Ronin

Ronin


Segundo magari. Traición

Página 7 de 43

Segundo magari

TRAICIÓN

Lo mejor que se puede hacer con las palabras

es no usarlas.

Yamamoto Tsunetomo, Hagakure

Las almas de los miles de muertos atormentarían durante generaciones a cualquiera que tuviese el valor de cruzar aquel valle. Hasta los peregrinos más piadosos rehuirían ese páramo desolado. El día de la batalla y las jornadas de penurias que se siguieron quedarían grabados a fuego en la memoria de los pobres lugareños. Aún no podían creerse lo sucedido y Saigo lo veía en sus rostros contraídos, llenos de terror.

Todo a su alrededor había sido devastado. Un macabro testimonio de putrefacción embotaba los pulmones. Y los campesinos, agachados sobre arrozales asolados, intentaban recuperar su vida retirando uno a uno los incontables cadáveres. Apilándolos en montoneras bajo el manto de la niebla que velaba el amanecer.

Sekigahara había sido un lugar plácido, bucólico. Podía intuirse en las ondulaciones de los cerros que lo cobijaban; decorados por vibrantes matices del otoño, punteados por campos de labor anegados en los que gentes humildes sacaban adelante arroz, mijo y alforfón. Sin embargo, pasarían años antes de que un viajero de paso pudiera evitar que un escalofrío le sacudiera. Los cultivos se habían convertido en lodazales de sangre. La fértil tierra oscura asomaba en groseras zanjas de las que no se distinguía el fondo, las grandes extensiones de hierba aparecían pisoteadas, malogradas; los cuerpos de los caballos, demasiado pesados para los labriegos, se hinchaban esperando que alguien se atreviese a despedazarlos. Todo estaba cubierto de restos desperdigados: astas de yari rotas, trozos de armaduras, cascos abandonados, arcabuces reventados, jirones sueltos de los alfaneques, banderolas harapientas, incluso podían verse grandes hoyos reventados donde los proyectiles de los cañones habían impactado; las armas de fuego de los barcos naufragados de los gaijin se habían usado por primera vez en el país de los dioses. Lo que ahora podía ver Saigo ya no era una mansa vega de campesinos, sino un campo de batalla devastado por la violencia.

Tokugawa Ieyasu lo había conseguido, la inmolación sin vacilaciones de los hombres de la guarnición de Fushimi le había obsequiado el tiempo necesario para reunir un ejército con el que combatir en Sekigahara; en la más grandiosa contienda en los anales del país del sol naciente. Mareas de hombres de ambos bandos habían entregado cuanto tenían por cumplir con el deber filial que los ataba a sus señores feudales. Entre los efectivos de la coalición de regentes que apoyaba al heredero del taiko y las tropas del sedicioso regente, aquella preciosa vega rodeada de colinas arboladas había albergado a millares de guerreros, nadie sabía cuántos; podía ser que cientos de miles. Y Tokugawa Ieyasu había aplastado a sus enemigos.

Pero esa ya no era su guerra. Aunque el bando al que perteneciera había triunfado, ahora, tanto para vencedores como para derrotados, a ojos de cualquiera que se cruzase en su camino, Saigo Hayabusa no sería más que un ronin despreciable, un paria deshonrado sin daimyo al que servir. Y lo que era aún peor, el único consuelo ante aquella vergüenza: la esperanza de cumplir con la misión que le habían encomendado se había desvanecido. Por culpa de la batalla de Sekigahara le había perdido la pista al magistrado.

Tras haberse alejado del castillo de Fushimi, sobrecogido, el ashigaru había esperado a que todo acabase, oculto a una distancia prudencial en un bosque de jóvenes allozos en los que apenas habían madurado las almendras. En silencio, refugiándose en sus propios recuerdos, volteando en las manos el pequeño cilindro de bambú que contenía el mensaje para su hijo.

A la mañana siguiente, los hombres de Ishida Mitsurani se habían puesto en marcha, dejando tras de sí un destacamento que ocuparía las ruinas humeantes de la fortaleza rendida.

Y Saigo había seguido el rastro de las tropas anhelando hurtar una oportunidad para averiguar algo. Hasta entonces, lo único que sabía con certeza era que el magistrado había atacado Fushimi armado con centenares de mosquetes y, si quería desvelar quién estaba detrás de la traición, ese tendría que ser el primer eslabón en la cadena. Por lo que, día tras día, buscando la ocasión de infiltrarse en la impenetrable maraña de samurái que rodeaban a Ishida Mitsurani, procurando pasar desapercibido, había ido tras ellos. Atormentándose al comprender que, si asumía el riesgo de una incursión, tendría muy pocas posibilidades de salir con vida, y muchas menos de poder interrogar al propio dignatario o a alguno de los hombres de mayor rango.

Y, en tanto había esperado su oportunidad, se convirtió en espectador de la conflagración que sellaría la historia de su país.

Desde Fushimi, sus perseguidos se habían movido hacia el nordeste, agradeciendo que las lluvias todavía no se hubieran decidido a convertir los caminos en barrizales y, durante unas pocas semanas, la tensión había ido creciendo.

Pronto le había resultado evidente que, en connivencia con la coalición formada por el resto del Consejo, el implacable Ishida Mitsurani estaba intentando acorralar al rebelde Tokugawa en los feudos que el antiguo regente poseía en la región marinera de Mikawa; tal y como había aventurado Torii Mototada frente al tablero de go.

Sin embargo, Tokugawa Ieyasu no se había dejado intimidar por las mordazas del cepo que se cernían sobre él. Había partido de sus señoríos en Edo con cuantos hombres había podido reclutar y les había exigido un ritmo de marcha sobrehumano.

Al poco, mostrando sus fuerzas con cautela, los dos bandos se habían enfrascado en una intensa lucha por someter los caminos del Nakasendo y del Tokaido, cuyo control garantizaría para el vencedor el dominio de los principales pasos entre las montañas y de las más concurridas rutas comerciales. Como dos grandes tigres encelados, ambos ejércitos lanzaron los primeros zarpazos, cuestionando las fuerzas del adversario mientras buscaban asentar los cuartos traseros para abalanzarse. Cayeron otros castillos, puebluchos colgados en los riscos fueron arrasados, las viudas se abrieron las gargantas, los ancianos escaparon a las sierras para morir en paz con los fríos del próximo invierno.

Hasta que cada una de las bestias estuvo tan cerca del rival como para husmearle el aliento, y entonces, en el estratégico centro de la gran isla de Honshu, a unos pocos ri de hitos tan relevantes como la imperial Kyoto, en el corazón del archipiélago del sol naciente, inesperadamente, el valle de Sekigahara se convirtió en un lugar de matanza.

Una carnicería como nunca antes se había visto. Tantos fueron los daimyo muertos que la ceremonia en la que se ofrecían al vencedor las cabezas de los derrotados se había prolongado desde la hora del caballo hasta la anochecida.

Un degolladero que, en ese momento, Saigo contemplaba con desolación, temiendo que fuese tarde, lamentando no haber podido acercarse al magistrado. No sabía qué había sido de él, quizá era uno de aquellos incontables cadáveres; podía haber huido al mando de los restos de su ejército.

Con aquella masacre a sus pies, el ashigaru reflexionaba, planteándose el siguiente paso ahora que había perdido su única baza.

Cubría su ligero kimono de algodón con un sencillo haori echado sobre los hombros para resguardarse del frío; estaba sentado en el tronco caído de un viejo pino tronchado por algún rayo. Arropado por los sonidos del bosque, entre los que se imponía el repiqueteo afanoso de un pájaro carpintero. El ronin miraba ladera abajo, hacia la vaguada de Sekigahara, más allá de los hongos matsutake que habían brotado entre las agujas marchitas del barrujo otoñal que tapizaba el suelo.

Había algo desapacible que distorsionaba el lugar: estaba rodeado por ramas rotas que exudaban savia ambarina, terrones levantados que desperdigaban barro, estandartes abandonados que daban fe de las traiciones y la derrota; todo envuelto en la bruma que se descolgaba desde las estribaciones del monte Matsuo. El aire todavía tenía el regusto metálico a la pólvora quemada de las señales pirotécnicas que ambos bandos habían usado para transmitirse órdenes durante la batalla.

No sabía adónde dirigirse. Había recorrido el valle incansablemente, de un lado a otro, cuestionando a los moribundos, preguntando discretamente a los asustados lugareños, pero nadie tenía ni la más mínima idea de qué había sido de Ishida Mitsurani. No se sabía si la cabeza del magistrado, arreglados los cabellos y teñidos los dientes, había sido una de las que se le ofrecieran al antiguo regente. Por lo poco que Saigo había conseguido averiguar, ni siquiera podía tener la certeza de que su presa siguiese viva. Lo único indudable era la incómoda expectación de los lugareños. Japón estaba ahora en manos de un único señor feudal y, aunque nadie se atrevía a cuestionarlo en voz alta, todos se preguntaban qué les depararía el futuro; pues el único ajeno al devenir del tiempo era el celestial emperador Go-Yozei, centésimo séptimo en la divina línea de sucesión y dueño absoluto de las almas de sus vasallos, meras hojas al viento que soplaban los dioses.

Estaba el ashigaru intentando tomar una decisión sobre qué hacer cuando oyó el retumbar de un galope. El pájaro carpintero, asustado, abandonó sus esfuerzos. Y Saigo se retrepó en su asiento intentando encontrar la mejor posición para levantarse rápidamente. Al tiempo, con disimulo, escondió la mano izquierda en la manga de su kimono para buscar la cinta de cuero que servía para asegurar el vuelo de la tela; por si no le quedaba otro remedio que desenvainar.

La niebla pareció ganar confianza en sí misma y empezó a lloviznar mansamente. La luz del día se difuminó en una ligera cortina de pequeñísimas gotas que se desprendían sin más de la bruma. Los caballos, resollando, obedecieron a sus jinetes y se detuvieron junto al pino tronchado; al lado izquierdo del ashigaru, que, sabedor de su precaria posición, hizo rotar suavemente sus hombros para desentumecerlos.

Deformando los contornos de un charco, amontonando el barro a su alrededor, el casco del caballo aprisionaba un harapo deshilachado. Era un jirón de los uma jirushi usados por las tropas leales al clan Toyotomi: una delicada hoja de paulonia sobre fondo azur dibujada con trazos dorados. El blasón que había ondeado en Sekigahara entre las fuerzas de aquellos que habían apoyado al niño Toyotomi Hideyori, convencidos de que el joven heredero, auspiciado por las intenciones de la coalición de regentes y el testamento que dejara el taiko, debía gobernar en el Japón.

El inconfundible trozo de tela, prendido entre los candados de la mano del alazán, se mecía en el agua sucia de la poza, reverberando con las diminutas ondas que provocaban las gotas de orvallo. Aplastado, como una alegoría de lo que había sucedido en el valle.

Del flanco del animal se desprendió un espumarajo de sudor que cayó en la charca estropeando la quieta superficie. Saigo, sin alzar el rostro, se giró levemente hasta poder ver a los jinetes de reojo.

Era un grupo de cinco, samurái sin graduación que llevaban armaduras sencillas, con apenas poco más que un peto y faldones para resguardar la parte alta de los muslos. Tres portaban largas yari de brillantes filos y otros dos sostenían mosquetes. La pareja más retrasada cargaba, prendidos en sus espaldas, pendones con el mon de Tokugawa. Debían de ser parte del retén que habría quedado en Sekigahara para asegurarse de que los vencidos no escapasen con vida.

Junto con otras patrullas similares, serían los encargados de organizar los trabajos: ordenarían a los aldeanos limpiar el valle, evitarían que los perros se dieran un festín, rastrearían a los fugitivos e impedirían los saqueos.

Saigo observó como la brisa se alzaba y la llovizna se espesaba, sacudiendo los estandartes con el trallazo de una ráfaga; las tres hojas de malva real inscritas en un círculo flameaban. Ese era el emblema del antiguo regente, del vencedor. Volvió a mirar el charco. Al ver de nuevo el harapo azul, en el lodo, se permitió una cínica sonrisa que arrugó sus mejillas en torno a las viejas cicatrices que la viruela había abandonado tras de sí.

—¿Quién sois? ¿Qué estáis haciendo aquí? —le preguntó el cabecilla sin formalismos, con la seguridad que otorgaba la victoria a los pagados de sí mismos.

Sus ropas y protecciones estaban impecables, llevaba el tocado bien arreglado, con el moño impoluto y la cinta de tela atada con pulcritud, pero su postura sobre el animal era deficiente y el daisho de sables estaba colocado con desmaña. Su juventud y sus cómodas maneras con el mosquete dejaban adivinar que había descuidado el camino de la espada. Era uno de esos samurái convencidos de que la pólvora borraría para siempre las viejas costumbres.

Saigo intuyó que era un soldado mediocre a quien el número de muertos había permitido ascender; y supo al instante que tendría problemas. Pertenecería a esa clase de hombres que usaban el poder para suplir su propia incompetencia: querría mostrarse severo y capaz ante sus nuevos subordinados. Si hubiera topado con cualquier otra patrulla, lo habrían dejado marchar sin más, pero aquellos ojos centelleaban. Aquel hombre disfrutaba con un trabajo que un verdadero bushi hubiera detestado.

Sin embargo, Saigo no se lamentó, la mala suerte era siempre la excusa de los débiles y los menos capacitados.

Ellos no podían saber que, hasta poco antes, aquel samurái de rostro picado habría dado la vida por el señor Tokugawa sin dudarlo. Y tampoco serviría de nada explicarlo, no le creerían. Estaba allí solo, sin las enseñas de ninguno de los señores feudales involucrados en la batalla. Lo tomarían por un renegado y, en ese caso, considerarían que solo había dos posibilidades: o era un desertor del bando ganador que había huido antes de que la batalla se decidiese, o un superviviente de la facción derrotada que había evitado la esquilma. El ashigaru alzó el rostro sin pronunciar palabra y valoró la situación.

La lluvia arreció y el caballo, inquieto, se revolvió pisoteando el pedazo de estandarte, hasta conseguir hundirlo por completo en aquella poza enlamada.

—Os he hecho una pregunta, miserable, ¡contestad!

Saigo, a través de la cortina de agua, que se iba espesando mientras deshacía la niebla, vio que uno de los hombres se envaraba y empezó a considerar el radio de acción de su sable, calibrando las distancias hábiles entre la maraña de árboles del bosque. Se imaginó a sí mismo apartándose y tensando el arco, preparándose. Ellos iban a caballo, eran cinco, tenían armas de fuego; él estaba solo y no tenía montura.

—¿Quién sois? —insistió el líder del grupo señalándolo amenazadoramente con el mosquete.

Saigo aguardó pacientemente, a pesar del murmullo del aguacero, a lo lejos, volvió a oírse el rítmico golpear laborioso del pájaro carpintero.

—Una zorra le ha arrancado la lengua… —bramó uno de los que llevaba el confalón a la espalda consiguiendo que los demás rieran.

—No, creo que no —intervino el cabecilla, de evidente buen humor, mientras empezaba a alzar la pierna para descabalgar—. Debe de ser uno de los hombres de Akaza, o quizá de Kuchiki… Ni siquiera lleva armadura, y mirad sus manos, es un labrador al servicio de un señor pobre como una rata —concluyó ampliando su sonrisa—. Es un desgraciado que no se ha atrevido a quitarse la vida después de la derrota…, ¿verdad? —inquirió ya en el suelo, dando un paso hacia Saigo—. Aunque me pregunto cómo escapasteis… Quizá es un renegado de las filas de Kobayakawa, a lo mejor no le gustó que su amo cambiase de bando en plena batalla —apuntilló alzando el mosquete hasta colocar la boca del cañón a menos de un palmo de la mejilla del ashigaru.

Todos en la patrulla cacareaban las bravuconadas de su jefe, y Saigo intuyó que intentarían matarlo dijera lo que dijese.

—Yo sé quién es —aseveró uno de los que llevaban el estandarte de Tokugawa consiguiendo que el ashigaru se tensase por la sorpresa y que todos los demás se girasen para mirarlo—, ¡es un cobarde! —afirmó con escandalosas carcajadas.

Terminó de atar la cinta que aseguraba la manga de su kimono y agradeció la buena previsión de Naito Ienaga, que, en Fushimi, se había encargado de proveerlo de ropas sencillas, pero de buena hechura.

El condotiero se volvió hacia el antiguo campesino y lo escrutó con ojos entornados. Se había dado cuenta del gesto, pero moviendo sus dedos como si tocase las cuerdas de un instrumento, aseguró su agarre en la guarnición del arma y despreció el ademán de aquel solitario con las trazas de un ronin. Su única respuesta, confiado en la superioridad del grupo, fue hacerle una seña a su subordinado. El otro jinete reaccionó prendiendo la mecha que llevaba enrollada al antebrazo y tomando la baqueta asida al costado del arma para, acto seguido, cargarla con aparatosos movimientos.

Saigo no tuvo dudas, aunque le habría gustado evitarlo, pronto habría más cadáveres que apilar en las laderas de Sekigahara.

—Desde luego. Eso es lo que es, un cobarde —afirmó el líder encañonando de nuevo al ashigaru—. No vais a decirnos quién sois, ¿eh?

—Nadie… —masculló Saigo mordiendo un murmullo apenas audible.

El cabecilla, inclinando el rostro, dio un paso más hacia el costado del antiguo campesino.

—¿Quién?

—Solo un pájaro carpintero… —contestó alzando la voz para hacerse oír por encima del barullo de la lluvia que arreciaba.

Actuó antes de que pasase la incertidumbre, sin darles ocasión de adelantarse a sus intenciones. Los samurái no reaccionaron a tiempo.

Dejando el arco sobre el tronco, Saigo se alzó. Desenvainó ambos sables y, a la vez que giraba con el wakizashi para sajar el muslo del jinete más alejado, con la katana cortó los antebrazos del hombre al mando.

El mosquete, con una gigantesca muesca trabada en el cañón, cayó al suelo, todavía aprisionado por los dedos de las manos amputadas. Saigo tuvo un instante para ver los extraños símbolos grabados en el arma, no era una de las réplicas fabricadas en el Japón, era uno de los vendidos por los extranjeros.

El que había tenido tiempo de prender la mecha y cargar asentó la culata para disparar, pero Saigo se revolvió bajo el nervioso caballo del primer herido y clavó con fuerza su filo más corto entre las placas de armadura que protegían la cadera del mosquetero. La serpentina giró, la mecha descendió y la pólvora prendió con un fulgurante chasquido, la bala le pasó un palmo por encima cuando Saigo ya se revolvía de nuevo para enfrentarse a los dos últimos adversarios.

El cabecilla gritaba mirándose los muñones sangrantes con un halo de incredulidad; el otro que portaba mosquete, condenado, rebotaba contra el cuello del caballo, que se había echado a galopar colina abajo. Y el herido en primer lugar había caído al suelo con la pierna gravemente dañada, desangrándose a borbotones por un corte que llegaba hasta la gran vena del muslo.

La lluvia se crecía, cada gota hacía saltar viejas agujas de pino en un juego de malabares, levantaba diminutas salpicaduras de barro; del suelo se alzaba el profundo aroma ácido del sotobosque. El pájaro carpintero se había detenido de nuevo.

Uno sacudió las riendas y clavó sus talones en los costados del caballo. El otro intentó atravesar el torso de Saigo con el yari que portaba. El antiguo labriego fintó y, tras bloquear el amenazante hierro con el menor de sus sables, apoyándose en el tocón, saltó hasta sobreponerse a la altura del jinete y usó la katana para, con un amplio arco, cortarle el cuello.

La cabeza se inclinó peligrosamente hacia atrás, sujeta por un resto de carne. La distancia había impedido que el sable sajara más allá del apuradísimo kissaki y la cerviz seguía entera. Solo el afilado extremo de la hoja había encontrado su objetivo, pero el bushi languidecía entre gorgoteos que se escapaban por la garganta abierta.

No se entretuvo; regresó hasta el tronco para tomar su arco. Sin embargo, cuando se giró, bajando los brazos, abriendo el pecho, liberando el aire y tensando la cuerda, no pudo distinguir más que una mancha borrosa a través de la floresta y la espesa lluvia. El quinto había escapado y, aunque no podría dar más que una descripción somera sobre un solitario samurái que se había presentado como un pájaro carpintero, abría un ominoso futuro sobre el ashigaru. A partir de ese momento, al haber matado a una patrulla a las órdenes del vencedor de Sekigahara, Saigo sería un fugitivo.

Uno de los caballos no se había espantado y él dudó. Podía perseguirlo, pero estaba demasiado lejos y debía interrogar al único que quedaba con vida antes de que muriese; como hombre al servicio del clan Tokugawa, era muy probable que tuviese algún indicio. Intentó forzarse a recordar el aspecto del huido: las espesas cejas, el pelo hirsuto y el rostro afeitado, la nariz aguileña, los grandes ojos saltones.

Solo se permitió un instante más de incertidumbre. El ashigaru giró sobre sí mismo y se acercó al portador del estandarte que había caído con el muslo herido.

—¿Qué ha sido del magistrado Ishida Mitsunari? —preguntó antes de llegar junto al moribundo.

Los ojos cerrados con fuerza y el gesto contraído, alterado por la respiración agitada, le decían a Saigo que el hombre todavía vivía, aunque no hubo respuesta.

—Ishida, ¿qué ha sido de Ishida Mitsunari tras la batalla?

El bushi consiguió despegar los párpados y mirar hacia su verdugo, que ya se había acuclillado a su lado.

—El magistrado… —insistió Saigo.

No tenía por qué responder. Iba a morir de todas formas. Sin embargo, antes de expirar, tuvo ocasión de pronunciar unas pocas sílabas, entrecortadas por su aliento convulso.

—Huyó… Hu… Huyó a las mon… montañas —pudo decir antes de que su corazón terminase de expulsar la sangre de su cuerpo por la gran herida abierta en el muslo.

Aunque el gesto había sido apenas perceptible, Saigo siguió la dirección que le habían indicado los tintos dedos del moribundo. Más allá de los ríos que cruzaban la vega, allende el camino del Nakasendo, en las laderas del monte Sasao, donde habían estado originalmente las fuerzas del magistrado.

Ahora, Saigo Hayabusa era, además de un despreciable ronin sin señor, un prófugo.

—Claro que necesitan más hombres, ¿cómo no iban a hacer falta? —se cuestionaba sin esperar respuesta un malhumorado Martín—. Que si los corsarios chinos, que si los piratas japoneses, que si los moros que andaban por aquí, que si los ifugao… fugaos, los cimbayos, los tagalos o cómo diablos se llamen… Y ahora, los holandeses…, ¡los holandeses! ¿Lo sabéis? ¿No? —volvió a preguntar, esta vez girándose hacia Dámaso, que, como el resto de Manila, conocía la historia del hundimiento del San Diego; aunque no estuviese seguro de cuál de las dos versiones que circulaban era la más cercana a la verdad—. Como si no bastase con cuarenta años de guerra en Flandes, ahora también quieren hacerse con el mercado de las especias, pero ¿quiénes se han creído que son?… —dejó las palabras en el aire y sacudió la cabeza con franca indignación—. Y encima este endemoniado bochorno, me siento como un lechazo en el horno —declaró el madrileño pasándose el antebrazo por la sudorosa frente—. En menudo agujero me ha tocado acabar… Necesitamos en Manila de todos los hombres respetuosos de Dios y de la patria —dijo imitando el acerado acento alcarreño del capitán del fuerte—. Me sacan de los Tercios para acabar en las Indias y termino peleando de nuevo contra los jodidos flamencos, ¿dónde se ha visto?

»Bueno, al menos me he librado de que me manden al Cagayán… Se han quedado sin brazos para defender la ciudad y me han cambiado el despacho, me han ordenado permanecer aquí —anunció el madrileño señalando con vehemencia los adoquines del portalón de entrada del fuerte de Santiago—. Y se me ha ocurrido que más vale malo conocido que bueno por conocer, ¿no? —Entonces una pícara sonrisa le cruzó el rostro y preguntó bajando el tono—. ¿Por qué no salimos de murallas y vamos a buscar algo de compañía a las chozas de los arrabales?

Dámaso, que ya no se escandalizaba por la insolente franqueza de su voluble amigo, solo insistió un poco en los gestos de sus manos al intentar que Martín bajase más la voz.

Aparte de no compartir los gustos libertinos del madrileño, Dámaso tampoco sentía entusiasmo alguno por su nuevo destino. Aún no había sido recibido por el ilustre don Antonio de Morga. El oidor parecía demasiado ocupado a raíz de los últimos acontecimientos. Y el alférez, consternado, empezaba a sentir cómo sus expectativas de fortuna y gloria se derrumbaban.

De Morga, si se daba crédito a los rumores que corrían por la ciudad como chispas por un reguero de pólvora prendido, era un hombre del que no cabía esperar nada bueno. Un corrupto capaz de vender a una madre tullida a cambio de un ardite mordido. Tanto era así que Dámaso había comenzado a perder la fe.

Una carrera prometedora en las Indias podía auparlo hasta puestos de importancia bastante como para que el modesto heredero de un simple hidalgo gallego, sin más nobleza que un parentesco lejano con el conde de Lemos, pudiese aspirar a obtener la mano de la hija de un noble como Gualterio Accioli; de tan prestigioso nombre y conocido escudo en el reino de Sicilia. De tan alta cuna y con apellido de alta alcurnia como para haberse convertido en el padre de una de las damas de la corte de la reina Margarita, la que habría de ser madre del heredero al trono de España. Hortuño de Andrade se lo había explicado claramente, nunca conseguiría a Constanza si no podía presumir de posición ante tan relevante familia. Eran gentes con tal retahíla de títulos y nombramientos que a Dámaso le entraban escalofríos solo de pensarlo, y únicamente el recuerdo de las palabras de aliento de su amigo de la infancia le permitía al furriel seguir albergando esperanzas. Él le había convencido. Hasta le había prometido que, si hacía méritos suficientes en Manila, intercedería ante el mismísimo duque de Lerma para que hablase a su favor ante el caballero siciliano.

Sin embargo, desde su llegada, Dámaso había sido ignorado. En cada ocasión que había pedido ser recibido por el oidor De Morga lo habían despedido de la casa de gobernación con cajas destempladas.

Hasta entonces, lo único que había conseguido de las Filipinas era que su pelo castaño clarease y que su piel virase a un moreno tan oscuro que, de no ser por los ojos verdes y las barbas bien recortadas, hubiera podido hacerse pasar por morisco. Sin embargo, aferrado al recuerdo de Constanza, el antiguo contador estaba decidido a no flaquear.

Incluso a no enredarse en trifulcas que manchasen su hoja de servicios, aunque no siempre resultase fácil si el lacónico Martín Valdés andaba por medio.

En ese momento, el uno haciendo aspavientos, el otro cabizbajo, los dos camaradas salían de la rotunda edificación del fuerte de Santiago, en la ribera del turbio río Passig; justamente, el lugar en el que la corona guardaba la plata y el cacao que habían venido con ellos en el Santo Tomás.

Ante ellos, encerrada por bastas murallas, se abría la ciudad de Manila. Rodeada por selvas tropicales y mares de verdes traslúcidos, pero construida al modo europeo, con altas casas de gruesos muros y pequeñas ventanas, robustas calles empedradas, encalada con el gris taciturno de gentes hacinadas que vertían el contenido de los orinales por sus postigos. Un lugar amargo que arrastraba la tristeza de un niño sin juegos. Al contrario que en las Indias Occidentales, la corona española había decidido no enviar colonos al archipiélago de las Filipinas; y la ciudad vivía al ritmo de funcionarios y administraciones, sirviendo, ante todo, a los galeones que cubrían la ruta con Nueva España. Era poco más que una ratonera infecta en la que la corrupción y la lenidad de la maquinaria burocrática se alimentaban de sobornos y chanchullos, a salvo de juicios gracias a los miles de millas de profundos océanos que separaban la capital filipina de la sede de la corona en Madrid.

Manila, alimentada por el puerto de Cavite, era como una mancha en el lienzo verde de las junglas de nipas y, además de los manglares y el río que le daban forma, iba quedando cercada por arrabales tejidos con chozas levantadas de palos y hojas de cogón, simples chamizos en los que cientos de nativos se arracimaban, esperando que las migajas de la gran urbe les sirviesen de sustento ahora que los encomenderos les habían arrebatado sus tierras para distribuirlas a conveniencia. Era un lugar de miseria. Y entre todos aquellos desahuciados, solo los mercaderes chinos, a los que llamaban sangleyos, podían presumir de engañar al hambre, aunque solo fuese por su contumaz ansia de tener éxito en los negocios. Eran capaces de pasar día y noche haciendo comercio en sus diminutos puestos del Parian sin siquiera parpadear, aun a riesgo de ser prendidos por vender, además de potes de arrabio, alfombras de terciopelo, conservas y especias, los ungüentos prohibidos en las pragmáticas dictadas por la casa de gobernación.

Y aquel insalubre ambiente abarrotado de pobreza, aun pese a las semanas transcurridas, seguía causándole a Dámaso un grave desasosiego. Aun así, su amigo parecía haberse conformado con no llegar hasta su destino original en el Cagayán.

Dejaban el fuerte a sus espaldas y caminaban por el empedrado mustio de una calle encerrada entre piedras cubiertas de líquenes, hacia una de las puertas de la muralla. Casi se podía palpar la suspicacia de los rumores que los escasos viandantes se guardaban, como si cada cual mirase de reojo para ver quién podía estar siguiéndolo. A su lado pasó corriendo un esportillero con un cesto cargado de verduras y, delante de una próspera cerería que servía a la casa del gobernador, Dámaso volvió a ver a la mujeruca.

Arrugada, de tez cobriza, parecía haber perdido el sentido y vagabundeaba por la ciudad pidiendo limosna. Estaba sentada en el cochambroso portal de una casa cerrada a cal y canto, probablemente, la antigua vivienda de un comerciante venido a menos, tal y como anunciaban los maderos carcomidos de la puerta y los desconchones de la fachada. Ante ella cruzaba un funcionario cabizbajo que regresaba de los arrabales con la vergüenza pintada en el rostro, ni siquiera se dignó a rebuscar en la faltriquera algo suelto que darle. Y Dámaso sintió, una vez más, compasión por la pobre desdichada.

Días atrás, mientras paseaba sumido en sus incertidumbres, ella, extendiendo ante él una mano sucia de uñas rotas, había logrado cautivar su atención. Entre todas las palabras de aquella jerga incomprensible que hablaban los nativos, hubo unas pocas que pudo reconocer. Y allí estaba de nuevo, repitiéndolas entre pegotes de la pasta de areca que mascaba compulsivamente con encías endurecidas por la falta de dientes, y solo las arañas que se habían acomodado en los cantos del quicio del portalón de la casa abandonada parecían escucharla.

—Ang kawawa kong anak na si Julián… Julián… Si Morga ang may kasalanan nang lahat ng ito.

La había escuchado murmurar cosas semejantes en más de una ocasión. Y había llegado a comprender que mentaba aquellos nombres castellanos, incluso había intentado hablar con ella, pero no se habían podido entender, la mujeruca había salido corriendo, gritando incoherencias, asustada.

Como otras veces, mientras Martín seguía divagando sobre las muchachas de los arrabales y la escasa paga de un soldado de su majestad, el muy católico rey Felipe el Tercero, Dámaso sacó una moneda de la bolsa y se la lanzó a la pordiosera. Sin embargo, ella siguió con sus lamentaciones y ni siquiera se molestó en mirar el cuartillo de cobre que cayó a sus pies. Simplemente se movía adelante y atrás, meciéndose como un crío que necesitase el consuelo de una madre. Haciendo que sus largas y mugrientas guedejas le barrieran las lágrimas que le bañaban el rostro.

—Ang may kasalanan nang lahat ng ito ay si Morga…

No podía saber cuánta razón llevaba aquella pordiosera, pero Dámaso empezaba a pensar que el buen Hortuño se había equivocado de medio a medio sobre el tal Antonio de Morga.

Tal y como era costumbre, un sombrero de juncos, colgado bajo los soportales, anunciaba que aquella magra construcción era una posada; aun así, Saigo recelaba. Llevaba días errando por las laderas que rodeaban el norte del valle; el mes de la escarcha ya había comenzado. Infructuosamente, había rastreado una y otra vez el difícil terreno, evitando a las patrullas de Tokugawa que campaban por los aledaños de Sekigahara porque, aun sin saber si podrían reconocerlo, no quería correr el riesgo de tener otro encuentro desafortunado. Pero seguía sin encontrar una sola pista sobre el magistrado y el tiempo apremiaba.

Podía percibir el aroma de la cocina, inmerso en el agradable regusto de una sopa vegetal que le habría sentado bien a su descuidado estómago. Sin embargo, no fue el hambre de días en las montañas sin más comida que sus escasos víveres lo que sirvió de acicate; fue su determinación.

Era consciente de que los samurái del flamante vencedor tenían muchas más posibilidades de encontrar al huido Ishida Mitsurani. Eran muy numerosos y podían seguirle el rastro sin tener que preocuparse de permanecer ocultos como alimañas. Y sabía también que en un emplazamiento como aquel, en un cruce de caminos tan cerca del lugar de la batalla, las gentes de la comarca se irían de la lengua en cuanto el saké les aflojase el ánimo. Así que, tras tantas jornadas inútiles, la posada era su mejor opción.

Se pasó la mañana escondido al otro lado del camino, en un bosque de arces cuyas hojas ya habían sido teñidas por los primeros fríos. Y, cuando tuvo la certeza de que no había ninguna patrulla en las cercanías, se decidió a cruzar.

Fue precavido. Aunque llevase la cabeza afeitada sería difícil hacerse pasar por un monje; para asumir el papel de un bonzo tendría que desprenderse de las armas. Y era mayor para pretender que alguien lo tomase por un bushi en una peregrinación de aprendizaje, buscando dignos adversarios. A su edad, o se servía a un señor feudal o se era un hombre de las olas. Tenía una sola cosa a su favor: tras una cruzada como la de Sekigahara habría más de aquellos indignos ronin vagabundeando de un lado para otro. A fin de cuentas, buena parte de los señores de Japón había terminado a los pies de Tokugawa Ieyasu, exponiendo dientes tintados con ogahuro desde sus cabezas decapitadas, dejando a miles de hombres sin feudo.

Se descalzó y dejó las robustas waraji de paja de arroz bajo la baranda que rodeaba la tarima aupada en pilotes. Tras un último vistazo furtivo, se internó en la penumbra, iluminada solo por algunos paneles abiertos y el hogar, que latía con brasas incandescentes.

En la veranda de entrada, cuando aún no había terminado de abrir la corredera, oyó una voz empalagosa:

—¡Otro más! ¿Qué había dicho yo?

Saigo se detuvo y se preparó para el combate.

—Son como hongos… —El hombrecillo juntaba los dedos de ambas manos con los pulgares y los abría, una y otra vez, al tiempo que acompañaba cada gesto alzando los antebrazos hacia el techo; reía su propia gracia—. Y también salen en el otoño, con la lluvia. —Las carcajadas recibían el asentimiento del posadero.

No era más que un borracho y el ashigaru se relajó al comprender que no había hostilidad en aquellas palabras.

El cantinero se adelantó restregándose las manos con un paño y, tras la habitual reverencia a un hombre que portaba el par de sables, habló con voz queda:

—Perdonadle, lleva aquí demasiados días, y ya solo encuentra diversión en el vino de arroz. Desde la batalla han pasado por aquí muchos… —calló como si buscase la palabra adecuada al tiempo que dejaba caer los ojos hasta los aceros que Saigo llevaba a la cintura.

Intuyó que el hospedero temía hacer una referencia equivocada, era probable que restos de las dos facciones hubieran pasado por su establecimiento en los últimos tiempos y el tabernero, no sin razones, prefería mantenerse en una conservadora postura neutral hasta que las aguas se aquietasen. No era otra cosa que un mezquino, preocupado por evitar que guerreros de ambos bandos se encontrasen en su local y lo destrozasen en una reyerta. A Saigo no le gustó aquella actitud servil.

El figonero tomó la hosca expresión del samurái como una mala señal y se apresuró a ser condescendiente antes de provocar su ira.

—Por favor, señor. Mi nombre es Satsuma Shingen y sois más que bien recibido en esta humilde posada —dijo inclinándose en una nueva reverencia—. Arrimaré leña al fuego y os traeré algo de beber y comer —aseguró complaciente—. Si lo deseáis, podéis daros un baño antes.

Asintió sin pronunciar palabra y el hospedero no preguntó. Quizá porque estaba acostumbrado a que, en un lugar de paso como el que regentaba, no todo el mundo se mostrase deseoso de compartir su identidad.

Aunque le hubiese encantado sumergirse en el agua caliente y desprenderse de la suciedad del camino, temiendo aquella vulnerable situación, mientras el posadero se afanaba, Saigo abandonó la idea. En cualquier momento podía aparecer un bushi al que le hubieran dado su descripción, así que se sentó en una esquina sobre las esteras ajadas del suelo. Dispuesto a dejar que el tiempo discurriese y la fortuna acompañase. Si tantos habían pasado por allí, cabía la posibilidad de que escuchase algún comentario útil.

—Como los hongos… —porfió el beodo mirando cómo el recién llegado se acomodaba.

A pesar de su escasa altura, tenía el aspecto rubicundo de alguien que se alimentaba bien. Y vestía un ampuloso kimono de buena calidad, bordado con los típicos motivos de la historia de Genji, tan apreciados por los que podían permitirse lujos semejantes: uno más de los excesos que habían cobrado auge gracias a las opulencias del desaparecido gobierno del taiko Toyotomi Hideyoshi, que, para disgusto de hombres tan austeros como Saigo, había convertido en habituales los tintes brillantes y los adornos dorados. El ashigaru dedujo que debía ser un mercader. Seguramente había decidido hacer un alto en el camino hasta Kyoto mientras la inestable situación política se asentaba y, como demostraban el desaliñado aspecto y las salpicaduras de la pechera, el comerciante combatía el tedio rebajando ostensiblemente las reservas de saké del posadero.

—Aparecen por todos lados —insistió con la voz tomada por el alcohol a la vez que volvía a hacer pasar sus dedos por setas que germinaban—, por todos lados —repitió como un cachorro ansioso por conseguir la atención de su amo—, por todos lados…

Saigo solo inclinó levemente la cabeza, en un somero gesto de aquiescencia.

El posadero dejó una jarra de saké al lado del hogar para que tomase temperatura y le sirvió al antiguo campesino un poco de sopa y carpa del lago Biwa fermentada en arroz. Como correspondía, le ofreció la bandeja desde bien alto, por encima de la cabeza, evitando que el aliento pudiese contaminar los alimentos.

A medida que el sol se fue tendiendo, el mercader se adormeció entre sus vaharadas de alcohol y el hospedero empezó a preocuparse de preparar algunas viandas para los clientes que aparecerían al ocaso.

No sucedió nada digno de interés hasta que, avanzada la tarde, entró una anciana. Tenía un fosco pelo gris que parecía haberse desteñido a chorretones sobre su piel, de un malsano color macilento. Millares de arrugas araban los colgajos que le pendían del cuello. Caminaba con dificultad, cargando con una caja desportillada en la que llevaba restos ajados de la artemisa que había estado recogiendo. Saigo supuso que la mujer secaría los tallos para fabricar moxa, aunque dudaba de que ella misma la emplease para las curaciones. Dijo que deseaba comprar algo de vino de arroz y apoyó descuidadamente su carga mientras esperaba.

Con el ruido, el mercader se desperezó y, como había sido ignorado hasta entonces, vio una oportunidad e intentó entablar conversación con la nueva clienta a medida que salía de su sopor.

—Oh, venerable anciana, ¿os habéis cruzado con alguna patrulla?, ¿están los caminos tranquilos?

Aunque el tratamiento parecía cortés, el tono reverberaba un deje burlón.

El ashigaru vio cómo el posadero miraba con recelo hacia el bebido marchante, y percibió también la ojeada furtiva que el cantinero echó después al cargamento de la anciana.

—Si me permitís la sugerencia, deberíais tomar ejemplo, Kojiro —le habló el hospedero con familiaridad—, esta buena mujer no ha abandonado sus negocios aún a pesar de la batalla y sus inestables consecuencias…

—Ya quisiera yo, pero necesito comer —terció la mujer—. Estoy sola, no me queda nadie, me abandonaron en las montañas, pero los inviernos no han podido conmigo…

—Pues ¿sabéis lo que deberías hacer? —preguntó el mercachifle tanteando a su alrededor en busca de una jarra de saké que no estuviese vacía—. Deberíais buscar la cabeza de otani Yoshitsugu —farfulló estallando en carcajadas—, seguro… Seguro que el gran Tokugawa Ieyasu os recompensaría… Posadero, traedme más, están vacías —divagó enseñando dos recipientes boca abajo—. ¡Vacías!

El antiguo campesino se dio cuenta de que el hospedero miraba hacia él antes de responder.

—Ahora mismo —le contestó al comerciante sin dejar de observar de soslayo a Saigo.

—Y calentadlo como es debido…

El rostro se inclinó peligrosamente y el mercachifle estuvo a punto de perder el equilibrio, no obstante, los ojos se abrieron de golpe y, tras sacudir la cabeza como un perro mojado, recuperó el hilo de su caótica conversación.

—Si encontraseis la cabeza de otani Yoshitsugu, entonces el mismísimo Tokugawa Ieyasu os recompensaría —afirmó poniéndose un dedo junto a la nariz—. Dicen que su señoría ya se imaginaba la traición de Kobayakawa y que dejó hombres en su retaguardia, pero no sirvió de nada… De nada —repitió tras hipar—, cuando Kobayakawa se decidió por el bando en el que lucharía, otani no pudo hacer otra cosa que pedirle a uno de sus vasallos que le cortase la cabeza y la escondiese para que no le pudiesen pintar los dientes —concluyó llevándose entonces el dedo a los incisivos y frotándoselos con fuerza al tiempo que volvía a convulsionarse entre risotadas.

Con toda seguridad, aquel borracho había oído esa historia allí mismo, en la cantina, y eso le hizo a Saigo albergar esperanzas, podía ser que también hubiese escuchado algo sobre el magistrado Ishida. Estaba pensando en ello, considerando si merecería la pena cuestionar al beodo comerciante, cuando con el rabillo del ojo advirtió que el posadero hurgaba con disimulo en el cargamento de artemisa marchita de la anciana.

—Me estoy muriendo de sed… ¿Estáis destilando el arroz? ¿O es que aún no lo han cosechado?

—Ya voy, ya voy.

La anciana se agachó y volvió a levantar su carga. Entonces el ashigaru se percató de que la alzaba con mucha más facilidad que al llegar. Torció un ápice el rostro y tuvo el tiempo justo de percibir cómo el posadero se afanaba moviendo sus brazos delante del pecho, como si ocultase algo.

—Dientes negros… Negros… Dientes negros —empezó a canturrear el marchante entre carcajadas esporádicas.

Cuando el hospedero regresó traía tres jarras de saké; una de ellas, más tosca, se la entregó sin detenerse a la anciana. De las otras dos, una la dejó al amor del fuego para que se fuese calentando y la otra se la dio al ansioso comerciante, aunque todavía no hubiese podido entibiarse. Y a él no pareció importarle porque, sin reparar en la grosería, bebió directamente del gollete sin molestarse en servir una ración en uno de los platillos que tenía desperdigados ante sí. Tragó, eructó y retomó su ridícula tonada interrumpiéndose tan solo para toquetearse los dientes de tanto en tanto.

Saigo fingió perder el interés. La anciana renqueaba y sus pasos inseguros le revelaron lo que ya había intuido. Se fijó en los modestos tabi que calzaba la mujer: tenían apagadas manchas bermellón rodeadas por un halo más claro que las salpicaduras de barro no disimulaban. Y comprendió qué se traían entre manos el posadero y la mujeruca.

Era una buena noticia. Por lo que había contado el mercader, en la posada habían corrido habladurías sobre la batalla. Y ahora, gracias a lo descubierto, podría interrogar al hospedero sin miedo a que lo delatase. Aunque tendría que esperar su oportunidad.

Todos los rostros estaban vueltos hacia el cielo, todos menos uno. Los famosos hermanos Buratines habían montado su espectáculo de funambulismo en la plaza que albergaban las inmensas fachadas del Real Alcázar y la Casa del Tesoro, y parecía que nadie en Madrid quería perdérselo.

Ir a la siguiente página

Report Page