Ronin

Ronin


Décimo magari. Venganza

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El ronin se lanzó contra los samurái que ocupaban el flanco de Yoshioka y, en apenas un parpadeo, dos hombres rodaban ya por el suelo sujetándose los vientres abiertos. Otros tres se le echaban encima y Saigo, preparado, ocupó la zurda con su wakizashi. Muchos más esperaban su turno, impacientes por cumplir con sus órdenes; llenos de la misma devoción japonesa que el propio Dámaso había aprendido a admirar en su amigo.

Los caballos se espantaron con el fuerte husmo de la sangre recién vertida; se alejaron saltando sobre las espinosas aulagas, buscando la pradería que se extendía allende el camino.

En un santiamén estuvo rodeado por una maraña de acero sediento. Entre los kimono decorados con el mon de los pardales, Dámaso distinguió el rostro picado de viruela; los dientes apretados, el sudor que brillaba en la frente despejada.

Nada les iba contra el hediondo gaijin barbudo. Ni siquiera le prestaban atención.

Otro cuerpo más cayó, el tajo del ronin había seccionado el torso por completo. El hombre se derrumbó partido en dos. Pero no sirvió de mucho, el hueco dejado se llenó pronto con otros tres igual de fieros. Un quinto salió despedido con la garganta abierta y un grito mudo colgado en los labios. Yoshioka Seijuro, con los sables todavía en sus vainas, observaba el combate y su expresión iba cambiando.

Soltó los dedos uno a uno, escalonando el gesto, y volvió a aferrar la empuñadura de su hierro. El occidental no les parecía digno siquiera del más mínimo interés y, sin pretenderlo, los nipones le concedieron a Dámaso la oportunidad de contemplar cómo, en sus rostros, la furia inicial se tornaba miedo y, finalmente, sincera admiración ante el arrojo de aquel viejo samurái que había sido labriego.

Dámaso había pasado el tiempo suficiente con ellos como para comprender. La gloria de una victoria palidecía ante el esplendor de la derrota; no se trataba de alzarse con el triunfo, era una cuestión de haber combatido con el honor debido. El fracaso tenía entresijos mucho más oscuros que la rendición; el último en quedar en pie no tenía por qué ser el vencedor. Así era la vida de un hombre en la senda de la guerra, como una flecha en un arco tenso; había que partir. Y eso hizo.

El alférez se lanzó contra aquella maraña de sables e intentó llegar junto a su amigo, para luchar espalda con espalda, como en la alquería; dispuesto a morir si era cuanto llevaba cumplir su deuda con el ronin.

El viento chilló, la tormenta se crecía. El entrechocar de los hierros, impaciente, ya había traído sus propios truenos.

Dámaso golpeó una quijada, acuchilló un costado, recibió un tajo junto a la riñonada, se vio arrastrado hacia aquel vendaval de sables afilados. Y todo fue confusión.

Yoshioka Seijuro no podía creer lo que veía. Aquel hombre de las olas indigno y despreciable no se comportaba como alguien que hubiera renunciado a abrirse el vientre tras la muerte de su daimyo. No había intentado excusarse, ni una sola palabra de protesta había salido de sus labios. Y ahí estaba, impasible entre una multitud de hombres que lo rodeaba sin el menor resquicio de piedad; fintaba, amagaba, cambiaba de posición, todos y cada uno de sus movimientos fluían con economía, cada vuelta de la hoja encontraba un objetivo certero; y en su rostro no se distinguía el menor amago de resignación o queja. Entonces, acariciándose el carrillo en el que tantos años atrás un descuido le dejara una cicatriz, comprendió de pronto que se había dejado llevar de nuevo por sus emociones, como aquel día en que un forjado le abriera la mejilla. Si aquel era un hombre de las olas, había dejado de serlo cuando el señor Date Masamune lo había admitido a su servicio. Y, sin embargo, aquel bushi se había involucrado en algo desconocido en el país de los extranjeros. Estuvo seguro de que el indolente Obata Kanegori no habría destruido los viejos mensajes guardados en el caserío Chosokabe. No pudo más que entrever harapos de una historia completa, pero entendió. Los retazos de viejas leyendas, aquel nombre que había compartido la dama, el impecable estilo con el sable; todo encajó.

Rendido, lleno de admiración, el más profundo de los respetos nació en su interior por aquel hombre de las olas.

Lo vio deshacerse de otro, la katana había cortado limpiamente el cuero cabelludo, dejando caer al suelo un cascarón de piel y hueso que conservó el chonmage sin que la cinta que sujetaba el moño se deshiciese. El sucio nanbanjin se puso a su lado y, apenas un momento después, se derrumbó a su vez cuando un filo le alcanzó la cintura. Y el ronin lo salvó interponiendo su sable más corto ante el tajo que hubiera decapitado al barbudo.

El acero se batía y los hombres morían al capricho del metal.

El dolor reverberó por todo su cuerpo. Fue consciente de que Saigo le salvaba la vida una vez más y se desplomó, notando como la sangre le bañaba los muslos y el sentido le flaqueaba.

Su rostro se enterró en las albardillas de la tierra asentada en la senda a Écija.

Reuniendo toda su voluntad, Dámaso logró no dejarse someter por la languidez que lo abrazaba. Fue capaz de abrir los ojos. El polvo revoloteaba a su alrededor, unos pies se movían un poco más allá. Intentó incorporarse y no pudo.

Quedaban tres, Saigo estaba en medio. Plagado de cortes; su brazo izquierdo, inútil, pendía a un costado balanceándose con cada gesto. El alférez quiso levantarse y sus piernas volvieron a fallarle. Al caer vio que también Yoshioka había sobrevivido. Le pareció que ni siquiera se había movido del lugar en el que había desmontado.

Otro más se derrumbó con las asaduras a la vista. Y, por un breve instante, Dámaso albergó la inconcebible ilusión de una victoria.

Entonces, como si el uno fuera el reflejo del otro en un espejo pulido, ambos samurái hincaron las rodillas; Yoshioka Seijuro se postró al comprender, Saigo Hayabusa se derrumbó. Dámaso lo contempló, y aun así, le costó creerlo.

El ronin, entintado en bermellón, malherido, apenas tenía fuerzas para sujetar la katana; el alférez se dio cuenta de que su amigo miraba el añejado y solitario alcornoque; peleaba por mantenerse en pie ante el viento que arreciaba.

Vio el brillo en las mejillas de Yoshioka Seijuro, y Dámaso hubiera jurado que las lágrimas le cubrían el rostro. El bushi se inclinó en una respetuosa reverencia formal, hecha con tanta devoción como hubiera mostrado ante el emperador del país del sol naciente.

—Ina! —con la negación salió despedida una fina lluvia de gotas bermejas—. Ina…

Dámaso se giró hacia su amigo. El último de los jinetes, cohibido por la firmeza en la voz del ronin, detenía a medio camino el mandoble final. El que buscaba el cuello del hombre de las olas.

Oyó que Yoshioka decía algo que no comprendió. Percibió entre la neblina que lo turbaba cómo Saigo daba la vuelta a su sable para, trabajosamente, apuntar el aguzado extremo hacia su vientre.

Lo haría. Con dignidad. Bajo su propio acero.

Comprendió y ya nada más fue capaz de distinguir. No pudo evitarlo, empezó a llorar como un niño; porque nada podía hacer por salvar la vida de aquel hombre que tantas veces lo había arrancado de entre las garras de la parca.

Dámaso Hernández de Castro, antiguo furriel, alférez de los Tercios de las coronas de Castilla y Aragón, oficial en jefe de la embajada al Japón enviada por su majestad Felipe el Tercero, lloró como no recordaba haberlo hecho.

No le hizo falta ver cómo su amigo moría para saber que aquel era el final. Pero sus ojos convulsos no le robaron el privilegio de sentir la tenaza de sus deudas ciñéndose en torno a él.

Dámaso se juró a sí mismo que aquel sacrificio no sería en vano.

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