Ronin

Ronin


Décimo magari. Venganza

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Saigo ignoraba la importancia que podía tener la respuesta del antiguo secretario del duque de Lerma, apenas comprendía alguna que otra palabra suelta. Y tampoco le preocupó. Envainó sus hierros con el mismo gesto cuidadoso que tantas veces había repetido, midiendo cada sun de acero con parsimonia. Y, mientras lo hacía, observó la postura de aquel indeseable al que había buscado por medio mundo. Calibrando sus oportunidades.

Hortuño sacudió aquella calavera que tenía encima de los hombros; no parecía dispuesto a dejarse enredar por lo que Dámaso había dicho.

—Más vale que no se os ocurra acercaros —dijo amartillando el perrillo de la pistola—. ¡Dispararé! ¡Voto a Cristo! ¡Lo haré! Si queréis que viva, dejad las espadas a los pies y alejaos.

Dámaso fue consciente de que necesitaba tiempo para industriar cómo salir de aquel atolladero. No advirtió que, a su espalda, el ronin se movía lentamente.

—Habéis esparcido tal cantidad de fiemo que ya no sabéis ni con quién tenéis saldos pendientes. Yo estoy aquí por ella —reconoció el alférez antes de continuar con un discurso que desorientase al antiguo secretario—. Pero él —añadió alzando levemente el mentón para referirse al japonés—; él ha venido aquí para mataros —declaró marcando bien cada palabra—. Tanto si apretáis el gatillo como si no, dad por hecho que no saldréis de aquí con vida. A él no le va un ardite en lo que hagáis con ella —cada sílaba le supo a bilis—, o en lo que me suceda a mí. Ha venido para rebanaros ese pescuezo de perro sarnoso…

Con cierto alivio, Dámaso vio que a Hortuño le vacilaba el envite. Era obvio que el antiguo secretario había confiado en salir con bien gracias a la pistola que le había puesto en la sien a Constanza. Y, aunque Saigo no había comprendido el discurso del alférez, la hosca expresión del rostro picado por la viruela lo refrendaba.

—Estáis mintiendo —rebatió al cabo Hortuño intentando imprimirle a su voz la confianza que no sentía—. Nada sé sobre ese mono apóstata. No conozco a ninguno de los suyos…

El secretario no quería creer lo que acababa de oír. Hasta aquel momento había tenido la certeza de que podría escapar, aunque perdiese a Constanza. Su dedo envolvió el gatillo de la pistola. Sacudió a la mujer y miró con fiereza hacia Dámaso.

—¡Mentís!

Gritó porque no se le ocurrió otra cosa que hacer. Podía ser verdad; y si lo era todo cambiaba. Solo tenía un disparo. Y había visto al oriental manejarse en el patio.

A Dámaso podía pararle los pies si mantenía su amenaza sobre la mujer, pero no era quién de prever la reacción del japonés.

—No, no lo hago. Es la verdad. —Dámaso se dio cuenta de que la fe de su enemigo se torcía, la voz de Hortuño empezaba a sonar como los gruñidos de una fiera enjaulada, iba a tener que ceder para apaciguarlo—. Os lo aseguro, este hombre ha venido aquí para acabar con vos —recalcó agachándose y abandonando su espada en el suelo—. Yo solo quiero llevármela a ella, sana y salva…

Antes de que el alférez completase el gesto, el ronin cambió la mano de posición; Dámaso lo vio de reojo y comprendió. Rogó al cielo para tener tiempo de evitarlo. Al dejar el hierro había distinguido algo que podría serle útil.

Unas horas antes hubiera pactado con el señor de los avernos; habría vendido su alma a cambio de ver el rostro frío y muerto de Hortuño en el hoyo de un camposanto. Ahora hubiese aceptado vagar por toda la eternidad para que Constanza continuara con vida; eso era lo único que importaba. Ella no podía morir. Porque si lo hacía no quedaría nada.

Y ella ni siquiera se percató de que la presión del cañón se aliviaba. Después de tantos años, estaba allí, a apenas unos pasos. Había arrugas marcando el contorno de aquellos ojos verdes y profundos. El mentón se había pronunciado, el semblante endurecido. Y había venido a buscarla. Todavía la amaba.

—¿Tampoco os acordáis de Antonio de Morga?

Algo se encendió en el rostro de Hortuño. Un lejano recuerdo de aquel apaño que había hecho con el oidor de la Audiencia de Manila.

El ronin estaba a punto de pedirle a Damaso-san que se apartara.

—¡Ya sé de qué habláis! Desviamos un cargamento de mosquetes que iba destinado a la guarnición del Cagayán, para luchar con los piratas —evocó el secretario—. Pero estoy seguro de que no tiene nada que ver con ese mamarracho vestido de pisaverde —añadió con evidente desprecio—. Se los vendimos a uno de sus nobles…

—A un hombre llamado Ishida Mitsurani —completó Dámaso levantando el talón—. Y esos mosquetes supusieron la muerte de todos los hombres de la plaza de Fushimi. Unos valientes que se enfrentaron con arcos y sables contra armas de fuego. —No era una historia tan distinta a las que el propio alférez había vivido en Flandes—. Todos murieron, todos salvo él —concluyó alzando las manos y terminando un paso cohibido al frente, procurando bloquear al japonés para evitar lo que temía, que sucediese algo sin arreglo posible.

—No, no fue así. Estáis equivocado. ¡No es cierto! —gritó dirigiéndose a un impertérrito Saigo a la espalda del alférez; tenía la mano en el fajín que le ceñía la cintura, pero Hortuño no podía vislumbrar lo que aquello significaba, solo se sentía aliviado al ver que aquellos dedos no ceñían la empuñadura del sable—. Decidle que está en un error… Antonio de Morga llegó a un acuerdo; pero ese no era el nombre… Los señores del Japón estaban al borde de la guerra y había un noble que ya había hecho tratos con los jesuitas —mientras confesaba, el secretario no se sacaba de la cabeza las escenas vistas poco antes en el patio; no quería morir bajo la fiereza de aquel demonio de rostro amarillo—. Un reyezuelo al que ya le habíamos enviado un reloj como muestra de buena voluntad. —Dámaso conocía aquella historia; pero no cayó en la cuenta, estaba demasiado concentrado queriendo aprovechar el arranque para avanzar un pie con disimulo, acercándose a Constanza y, a la vez, evitando que Saigo tuviera huecos en los que maniobrar—. Pero ese no era el nombre… ¡Quieto! No deis un paso más…

El alférez echó las manos al frente, como para detener una caballería desbocada, queriendo calmar a Hortuño. El cuello de Constanza se arqueó por la fuerza que su captor ejercía con el cañón de la pistola.

—Eso no es lo que él cree —dijo Dámaso—, y no se detendrá aunque le traduzca semejante mentira —continuó hablando para conducir a Hortuño; quería al secretario pensando en su propia vida y no en la de la mujer—. Será mejor que hagáis memoria… O no saldréis vivo de aquí…

Sabía que estaba caminando al borde del abismo, tergiversando su propio discurso. Pero Dámaso confiaba en que solo necesitaría un par de pasos más para poner en práctica la idea que acababa de tener. Lo malo fue que, como si lo intuyese, el antiguo secretario dio una amplia zancada hacia atrás arrastrando a Constanza.

Ella apenas tenía fuerzas para otra cosa que mantenerse en pie, le dolía todo el cuerpo, la paliza de Hortuño había hecho mella en sus maltrechas carnes. Aun así, pensaba en cómo podría zafarse de la presa, se imaginó golpeando a su raptor en la entrepierna, creyó que podría colgarse del brazo que sostenía el arma.

—¡Decídselo! Tenéis que traducirle mis palabras —era casi un ruego, tras entender, por el inexpresivo semblante, que el japonés no había comprendido su anterior declaración—. Habíamos hecho tratos antes, conseguimos seda a buen precio… Ese noble compró los mosquetes, pero ni siquiera los recogió, Antonio de Morga me mandó un despacho —gritaba escupiendo espumarajos blanquecinos—. Recibimos los dineros acordados, como las veces anteriores, pero los hombres que envió De Morga ni siquiera volvieron…

Dámaso creyó vislumbrar algo de la verdad. Quizá, por aquel mismo motivo el oidor no había podido contar con otro piloto para el San Jacinto que el portugués Vasco de Novaes, quien no conocía las rutas al Japón, aun pese a los misioneros que ya habían hecho la travesía previamente. Pero aquel no era el momento para recapacitar sobre las causas del naufragio del patache; el índice de Hortuño se tensaba en torno al gatillo, el que había sido secretario del privado del rey estaba perdiendo los nervios.

—… De Morga estaba convencido de que les habían tendido una trampa —la voz de Hortuño se aceleraba—. Se recibió el pago —aclaró cerca de la histeria—, pero jamás tuvimos noticia de que las armas llegasen a destino… ¡Decídselo!

Terminó el paso que había ensayado antes de preguntar:

—¿Y el encargo no lo hizo Ishida Mitsurani?

—Ya os he dicho que no. Ese no es el nombre…

Hortuño ansiaba acabar con Dámaso, sin embargo, ante todo, por encima de cualquier otro deseo, el antiguo secretario del privado de su majestad quería conservar su vida. Habían pasado muchos años, pero revivió la conversación mantenida en los despachos de la torre dorada con el duque de Lerma, aquel día en que aprovechó para limpiar la reputación de Antonio de Morga y cobrarse, a cambio, el favor de que eliminase a Dámaso.

Hortuño apartó un momento aquellos ojos enfebrecidos, recordando. Dámaso le sacó partido para mirar por encima del hombro, rogando para que su expresión le contase cuanto debía al japonés. Por pequeña que fuese, existía una remota posibilidad de que, incluso malherido, el secretario fuera capaz de apretar el gatillo.

Tenía uno de sus boshuriken entre los dedos, solo necesitaba que Damaso-san se apartase un ápice y aquel demonio hijo de una zorra embrujada moriría. Sin embargo, cuando el nanbanjin se giró, vio en aquel rostro occidental el ruego.

Su deber era matar a aquel hombre, él había sido quien orquestara el trato con el otro barbudo de Maynila, él había puesto en manos de Ishida Mitsurani los mosquetes que habían acabado con la guarnición de Fushimi. Pero en la expresión de Damaso-san vio el horror ante el riesgo de que el disparo lograra efectuarse. Y Saigo Hayabusa lo comprendió, él lo había perdido todo. Cuanto había hecho en los últimos años no había tenido otro objetivo que recuperar lo poco que le quedaba, y decidió confiar en su amigo.

Dámaso vio el seco asentimiento del samurái ; y supo que tan solo le prometía unos instantes más. Una única ocasión de hacerlo a su modo. Tuvo la certeza de que, si fallaba, el ronin seguiría adelante, sin importarle las consecuencias. No tuvo tiempo para agradecérselo.

—¡Togubayasusama! —logró decir Hortuño entremezclando las letras del complicado nombre que tantos años atrás había escrito en sus despachos desde Manila—. ¡Ese es!

Aquello cogió desprevenido a Dámaso, había algo más profundo en aquella verdad que conjeturaba. Pero eso dejó de ser importante. Con su última exclamación Hortuño había separado la pistola de la cabeza de Constanza y el alférez creyó tener una oportunidad.

—¡Decídselo! ¡Tokugawayasusama! —corrigió con virulencia—. Así aparecía en las cartas que llegaban de Manila…

Solo tuvo un breve instante; en el que rezar para que aquel viejo apero no estuviera tan carcomido como para que el golpe terminase con una simple polvareda de serrín y trozos de madera apolillada.

Vio el horror pintado en los ojos de Constanza al comprender. Hortuño quiso reaccionar y recolocó el arma.

Dámaso no pudo cambiar de opinión. Movió los pies en el gesto que Zongji le había instruido, se dejó llevar por las larguísimas horas de práctica. El mango ajado de aquel trebejo se alzó sobre su empeine. Se agachó al tiempo que giraba, su mano asió el asta sin que tuviera que mirar lo que sus dedos hacían. Así le había enseñado a hacerlo el bonzo.

Antes de completar la vuelta, sus brazos hicieron el resto. De lejos oyó el grito de Constanza. El fuste, pulido por los callos de algún esforzado labriego que lo había usado durante largas jornadas, resultó un tacto reconfortante.

El extremo golpeó la muñeca de Hortuño y el viejo rastrillo aguantó. Se escuchó el crujido de unos huesos.

Saigo ya había iniciado el gesto antes de escuchar aquel nombre. Llevaba tanto tiempo entre los nanbanjin que conocía su peculiar modo de hablar en la lengua del país de los dioses, no le cupo duda de a quién se había referido aquel hombrecillo.

Había adivinado las intenciones de Damaso-san y no desaprovechó la ocasión. Como siempre, no le llevó más que un parpadeo.

El cielo sevillano parecía haberse apaciguado al fin, y ya no retumbaban los truenos, solo el balsámico rumor atonal de un orvallo lánguido.

No advirtió más que un borrón y, un instante después, la presión de los brazos de su captor se relajó de pronto. Constanza sintió el aire moverse junto a su rostro cuando la vara pasó rumbo al antebrazo de Hortuño. Entonces todo el peso de Dámaso le cayó encima y ambos terminaron rodando por el suelo infecto de la pocilga.

Saigo abandonó la postura del lanzamiento y desenvainó su katana, preparado para reaccionar de nuevo si era necesario.

La explosión del disparo retumbó en los oídos de todos ellos e inundó el tabuco. Por un momento no vieron nada, no podían siquiera escuchar la cantinela del aguacero.

Antes incluso de asegurarse de que no había sido él quien recibiera la bala se aupó sobre los manos y miró a Constanza a los ojos. Se perdió en lo que veía en aquellos lagos garzos que tantas veces habían acompañado sus sueños.

—¿Estáis bien?

Ella solo asintió y lo envolvió en un abrazo. Él se dejó arropar por aquella reconfortante sensación.

Era grotesco. Había ido retrocediendo con la incredulidad pintada en el rostro. Estaba arrinconado. Intentaba hablar, no podía. De su boca, entre sangre y espumarajos, salía el extremo romo del boshuriken que Saigo Hayabusa había lanzado.

Los pequeños ojos de Hortuño estaban entelados con horror. El disparo le había rozado un pie. Con las manos hacía por arrancarse aquello que tenía atravesado en la garganta. El dardo había entrado en la boca sesgando la lengua y espetándole el pescuezo, la afilada punta le salía por la nuca. Saigo describió un arco con su sable y le abrió el vientre. Los intestinos grisáceos se desparramaron y un fuerte hedor espantó los restos de pólvora. Se hincó de rodillas y, con el golpe, algo más se descolgó desde sus entrañas con un sonido acuoso.

La katana volvió a caer, sin detenerse tras el movimiento ascendente; el tajo fue desde aquel lobanillo hasta la quijada, hendiendo en dos y para siempre aquel rostro enfermizo.

Saigo Hayabusa envainó con movimientos fluidos. Constanza apretó su abrazo. Dámaso no llegó a pensar en que tendría que hablar con el ronin.

Las ramas de la encina centenaria, desnudas para el otoño, se mecían en la brisa ligera, tejiendo tapices que se deshacían un instante después. Por Levante se intuían los primeros claros del día. El sol aún no se había abierto camino en la noche, pero, en el Este, el azabache pulido del firmamento se degradaba en púrpuras que respetaban un halo blanquecino. En aquel leve resplandor se delineaban ya las lomas más allá de Écija. Las monturas hociqueaban en el pasto; todos los demás dormían.

Cojeando, Dámaso se acercó. Dejaba tras de sí la manta revuelta. Se frotó los brazos para alejar el fresco. Ahora que la vorágine había pasado ya, el alférez intentaba asimilar lo sucedido.

Gaspar, aun herido, había cumplido. Se habían encontrado en Santa Cruz y, conscientes de que no eran otra cosa que fugitivos, se habían puesto en marcha al galope con unos jamelgos que el veterano robara en una venta.

A uña de caballo habían salido hacia levante para no volver a cruzar el Guadalquivir. Dámaso tenía un recuerdo fugaz de la jubilosa expresión de Constanza al verse a lomos del rucio cojitranco que había conseguido el veterano. Dejaron atrás el alfoz sevillano y, gracias a la luz de la luna, reinante en el cielo impecable tras la tormenta, habían seguido al paso hacia el picacho de Carmona. Cuando llegó el día no se detuvieron. Habían continuado hasta el ocaso, hasta que ya no pudieron más.

Y Dámaso, rendido, había conciliado el sueño apenas unas horas. Pero se había despertado sobresaltado, inquieto. Le urgía comprobarlo.

El alférez rodeó el grueso tronco ayudándose con una mano apoyada en la corteza cuarteada. Parpadeó como un idiota, temiendo que no fuera más que una ilusión. Se dejó caer y quedó sentado en el valle entre dos raíces. No podía dejar de mirarla.

Salida de los sueños del mejor pintor de la corte. Era ella. Dormía arrebujada en un recio cobertor de lana que había salido del fardo de Pacheca. Tenía las manos apretadas bajo el mentón, cubierto el rostro por rizos sueltos que anudaban sombras en la tez nacarada.

La amaba, nunca había dejado de amarla. Y entonces la angustia le sacudió el cuerpo, sintió algo resquebrajarse en sus entrañas. Podía ser que ella no le correspondiese, la había abandonado; habían pasado tantos años, quizá la había perdido para siempre. Cuando despertase, ahora que estaba a salvo, ella lo miraría con desprecio y se alejaría, sin volver la vista atrás. Lo rechazaría por los errores del pasado.

No había tenido de ella más que intangibles recuerdos que la frágil memoria deslavazaba a su antojo. Y ya no eran más que humo al viento. Había estado solo, sin más que aquellas estampas que había atesorado tantos años atrás. Podía ser que ella ni siquiera le concediera la oportunidad de explicarse; de decirle que estaría muerto de no ser por el impensable anhelo de volver a tenerla.

Nunca en su vida había sentido un miedo tan profundo. Y deseó que ella se quedase allí, durmiendo, sin más, que el alba durase eternamente, para no poder escuchar cómo ella lo rechazaba. De repente había crecido en él una desmedida avaricia por el dolor que lo había acompañado durante tanto tiempo. No quería sufrir nuevas desgracias. Solo deseaba que nada cambiase.

Constanza se sacudió en su dormir, los labios bermellón murmuraron, el cuerpo se agitó y las manos agarraron el vacío. Dámaso no podía saberlo, pero las pesadillas de los tormentos sufridos en San Jorge atenazaban las noches de la mujer que amaba.

En sueños dijo algo que él no comprendió, se agitó. Temeroso, estiró el brazo, sus dedos estaban apenas a un impulso más de las mejillas de ella. Volvió a inquietarse y él encontró el coraje. Posó las yemas en la frente y, lentamente, apartó un mechón de cabello. Dejó que su mano descendiese y acarició las líneas de aquel rostro. Continuó hasta llegar a los labios, los rodeó en una pausada congoja y, tembloroso, apoyó la palma en la tibia mejilla. Por un momento sus aprensiones se desvanecieron y no le preocupó otra cosa que apaciguarla. Susurró frases dulces de consuelo, le dijo que todo estaría bien, que ya era libre.

Con la paciencia que le concedía el otoño, el sol empezaba a despuntar por Levante, amanecía. Los verdes y ocres comenzaron a cicalar el paisaje.

Despertó. Abrió los ojos. Se encogió con una expresión asustada. Dámaso, sobresaltado, se apartó violento.

Las pupilas de ella brillaron con el fulgor de una gota de rocío. Y, lentamente, sonrió.

Indeciso, el alférez se convirtió en un títere. Ella sacó una mano de la frazada y sujetó la de él. La sostuvo notando las durezas que habían dejado los años, palpó un corte que recorría el pulpejo del pulgar y, ensanchando su sonrisa, lo acercó a su boca. Dámaso no opuso resistencia. Constanza abrió los labios y besó dulcemente la herida antes de devolver la mano de él a su mejilla.

No tenían palabras, se debatían entre el amor y el miedo, ambos dudaban. Sin embargo, no les hizo falta hablar.

La menina apartó la manta invitándolo. La vacilación se entretuvo en el rostro de él y ella rio con una carcajada llana y clara. Asintió; él se dejó arrastrar.

Sobre la sobada cobija de lana mal abatanada el horizonte cobraba vida con la alborada, bajo ella, los dos amantes se encontraron y se fundieron.

Sus caricias tocaron notas que llevaban años esperando convertirse en callados gemidos. Abrieron los ojos, se vieron, y los cerraron para unir sus labios en la parsimonia de un beso tierno.

Titubearon al principio, acomodándose las bocas, sus lenguas se encontraron y, tras retirarlas con vergüenza, se buscaron de nuevo con ansia renovada. Ella desabrochó las presillas del coleto y palpó las telas bajo la protección, se impacientó, tironeó con brusquedad y rebuscó frenéticamente hasta que pudo sentir el cálido contacto de la piel de él.

Él hundió la mano en el profundo valle de la cintura y recorrió la corva antes de regresar por el muslo alzando la amplia camisola. Sus dedos enjaularon el montículo de vello ensortijado y ella corcoveó para recibirlos. Él abandonó aquel deseo, sin saber que al hacerlo la pasión se avivaba. Arañó el vientre plano y apuró el ascenso hasta cobijar los pechos.

Constanza sucumbió y, con prisa impaciente, tiró de sus harapos. Cuando el torso quedó al descubierto, Dámaso se inclinó. Ella se arrobó con el cálido aliento de él, que soplaba tempestades entre sus senos. Los labios besaron la sensible piel de la areola al tiempo que las manos aupaban el busto. Él recorrió con la lengua uno de los pezones. Ella volvió a sacudir la cadera.

Rompieron los cordajes, rasgaron viejos remiendos, se apresuraron hasta hallarse desnudos; tendidos el uno junto al otro. Se besaron de nuevo, esta vez con ansia, cubiertos por el deseo.

La mano de ella descendió, palpó las líneas que marcaban el torso, deteniéndose en los surcos que dejaban los músculos; y no continuó su lenta marcha hasta que sintió cómo la rigidez que había provocado palpitaba reclamándola.

Constanza bajó ambos brazos para disponer de sendas manos. Sus senos quedaron atrapados, hinchándose, y él volvió a besarlos mientras ella, decidida, sujetó el miembro endurecido. Rodeó aquella firmeza en sus dedos y tiró con gentileza de la piel, palpó suavemente el bálano, dibujó arabescos con las uñas, circundándolo. Y esta vez fue Dámaso el que corcoveó con un gemido.

Sus bocas se hallaron de nuevo. Ella se inclinó y, delicadamente, lo obligó a tumbarse. Pasó una pierna sobre él tardando una eternidad completa. Se acostó dejando que sus pechos se apretasen contra el torso de Dámaso.

La besó en el cuello, se dejó cubrir por la melena que caía sobre su rostro y, cuando ella se aupó sobre él, Dámaso penetró en aquella tibieza húmeda que lo recibió.

Fundidos, se quedaron quietos, con el vello erizado y sintiendo la aspereza de la lana tejida en la frazada. Estaban unidos por fin y ambos, embriagados por la ilusión del amor, creyeron que no volverían a separarse jamás.

Constanza empezó a moverse, suavemente, como las olas lánguidas del final de la marea. Él la acompañó en su danza. Se rodeaban con los brazos. Se besaban.

Sus ojos se miraron, se hablaron del dolor de la soledad, del miedo. Se consolaron.

—Creí que os había perdido para siempre —logró decir Dámaso en un susurro—. Creí… Nunca he dejado de amaros. Cada día, cada noche…

Constanza lo calló con un beso largo y profundo, entregado, al tiempo que apretaba las caderas para sentir como él se clavaba en su vientre tan hondo como fuera posible.

No tenían idea de cuán efímera sería su felicidad.

—Debemos aceptar que somos fugitivos —reconoció el furriel con pesar.

Siempre había albergado un cálido pensamiento con el que avivar sus esperanzas: regresar a Monforte de Lemos junto a Constanza. Había incluso imaginado su vida en común en el antiguo pazo de la familia Hernández de Castro; sin embargo, no le quedaba otra que asumirlo: no podría ser.

—¿Y qué haremos? —preguntó Gaspar.

Dámaso miró a Constanza, ella le había cogido una mano y jugueteaba con los dedos de él, montándolos unos sobre otros y abriéndolos después para tender los propios junto a los del alférez y comparar infantilmente la diferencia de tamaño entre ambos palmos. La menina llevaba tantos años luchando con denuedo que, esa mañana, ahora que él estaba a su lado, prefería dejarse llevar plácidamente. Había hablado con Dámaso antes de que el grupo compartiese sus cuitas, y a Constanza le bastaba con saber una sola cosa:

—Lo que sea con tal de no volver a separarnos.

La voz sonó firme y segura. Tan distinta a la de aquella jovencita desfallecida a lomos de un enorme garañón que el veterano no pudo evitar la sonrisa.

Habían mandado a Ruy hasta la cercana Écija, a buscar una posada en la que comprar provisiones. Tenían fe en que el galopín no llamase la atención; si dejaba la montura en las afueras, no sería más que un simple muchacho con aires de escudero o lacayo cumpliendo mandados. Y, bajo el sol del mediodía, al abrigo de la vieja encina alrededor de la que habían acampado, parlamentaban sobre su futuro esperando a que el zagal regresase con las viandas y, a ser posible, noticias.

Al otro lado del corrillo que formaban los españoles, estaban sentados Saigo y el bonzo. Zongji traducía pacientemente y el ronin, despreocupado, solo prestaba la atención necesaria para no ser descortés.

Pensaba en la carta que el magnánimo Torii Mototada le había entregado.

Abandonando la conversación, Dámaso miró a los orientales. Tenía muy presentes las últimas palabras de Hortuño. Tanto que se sintió acongojado por la condena que arrojaría sobre su amigo. No conocía más que retazos de la historia, pero intuía que Saigo había sido traicionado por los suyos. Y entonces, mientras cavilaba sobre el complejo entramado político en el que, para su desgracia, se había involucrado el samurái , tuvo una idea.

—Tendremos que marcharnos; lejos —anunció el furriel haciendo correr sus pensamientos—. Adonde no puedan encontrarnos. —En la pausa que hizo la expectación creció entre los que estaban a su alrededor—. Iremos a las Filipinas. O a alguna de las islas de las especias.

Gaspar negó convencido. Constanza hizo un leve gesto de aquiescencia. La sorpresa echó hacia atrás a la dueña.

—¡Santo Jesús Cristo! Por todos los demonios y diablos, ¿habéis perdido el juicio? —exclamó Gaspar, y Pacheca, como siempre espantada por la blasfemia del veterano, se llevó las manos a los labios—. No podemos regresar a Sevilla. No conseguiremos embarcar en ninguna nao que parta a las Indias. Acabaremos presos. ¡Es una locura!

Dámaso asintió comprensivamente, podía entender la reticencia del viejo piquero.

—No iremos por el puerto del Guadalquivir…

—¡Claro! ¡Qué diantres! Iremos nadando —se burló el pajarero.

Y el vejancón hubiera seguido prendiendo en la ironía de no ser por el palmetazo que le soltó la dueña en el hombro.

Dámaso sonrió, sintió que los dedos de Constanza le daban ánimos y se explicó:

—No, eso tampoco. Viajaremos por el norte —dijo recordando muy bien su llegada a Manila—. Marcharemos a Flandes —aclaró para escándalo de Gaspar, que se hubiera puesto en pie y comenzado a maldecir de no ser por la intervención de su esposa—. Los dos conocemos aquellas tierras —le habló al veterano—; y podemos hacerlos pasar por comerciantes de la expedición que no han querido bautizarse —añadió señalando a los orientales—. Por lo que sabemos, algunos se han establecido en Coria, otros irán a Madrid para la conversión de Hasekura Tsunenaga y, aunque hablan de continuar viaje a Roma, estoy seguro de que más de uno vive deseando regresar al Japón.

»Los orangistas llevan años intentando establecer líneas de comercio con el Oriente —añadió algo más pausado, teniendo presente el hundimiento del San Diego—. Nos recibirán con los brazos abiertos si les hacemos creer que somos unos renegados dispuestos a darles las llaves del Cipango. Y nadie nos seguirá hasta las provincias rebeldes, ahora se supone que hay una tregua…

Gaspar se tomó un tiempo para considerar la idea. La dueña, indecisa, lo miraba con una expresión ceñuda que aguzaba su rostro rotundo. Constanza, abstraída, acercó la mano de Dámaso a sus labios y la besó con dulzura.

—Pues iremos al septentrión —reafirmó la menina en tono poético—. Adonde sea, pero juntos.

Aquello pareció bastar para vencer los recelos del piquero.

—Puede que aún recuerde suficientes palabras en ese rijoso idioma como para mandar a capar chinches a uno de esos herejes… Si consigo algo de ropa decente, quizá incluso podría pasar como traductor de los mercaderes —añadió envarándose y toqueteándose una inexistente golilla.

Hasta los orientales rieron con la mofa.

—En los archipiélagos encontraremos algún rincón tranquilo donde establecernos —aseguró el alférez—. Allí hay cientos de islas, miles de lugares donde elegir.

—Podríamos ir a Barcelona y embarcarnos hasta Milán —intervino Gaspar empezando a parecer convencido con la idea—, o seguir la costa hasta entrar en Francia… Luego habría que continuar por alguna de las vías del camino —aclaró refiriéndose a las sendas que usaban las tropas españolas para llegar a Flandes, gracias a las que evitaban las aguas de los hugonotes en el golfo de Vizcaya y las represalias francesas en el interior—. Podríamos atravesar el Franco Condado… Hay posibilidades… Pero será mejor que se lo expliquéis a ellos —añadió refiriéndose al bonzo y al samurái .

Dámaso miró largamente hacia los orientales, tomándose su tiempo.

—Hay mucho más que he de explicarles —reconoció levantándose para acercarse a los asiáticos.

Constanza le soltó la mano tras un último apretón.

—Gottimhimmel! —exclamó Gaspar entre risas en tanto el alférez pasaba frente a él.

—¿Qué significa? —preguntó Pacheca.

—Pues supongo que algo así como que duele más que una patada en la entrepierna —contestó el veterano con sorna, sacándose el pulgar entre el resto de los dedos como se acostumbraba a hacer al hablar de un indeseable—. Era lo que solían decir esos herejes cuando recibían un arcabuzazo…

Dámaso, ya al otro lado del corro, sonrió por las imprecaciones de Pacheca y, con el humor templado gracias a una última mirada de reojo a Constanza, de quien le dolía separarse, se acercó hasta el circunspecto Saigo sabiendo cuán difícil sería lo que debía hacer.

—Deberíamos hablar —le dijo en japonés.

El ronin inclinó el rostro.

—Sobre lo que sucedió anoche —añadió dejando a un lado el asunto del viaje a Flandes.

Zongji ensayó una de aquellas extravagantes sonrisas suyas.

—Encontrarse es el comienzo de la separación… Creo que se hace tarde —declaró el bonzo poniéndose en pie para alejarse del grupo con su larga vara.

En silencio, Saigo también se alzó e invitó a Dámaso a separarse de la encina y de los demás nanbanjin.

Eligiendo una dirección distinta a la del monje budista, anduvieron el uno junto al otro, descendiendo el otero que coronaba el viejo árbol, hacia el norte. El ronin no habló hasta que estuvieron cerca del camino por el que habían llegado hasta allí. En la ribera crecían sin orden matas de jara y espinosas aulagas. Y en aquel día seco los últimos saltamontes huían de los humanos con largos brincos.

Imaginaba aquello de lo que Damaso-san querría hablarle.

—Ese hombrecillo despreciable pronunció el nombre de la dinastía de los grandes generales —dijo el japonés refiriéndose al clan de los Tokugawa.

El alférez asintió pesarosamente. Imaginaba las consecuencias de lo que iba a explicar. Tomó aire, miró al oriental a los ojos y escogió con el mayor tino que pudo las palabras de aquel idioma que aún le resultaba extraño.

Poco a poco le relató al japonés lo que Hortuño de Andrade había confesado. Luego, con total franqueza, a fin de asegurarse de que su pobre traducción no coartaba lo que había averiguado, le dijo cuanto sospechaba.

El ahigaru escuchó impertérrito; solo una pequeña mueca desvirtuó la serenidad de su semblante cuando Dámaso terminó.

—Tiene sentido —aceptó con parquedad.

Aquello no era lo que el alférez había esperado. Aun conociéndolo, le asombró el temple de su amigo. Era consciente de que él hubiera reaccionado de un modo muy distinto.

—De no haber sido porque tenía los mosquetes, Ishida Mitsurani no se hubiera atrevido a atacar Fushimi —concedió Saigo aceptando las consideraciones del español—. Y si el asedio no se hubiera prolongado, las fuerzas del clan Tokugawa no habrían tenido oportunidad de unirse… Hubiese perdido la batalla de Sekigahara —reconoció antes de añadir lo más doloroso—. Probablemente, el mismo Tokugawa Ieyasu se encargó de filtrar la información de que iba a alojarse en el castillo de la colina Momoyama. Le bastó con trastocar la fecha… Los hombres del magistrado llegaron con apenas unos días de retraso —concluyó abarcando la inmensidad de la trampa que el futuro shogun había tendido en aquel pasado lejano para asegurar su victoria.

Se siguió una calma tensa. El samurái miraba hacia los árboles que punteaban el paisaje, deteniéndose en sus formas ajadas como si pudiese hallar consuelo.

—¿Y qué haréis ahora? —preguntó respetuosamente el español cuando el silencio se convirtió en una losa.

Saigo Hayabusa se concentró en el tronco de un alcornoque. Era un árbol espigado, viejo, retorcido por las sequías de veranos ya olvidados. Tenía apenas unas pocas ramas cortas que parecían vencidas, pero conservaba un indefinible equilibrio que le resultó plácido.

—Quiero volver con mi familia, con mi hijo —se atrevió a reconocer mostrando sus sentimientos en la única ocasión en la que el occidental lo vio hacer algo así en toda su vida.

Dámaso albergó alivio por un breve lapso; llegó a pensar que todo había acabado. Pero se equivocó.

—Quiero regresar a mi hogar en Kyosho —repitió Saigo al cabo—. Así que solo hay una opción. Recibí un mandato de Torii Mototada —todavía recordaba con total nitidez los guijarros dispuestos en el tablero de go—; acabar con el causante de la caída de Fushimi… Cumpliré con mi deber, ejecutaré la última orden que me dio mi señor —dijo con resolución—. Regresaré al Japón. Mataré al culpable. Daré muerte a Tokugawa Ieyasu. Y entonces buscaré la paz…

Incluso Dámaso comprendía el alcance de aquellas palabras, hubiera sido como si él mismo quisiera acabar con el duque de Lerma, porque era el superior de Hortuño en los tiempos en que se había fraguado la conjura que había arruinado su vida.

Quizá el antiguo regente fuera el responsable último de lo sucedido en Fushimi; sin embargo, sería un solo hombre contra el poder de un imperio que llevaba siglos cultivando el arte de la guerra. Era un suicidio.

—Es inconcebible. No puede hacerse…

El alférez no había llegado a entender al país o a sus gentes. Sin embargo, sí podía imaginarse a sí mismo enfrentándose a todos los ejércitos de su majestad el rey Felipe el Tercero; cargando contra filas y filas de picas para alcanzar, en un imposible, a un duque de Lerma sentado cómodamente en la retaguardia.

No pudo dejar de admirarse por el valor que apreciaba en el samurái .

Saigo lo miró con condescendencia y correspondió inclinando su rostro picado de viruela. Dámaso captó algo más.

—Así ha de ser, ¿verdad? Sean cuales sean las consecuencias. No se puede faltar al deber.

El ronin asintió. Dámaso recapacitó. Hubiera muerto en Sendai. Hubiese caído en Ciudad de los Reyes. Y de no ser por la ayuda prestada no habría recuperado a Constanza. La inmensidad de su deuda con aquel hombre era abrumadora.

Fue como un latigazo dado por el cómitre en la cubierta de una galera. Dolió. Volvería a perderla. Aunque supo con toda certeza cuál era su obligación. Estuvo tentado de apoyar la mano en el hombro del japonés, pero se contuvo, pues sabía que aquel no era el tipo de gesto que su amigo apreciaría.

—Os acompañaré…

La mañana, radiante, pareció querer custodiar el ánimo de los hombres. Se levantó el viento con una sucesión de rachas violentas que revolvieron las hojas del alcornoque. Eran ráfagas cálidas de aire húmedo que presagiaban una nueva tormenta para esa tarde.

Tras haberse comprometido, Dámaso empezaba a pensar en lo terrible que sería volver a separarse de Constanza.

Saigo Hayabusa lamentaba no poder regresar sin más. Quería volver a ver a su hijo, recompensar a su familia por aquellos años de ignominia en los que habían tenido que soportar la vergüenza de llevar el nombre de un ronin deshonrado. Ensimismados en sus propios pesares, no se dieron cuenta hasta que fue tarde.

Ahogando como podía aquella agonía que sentía, Dámaso iba a repetir sus últimas palabras cuando ambos oyeron el ruido de unos cascos que golpeaban el camino; le llegó con claridad, traído en andas por la ventolina.

—No puede ser el muchacho —aventuró el alférez sin saber cómo se diría en japonés la palabra galopín—. Vienen desde Sevilla…

Apartando las consecuencias de la promesa que acababa de hacer, el alférez echó mano a la espada y se preparó para ver aparecer a los alguaciles de la ciudad del Guadalquivir. Estuvo seguro de que los justicias sevillanos venían en su busca, sin embargo, al distinguir a los jinetes, se llevó una sorpresa. Llegaban a galope tendido.

Yoshioka Seijuro, que no había tenido ocasión de acostumbrarse a las sillas occidentales, encabezaba el grupo. Montaba un garañón habanero que espumeaba por el bocado y llevaba los flancos cubiertos de sudor. Al llegar a la altura de los dos hombres a pie, los samurái tiraron de las riendas, los caballos chantaron las manos, el polvo los alcanzó envolviéndolos en una nube parda.

Dámaso intuyó que, antes de partir en su busca, los nipones debían de haber llamado a los bushi que habían quedado en Coria.

Allí había más de treinta rocines con el hierro del duque de Medina Sidonia en las ancas. Podían verse las cabriolas inquietas de una multitud de pezuñas. Los animales, que percibían el ánimo violento de sus jinetes, piafaban nerviosos. Pateaban el camino, y las cintas de la espesa polvareda que habían provocado intentaban asentarse al capricho de los embates del viento que arreciaba.

Se oía el resollar de los potros; algún relincho nervioso. El silbar de las ráfagas.

Como una aparición, surgiendo de aquel envoltorio pulsante de niebla hecha de la tierra seca del camino, emergió aquel samurái que el alférez había conocido en el castillo de Toba.

—En el nombre del embajador Hasekura Tsunenaga —anunció con voz firme Yoshioka Seijuro—, representante del señor de Sendai, Date Masamune, régulo del feudo entregado por el noble Tokugawa Ieyasu —el tono inapelable no podía ser más severo—; he venido a acabar con la indigna vida del hombre de las olas conocido como Saigo Hayabusa.

Tras él, a medida que las rachas dejaban que el polvazal se diluyese, fueron descabalgando los demás hombres, incluyendo aquel converso que respondía al nombre cristiano de Vicente. Eran casi cuarenta, todos y cada uno de los venidos desde el Japón. Y rodearon a su líder disciplinadamente, disponiéndose para lo que fuera menester.

Un tufo recio a metal bruñido fue acaparando aquella ronda de Sevilla a Écija; ya se veían en el horizonte nubes oscuras que crecían, acumulando en su interior la furia de la tormenta que habría de caer otra noche más en el valle del Guadalquivir.

La mayoría de los japoneses echó mano a las empuñaduras de sus sables. A tiempo para que empezasen a enumerarse los cargos:

—Siendo un forastero, os habéis involucrado en asuntos locales y habéis puesto en peligro el resultado de la embajada enviada por nuestro señor Tokugawa. Habéis dado muerte a varios. —A Dámaso le resultó evidente el desprecio con el que Yoshioka obviaba mencionar explícitamente a los españoles muertos—. Habéis provocado un incendio, un delito inexcusable. —Y era cierto que en el Japón aquella felonía tenía la peor de las consideraciones, pero el furriel no lograba explicarse cómo el samurái podía haberlo sabido, tendrían que haberlos seguido—. Y ahora, el embajador Hasekura-sama tendrá que rogar clemencia a los señores del lugar. —El desdén fue de nuevo evidente, aquel hombre no abandonaba el resentimiento que había acumulado durante sus años en el seminario de Nagasaki—. Pero, por encima de todo, estáis acusado de asaltar el caserío del clan Chosokabe en Kyoto, donde disteis muerte a hombres al servicio del mismo Tokugawa Ieyasu…

Terminado su discurso, Yoshioka Seijuro sonrió con auténtica maledicencia, hurgó en el fajín que le ceñía el kimono y sacó un objeto que, avasallado por el peso de la culpa, Dámaso reconoció al instante.

Saigo acariciaba la piel de raya que quedaba expuesta entre las trenzas de los tsuka maki de su sable. Mantenía un semblante impertérrito; dispuesto a aceptar sin inmutarse aquel nuevo giro en su karma.

El boshuriken cayó al suelo y levantó una fumarola de diminutas arenillas de aquel pasaje con la que, una vez más, el viento jugó. Dámaso, recordando aquella noche en los barracones de Ciudad de los Reyes tras la muerte de Bartolomé de Palos, tuvo la fría certeza de que él, y no otro, era el responsable de lo que estaba sucediendo.

Eran solo dos hombres cansados y heridos contra una treintena larga; un grupo de samurái escogidos por su valía, guerreros experimentados que no habían hecho otra cosa en toda su vida que perfeccionarse, día tras día, y además estaban frescos.

Nada podían hacer contra una fuerza semejante.

Aun así, Dámaso supo qué sucedería. La aplastante superioridad de sus adversarios, el deplorable estado en el que ellos podían encontrarse; lo que hubieran sido excusas capaces de cambiar el juicio de cualquier capitán en Flandes no tenían allí la menor importancia.

No sería asunto de la razón, sino del valor. No habría allí, en el camino a Écija, otro parlamento que el acero. Y un único motivo: el deber.

El antiguo furriel vio cómo la mano de su amigo recorría la empuñadura del sable. Pensó en Constanza. Y le agradeció al cielo la oportunidad que había tenido de volver a verla; había merecido la pena, cada uno de los escasos besos, hasta la más leve caricia, incluso el suave susurro de los labios de ella asegurándole que lo amaba. No le cabía duda, volvería a hacerlo aun sabiendo que acabaría así. Porque tenía la certeza de que allí, sobre el polvo de aquel lugar, todo terminaría. No hubiera sido capaz de perdonarse si hacía otra cosa que no fuera luchar junto al hombre a quien debía la vida.

Desenvainó la blanca, acomodó el hombro herido, miró al horizonte, le dedicó un recuerdo a Martín, con quien había empezado aquella increíble historia; susurró una última declaración de amor que entregó al viento, rogando que la llevase hasta Constanza.

Saigo Hayabusa no necesitó reconciliarse con su alma. No le hizo falta acudir a sus recuerdos. Aquella postrera noche en Fushimi había pensado que moriría junto a su señor, el instante preciso se había demorado con languidez, pero aquel último día de asedio lo había alcanzado al fin. Tocó con las yemas de sus dedos aquel mensaje que Torii Mototada le había entregado y, aferrando la familiar empuñadura de su katana, desenfundó.

El sol se escapó por entre las volutas grises de las nubes y arrancó destellos en las marcas de agua del acero que forjara el sensei Osafune en una de las mejores fraguas del país de los dioses.

El viento capturó las arenas del camino; las hojas del alcornoque se volvieron; Hayabusa del clan Saigo, alumno de la escuela Jigen, hombre al servicio del daimyo de Fushimi, contempló una vez más el tronco retorcido de aquel viejo árbol: tenía la frágil belleza de una debilidad a punto de quebrarse. Alzó su sable y no hubo titubeos.

Todo se detuvo en un instante de calma perfecta. Aquellos dos hombres al pie del abismo miraron hacia abajo, hacia el fondo de un precipicio que no distinguieron y, con el siguiente aullido que trajo la tormenta que nacía, dieron un paso al frente. Cayeron al vacío.

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