, tras el escrutinio sugerido por el duque de Medina Sidonia, al frente iba el propio Hasekura Tsunenaga. El japonés vestía un kimono de seda blanca de la mejor calidad, estampada con delicados brotes de bambú en colores verdes y naranjas. Llevaba el bigote y la perilla recortados con esmero y, del tradicional moño que delataba su condición de samurái , no se escapaba ni uno solo de sus negros cabellos. Aun así, su aspecto era frágil e indeciso. Lo escoltaban Yoshioka Seijuro y aquel converso con el nombre cristiano de Vicente, los dos únicos japoneses que se manejaban decentemente en una mezcolanza de los idiomas usados por los gaijin.

Tras ellos, con la cabeza alta y el orgullo de su pueblo, avanzaba una docena larga con sus katana y wakizashi de relucientes fundas lacadas bien atadas a los obi que les ceñían las cinturas. Muchos mostraban el mon de las tres hojas de malva de la casa de los Tokugawa. Saigo Hayabusa, obligado por su deber, lucía el emblema de los gorriones del ligio de Sendai, aunque en su alma llevase grabada a fuego la arcada que había servido de enseña al clan Torii.

La procesión continuaba con unos pocos arqueros, que hicieron alzar los ojos de asombro a los corchetes que les servían de guardia a los nobles andaluces al otro lado del puente, porque los occidentales, incluso aquellos que eran veteranos de Flandes, jamás habían imaginado que se pudieran fabricar arcos de palas tan recurvadas. Y, en penúltimo lugar, completando aquella marcha nunca antes vista en las coronas de España, los mercaderes de mayor dignidad escogidos personalmente por Hasekura Tsunenaga.

El que cerraba filas era el bonzo Zongji, cuyo labio deforme fue la menor de las sorpresas de aquel día para los de la ciudad.

En la orilla sevillana, destacando entre los ladrillos, adobes y tejas que pintaban la ciudad de tonos ocres, bajo el giraldillo del campanario de la catedral, que se había vuelto hasta marcar el soplo del levante, aguardaba la comitiva de occidentales que recibía a la embajada nipona. Estaba el duque de Medina Sidonia y el conde de Olivares, y todas las nobles cabezas de los feudos cercanos. Entre unas testas y otras, juntas o revueltas, había representaciones orladas de cuantas casas con nombre propio tenían aquellas tierras andaluzas; había allí escudos de los Guzmán, los Haro, los Silva, los Messía, los Cuesta y hasta los Colón.

Y también todo gentilhombre o hidalgo con linaje limpio de agarenos y hebreos cuyo apellido anduviese garrapateado en algún legajo perdido de los archivos de la corte. Todos rodeados por una turbamulta de curiosos inquietos entre los que había niños a hombros de sus padres, sirvientas de escotes generosos que se llevaban algún ardite en los callejones complaciendo a los galanes, damas de compañía de las hijas de los nobles que miraban a aquellas con gesto de repulsión, menesterosos que, asombrados, se olvidaban de ofrecer sus escudillas para mendigar limosnas, algún soldado viejo con vistosos colores de ropajes raídos en los que resaltaban los tubos de latón que llevaban al cinto con sus hojas de servicios. Incluso estaba el nuevo arzobispo del episcopado de Sevilla, don Pedro de Castro y Quiñones. Un hombre devoto, de fe solemne, algo menos ampuloso que su predecesor, y sin deseos de contratar a los artistas de la corte para pintarle retratos al óleo, pero con suficiente desparpajo en las esferas del poder para saber que, tras el acuerdo sobre el bautismo del embajador japonés que se celebraría en presencia del duque de Lerma, más le valía hacer acto de presencia como representante de la Iglesia.

Orquestada la mañana por el duque de Medina Sidonia, la expedición cruzaba el puente a la hora convenida. Peregrinarían hasta la remozada catedral y el prelado sevillano oficiaría una misa que terminaría a tiempo para un devoto rezo del ángelus.

Las calles estaban abarrotadas, el trecho escaso entre las murallas y la ribera del Guadalquivir era un mar de chapeos, cofias y garvines, pero no se oían los vítores o la algarabía que solía acompañar al desembarco de cualquier nave que atracase en el puerto de Sevilla; solo el asotilado chismorreo de las preguntas que hacían los más pequeños a sus mayores.

Dámaso, entornando los ojos al radiante mediodía, caminaba cabizbajo. En el río, el sol pintaba escamas doradas, sin embargo, en el interior del alférez no había otra cosa que un rencor lúgubre que le oscurecía el ánimo cargándole el semblante. Se detuvo como un autómata, sin pensar en ello, y a pocos pasos frente a él se hicieron saludos y reverencias, hubo traducciones, y amplias sonrisas de los nobles sevillanos.

Se abrió la marea de gentes, fueron apartándose. Los plebeyos se hicieron a los lados para dejar un trecho en la orilla que pudiera ocupar la expedición, y la comitiva descendió por la ribera izquierda del Guadalquivir hasta encarar a la que llamaban Puerta del Arenal, más regia y pintiparada que la humilde del puente de las barcazas.

Dejaron los navíos atracados en el río a la espalda, virando de costado sobre los mástiles de naos, pataches, carabelas y carracas. A la derecha, las atarazanas; y cruzaron la muralla rumbo a la amplia plaza tendida a los pies de la iglesia mayor. Allí apelotonados aguardaban los sevillanos, ocupando desde la calle de las Armas hasta las mismas Puertas de Carmona y de Jerez.

Se abrían ya los grandes portones herrados de la seo y los nobles, mirándose de reojo, tentaban los turnos para darse la preferencia; inseguros ante tanto boato y escudo, parecía que les costase decidir el orden de entrada en la catedral cuando Dámaso se paró en seco.

El sol lo obligaba a refugiarse bajo el ala del sombrero, no veía bien. Los alguaciles apenas daban abasto para contener a la turbamulta. Los corchetes braceaban y los curiosos empujaban para hacerse un hueco y ver a aquellos forasteros de estrafalarios ropajes. Siguiendo a las autoridades camino a la catedral, el resto de la expedición fue adelantando a Dámaso, pero el alférez no se movió. De entre todos, solo Saigo Hayabusa, que se hizo a un lado junto a las puertas de la seo, pareció darse cuenta.

Había un mocoso, aupado a los hombros de una versión mucho más envejecida de aquel rostro redondo de mofletes enrojecidos en el que despuntaban dos enormes ojos castaños. El crío miraba con asombro a los japoneses. Masticaba un pequeño taco de jamón reseco, con la barbilla reluciente de saliva, en la mano libre sostenía un trozo renegrido y bien tostado de aquel pan de regañada que tanto les gustaba a los locales. Al otro lado, un tullido con el viejo coselete de los Tercios sacudía una alcuza desportillada pidiendo limosna a aquellos hombres de bien llegados desde el otro extremo del mundo conocido. Y, en medio, una pordiosera intentaba abrirse camino.

Sus recuerdos se abrieron a sus pies y Dámaso se sintió dominado por el vértigo. Temió que la tierra que pisaba desapareciese bajo él. No podía creerlo. Había sido solo un instante, pero le había parecido.

Era imposible, y lo sabía. Hubiera jurado en el nombre de todos y cada uno de los santos. El padre del pequeño se movió y tapó a la mendiga. Aparte de Dámaso y el ronin, ya solo faltaba Zongji por entrar en la catedral, donde el obispo y sus acólitos se preparaban para el oficio.

El antiguo furriel de Flandes iba a dar un paso, envuelto en una turbonada de emociones y sentimientos en la que el miedo a equivocarse y tener que aceptar aquel dolor le parecía insufrible. Por un breve momento, incluso el profundo odio que había engendrado hacia Hortuño de Andrade se desvaneció, espantado por la poderosa esperanza. Alzó el talón para acercarse, oía los ruegos del mendicante, la calderilla que tintineaba en aquella alcuza.

—¡Constanza!

El corazón de Dámaso se detuvo. Un sudor frío cubrió su cuerpo en un santiamén. Abriéndose paso a empellones, una mujerona de aspecto familiar apartaba de su camino a propios y extraños sin misericordia alguna, cargando tal que una caballería bien entrenada.

—¡Constanza! ¡Mi niña!

La voz aguda de la mujer rugía por encima de la multitud, entre la que se volvían algunas cabezas.

El padre, complaciente, se giró para que su hijo viera a aquel monje de hábitos naranjas y labio deforme.

Entonces estuvo seguro. Era ella. Demacrada, vestida con harapos, con sus rizos convertidos en greñas mugrientas, con el rostro cubierto de lamparones. Pero era ella. Y algo se derramó en su interior. Ya no había odio, no quedaba ni rastro de aquel sordo rencor; no importaban las conjuras y las traiciones. Solo el tibio y reconfortante amor que lo inundó como si se sumergiese en un baño caliente. Se olvidó del desmejorado aspecto, de los andrajos; estaba tan bella como aquel primer día en el que Dámaso había perdido las riendas de su vida al contemplarla.

No podía dejar de mirarla, y no vio cómo un hombre robusto con la tez cobriza, rizos negros y las coloridas prendas de los egipcianos observaba alternativamente a la mujerona que seguía gritando y a Constanza.

Ella lo buscaba entre los hombres que habían pasado. Desesperada e inquieta miraba hacia la entrada de la catedral. Hasta que advirtió que uno se había quedado rezagado y su mentón cayó sobre el pecho como si el cuello se tronzase tal que un tallo frágil.

—¡Constanza!

Ella alzó el rostro y lo vio. Las miradas de ambos se enlazaron y quedaron prendidas. Se conocieron y se desearon, se perdonaron, se juraron amor eterno, todo en aquel simple gesto.

Dámaso ni siquiera se percató de que aquel hombre con una gran navaja moruna al fajín dejó de prestar atención a la mujerona que seguía luchando con la muchedumbre.

Se oyó el murmullo de la misa, entre las piedras de la catedral empezaba el oficio y el arzobispo repasaba su grandilocuente homilía. El sol arañaba los ocres y almagres de la grandiosa Sevilla. El verdoso Guadalquivir rumoreaba en su camino hacia el sur. El viento de levante viró y la veleta del giraldillo chirrió girando sobre sí misma indecisa.

El alférez no tuvo tiempo de reaccionar. Pacheca, Gaspar y Sancho, que avanzaban a duras penas, solo vieron retazos de la escena completa. El egipciano Tomás de Sabba aprovechó su oportunidad.

El brazo de un hombre corpulento la apresó por la cintura. Una mano a juego le tapó la boca. Y, antes de que Dámaso hubiera podido hacer otra cosa que echarse a correr, Constanza desapareció entre el gentío. Aquel gitano se la llevaba en volandas. Internándose en la marea de la turbamulta que se apelotonaba para ver a los japoneses.

—Fue ese hideputa, el mismo que nos tendió la emboscada en el callejón de Triana. Estoy seguro, lo reconocí —afirmó Sancho convencido ante los ojos bien abiertos de Ruy.

En la tapa de un viejo tonel que hacía las veces de mesa, Dámaso tenía ante sí un vaso de fuerte aguardiente que le había servido Gaspar. Oía las palabras del artesano, eran un rumor lejano que anunciaba al trotamundos que el mar estaba tras el siguiente cerro. En algún lugar de su conciencia seguía revoloteando la historia que le habían contado entre el galopín, la dueña y los dos veteranos. Y el odio había regresado en oleadas aún más violentas.

—Es cierto, lleváis razón. Era él —concedió Gaspar respondiéndole a su renovado compañero de armas.

Apartando la correosa desesperación que lo había asaltado antes de llegar a Sevilla, el alférez había conseguido aceptar la pérdida de la mujer que amaba con toda su alma, pero aquel terrorífico relato de raptos, tormentos e Inquisición iba mucho más allá de cualquier maldad imaginable. Aquella alimaña codiciosa parecía no conocer límites. Aunque los viejos soldados no le habían ofrecido otra cosa que rumores e intuiciones, Dámaso no albergaba duda alguna, Hortuño de Andrade estaba detrás de toda aquella retahíla de desgracias. Él había conseguido que el Santo Oficio prendiera a Constanza, él habría azuzado el proceso inquisitorial apartando al magnánimo Silvestre de Marsico, y él tenía que ser el patrón de aquel egipciano que había emboscado a los piqueros, el mismo que, finalmente, la había raptado. Hortuño era el responsable. Un halo de absoluta certeza envolvía a Dámaso.

—Ha sido ese malparido hijo del mismo demonio —farfulló el alférez entre labios apretados consiguiendo que Pacheca abandonara sus sollozos y se persignase a toda prisa.

Zongji, algo apartado, murmuraba las traducciones de lo que lograba comprender a un impertérrito Saigo que, a su vez, aguantaba estoicamente las asombradas miradas del galopín Ruy.

El resto de los presentes se sumió en un silencio que solo interrumpía el chisporroteo del tenue fuego que mantenía el tonelero en su taller. Era evidente que el desánimo había calado hondo en todos ellos, y la gran noticia del regreso de Dámaso no servía para aplacar su amargura.

—Ano mono no koto ka?

Dámaso se volvió hacia el ronin y tardó en asimilar la pregunta. Necesitó un largo momento para comprender qué era aquello que el japonés deseaba saber.

—Gyoi ni gozarimasu —respondió el alférez—. Sí, es él —insistió regresando a su propia lengua.

Y entonces, sintiendo el peso de la curiosidad de sus compatriotas ante la confianza con la que el occidental y el oriental se hablaban, sin dirigirse a nadie en concreto, el furriel hizo un somero relato de la historia del samurái que había querido ser un simple labriego. No entró en detalles y, por respeto al hombre que le había salvado la vida, no incluyó las partes que le parecieron demasiado sensibles como para compartirlas.

Cuando Dámaso terminó, tras vaciar otro vaso de orujo, Gaspar terció en la conversación.

—Bien, si acaso quedaba alguna duda, ya no hay excusa —concedió el veterano—. Es un cabrón hideputa al que solo le faltan pezuñas para ingresar en los avernos, pero ¿qué vamos a hacer?

Por primera vez, Dámaso alzó los ojos y los miró pausadamente, deteniéndose en cada uno.

—Encontrarlo y destriparlo —dijo el alférez antes de beberse de un trago su aguardiente.

Gaspar había visto antes semblantes como aquel. En los fríos lodazales de los canales de Flandes, cuando el hambre, las liendres, los pies carcomidos por la podredumbre y el hedor de la muerte hacían enloquecer a algún desdichado que se lanzaba contra un bosque de picas tronchadas, dispuesto él solo a acabar con un ejército de herejes neerlandeses. En ocasiones, en el rostro del cadáver ya frío, si es que las balas holandesas no lo habían desfigurado, aquella expresión demente se mantenía en los rasgos contraídos por la muerte.

Saigo Hayabusa no necesitó traducciones. Asintió; satisfecho al ver que, aquel en quien había depositado su amistad, se comportaba con la resolución de un samurái .

* * *

Sevilla vibraba con cuchicheos y, mientras en el llamado salón de los embajadores del Real Alcázar los nobles recibían a la embajada japonesa bajo los frisos caballerescos de la imponente estancia, las gentes de la villa especulaban sobre los increíbles acontecimientos del día.

En las afueras, en el alfoz del barrio pesquero de Triana, entre humildes corrales y huertos, había una pequeña casa desvencijada. Un desecho a medio derruir que, con el paso del tiempo, había perdido su original aspecto de humilde alquería rural almohade. En el pasado alguien había gastado unos buenos maravedíes intentando convertirla en un hogar, pero aquellos sueños se habían deshecho al tiempo que el yeso se desportillaba y la alberca del patio se agrietaba. Ahora era la covacha de Hortuño, en la que se refugiaba del sol radiante de Sevilla y tejía las telarañas con las que, aprovechándose de impúdicos secretos, atrapaba a todo aquel de la ciudad al que pudiera chantajear.

En el ocaso que se tendía sobre el valle del Guadalquivir robándole destellos a las verdes aguas del río, una sombra salió de aquel lugar putrefacto.

Tomás de Sabba, contento por la oferta del patrón, se las prometía felices con los dineros del señorito de Madrid. A él ni le iba ni le venía nada en aquel asunto, a no ser por los doblones en juego. Tras de sí, cerró la puerta y se encaminó al puente de las barcazas para llegarse a la taberna del Carnicero y contratar a los hombres que le habían encargado antes de que, con el ocaso, se cerrasen las murallas de la ciudad.

A sus espaldas, en el interior de aquella covacha desmantelada, inconsciente, quedaba Constanza. La que había sido dama de compañía de la difunta reina Margarita; era un bulto envuelto en una capa raída, tendida en la esquina del patio central.

Y era mejor así, porque si se hubiera despertado bajo la mirada aviesa de aquella figura embozada que estaba plantada frente a ella, la siciliana hubiera pensado que había descendido al mismo erebo.

La urgencia palpitaba en la entrepierna del demacrado Hortuño. Miraba a la mujer. En sus ojos oscuros trepidaba un centelleo. No se movía, solo jadeaba. El sol se escurría arando los canales entre las pocas tejas que le quedaban a la casa y cubría el rostro del antiguo secretario con sombras lúgubres. Sus labios temblaron y, agrietándose tal que una peña al reventar en noche de helada, se abrieron lentamente en una sonrisa aciaga. La lengua se deslizó a través de ellos y se detuvo en la comisura, asomada como una alimaña vigilando la entrada de su madriguera.

Aquel a quien llamaban el Carnicero tenía, de hecho, muy poco de tabernero. Y si le había quedado el apodo de los tiempos en los que ganaba sus dineros trabajando en el matadero, ahora no era cuestión de permitir que le cambiasen el remoquete por otro que tuviera que ver con el negocio que regentaba en esos días. Así que el egipciano no hacía otra cosa en su local que no fuera tirarle miradas llenas de urgencia a las mozas que servían las mesas y atendían el fuego de la cocina. Unos fogones en los que, al aire de los tiempos y, a fin de no soliviantar sospechas sobre si allí andaban o no cristianos viejos, por orden estricta del Carnicero, ni faltaban los huevos ni escaseaba el tocino; y de las lentejas y garbanzos de a diario, se abusaba de los duelos y quebrantos de las jornadas del cabo de semana, de todo aquello se ocupaba José, el Carnicero, que no quería en su negocio ni líos con la chicharra ni alguaciles a los que no pudiera sobornar.

Por muchas que fueran las apariencias, sin embargo, cualquiera con algo más que pelambre por encima de las cejas sabía que, en la taberna, la mayoría de los cuartos que caían dentro de la bolsa de su dueño venían de cobros que poco tenían que ver con los azumbres de vino, las tortillas de sesos o las verduras asadas.

—¡Niña! Pon unas olivas y algo del queso bueno, el del fondo de la alacena —le gritó el Carnicero a una de las mandaderas al tiempo que echaba la tranca a la puerta, después de haber dejado pasar a un boquiancho de aire rudo y andares pesados—. Ea, ya está apañado. Con este que acaba de llegar ya tenéis otros seis, docena y media en total —le dijo a Tomás de Sabba echando la cuenta con los doce que habían salido para Triana antes de que se cerraran las murallas de la ciudad—. Mucho oro se necesita para pagar tanto acero…

Tomás se echó la primera oliva a la boca y, con un pesado tintineo, puso en la mesa a la que estaba sentado la bolsa que Hortuño le había dado.

—El patrón anda contento —le reconoció al tabernero con un tono divertido—, el pago no ha de ser problema. Lo que falta —añadió señalando la faltriquera—, lo traigo bien de mañana…

Aquello pareció contentar al Carnicero y mudó las tornas; una buena información podía resultar provechosa en el futuro. Además, le intrigaba la urgencia en el contrato de aquellos jaques.

—¿Y a qué las prisas por encontrar unas cuantas blancas? —preguntó el tabernero acercándose para coger la zaina con la calderilla.

—Dizque al gato lo mató la curiosidad —zanjó Tomás con un aire diferente en la voz, poco dispuesto a hablar de los espadas que había pagado con el dinero de Hortuño—. O eso he oído…

Tras él, los hombres contratados se revolvieron inquietos por el sonido de las monedas. Con aquel soniquete se olvidaron del vino y de la camarera que los atendía.

—Ya, alimón he oído también que al burro lo molió a palos el aparcero porque no se movió…

—Y yo conocía uno que tenía un primo al que lo mató una coz…

El tabernero masticó aquella advertencia solapada y decidió no seguir inmiscuyéndose. Le hubiera gustado sacar algo más del asunto, pero, ante la severa expresión, se dio por satisfecho con las ganancias que ya se había asegurado con sus comisiones por la contratación de los valentones; y no le siguió buscando pareados al matarife.

—Pues si la paciencia racanea será mejor no echar albardas; bebamos entonces, todavía es pronto. Aún tendréis que esperar un par de horas más antes de poder salir sin riesgo… Los corchetes de ronda estarán todavía despiertos.

Tomás asintió con desgana apartando una aceituna pocha.

—Que se moderen con el vino —repuso hablándole al tabernero pero dejando clara la advertencia para los mercenarios.

El robusto egipciano estaba dispuesto a cumplir con las órdenes de Hortuño, incluso había en ello cierta ansia personal de cobrarse revancha por la fallida emboscada que le habían tendido en Triana a aquel entremetido veterano. Y su excelencia el señoritingo se había portado con un pago generoso; al principio, cuando le había hablado de cómo había raptado a Constanza frente a la catedral, el tipejo se había quedado como si hubiera visto a un muerto, pero había reaccionado sembrando doblones que el gitano no había dudado en aceptar.

Aun así, ufano por los dineros y el pellizco adicional que se llevaría en la paga para los mesnaderos, Tomás de Sabba sabía que no sería tarea fácil. Como poco, a los dos viejos se les habría unido el tal Dámaso, aquel soldado al que quería ver muerto el señorito de Madrid y a quien se suponía recién llegado en el San José.

A pesar de la advertencia de Tomás, la perspectiva de los cuartos que pronto pesarían en sus bolsas les dio a aquellos bravucones alas y, antes de que el egipciano despachase sus olivas, ya habían trasegado una buena ración de vino, acompañada con propuestas muy poco decorosas a la moza.

Iba el egipciano a decirles que espantasen los humos cuando sonó un único golpe seco en la puerta cerrada.

El tabernero y Tomás de Sabba intercambiaron gestos de duda. Pero el cantinero, algo menos propenso a amoscarse, despejó pronto la incertidumbre.

—Será algún rezagado al que le ha llegado el rumor, mejor siete que seis —concluyó de buen humor en tanto se levantaba.

No pareció convencerse el egipciano De Sabba, que dejó caer la mano en el mango de la navaja, venteando el aire por si se olía la amenaza.

—Os dije que fuerais discreto…

De fondo, los seis perdonavidas se reían de alguna de las obscenidades que uno le había espetado a la camarera. El cantinero se giró hacia el barullo y compuso lo mejor que pudo un semblante de inocencia.

—La promesa del oro hace medrar las lenguas —dijo el figonero sin moverse del sitio.

Tomás de Sabba sopesó la situación y, finalmente, con un brusco asentimiento, cedió.

—Está bien, id a ver —concedió volviendo a ocupar las manos con las olivas.

Así que el posadero, confiado, se fue hasta la puerta sin imaginar que serían los últimos pasos que daría en su vida.

—¿Quién va? —preguntó al tiempo que alzaba la tranca del postigo.

Ni siquiera tuvo ocasión de ver el rostro del hombre que manejaba el acero. Antes de volver a preguntar, la katana de Saigo Hayabusa le había entrado bajo las costillas y desbaratado el bofe.

A las buenas no lo hubieran conseguido jamás, pero ofreciendo mejorarle el afeitado a unos pocos, a Dámaso y a los suyos no les había costado demasiado dar con la taberna del Carnicero. Y el alférez era consciente de que bien podían los justicias andar en su busca, siguiendo el rastro de heridos; pero en aquel momento al antiguo furriel le importaba un bledo si el teniente de alguaciles le echaba encima a todos sus hombres, lo único que tenía en mente era encontrar a Constanza.

Ante el gesto de asombro por la habilidad del japonés, que demudó el rostro de Sancho, el cantinero se desplomó salpicando sangre. Dámaso entró como una tromba en la taberna.

Lo siguieron el ronin y los dos veteranos; Ruy y Zongji, de acuerdo a lo planeado, se habían llevado a Pacheca a la calle Boticas. Dámaso sabía que, tanto si salían con bien de aquella como si no, los que siguieran vivos no podrían quedarse en Sevilla. Habrían de huir y, gracias a la connivencia del tonelero, habían tenido una idea para una fuga que comenzaría en aquel preciso lugar.

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