Ronin

Ronin


Segundo magari. Traición

Página 8 de 43

El año anterior se habían predicho terribles catástrofes cuando un eclipse había oscurecido el seco y cálido verano de la capital. Pero en la Villa y Corte nada se sabía de los hombres que habían muerto en Manila, las batallas de Flandes quedaban lejos, y las corruptelas del Palacio Real, aunque cercanas, parecían solo asunto de los poderosos; así que las gentes de la ciudad ya habían olvidado aquellos terribles agüeros y disfrutaban de la representación.

Sobre el empedrado se erguían juegos de postes de hasta quince varas de altura, sujetos por largas riostras de vieja madera sobada, tan pulidas que daban fe de los cientos de veces que aquellos armazones habrían sido montados por los conocidos artistas. Destacando al contraluz del mediodía, tendidas como en una telaraña, la troupe había largado cuerdas y, balanceándose con sus pértigas, con pasmosa facilidad, media docena de acróbatas vestidos con brillantes calzas y camisas de paño teñido se movían ahora de un lado a otro despreciando el riesgo.

También había un puesto de títeres, e incluso un malabarista que hacía danzar coloridas pelotas en las palmas de sus manos. Era un increíble pasatiempo y la animada concurrencia rodeaba extasiada el coso que había formado la compañía; los codazos para hacerse sitio se escapaban.

Un ratero andaba pendiente, con la faca lista para rebanar las cuerdas de una faltriquera desatendida. Los niños aupados en hombros de sus mayores contenían la respiración admirados. Un mozo de espuelas de las caballerizas reales, que ya llegaba tarde, hacía reír apocadamente a la joven hija de un tahonero de la calle de Toledo con picantes comentarios susurrados al oído. Un buñolero, que había prometido parte de las ganancias al alguacil, vendía tostones y melcocha a todos los que no habían sido víctimas de los facinerosos y aún conservaban bolsa y monedas. Dos ganapanes regateaban con un tendero que vendía aloja en un carromato; unos jaques valentones, de capa terciada y espadas con cazoletas arañadas por los duelos, miraban con descaro la carne que no tapaban las sedas y guardainfantes de las más atrevidas tusonas de una mancebía de la Puerta de Guadalajara, y un franciscano los observaba de reojo con cara de reconvención. Un grupo de viejos soldados, con ropajes vistosos, largas barbas que ocultaban cicatrices y chapeos sobados, discutían recordando algún asedio en Flandes. Y, entre las gentes, con las suelas carcomidas por el camino, se movían también unos peregrinos recién regresados de Roma, donde habrían conseguido indulgencias plenarias al aprovechar el jubileo concedido por la bula del papa Clemente el Octavo. Para que estuviese todo Madrid solo faltaban los ilustres de la corte, los más ocupados y los avaros, que no hubiesen soltado ni una pieza en el cuarteado gorro que paseaba ante la concurrencia un chiquillo escuálido.

—Bravo, ¡bravo! —exclamó con la mayor contención que pudo la dueña Pacheca Ramírez cuando recuperó el aire después de que uno de los alambristas se atreviera a saltar entre dos de las cuerdas—. Bravo… —dijo una vez más, en un tono que fue poco más que un decoroso murmullo mientras la multitud a su alrededor vitoreaba la hazaña del acróbata—. Es increíble, ¿verdad? —preguntó a su pupila recobrando la compostura.

Ante la falta de respuesta, la mujerona se giró hacia Constanza y la vio con la cabeza gacha, sin prestar atención al espectáculo. Era la única entre todos los espectadores a su alrededor que no se había arrancado a aplaudir.

Al salir de los oficios divinos, celebrados en la capilla que ocupaba la nave central del Real Alcázar, desde las vidrieras de la galería que llevaba a los aposentos dedicados a las damas de compañía, en el ala del palacio destinada a su excelsa majestad Margarita de Austria y Estiria, habían visto a la troupe preparar todos sus entramados de maderos y cordajes. Y la joven Constanza se había emocionado al instante ante aquella novedosa distracción que venía a romper la monotonía de la vida en la corte. El rey Felipe, que ni era tan prudente ni tan amante de la burocracia como su padre, en lugar de atender sus despachos recién construidos de la torre oeste, estaba una vez más de caza en los montes del Pardo; la reina, después de asistir a misa, había decidido departir con su confesor. Y Constanza de Accioli, criada en una gran villa campestre bendecida por el suave sol mediterráneo, se asfixiaba en Madrid, compleja y laberíntica, con una enredosa corte llena de cepos para cada palabra dicha, cubierta de interminables protocolos que ceñían su alegre carácter. Añoraba su hogar, sus hermanas, los caballos de su padre, y hasta las reprimendas de su madre. Aunque algo bueno tenía Madrid: allí lo había conocido a él, a Dámaso. Lo malo era que ahora él también le faltaba.

Al ver los preparativos de los acróbatas se le había ocurrido que, si conseguía convencer a su dueña, podría disfrutar de algo de diversión para romper la rutina. Algo de emoción con la que ahogar sus melancolías.

Y lo había conseguido. Tras mucho porfiar, el severo muro de la mujerona se había resquebrajado. Así, disimulando con amplios mantos su condición de mujeres de la corte, habían salido. Pero la refrescante idea se había quedado en nada al acordarse de cómo Dámaso la había hecho reír haciendo equilibrios sobre el mango de un rastrillo tendido en el suelo de las caballerizas, como si fuera uno de aquellos famosos hermanos Buratines.

Al poco de estar en la plaza, cuando la emoción de su furtiva escapada se había desvanecido ya, no encontró diversión alguna en el espectáculo, y ni siquiera había oído la pregunta de su aya.

Pacheca Ramírez, que llevaba toda una vida de soltería, velando por la virtud y el buen hacer de las damas de compañía de la Villa y Corte española, supo que la muchacha andaba otra vez perdida en los recuerdos de aquel apuesto gallego que había venido a recibir credenciales de don Hortuño de Andrade. Y aunque se alegraba de no tener que preocuparse de ahuyentar a los vidrieros, carpinteros y canteros que abarrotaban el palacio por culpa de las obras, que a los moscones ya los espantaba la muchacha, tampoco quería ver con buenos ojos que se hubiera enamoriscado. Aun cuando, en el fondo, tras capas de severo formalismo y pragmático protocolo, el aya comprendía muy bien a Constanza.

—Vamos, chicuela, alegrad esa cara, cualquiera diría que ha partido a los infiernos y no a Manila. —La propia Pacheca se escandalizó por semejantes palabras, frunciendo los labios aparatosamente—. Además, ese joven no os conviene —continuó diciendo tras carraspear con mucha seriedad—. No os conviene en absoluto. Debéis encontrar un esposo aquí, en la corte, alguien llamado a mayores logros…

A medida que el tono de la dueña, tras el desliz, volvía a encontrarse con su severidad habitual, Constanza dejó de pensar en Dámaso y se preguntó una vez más sobre la historia de la mujerona. Estaba a punto de interrogarla con total descaro cuando el aya la interrumpió.

—Debemos regresar antes de que alguien se dé cuenta de que faltamos —dijo en tono inflexible la mujerona mientras recogía con su mano regordeta los picos del mantón bajo la barbilla.

Constanza sonrió y se atrevió a afeitar un tanto más la paciencia del aya.

—Mejor aún, compremos un dulce antes de volver… —propuso inclinando el rostro y abriendo mucho sus grandes ojos azules.

Pacheca resopló con evidente descontento, pero la joven supo que el aya solo se opondría el tiempo suficiente para salvar la honra. Y, mientras caminaban hacia el puesto del buñolero, la plaza estalló en una nueva ovación ante la proeza de un acróbata; Constanza tuvo que luchar para no volver a caer en la melancolía al recordar a Dámaso.

* * *

Por culpa de aquel espectáculo de alambristas fulleros, los alrededores del Palacio Real estaban abarrotados. Aunque también había cierta agitación entre los muros del enorme edificio.

En el encuentro de la fachada oeste, unidos a los muros que habían sido del viejo alcázar moro, coronados por un alto chapitel de pizarra, se alzaban los pisos de la que se había ganado el sobrenombre de la torre dorada; porque los abundantes adornos metálicos de las balconadas resaltaban entre los ladrillos rojos. Y allí, en lo alto, señoreando las vistas, estaban los despachos de los gobernantes de la corte.

Y, persiguiendo con prisa sus propios pasos, el excelentísimo Hortuño de Andrade bajaba saltando los escalones a pares. Apuraba su escapada de los negociados tras haber conseguido la venia del duque de Lerma.

Hasta Madrid, cercada por su muralla de pedernal y acunada por la vega del Manzanares, habían llegado noticias de Sevilla. Pero el secretario no se había atrevido a contarle al noble toda la verdad.

Hortuño necesitaba tiempo para idear las mentiras apropiadas. Sus contactos contendrían los rumores si la recompensa era apropiada y sabía de varios maleantes con los que contar en la ciudad del Guadalquivir si hiciera falta algo más contundente. Así que, por el momento, se daba por satisfecho mientras descendía la interminable escalera. Quería salir de allí antes de que al duque le diese tiempo a llamarlo de nuevo para ahondar en el interrogatorio.

—¡Hundido! ¿Hundido? ¿El San Diego? ¿Estáis seguro? ¿Completamente seguro? —le había preguntado severamente poco antes.

Su muy cristiana majestad, Felipe el Tercero, testa de las coronas de las Españas, señor de Portugal, heredero de un imperio que domeñaba las Indias Occidentales y Orientales, desde la Florida hasta la Capitanía General del Río de la Plata, de Manila a las islas del Maluco, desde el reino de Sicilia hasta las tierras de Silesia y Moldavia, era un hombre joven con la prominente quijada de los austridas marcando su rostro, y tenía en su mano el poder de buena parte del mundo conocido. No obstante, hallaba más solaz en cacerías y comedias que en el gobierno, y había buscado pronto un privado al que encargarle las riendas de su imperio.

El elegido había sido don Francisco de Sandoval y Rojas, ilustre duque de Lerma. Un sátrapa de escasa paciencia que se había aupado hasta el poder gracias a influencias y connivencias; un hombre que no soportaba que nada ni nadie se interpusiese en sus planes. Siempre vestido con toda la gala que le correspondía a su posición como grande de España: camisa de mangas acuchilladas y traje del mejor velludo, capote de velarte y la golilla de un blanco impecable asomando sobre el jubón de seda; regio como si él mismo llevase la corona. Y sus fríos ojos oscuros no se habían alterado siquiera un ápice mientras le gritaba a su subordinado.

—¡Hundido! El San Diego…

—Me temo que así es, aún no hemos recibido carta del gobernador Tello —había mentido Hortuño buscando industriar una salida al lío en el que se había visto involucrado—. Parece que los holandeses están dispuestos a llevar su guerra por la independencia hasta los archipiélagos de las Indias. Tal y como temíamos.

Hortuño había encogido los hombros inconscientemente, sabedor de cuánto afectaba aquella enconada lucha de los neerlandeses al privado.

—Pero eso es intolerable, ¡intolerable! —había recalcado el duque con indignación—. Y esos endemoniados japoneses, ¿no habíamos llegado a un acuerdo?

El secretario midió muy bien sus palabras, el acuerdo oficial entre ambos países que firmara el valido no se parecía demasiado a lo que Hortuño había terminado haciendo para enriquecerse, a él mismo y a su socio en Manila, Antonio de Morga. Y sabía que no podía dejar que el duque de Lerma lo averiguase.

—Por lo que sabemos, excelencia —había dicho después de carraspear—, ese noble, el señor Tokugawasusama —había especificado pronunciando con dudas—, ejecutó a los piratas y envió hombres a Manila, tal y como pactamos, pero algo salió mal… Solo que aún no conozco los detalles —había vuelto a mentir Hortuño—, en unos días llegarán los despachos desde Sevilla y…

Los correos de la flota estaban ya en Madrid, pero hasta no tener la seguridad de cómo cubrirse las espaldas, Hortuño prefería asumir el riesgo y seguir ocultándole la verdad al valido.

—Pues más valdría que no llegasen… Ahora no hay tiempo para esos asuntos, tenemos mucho por hacer. Solo faltaba proveer de excusas a los que quieren prolongar la guerra en Flandes —aclaró el duque atusándose las puntas del bigote—. Sería una catástrofe, la ruina… La corona tiene ahora encomiendas de mucha más enjundia que esa endiablada guerra… No debe saberse. Hay que echar tierra sobre el asunto, ¿me oís? Ocupaos personalmente de acallar cualquier rumor y de ocultar convenientemente esos correos. Lo crucial es el traslado de la corte a Valladolid. Así que solucionadlo —había ordenado con la rotundidad del acostumbrado a que lo obedezcan—. No quiero tener que escuchar al almirante de Castilla pidiéndome a gritos que enviemos más hombres a los Tercios. Con algo así, ese mentecato tendría la disculpa perfecta para presionar en las sesiones del Consejo de Guerra. No debe saberse…

Hortuño no había querido mencionar que su majestad el rey estaba, de hecho, cazando; y tampoco se le habría ocurrido cuestionar los verdaderos intereses de la corona; aunque el secretario sabía perfectamente que la importancia de la hegemonía en las rutas de las especias era muy superior al cambio de capital propuesto por el privado. El traslado a Valladolid no era más que una argucia; un rápido medio para hacer dineros ideado por el propio duque, que se había asegurado de comprar a buen precio todas las fincas disponibles en la nueva sede de la corte, a fin de especular con ellas en cuanto el asunto se hiciera oficial.

Por el momento, a Hortuño le bastaba salir con bien de aquel embrollo. Afortunadamente, nada decían los despachos de la carga del San Diego y de los cajones marcados, y el mismo valido parecía no saber nada al respecto.

—Volved a verme cuando lleguen los correos de Sevilla y hablaremos, ahora tengo que atender al corregidor…

Así, para su alivio, había sido despedido entre imperativos gestos sin siquiera una mención a las bodegas del galeón. Y mientras se apuraba por las escaleras de la torre dorada, solo se concedió tiempo suficiente para aparentar un protocolario saludo al corregidor Diego Martínez.

Desahogado por no haber despertado las sospechas del duque de Lerma, ahora que no temía ser descubierto, sin remordimiento alguno, se dejó ir hacia asuntos más placenteros. Antes de llegar a la galería que conducía a las caballerizas, Hortuño ya pensaba en Constanza. Habiéndose deshecho de Dámaso, no estaba dispuesto a perder su oportunidad.

Afuera, las ramas de los arces se desnudaban con timidez, al compás de las brisas que descendían por la ladera batiendo los árboles. La luna, menguante, se agazapaba tras jirones alargados de nubes. La noche se iba enfriando, como si reuniese fuerzas para las primeras nevadas. Y un gato, que había aprendido a apañarse con las sobras de la cantina, se paseaba por el entarimado de la entrada, lleno de esperanza, pero receloso de los clientes.

En la fonda, dos boyeros comían cuajada de soja fría guarnecida con las últimas hojas de albahaca de la temporada; el mercader, con el rostro abotagado, canturreaba entre trago y trago de saké lanzando bocados ocasionales a unas cuantas bolas de arroz que se parecían a las antiguas raciones de las milicias; y Saigo, observando al hospedero prender unos cuantos faroles, aguardaba el momento propicio.

Las brasas del hogar latían como una fragua gracias a las corrientes de aire que se colaban por los maltrechos paneles de la posada; y el cantinero combatía el fresco echando un tronco al fuego de tanto en tanto.

Se fue haciendo tarde. Para cuando el gato consiguió sus ansiadas migajas, los boyeros se habían retirado, el mercader roncaba haciendo bailar un hilo de baba que le colgaba de la comisura de los labios, y el hospedero esperaba complaciente a que Saigo se decidiera a acostarse.

Un autillo le contestó al viento con su ulular. El felino, satisfecho, empezó a lamerse una mano con su lengua rasposa para asearse el hocico; y el cantinero, regresando de la veranda con el plato de las sobras vacío, se acercó hasta donde estaba el ashigaru.

—Os he preparado una habitación tranquila… —aventuró expresando la sugerencia con tanta franqueza como se atrevió.

Saigo sacudió la cabeza con rotundidad, afirmando con displicencia, y miró hacia el comerciante, que seguía empeñándose en rasgar todo el aire de la posada con sus ronquidos, como si quisiera hacerle competencia al autillo.

El hospedero se puso en marcha y el ashigaru lo siguió hacia la trasera de la posada.

—¿Cuánto le habéis pagado?

El figonero dio un respingo que intentó disimular sin mucho éxito. Tras recuperar el paso, giró levemente el rostro para hablarle al samurái .

—¿Cómo habéis dicho? —le oyó preguntar Saigo sin que el cantinero aminorase el paso.

—A la anciana, ¿cuánto le habéis pagado?

Aún podían oír los ronquidos del mercader y los intentos del autillo por sobreponerse al viento. La luz del lampión que el hospedero llevaba en alto oscilaba con cada paso.

—No sé a qué os referís… —dijo sin convicción.

Saigo se detuvo aprovechando que el cantinero se entretenía abriendo el shoji que daba al atrio; una austera explanada de gravilla rodeada por unas cuantas habitaciones sencillas cerradas con el habitual juego de puertas correderas divididas por barrotillos que sostenían papel de arroz.

—Ella no os pagó por el vino de arroz —sentenció el ashigaru recordando que la anciana se había limitado a tomar el tosco jarro de licor sin ofrecer nada a cambio—. Y su carga era más ligera al salir que al entrar…

El posadero traspasó el umbral, sin advertir que su huésped ya no lo seguía, y sus pies hicieron crujir la descuidada grava del patio.

—Ha estado saqueando los cuerpos y el campo de batalla para vos —afirmó el ronin.

El otoño estaba demasiado avanzado para recoger plantas con las que elaborar la apreciada moxa. Y resultaba razonable pensar que las patrullas habrían dejado en paz a la mujeruca por el mero hecho de ser una anciana de greñas revueltas que debía de rondar la locura. Pero no se molestó en exponer sus razonamientos.

Apoyó la yema del pulgar izquierdo en la tsuba de metal labrado que guarnecía la empuñadura de su sable, dispuesto a desenvainar si lo consideraba necesario.

—Ella no podría vender lo que roba, levantaría sospechas —aseveró, sabedor de que la mujer jamás habría podido explicar convincentemente de dónde había sacado los sables, los decorados de armaduras, los adornos de oro y jade, o cualquier otra pieza—. Pero vos sí. En un establecimiento como este, antes o después aparecen clientes con pocos escrúpulos y menos preguntas…

En aquellos tiempos de guerra no era extraño que muchos vagabundeasen sin más que lo puesto, y cualquiera de ellos pagaría encantado por un plato de comida caliente o un rincón en el que resguardarse de la lluvia con lo que pudiese llevar encima. Una costumbre que le brindaba una excusa perfecta al dueño de la posada para comerciar con lo que la anciana hurtase. Le bastaba argüir que un ronin o un mercader huido ante el avance de las tropas se lo había dado para conseguir algo que echarse a la boca.

Poco a poco, a medida que la conversación se desarrollaba, el hospedero había ido reduciendo la velocidad. Estaba a media docena de pasos de Saigo cuando se detuvo y dio media vuelta. Los pequeños cantos que solaban el atrio rechinaron.

—No. Eso no es cierto —negó el figonero sacudiendo rotundamente la cabeza—. Y os ruego que no hagáis esas acusaciones —añadió en un tono más bajo.

Era obvio que conocía el destino que le aguardaba si el samurái lo delataba a cualquiera de las patrullas de Tokugawa Ieyasu.

El dedo del ashigaru se movió rodeando con calma estudiada la guarnición de la katana y el cantinero percibió el gesto. Su rostro demudado perdió el color e, incluso bajo la temblorosa luz del farol, escondida tras las sombras de pómulos y cejas, la palidez se hizo evidente.

—No es cierto… ¡No! Por todos los dioses, es mentira, yo nunca, ¡nunca! Jamás me hubiese atrevido…

Se interrumpió cuando el pulgar del samurái empujó la guarnición y el acero apareció brillando a la tenue claridad del fanal. El hospedero incluso pudo ver el inconfundible patrón ondulado que la forja había producido a lo largo del sable, tras plegar y moldear cientos de veces el hierro. Aquel hombre de las olas no podía ser un simple paria, sus armas valían una fortuna.

—Sois un embustero —afirmó con rotundidad Saigo usando una voz que fue apenas un susurro.

Y la expresión de horror le dijo al samurái que podía dejar su pequeña representación para centrarse en obtener la información que buscaba.

—Sois un embustero. Y por eso quiero que sigáis mintiendo…

Saigo se aproximó a medida que hablaba. Imaginó que aquel ladrón se sentiría aliviado por que no quisiese compartir las ganancias del fraudulento negocio.

—… Nunca he estado aquí. Si alguien llegase a preguntar por un hombre de las olas con una descripción como la mía… Podéis mentir u olvidar —era una orden y la rigidez de su mirar noguerado bastó para constatarlo.

El posadero quiso afirmar, y pretendió hablar de corrido para asegurarle por todos los bodittshava que jamás mencionaría el paso de aquel guerrero de rostro picado por la viruela por su hospedería; pero la lengua se le trabó y el ashigaru continuó:

—¿Qué ha sido del magistrado Ishida Mitsunari?

Saigo estaba convencido de que el cantinero estaría al corriente de algo útil. Si el borracho marchante conocía tantos detalles de la batalla librada en Sekigahara, a la fuerza, el hospedero sabría aún más.

El cantinero no entendió, había esperado una petición distinta, y le costó reaccionar.

—¿Sigue huido? —insistió acercándose.

—Fue capturado hace dos días —adujo el otro apresuradamente—. Lo encontraron al norte, corriendo como un conejo. Había pedido ayuda a unos campesinos, pero fue traicionado, supongo que le pagaron con la misma moneda con la que solía comerciar… Siempre abusó de su poder —añadió sin estar seguro de qué más decir—. Y también han capturado a Ankokuji Ekei, el que defendió la colina de Nangu, ese que había sido consejero en las campañas de Korea con Toyotomi Hideyoshi…

El posadero comprendió que estaba divagando, pero no sabía qué era lo que necesitaba descubrir quien lo amenazaba. Si esperaba obtener recompensa por los fugados, le gustaría averiguar detalles sobre todos ellos, y no solo al respecto de Ishida Mitsurani.

—… Fue un hombre de las olas que le guardaba rencor desde las campaña del castillo de Shimoda… Lo apresó mientras intentaba escapar en un palanquín… Y también han atrapado a ese tal Konishi Yukinaga, el convertido a la religión de los barbudos. He oído que, como sus dioses les prohíben suicidarse, no se quitó la vida a pesar de la derrota…

—El magistrado… —interrumpió Saigo para que el otro fuera al grano.

El cantinero dio un respingo y tardó unos instantes en reorganizar la abundante verborrea que le colmaba los labios.

—No estoy seguro… El guerrero que capturó a Ankokuji Ekei hizo noche en la posada, lo trajo atado como un fardo y preguntó por los hombres del venerable señor Tokugawa, quería enviar un mensaje para pedir recompensa y saber qué hacer con su prisionero. Por lo que me contó… —La severa mirada lo conminó a detenerse—. Ishida Mitsurani, sí… También me habló sobre él. Dijo que el castillo de Sawayama había caído y que el hermano del magistrado había muerto… Nada más.

»Dos mañanas después, vino una patrulla y se llevaron a Ankokuji Ekei. Lo tacharon de simple sacerdote, y me contaron que había sido condenado a muerte. Lo iban a escoltar hasta Kyoto… Sí, eso fue lo que dijeron, Ankokuji Ekei y el resto de traidores serían decapitados en el Rokujo ga Hara, en la ciudad imperial… ¡Todos los traidores!

Saigo sabía que eso no era del todo cierto. Tras la batalla, Tokugawa Ieyasu había decidido ser espléndido con los daimyo que lo habían apoyado desde el principio, pero también había sido magnánimo con otros que le habían sido contrarios. El samurái había oído que los señoríos del archipiélago habían sido repartidos y reubicados a conveniencia del vencedor, enriqueciendo a unos y empobreciendo a otros según los intereses del antiguo regente, de ese modo, construyó fidelidades y amortiguó deslealtades, engrandeciendo a los primeros con tierras y siervos, privando de gran parte de las fanegas de arroz que les correspondían a los segundos.

—Entonces, ¿oísteis decir que Ishida Mitsunari también había sido condenado? ¿Lo llevarían a Kyoto?

El posadero consideró sus opciones y vio en los ojos del samurái que, si mentía, aquel hombre regresaría.

—No pronunciaron el nombre del magistrado, pero imagino que también se referían a él… Los van a ejecutar, a todos.

Al cabo, tras un instante que fue para el cantinero como una eternidad en los ocho infiernos, Saigo deslizó su sable en la vaina.

El hospedero se relajó y las piernas cedieron, cayó de rodillas en la grava y soltó el farol, que quedó peligrosamente cerca de su basto hakama de cáñamo.

El ronin solo se molestó en añadir una cosa más:

—Recordad, nunca he estado aquí.

Y se marchó para internarse en la noche y recuperar la ventaja que le llevaban. Tenía que llegar a Kyoto antes de que Ishida Mitsunari fuese ajusticiado.

Aunque eran apenas una sombra de las imponentes Caballerizas Reales de Córdoba, donde la saga de los López de Haro se esforzaba por dotar a las coronas españolas de las mejores monturas del mundo conocido, las cuadras del alcázar de Madrid no desmerecían el suntuoso palacio. Dispuestas bajo los pisos dedicados a la Armería Real y a los aposentos de los mozos de servicio, tenían un acceso desde el propio castillo por el que cruzó Hortuño de Andrade.

Inquieto, mientras andaba, el secretario tironeaba de los picos del jubón que le asomaban bajo la cuera. De la agonía que había sufrido pensando que podía ser descubierto había pasado rápidamente a una agradable ensoñación, caminaba pensando en ella con una sonrisa bobalicona prendida en los labios, retocándose ahora la botonadura e ignorando el penetrante tufo del estiércol.

A los lados de la gran nave central se acomodaban los pesebres que albergaban la mayor parte de la yeguada y, aunque muchos estaban vacíos por la partida de caza del rey, a medida que el secretario del valido pasaba ante ellos, algunos ejemplares de preciosa estampa resoplaron por los ollares. Y un semental zaino, disgustado por la intromisión, soltó dos coces al aire después de piafar con desdén. Hortuño, como tantos otros hombres que se tenían por piadosos, veía algo sacrílego en los baños y el celo de la higiene, por lo que apenas se preocupaba de refrescarse con un cacillo de agua limpia cada mañana, a ser posible bien fría, para evitar las lombrices; aunque, eso sí, usaba abundantemente pastas perfumadas de benjuí o almizcle. Y no se percataba de que era la mezcolanza de hedores que supuraba, junto a su ánimo, la responsable del mal recibimiento de los animales; estaba demasiado ocupado divagando: por un lado, consideraba cómo escabullirse del problema que suponían las pérdidas en sus tratos con Antonio de Morga, provocadas por el hundimiento del San Diego; por otro, depositaba esperanzas en la relación que anhelaba ver germinar entre él y Constanza ahora que tenía el camino expedito.

Iba tan distraído que tropezó con un mozo de espuelas cuando el chico, que reculaba esparciendo manojos de heno, retrocedía desde uno de los pesebres. El muchacho cayó al suelo aparatosamente entre las briznas de paja y Hortuño trastabilló, braceando hasta recuperar el equilibrio tan dignamente como pudo.

—Que se prepare mi montura —le ordenó con aire afectado una vez logró asentarse.

El jovenzuelo, que había tenido que abandonar, muy a su pesar, el fantástico espectáculo que habían montado unos funámbulos en la plaza aneja a palacio, se hizo de rogar. Conocía al secretario del privado y, de no ser por su posición, no le hubiera hecho el más mínimo caso. Era uno de esos hombres que causaban mala espina al primer vistazo: pequeño, de rostro afilado como una puntilla, con escasos cabellos negros, repeinados para disimular una calvicie evidente que parecía contagiarse en el pobre amago de bigote y perilla que, infructuosamente, se dejaba crecer. De caderas anchas y espaldas estrechas, como una peonza vuelta, vestía siempre con una impoluta pulcritud que no hacía sino ensalzar lo pobre de sus hechuras. Lo más destacable en el anodino aspecto era un desagradable lobanillo que le abultaba la sien derecha. El muchacho, que era hijo de un aceñero de Colmenar Viejo, siempre se acordaba de las anguilas que su padre capturaba en el caz del molino cuando veía al relamido secretario. Y el ilustre Hortuño de Andrade no mejoraba con el trato, siempre despectivo y altanero, pero, con tan pocas agallas como para deshacerse en halagos y cumplida modestia si, a quien se dirigía, tenía una posición más elevada.

—Como ordenéis —dijo al cabo el mozo largándose manotazos en la pechera al tiempo que se alejaba hacia el manso castrado del secretario.

Pero, mientras palmeaba el cuello del caballo, que abría los ojos demostrando disgusto por la llegada de su jinete, el mozo se dio cuenta de que, con aquel espectáculo de funambulismo, el subalterno del valido no querría abandonar las caballerizas por el portalón principal, al que llamaban arco de la Armería, porque se encontraría en un instante retenido por la muchedumbre que abarrotaba la plaza, y si decidía usar la otra salida, en el extremo del edificio, se toparía con ella y el hijo del molinero se hallaría en apuros. Iba a darse la vuelta tirando de las riendas, pensando en una excusa, cuando oyó lo que temía.

—¡Mi querida dama Constanza!

La voz aflautada de Hortuño rechinó en los oídos del muchacho obligándolo a detenerse.

El mozo Juan Vázquez, además de ciertos anhelos por la hija de un tahonero que regentaba un modesto negocio cerca de la Puerta de Toledo, no tenía mucho más que aquel trabajo en las caballerizas y la esperanza de conservarlo. Sin embargo, cuando meses atrás las amplias sonrisas de la amable Constanza de Accioli le habían robado sus determinaciones, el zagal había accedido a encubrirla cuando desease bajar desde el palacio para disfrutar de la compañía de los jamelgos, con los que ella parecía entenderse a las mil maravillas. Y aunque la menina no debería estar en las caballerizas sin más compañía que la de un mozo de cuadra, si no había ajetreo y no se esperaban visitas de jinetes de relevancia, Juan incluso la había dejado montar por el recinto en alguna ocasión. Ahora, tironeando del castrado del secretario intentaba apurarse buscando pretextos.

—Oh…, don Hortuño, qué alegría veros —oyó el muchacho cuando ya alcanzaba a ver a la joven, que, con la mano en el hocico de una vieja yegua torda con la que se había encariñado la menina, se giraba hacia el subalterno del duque de Lerma—. ¡Qué feliz coincidencia! Hace unos días hablaba de vos con su majestad la reina. ¿Habéis recibido noticias de Manila?

Juan se mordisqueaba el labio inferior sin saber si debía o no intervenir. Hortuño, por su parte, perdió en un instante el buen humor provocado por el encuentro y el pecho, con un resoplido que no supo disimular, se le hundió como a un palomo asustado. Sabía muy bien que aquella pregunta tan solo disimulaba el interés de Constanza por el que había sido su amigo de la infancia. La felicidad por haberla encontrado tan inesperadamente pugnaba con su indecisión.

Al secretario le gustaba que las cosas se desarrollasen tal y como él preveía, su mayor satisfacción en el mundo era ver sus maquinaciones hechas realidad. Y aunque parte de él había estado pensando en Constanza, tras su entrevista con el duque de Lerma, estaba más interesado en abandonar Madrid por el puente de Segovia para ir a visitar sus almacenes, más allá de las albarradas a medio derruir que cercaban la ermita del Ángel de la Guarda. Aún no había decidido lo que pensaba decirle, y aquella pregunta inoportuna había conseguido desbaratar sus pensamientos, una sensación que le hacía enfebrecer.

Constanza, que, sin perder la sonrisa, advirtió la angustia del mozo a espaldas del secretario y, sabedora de que salvando a su cómplice se protegía a sí misma, agradecida de que a Hortuño no se le hubiera ocurrido cuestionarse cómo una dama de la corte podía andar por las caballerías sin su dueña u otras damas, decidió insistir.

—¿Ha llegado ya la flota de La Habana? —Mientras hablaba, la yegua, que seguía esperando el trozo de melcocha que Constanza conservaba en su otra mano, empezó a hociquear con impaciencia—. ¿Hay alguna nueva interesante de las Indias? —Y, tras una pausa, sin poder evitar un significativo cambio en el tono de voz—: ¿Y de Filipinas?

Viendo que el secretario no respondía, sin atreverse a interrumpirlo tendiéndole las riendas, el mozo de espuelas se quedó donde estaba, temiendo la reprimenda que recibiría si se llegaba a descubrir que le granjeaba la entrada a la joven siempre que ella se lo pedía. Constanza, aprovechando que el subalterno del privado bajó el rostro por un momento, le dio el dulce a la yegua arqueando bien la palma alrededor de los belfos para evitar un mordisco, y caminó entonces hasta pasar al lado de Hortuño para, con un guiño cómplice, recoger las riendas que blanqueaban los dedos del muchacho. Juan, tras el gesto de aquiescencia, agradecido, aprovechó para escabullirse hacia las pacas de heno.

—¿Es esta vuestra montura? —cambió de tema Constanza al tiempo que se acercaba al castrado por el costado del animal y aflojaba la tensión de los correajes.

De entre el repiqueteo de las obras en palacio llegó el sobresalto de un estruendo que sonó a derrumbe y ambos giraron el rostro hacia la dirección del sonido. El jamelgo movió el rabo azuzando a las moscas y, cuando el barullo se aquietó, a excepción del grito lejano de algún maestro de obras evidentemente disgustado, los dos pudieron mirarse cara a cara. Constanza sonreía, Hortuño apretaba los labios.

El secretario iba a hablar cuando se encontró con los profundos ojos azules de la joven y se le extravió el ingenio. Los altos pómulos descendían hasta un mentón suavizado en un rostro erguido, bien proporcionado, enlucido por brillantes rizos dorados recogidos en una pulcra trenza que, después de colgar levemente sobre la mejilla, se resguardaba en una funda adornada con cintas y rematada con un delicado bonete. Vestía una camisa labrada de mangas abolladas que, a pesar de la soltura del lino, dejaba adivinar la curva de los generosos pechos, alzados por las ballenas de la cotilla que le afinaba la cintura, vistosamente estrecha gracias a la amplia falda ahuecada con verdugados. Los tonos azulones de las telas que vestía la menina resaltaban su tez clara y los alegres ojos de aguamarina. Era una beldad por la que llevaba suspirando meses, largos meses en los que ella no había sabido ver el amor que estaba dispuesto a rendir a sus pies, y a Hortuño se le apelotonó la envidia encima de la nuez y le costó tragar antes de ser capaz de contestar. Como cada vez que pensaba por un instante en ellos dos juntos, algo se le revolvió dentro esparciendo bilis en sus entrañas. Era él quien se la merecía; y no podía comprender cómo nadie más podía ver la injusticia que suponía que el amor de Constanza se lo llevase un don nadie sin fortuna que no tenía más nombre que el de una relación lejana con el conde de Lemos.

—No, lo cierto es que no —negó el secretario continuando sin pudor con sus embustes.

Se oyeron más gritos y el retumbar de pasos rotundos en el piso de la armería. Y Hortuño quiso encontrar palabras adecuadas para encandilarla.

—Precisamente, vengo de una audiencia con su excelencia el duque de Lerma —dijo elevando el tono para ir ganando compostura a medida que cobraba confianza—. Y hemos estado departiendo sobre la flota, pero luego he tenido que atender al corregidor… Tendré que volver a despachar con el valido en cuanto lleguen nuevas desde Sevilla…

Constanza, a la que no le había pasado inadvertido el silencio previo, se recolocó a disgusto la puntilla de encaje dorado que remataba el cuello de la camisa, sintiendo todavía el peso de la mirada del secretario recorriéndola. Comenzaba a incomodarse, los oscuros ojos resbalaban sobre la afilada nariz de un modo siniestro. Tuvo la certeza de que la estaban calibrando con la eficacia de un avaro enfrascado en recontar lingotes de plata y corachas de pimienta.

Hortuño, inmóvil a excepción de sus dedos inquietos, que jugaban con los picos del jubón, buscaba en su memoria alguna de las tramas de la corte sobre la que poder presumir cuando lo interrumpieron.

—¡Niña! Pero ¿dónde os habíais metido? ¡Qué angustia!

El aya, a grandes zancadas, caminaba hacia ellos desde el otro extremo de las caballerizas, donde estaba la entrada al alcázar. Se bamboleaba entre el revuelo de las abundantes telas del amplio vestido que cubría su opulenta humanidad, con el rostro agitado y las greñas alborotadas alrededor del tocado.

—¡Debemos ir a palacio! ¡Os están esperando! ¡El confesor de su majestad ya ha salido de la capilla!

Y en ese momento, Pacheca, hasta entonces ofuscada por la angustia de no encontrar a la muchacha a tiempo, se dio cuenta de la presencia del secretario del todopoderoso noble agraciado con la privanza del mismo rey y, atropellándose en la reverencia, se disculpó por las maneras.

—Vuestra merced, lamento la intromisión —dijo mientras, aliviada, veía con el rabillo del ojo las espaldas de un mozo de espuelas afanado en trabajos de cuadra; al menos había otra persona en los alrededores.

Hortuño se guardó el comentario que había estado destilando para darse importancia ante la joven, se compuso lo mejor que supo y engoló la voz para hacerse valer restando gravedad al asunto.

—Está bien, no hay inconveniente, solo estábamos…

Pero a la dueña le ardían las enaguas por dirigirse a los aposentos de la reina y ni siquiera lo dejó acabar.

—Vamos, ¡vamos! No pretenderéis que su majestad os haya de esperar… —le espetó a Constanza hiriendo el orgullo del secretario.

Ante el pasmo de Hortuño, que tragaba aire todavía pendiente de lo que hubiera querido decir, las dos mujeres se alejaron y el mozo de espuelas suspiró aliviado.

Él, que podía tomar decisiones de las que dependían las vidas de miles de hombres, mientras resolvía cómo recuperar una fortuna perdida en una batalla contra los rebeldes holandeses y juzgaba el futuro del mismísimo oidor del rey en Manila, había sido ignorado por una joven y ninguneado por una vieja. Empezó a resoplar mientras notaba cómo el rubor se le subía a las mejillas y le empezaban a arder las orejas. Pensaba que la cosa no podía ir a peor cuando le demostraron que se equivocaba.

—Si llegan noticias de Manila no os olvidéis de decírmelo —le pidió Constanza volviendo el rostro por encima del hombro mientras intentaba arreglárselas para no tropezar por culpa de los tirones de la dueña.

Aquellas palabras remataron su ánimo y los celos se transformaron en una amarga bosta que se le emplastó en el gaznate como una ponzoña espesa. Teniéndolo a miles de leguas, ella seguía pensando en el otro.

Hortuño de Andrade sentía el rostro encendido y todos sus músculos tensados por una rabia incandescente. Sin embargo, tomó pronto una resolución que le permitió asentar su respiración, si la distancia no era suficiente, entonces, habría que añadirle unos cuantos pies, pero bajo tierra.

Y Hortuño decidió que Dámaso tendría que morir.

—¿Adónde va?

El peculiar modo de enlazar la pregunta le confirmó a Saigo que estaba cerca de su destino. Como a cualquier nacido en la meridional isla de Kyosho, el curioso dialecto de la ciudad imperial le resultaba extraño.

—Bueno, un poco más allá —respondió con cortesía, tras encontrar entre sus recuerdos la respuesta que correspondía acorde al ceremonial.

Era un campesino vestido con un humilde hangiri. Un hombre menudo con los cabellos desarreglados y un flequillo que le aniñaba la expresión, enrevesada por culpa de unas cejas desiguales y una extravagante nariz, rota hacía tiempo y arreglada con poca maña. Le faltaban los dos dedos menores de la mano derecha, y su brazo no parecía otra cosa que restos de carne pegados a una osamenta hecha de astillas, pero portaba sin esfuerzo un gran cesto con nísperos de vivos colores coralinos.

—Ah, eso hace —contestó el labriego terminando el ritual del saludo y quedándose a la expectativa.

En el silencio que siguió, el agricultor le dedicó una respetuosa reverencia que apreciaba la condición de samurái del hombre que tenía enfrente, aunque las ropas humildes dejasen en evidencia que el guerrero no tenía señor a quien servir. Eran las maneras tradicionales, las propias de la antigua villa, fundada cientos de años antes por el divino Kammu, el que tanto luchara contra los Ezo del norte al percatarse de que, si quería que la casa del emperador siguiese conservando el poder, debía librarse de las perniciosas influencias de la cada vez más pudiente clase sacerdotal budista.

El saludo y los modales le decían que había llegado. En su particular cruzada, Saigo había seguido bordeando el lago Biwa, moviéndose hacia el sudoeste en paralelo al camino entre las montañas, cuidando siempre de evitar nuevos enfrentamientos. Había descendido desde las sierras, guardianas de la inmensa masa de agua donde se escondía el mítico bagre que originaba los temblores de tierra con sus coletazos. Y se había adentrado en las cuencas de los ríos que daban forma a la planicie donde se albergaba la benemérita ciudad, a los pies de la confluencia del Kamo y el Takano.

Durante cuatro días había estado ocultándose en los bosques que rodeaban la travesía, desplazándose con sigilo durante más de treinta ri. Pero al acercarse a la ciudad había acelerado el ritmo, incorporándose al empedrado de la ruta. Muchos, como Saigo, preferían el trayecto del Nakasendo para viajar a Kyoto desde el nordeste, pues, al contrario que siguiendo el camino de la costa, no había ríos que vadear. Además, a los viajeros se unían los peregrinos que visitaban los importantes templos que velaban el norte de la metrópoli, así que el número de transeúntes que copaba la senda le había permitido pasar desapercibido entre la multitud. Hasta que aquel hombrecillo de sonrisa cordial se cruzó en su ronda.

—¿Puedo ofrecerle una fruta? —preguntó el campesino amablemente al tiempo que inclinaba el capazo.

El deje del habla local sonaba extraño. Saigo juzgó el aspecto y la expresión del paisano, descompuesta por la deformada nariz. Asumió que su interés no revelaría de él más que una lógica curiosidad, y se decidió:

—¿Pasó ya la escolta con el magistrado Ishida? —inquirió imaginando que el labriego, quien viviría por los alrededores, sabría darle razón.

De reojo, Saigo vio que otro samurái con aspecto desaliñado se dirigía hacia ellos montado en un buey tordo de pasos cansinos y, esperando que no pudiese oír la respuesta de su interlocutor, dio un paso al frente para obligar al campesino a retroceder hasta el borde del adoquinado.

Algo parecido a la pena cruzó los ojos del labriego, como si no hubiera esperado una pregunta como aquella.

—Sí, yo los vi —afirmó alzando el brazo libre en dirección a la ciudad—. Les ofrecí mis nísperos —señaló volviendo a inclinar el cesto para que Saigo se pudiese servir—. Pero no quisieron —aclaró con afectación—, el magistrado dijo que podían sentarle mal, pues era hombre de estómago delicado… Y el otro, eh…, uno que hacía gestos extraños —como el campesino hizo revolotear sus dedos frente al pecho al modo de los monjes extranjeros, Saigo imaginó que el paisano se refería a Konishi Yukinaga, quien había abrazado la fe de los forasteros—, le dijo con socarronería que iban a morir antes de que se pusiese el sol, pero el magistrado contestó que nadie podía saber cuál era su destino, todo podía cambiar en un instante… En un parpadeo, ¿no? Así… —Terminó haciendo un rápido movimiento con la mano desocupada.

Y antes de añadir cualquier otra cosa el labriego se echó a reír a carcajadas. Quizá porque le sonaba a chaladura que el magistrado hubiese albergado esperanzas de salir bien parado, aun en el momento en el que era conducido a su ejecución. Pero, por extraño que le resultase a aquel desdichado, esas eran las enseñanzas; nadie era dueño de su destino, que podía cambiar de un instante al siguiente. El karma estaba por encima de la voluntad de los hombres, que no podían hacer otra cosa que intentar mantener la dignidad debida.

Al contrario que aquel pobre labriego, Saigo sí podía comprender el gesto. Ishida Mitsurani era un budista zen; un hombre adscrito a las viejas creencias.

Y ese razonamiento lo llevó a caer en la cuenta de algo que no había pensado hasta entonces. Siguiendo aquellas convicciones suyas, el magistrado, ortodoxo seguidor de las enseñanzas del iluminado Siddharta Gautamá que llegaran desde el país de Tendyiku generaciones atrás, se había mostrado siempre en contra de la fe de los extranjeros. En tiempos, incluso había incitado al taiko a emitir dictados de expulsión contra los gaijin. Sin embargo, la abundante provisión de armas de fuego usada durante el asedio a Fushimi solo podía haber sido proporcionada por los forasteros; las que se manufacturaban en el Japón no eran tan fiables y la producción, por el momento, era escasa.

Oyendo las carcajadas del campesino, Saigo se preguntó si aquel converso al que también llevaban al encuentro del verdugo no tendría relación con los mosquetes empleados por las huestes del magistrado. Al contrario que el derrotado Ishida, algunos notables del archipiélago habían tenido una relación abierta con los barbudos venidos del otro extremo del mundo, aunque la mayor parte de las veces se hubieran posicionado así por codiciosos intereses en el comercio y no por razones de fe.

Ir a la siguiente página

Report Page