Ronin

Ronin


Primer magari. Fushimi

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Cuando sonó el primer disparo, los holandeses dieron rienda suelta a sus más bajos instintos. Se cebaron. Mientras el arrufo del San Diego encontraba el agua, condenándose a descansar por siempre en los fondos coralinos de las Filipinas, más de doscientos de los hombres de su tripulación murieron apaleados por picas y remos, atravesados por las balas de los mosquetes o descuartizados por los terribles proyectiles de cadenas que cargaron los neerlandeses en su artillería.

Antonio de Morga, horrorizado ante la escena, saltó al agua sin perder los estandartes holandeses, única prueba de su pírrica victoria. Y tras unos instantes luchando con la sorpresa del agua, que lo envolvió con su azul verdoso, sintiendo a sus pulmones pugnar en busca de aire, se puso a nadar rumbo al islote de la Fortuna.

Avanzaba con brazadas desmañadas, entorpecidas por las abultadas mangas. Y al tiempo que sentía las fuerzas flaquear pensaba en la excusa que daría al gobernador de Manila; en cómo sería capaz de influir en el privado del rey para que aquel desaguisado no supusiera una merma en su carrera.

En la cubierta del galeón, peligrosamente inclinada, apenas quedaban unos pocos rezagados que luchaban por mantenerse en pie. Hasta los flemáticos japoneses se habían echado al océano tras hacer un hatillo con sus ropas y quedarse solo con unos curiosos taparrabos. Los últimos oficiales, librándose de coletos y morriones, se dispusieron también a nadar hacia las blancas playas de la Fortuna.

En el cielo, limpio de nubes, no se distinguía siquiera a uno de aquellos pajarracos de larguísimo pico. Y las aguas, calmas, intimidadas por el estruendo de los disparos, solo dieron una novedad: los tiburones que llegaron al aroma de la sangre y el barullo de los chapoteos.

Así, a los pocos que tenían la buenaventura de esquivar los golpes o los proyectiles les tocó convertirse en carnaza.

Un sevillano bizco de ensortijados cabellos negros se quedó ronco de pedir auxilio a la sombra del Mauritius. Tenía los labios blanquecinos por el esfuerzo y el mentón cubierto de espumarajos. Se mantenía a flote a duras penas, braceando compulsivamente. Se hundió de pronto, ahogándose su último grito en un borboteo. Al poco, reapareció flotando un grotesco pedazo, cubierto por los restos ensangrentados de una camisa rota por la que se descolgaba un largo trozo de intestino.

Julián nadaba. El miedo provocado por los estampidos de la artillería holandesa le impedía mirar atrás. El agotamiento que amenazaba con embotarle los hombros se alejaba de él cada vez que, por encima del chapoteo de sus brazadas, oía el martillear de los disparos del Mauritius. Reverberando sobre las mansas olas llegaban hasta él los escalofriantes alaridos de los hombres del San Diego y la algarabía orangista.

En el galeón de Manila no quedaron ni las ratas, que buscaban asidero en los tablones sueltos, en algún barril medio vacío que hacía el amago de flotar y hasta en los restos de los cuerpos de la marinería. Amontonadas unas sobre otras, chillando en lo poco que encontraban a la deriva. Y las que no, como los desesperados españoles, se afanaban hacia el islote.

Con el San Diego se hundieron los heridos, un par de docenas que no sabían siquiera nadar; y el jesuita, que había permanecido a bordo, rezando un avemaría tras otro para servir de consuelo en aquella desolación.

Al poco, solo quedaban unos cuantos restos, alguna mancha de aceite de las lamparillas, algún trozo de las velas.

Apenas mudos testigos de lo sucedido. Sorteados por amenazantes aletas impulsadas por coletazos que levantaban surtidores de agua. Entre las salpicaduras, oscuras nubes de sangre se diluían en el océano.

Van Noort veía cómo unos pocos afortunados se le escapaban nadando rabiosamente hacia el islote, pero, como era consciente de que el otro navío español podía regresar en cualquier momento, solo se permitió el lujo de hacerle una última petición a los artilleros antes de salir de allí tan rápido como le permitiese el escaso velamen.

La única vez que miró atrás, Julián vio al oidor de la Audiencia sufriendo lo indecible para mantenerse a flote con tanta ropa opulenta. No soltaba los estandartes holandeses, aunque le impedían nadar como era debido. Parecía a punto de irse al fondo junto al galeón. Unas brazas más allá, uno de los hombres del San Diego era arrastrado salvajemente. Con horrible desesperación golpeaba con todas sus fuerzas un ahusado morro gris en el que se distinguían enormes dientes blancos. Los ojos de la bestia se abrieron un instante, y Julián, entre las salpicaduras de agua espumosa, vio con aprensión que eran negros como una sima. Del terror sacó fuerzas.

Los holandeses sabían bien cómo manejar sus cañones y, aun pese a la distancia, ajustaron con precisión las alzas de las cureñas para la última andanada. Sin remordimientos, los artilleros flamencos saborearon la oportunidad que les brindaban. Y los escualos se movieron ansiosos, presos de un frenesí histérico consumado con brutales dentelladas.

Los nadadores se veían como muñecos desmadejados.

Antonio de Morga, aun habiendo sido de los primeros en lanzarse al agua, era el más retrasado del grupo que avanzaba en busca de tierra, incluso algunos de los que regresaban tras su fracasada petición de socorro a los holandeses lo habían adelantado. Sorteaba con dificultad a los muertos, buscaba algo a lo que asirse, pero no soltó los estandartes de los neerlandeses.

Una docena de brazadas más, eso calculaba Julián. En breve sería capaz de hacer pie. Los fondos marfilados que lo rodeaban, punteados de pequeños crustáceos y peces planos que huían asustados, se lo decían.

Los marineros holandeses conocían su trabajo y reconocían que Van Noort tenía razón. Habían dejado el galeón atrás, se había ido a pique entre los patéticos restos que mostraban la vida a bordo. Al frente tenían el arco de una playa de inmaculadas arenas y cerca, rozando su salvación, un buen grupo de los españoles seguidos por unos cuantos rezagados.

El artillero jefe no tenía suficientes hombres, apenas media docena por pieza, y se paseó de una a otra haciendo él mismo los ajustes. Observaba las cabezas de los españoles, bamboleándose entre las sombras alargadas de los tiburones y los cadáveres destrozados.

Julián se irguió. Sentía el agua escurrirse por su sucia camisa y su pecho flaquear por el esfuerzo. Le ardían los brazos y las piernas. Jamás volvería a subirse a un barco. Eso era lo único en lo que pensaba mientras, con el agua a la cintura, buscaba la blanquísima arena para dejarse caer.

Antonio de Morga, entre las salpicaduras que él mismo provocaba, vio con envidia cómo algunos alcanzaban ya la Fortuna.

En el Mauritius, tras las portañolas, después de un último vistazo, asentando los pies y entrecerrando los ojos en anticipación al humo, ajustándose un trapo que le tapaba los oídos, el maestro artillero bajó el brazo en un gesto seco. Al instante, la cubierta tembló, los cañones recularon sujetos por las retenidas y giraron sobre sí mismos, preparándose para recibir una nueva carga. Los proyectiles, cadenas con pesos diseñadas para rifar el aparejo de la nave enemiga, volaban hacia sus víctimas. Antes de que la terrible humareda se disipase, con el aroma acre de la pólvora irritando su garganta, supo que había acertado en el blanco.

Antonio de Morga, ilustre oidor de la Real Audiencia de Manila, oyó el estruendo de la artillería holandesa. Se encogió, perjudicando su precario bracear, y terminó atragantándose con una bocanada de agua. Y algo tan mezquino como su incompetencia le salvó la vida.

Los proyectiles de los flamencos pasaron por encima del funcionario y acertaron en la línea de costa, barriendo a los más adelantados.

Algunos, arrodillados en la arena, rendidos por el esfuerzo, se salvaron. El artillero orangista había acertado de pleno, sus cargas puntearon las últimas brazas de agua, las que se decidían según la marea, justo donde estaban los hombres del San Diego que habían sido capaces de llegar hasta el islote.

Probablemente, por primera vez en su vida, Julián tuvo algo de buena suerte. No sufrió. Un enorme trozo de metralla que había sido fundido en Amberes le atravesó el costillar para, después de convertir sus vísceras en una papilla informe, abrirle el pecho con un sonido pegajoso. Cayó de bruces sobre el agua y el oleaje meció su cuerpo. Nunca más volvería a pasar hambre.

La urca holandesa, renqueante, se revolvió malamente entre el humo de sus cañones y puso rumbo al estrecho de Malaca. El jefe de los artilleros subió corriendo a la cubierta principal para colocarse a popa y contemplar los resultados de la última andanada. Sus compatriotas vitoreaban a su capitán.

Uno de aquellos pájaros de larguísimo pico pasó volando sobre la playa de la Fortuna rumbo a Levante. Los escualos abandonaron de pronto su frenesí y los peces más pequeños tuvieron su oportunidad. Sobre la arena, los cangrejos empezaron a despacharse.

Trescientos de los hombres del galeón español no regresaron jamás.

Entre los pocos supervivientes estaban la mayoría de los misteriosos japoneses, que contemplaron la masacre con indiferencia. El piloto, el que había sido pupilo de Urdaneta, sentado en la playa, justo donde batían las olas, sollozaba convulsivamente. Uno de aquellos murcianos de Águilas, que lamentaba la pérdida de su cofrade negando con sacudidas del mentón. Algunos más que rezaban agradecidos sobre la arena, y el inepto oidor. De Morga, incapaz de alcanzar tierra firme, se había aupado en una rocalla que despuntaba y allí, ridículamente acuclillado, empapado, apretujaba entre sus manos suaves, que jamás habían conocido el tacto de un remo o una azada, las enseñas holandesas. Sabía que debía urdir el modo de llegar el primero a Manila para contar lo sucedido acorde a una versión que le conviniese. No podía dejar que la verdad llegase a Madrid.

Lapu-Lapu era un joven valiente, un vivo ejemplo de una tribu que se había atrevido a plantar cara a los piratas chinos cuando buscaban caladeros. Descendía de los aguerridos caudillos que habían combatido contra los conquistadores españoles cuando habían aparecido en aquellas costas por primera vez. Por sus venas corría la sangre de los hombres que habían vencido a Magalhães después de negarse a pagar tributo alguno a las coronas españolas y rechazar el bautismo.

Y además de la brillante piel cobriza y los profundos ojos pardos Lapu-Lapu había heredado el orgullo de una raza. Y ese mismo arrojo había sido su perdición. Cuando aquel veedor del rey Felipe se había presentado en su pequeño poblado, sin dejar hacer a sus mayores, antes de pedir consejo a sus antepasados, que descansaban para siempre en los ataúdes colgados de los acantilados que rodeaban las terrazas donde su gente cultivaba el arroz, Lapu-Lapu había intentado atravesarle el pecho con una lanza. Justo a tiempo de evitar que aquel enano de rostro cetrino y amargado abusase de su hermana pequeña. Y lo único de lo que se arrepentía Lapu-Lapu era de haber fallado, dándole a aquel ser despreciable la oportunidad de escapar con vida.

Lo había hecho sin pensar en las represalias, pero sus padres habían sido conscientes de las posibles consecuencias que acarrearían las acciones de su hijo. Lo habían intentado, pero fueron incapaces de atrapar a aquel veedor herido que huía. Y, por si acaso, temiendo el desquite que vendría, después de eliminar a los escoltas del funcionario, la tribu había decidido enviar a Lapu-Lapu lejos. Hasta que pasase la tormenta.

Así, sin poder despegarse de la morriña que sentía separado de los suyos, el joven había estado remando con calma, pendiente solo en parte de la pesca, cuando había escuchado los primeros cañonazos.

Lapu-Lapu bogó impulsado por la curiosidad propia de la adolescencia y llegó a tiempo para ver el duro castigo de pólvora y plomo que recibían los españoles sobre la playa del islote. Conocía bien a sus enemigos y, aunque no tenía idea de quiénes eran aquellos que los masacraban, enseguida los consideró sus amigos más queridos.

Sin embargo, a medida que se acercaba a la masacre, su euforia se fue apagando. Le asustaron las sombras ahusadas de los escualos, le repugnó ver los amasijos ensangrentados que flotaban a duras penas. Se sintió horrorizado.

Y cuando aquel español de ridículas ropas empapadas y bulbosa nariz le hizo gestos de apremio desde una rocalla, se acercó marginando su odio. A pesar de la animadversión acumulada durante años, aun sin olvidar el rencor que sentía hacia los conquistadores que habían obligado a su pueblo a hacinarse en las nuevas ciudades o a morir perseguidos en las selvas de las montañas, Lapu-Lapu no pudo negarse.

Los hombres en la playa advirtieron que la canoa se acercaba, unos cuantos la señalaban con brazos extendidos y el ilustre De Morga se puso nervioso; sabía que no podría defender la embarcación si sus compatriotas lo alcanzaban. Era una estrecha piragua indígena, una caracoa de cañas con una estera por vela y dos escuálidos balancines a falta de quilla, buena para uno o dos ocupantes, no más.

El oidor Antonio de Morga usó por primera vez en su vida la espada de ancha cazoleta y ampulosos gavilanes que había comprado años atrás a un herrero de su Sevilla natal. El sonido que produjo al atravesar el pecho del indiecito le desagradó tanto que ni siquiera se molestó en retirarla. Simplemente empujó con el pie el cuerpo del joven de tez cobriza y se apresuró a subir a bordo.

Dejando atrás los gritos de los que habían sido sus hombres, se puso a remar con todas sus fuerzas, rumbo al puerto de Cavite, rogando al cielo por no equivocar la ruta.

Debía llegar antes de que pudiese hacerlo el capitán del San Bartolomé. Si presionaba con suficiente habilidad al gobernador Tello y era el primero en contar la historia, entonces todo aquel desaguisado todavía tendría un arreglo. Lo único que importaba era alcanzar Manila antes de que la fragata pudiese adelantarse. A sus pies, engurruñados, estaban los estandartes holandeses, la esperanza de sus excusas.

Sus manos despellejadas sangraban mucho antes de distinguir siquiera en el horizonte la bocana de Cavite. Pero a De Morga no le importó, se le había ocurrido que tenía otra cosa que hacer: asegurarse de cubrir de sobornos suficientes a los secretarios de la Junta de Manila para que la carta que pensaba escribir llegase hasta Madrid cuanto antes. Ya sabía con quién podía contar en la capital, tendría que cobrarse un favor que hubiese preferido ahorrarse, pero si el precio era bueno no le fallaría; estaba seguro de que la falta de escrúpulos de Hortuño de Andrade estaría a su disposición. Aparte de eso, cortaría toda relación con la Villa y Corte, no permitiría que se enviara o recibiese cualquier despacho que pudiese comprometerlo y no consentiría que, una vez llegase el galeón de Ciudad de los Reyes, se extendieran rumores que delatasen su incompetencia. El tal Dámaso Hernández de Castro que le enviaban como asistente tendría que esperar.

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