Ronin

Ronin


Segundo magari. Traición

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Uno de ellos había sido el propio Tokugawa Ieyasu, quien, sin embargo, con un gesto como el de ejecutar al convertido Konishi Yukinaga, demostraba no querer guardar por más tiempo las formas con los señores feudales que habían abrazado la religión de los forasteros. Más bien parecía que el clan de los Tokugawa, ahora que se había hecho con el poder y no necesitaba el apoyo de quienes se habían revelado afines a los extranjeros, mostraba una aversión tan recalcitrante como la del magistrado hacia aquellos advenedizos gaijin que, a juicio de muchos, estaban pervirtiendo el país de los dioses.

Se le ocurrían demasiadas preguntas y apenas unas pocas respuestas. Tenía que encontrar el modo de interrogar a los prisioneros antes de que los ajusticiasen.

—¿Cuándo? —preguntó Saigo tras el silencio de sus reflexiones, sin alzar la voz para evitar que lo oyesen los esforzados porteadores de un palanquín que se alejaba de Kyoto—. ¿Cuándo los visteis?

El labriego, inmerso en su regocijo por la extravagancia de las ideas del magistrado, tardó un poco en reaccionar, como si le hubiese costado procesar las palabras.

—Pues, pues… —Pareció reflexionar y las contorsiones de sus mejillas por el esfuerzo tensaron la piel que rodeaba la maltrecha nariz, afeándole aún más la expresión—.

Debieron de llegar a Miyako a la hora de la cabra —contestó con una sonrisa, usando el antiguo nombre de la ciudad.

A juzgar por la posición del sol todavía era temprano, estaban en el tiempo del dragón, así que Saigo, temiendo la respuesta, volvió a preguntar.

—¿Ayer? ¿A la hora de la cabra?

El campesino se agitó, casi indignado, como si le costase comprender las dudas de su interlocutor.

—No, no —contestó enfatizando la negación con el tono de voz—, hace ya dos días, dos —reveló al fin para disgusto de Saigo.

Eso significaba que debía apurarse.

Hortuño ya había tomado su decisión semanas atrás, la mañana en la que había comprendido la dolorosa verdad: aun habiendo mandado a Dámaso al otro extremo del mundo, ella, la mujer que anhelaba poseer, seguiría sin apreciar el inmenso amor que estaba dispuesto a rendir a sus pies.

Y no tenía intención de echarse atrás. Poseía una fraudulenta fortuna, una enorme red de atemorizados informadores y la confianza del privado del rey; todo lo había logrado sin pudor alguno por la sangre derramada y no iba ahora a dejarse llevar por sentimentalismos. Constanza, lo único que echaba en falta, sería suya, a cualquier precio.

Sin embargo, aunque deseaba con todas sus fuerzas la muerte del que había sido su amigo, no se iba a permitir dar un paso en falso. En las últimas noches, desapacibles mientras espantaba un insomnio inquieto empeñado con traer al presente recuerdos de la infancia compartida con su rival en Galicia, había combatido la agonía del duermevela cavilando, buscando el modo de deshacerse de él. Y creía tener ya la excusa perfecta para cubrir sus acciones sin que ni el mismísimo rey Felipe pudiera echarle en cara lo que pretendía hacer. Además, la aprovecharía para reponer el fiasco del San Diego, con el que perdiera miles de maravedíes.

De Sevilla, tal como había callado, aparte de los despachos que aguardaba el duque de Lerma, dispuestos en la cartera de cuero con sellos oficiales que descansaba en su mesa, había llegado algo más: su pretexto.

Frente a él, un escuálido Jacob Claasz relataba su travesía. Y un viejo mayordomo de palacio, que había conseguido el nombramiento por distinguirse en Breda, hacía las veces de traductor.

—Entonces, ¿todo fue financiado por unos comerciantes de la Ma…?

—La Magelhaensche Compagnie, sí, de un tal Peter van…

El mayordomo calló ante el gesto seco del secretario del duque de Lerma, que no parecía interesado en oír la lista de ricos mercaderes que habían patrocinado la expedición flamenca.

—Se llame como se llame, y fueran quienes fuesen…, se trató de un asunto comercial, ¿no es así?

—Sí, efectivamente —afirmó el sirviente agitando sus cabellos canos al bajar el rostro—, aunque supongo que sería para sufragar…

—No os compete suponer nada, solo traducir lo que este desdichado tenga que decir —volvió a interrumpir desdeñosamente Hortuño.

El mayordomo, veterano de Flandes, estaba seguro de que la intención de los comerciantes neerlandeses era suministrar dineros a las huestes que luchaban contra los Tercios españoles; pero inclinó una vez más el rostro, asumiendo la reprimenda con pocas ganas.

—Así que —continuó el secretario— partieron de Rotterdam, bordearon Gabón, cruzaron el Atlántico…

Esta vez, el que habló fue el holandés, que parecía apurado por terminar con su historia, quizá esperando que así no se tomasen represalias contra él. Con su rijoso idioma de graves consonantes, se extendió en repetidas explicaciones atropelladas y Hortuño miró con exasperación al mayordomo.

—Viene a decir, si me permite vuestra merced, ya que veo que le interesa el grano y no la paja —afirmó con evidente ironía—, que pasaron más hambre que una docena de putas leprosas…

Hortuño, como hombre de confianza del valido, procuraba tener ojos y oídos en el palacio a fin de mantenerse al tanto de las intrigas y tejemanejes que florecían en los despachos y corredores del Real Alcázar, y aquel cortesano revenido podía no ser un prodigio de maneras, pero había demostrado su lealtad o, al menos, su fidelidad cuando el pago era en plata de ley; por lo que no le tuvo en cuenta la vulgaridad.

—De acuerdo, quemaron uno de los barcos, vivieron de milagro a base de frutas… —Con lo que le había contado hasta el momento aquel holandés, Hortuño ya tenía más que tela suficiente con la que cubrirse las espaldas, aun así, quería saber más, sentía una enfermiza tentación por controlar hasta el más mínimo detalle—. Pero ¿intentaron establecerse en Brasil? ¿Entablaron comercio con algún proveedor?

El sirviente fue traduciendo las preguntas. Y, mientras esperaba sus respuestas, Hortuño pensó que, tras la conversación, tendría que intentar sobornar a alguien del bureo de mayordomos con influencias y gusto por los chismes. Necesitaba asegurarse de contar con alguna amenaza que le permitiese dar por seguro que al improvisado intérprete no se le iba a soltar la lengua. Había oído que los galopines de cocina, descontentos con la paga, se habían decidido a robar las cortinas de uno de los salones del Patio del Rey; y si Hortuño encontraba el modo de hacer que el veterano pareciese el instigador, entonces, el vejancón permanecería callado; bastaba infundirle el miedo a perder su puesto en la corte, lo que sería una condena a pasar sus últimos años mendigando en la esquina del humilladero de la Puerta de Moros, donde muchos soldados venidos a menos pedían limosna junto a la capilla de Nuestra Señora de Gracia.

—Dice que no, su destino era las Indias Orientales y el capitán Van Noort, si me lo permite, parecía tener ascuas en los calzones. Estos condenados —afirmó mirando con desprecio al esquelético marino— están impacientes por encontrar sus propias rutas a los archipiélagos de las especias —añadió desoyendo la advertencia del secretario al acicalar la traducción con sus propias suposiciones—. Dejaron las tierras de palo brasil en el verano y, para septiembre, ya habían llegado a la Patagonia, donde los atacaron los indios y tuvieron que matar el hambre con pingüinos y focas… También ha mencionado que no piensa volver a comer carne semejante en la vida —aclaró el mayordomo con una cínica sonrisa al tiempo que el flamenco negaba una y otra vez sacudiendo su cadavérico rostro.

Hortuño resopló y se pasó la mano abierta por las mejillas hasta tironear de la perilla. Con la piel tensa por el gesto y el lobanillo reluciendo por el sudor, replicó a disgusto:

—No me cabe duda. Lo de la mala pitanza lo tengo claro, ¡no hay más que verlo! Y el capitán García mencionó en su despacho que este —adujo alzando levemente la mano para señalar al neerlandés— no hizo otra cosa en todo el trayecto que pedir algo que echarse a la boca… Pero ¡por el amor del cielo! —exclamó alzando sus pequeñas manos traslúcidas—. ¿Cómo diantres acabó preso de una tripulación española?

Los negocios turbios del secretario del privado le habían brindado la oportunidad de entrevistar al esquelético marino neerlandés sin que nadie en el almirantazgo se enterase, no obstante, estaba seguro de que, antes o después, la marinería del barco que lo había traído a Sevilla hablaría. Quería exprimirlo antes de tener que deshacerse de él.

—Por lo que le he podido entender —aclaró el cortesano dudando de su oxidado flamenco—, llegaron al estrecho del sur a principios de noviembre, pero no encontraron el paso de Magalhães hasta bien entrado el mes, no se acuerda de la fecha, aunque fue él quien la apuntó en el cuaderno de bitácora. —Hortuño agitó las manos con impaciencia, revolviendo un índice sobre el otro—. Desembarcaron en un par de ocasiones —dijo el mayordomo acelerando sus palabras—, se pelearon con los patagones, perdieron hombres, descubrieron un par de bahías, a una la llamaron Olivier, como el capitán, y a la otra Mauricio, como el barco…

—¿Mauricio? Eso viene a ser lo mismo que Mauritius, ¿o no?

El flamenco reconoció el nombre y se lio a parlotear apresuradamente. Hortuño, pensando en el carguero que causara la pérdida de sus mercancías en las Filipinas, sonrió satisfecho al ver cómo, sin necesidad de hacer preguntas que desvelasen sus intenciones, comenzaba a cobrar réditos por aquella entrevista. Ya había empezado a industriar lo que le diría al valido.

—Sí, ese era el nombre de la nao capitana, pero afirma que el hielo les impidió explorar…

El mayordomo nada sabía del combate naval en la Fortuna. Todo lo contrario que el secretario, cuyos raquíticos labios cenicientos se contorsionaron en un mal apaño de sonrisa.

—Está bien, está bien —lo interrumpió—, ¿qué más? Y que abrevie, el duque de Lerma está esperando —concluyó apuntando con uno de sus frágiles dedos hacia el techo de su despacho en la torre dorada.

Los otros dos cruzaron muchas más de aquellas palabras esquinadas del orangista mientras Hortuño taconeaba impaciente.

—Tuvieron que pelear con los naturales —resumió finalmente el mayordomo cuando el neerlandés terminó su exposición—. Él intentó desertar —informó con evidente disgusto, apuntando al holandés con el pulgar—. Lo atraparon, lo juzgaron y lo abandonaron en lo que debe de ser el Puerto de la Hambre, porque en aquellos lares no hay mucho más…

Ante el ademán de apremio de Hortuño, el mayordomo se interrumpió para preguntarle algo en flamenco al marino. Luego prosiguió como si le costase creer lo que había oído.

—Que sufrió penurias unas semanas, sin otra cosa que masticar que hierbajos… Tuvo suerte de que fuese en enero —aventuró reflexivamente el lacayo—; en otras fechas, si me permite vuestra merced, este hubiera acabado tan congelado como la coyunda de una bruja —volvió a añadir aun pese al gesto de reproche del secretario—. Lo recogieron unos ingleses que llevaban un piloto portugués, por lo que entiendo, esos malandrines hijos de mala madre andaban a la caza de las naos con la plata de Nueva Castilla… Entablaron combate frente a las Islas de los Ladrones con una fragata española con cargamento de minas al puerto de Callao, y cuando los nuestros iban a ejecutarlo contó lo que sabía y se lo llevaron a través del Camino Real, cruzando Panamá…

—No hace falta que continuemos —le pidió silencio Hortuño agitando las manos para refrendar la orden.

Había recibido los despachos del capitán de navío que trajera al holandés desde el puerto de La Habana. Ya conocía los movimientos del flamenco desde su captura, e incluso se había cuidado de borrar el rastro prometiendo sobornos o encargando cuchilladas en tabernas para cualquier oficial indiscreto que se hubiera cruzado con el neerlandés.

—Está bien, podéis iros —insistió despidiendo al lacayo.

El sirviente enarcó una de sus cejas entrecanas.

—¿No querrá el excelentísimo duque contar con mis servicios de traductor?

El mayordomo hizo la pregunta con cierta sorna, dando por hecho que Hortuño se equivocaba al mandarle retirarse.

—No, no hará falta. Podéis iros —reiteró en tono aún más firme sin dar explicación alguna—. Y decidle a alguien de la guardia que venga.

El viejo cortesano apenas dejó traslucir la sorpresa, se limitó a entornar los ojos con picardía, barruntando las intenciones del secretario.

—Así se hará… —terminó por afirmar, inclinándose al tiempo que echaba una pierna atrás para girarse y abandonar la estancia.

La puerta se cerró con estruendo, pero el secretario no llegó a darse cuenta del desplante.

Aunque Hortuño había despedido a la escolta del prisionero para deshacerse de oídos indiscretos, ahora, que empezaba a imaginar la versión que le expondría al duque de Lerma, prefería asegurarse de contar con unos cuantos soldados de palacio que dieran algo de empaque al desastrado prisionero.

Con la única compañía del famélico holandés, que lo miraba con ojos indecisos, el ayudante del privado tomó la cartera de cuero de su mesa y se puso en pie. Mientras lo hacía, finiquitaba el que sería su discurso.

La idea había empezado a calar la misma mañana en la que Constanza había preguntado si había noticias de Manila. Hortuño había salido de las caballerizas airado, hincando los talones en los costados de su montura después de haber apartado de malos modos a un insignificante mozo de cuadra. Había deseado refugiarse en el caserón del camino a Segovia para contar consuelos en sus cajas llenas de riquezas.

Tan apurado había abandonado el alcázar que no había sido capaz de hacer otra cosa que esquivar los carros que salían al paso, girando sin más en cada bocacalle, descuidando su dirección; hasta llegar al lavadero de la cuesta de Santo Domingo, donde las risueñas muchachas que atendían la ropa le habían recordado a Constanza. Había aflojado la presión de las rodillas, la montura se había dejado ir al trote y acabó al paso.

Hubo quien gritó indignado, pero él no había escuchado las maldiciones del calderero. No había visto la cesta de coles que terminó en el suelo para regocijo de los pillos que correteaban frente a San Antonio y que, rápidamente, hurtaron las que no pudo recoger la dueña.

Sin haberlo pretendido su jinete, el animal se había detenido en la plazuela de la Cevada.

Un chiquillo que se hurgaba con afán las narices lo había mirado desde un rostro cobrizo lleno de manchurrones indefinidos. Y, cuando iba a gritarle que se marchase, Hortuño había visto el hospital y el monasterio de la Concepción Franciscana, y entonces se había acordado.

Los mártires del Japón. Aquella historia que había oído contar al amanuense del Consejo de Inquisición. Pocos años antes había llegado la demoledora noticia, treinta cristianos torturados y crucificados, lanceados hasta morir por aquellos herejes asiáticos. Media docena de frailes y una veintena larga de pobres desdichados que habían abrazado la verdadera fe, niños incluidos.

El duque de Lerma, hombre piadoso como ninguno, pariente del cardenal de Toledo, mantenía buenas relaciones con los jesuitas y Hortuño conocía bien los graves problemas de los misioneros en aquel lejano país. El secretario del valido había vuelto a escuchar el relato del martirio de aquellos infelices en los despachos del privado en la torre dorada. Y allí, en la plazuela de la Cevada, ante la mirada de aquel mocoso, Hortuño había caído en la cuenta.

Los escoltas llegaron e interrumpieron los pensamientos del funcionario, que repasaba la estratagema pergeñada para usar ante el duque de Lerma, ideada con la única determinación de no tener que volver a preocuparse por Dámaso. Ahora, gracias al relato del estragado Jacob Claasz, ya tenía el pretexto que necesitaba.

Cuando se puso en marcha, tras hacer un expeditivo gesto a los guardias para que lo siguiesen, Hortuño de Andrade sonreía.

La suntuosa Kyoto, a la que los ancianos nostálgicos seguían llamando Miyako, era la ciudad más grande de todo el archipiélago. Albergaba inmensos palacios, multitud de templos, enormes zonas mercantiles y amplios barrios residenciales. Repartidos entre sus distritos vivían potentados mercaderes que se dedicaban al comercio de cenizas o a la compraventa de estaño, simples artesanos que manufacturaban desde los más sencillos utensilios hasta sables de incalculable valor e, inevitablemente, legiones de desdichados pordioseros.

Dos cientos de miles de almas se congregaban en sus ordenadas calles, dispuestas en una cuadrícula precisa que seguía las viejas enseñanzas taoístas de la geomancia, respetando los flujos de viento y agua. Era inmensa. Tal y como constaba en los registros; entre los comerciantes, los menestrales, los monjes, los indignos eta sin nombre de los suburbios, y los poderosos samurái , vivían allí el doble de personas que en la población de osaka, la elegida por el taiko para construir su gigantesco castillo de paredes índigo y tejas doradas. Y, tras ambas, creciendo día a día en importancia desde que se consiguiera en Sekigahara la victoria, Edo; la villa predilecta del feudo de Tokugawa Ieyasu, señor de las extensas tierras de la llanura del Kwanto, triunfante unificador del país. Una ciudad floreciente que llevaba camino de convertirse en la capital de todo el Japón.

En Edo, según había oído Saigo rumorear durante su camino, infinidad de peones estaban drenando las marismas para ganarle terreno al mar y levantar una urbe acorde al omnipresente gobierno que se estaba instaurando. Las ingentes obras ya habían empezado, como en Fushimi o muchas otras fortalezas sometidas durante la guerra civil. El antiguo regente modelaba la nación a su gusto y en la antiquísima Kyoto, desde los pasillos de las cámaras imperiales hasta los sollados de los curtidores, todos comenzaban a preguntarse si el orgulloso vencedor no estaría deseando hacerse con la dignidad de gran general, relegando al jovencísimo heredero Toyotomi al olvido.

Porque el poder siempre era insuficiente para quien lo cataba. Otros ya lo habían intentado en el pasado. Antes de asumir el cargo de taiko y ceder sus potestades al Consejo de Regencia que acabaría por desintegrarse, Toyotomi Hideyoshi también había ansiado convertirse en shogun, e incluso había tentado la conquista de los despreciables koreanos, bastardos comedores de ajos; en la misma Kyoto, entre sus barrios ordenados al modo de los gremios europeos, había un montículo de cincuenta pies de altura alzado gracias a las narices y orejas cortadas en la campaña de Korea, tantas que no había merecido la pena decapitar a los vencidos, pues el número de cabezas hubiera sido tan inmenso que no hubiesen podido transportarse. El otero era mudo testigo de aquellas expectativas de grandeza, las mismas que muchos atribuían ya al hombre que se había hecho con el control del país de los dioses.

Aunque a Saigo no le preocupaba si Tokugawa Ieyasu se convertía en el caudillo supremo del Japón. Suponía que era inevitable. El antiguo regente descendía del clan Matsudaira, una de las estirpes sagradas, había pasado de estar emparentado con el propio Toyotomi Hideyoshi a través de matrimonios de conveniencia a auparse sobre la memoria del testamento legado por el taiko, y había consolidado todos los predios del Japón bajo un solo estandarte. Si realmente quería ser nombrado shogun ya solo necesitaba arrimarse al trono del crisantemo y, ejerciendo toda su influencia, conseguir que el emperador le diese su beneplácito.

Pero el futuro le resultaba indiferente. Lo que consternaba al ashigaru era el retraso al que le había conducido su cautela. Había llegado a Kyoto, sin embargo, temía que fuese tarde.

Entró en la ciudad desde el nordeste, dejando a su derecha el gigantesco palacio imperial y topándose con el arrabal de los madereros y los artesanos del bambú.

Y, haciéndose pasar por un guerrero que peregrinaba de un lado a otro en busca de la iluminación en el camino de la espada, Saigo Hayabusa se había interesado por los delicados trabajos del escaparate enrejado del establecimiento de un bordador. Tras un rato de conversación banal, había sabido que la ejecución ya había tenido lugar. Había perdido su oportunidad.

En el terreno de la sexta calle al que llamaban Rokujogahara, anejo al distrito de los pescaderos, los tres derrotados habían sido enterrados hasta los hombros, e incluso el converso Konishi Yukinaga había mantenido la dignidad. Luego, los hombres de la escolta, luciendo las tres hojas de malva real en sus emblemas, habían instado a los lugareños a rematar la faena. Saigo imaginó que esas habían sido las órdenes expresas del antiguo regente; de ese modo, bañándose junto a sus samurái en la sangre de sus enemigos, toda la ciudad quedaba ligada a la causa de los Tokugawa.

Al principio, por cuanto le contó el artesano, la turbamulta reunida alrededor de los reos se mostró reacia, quizá intimidada por las enseñas de la patrulla y la severidad del bushi al mando, al que el recamador describió corpulento y con acento sureño, como el propio Saigo. El bordador incluso aventuró que podría proceder de Satsuma. Y comentó que su rijosa actitud bien podía tener que ver con el hecho de que los daimyo de la isla de Kyosho todavía estaban negociando con Tokugawa Ieyasu sobre sus posiciones y feudos; no todos lo habían apoyado en la campaña contra la coalición de los ejércitos occidentales, pero estaban demasiado lejos de Edo como para poder ceñir sobre ellos un dogal que ejerciese presión suficiente.

Fuera por el motivo que fuese, el samurái al cargo, sin piedad alguna, en lugar de usar sus propios sables para decapitar a los tres vencidos, repartió entre la gente que se amontonaba alrededor del patíbulo toscas sierras de bambú hechas con prisa.

Y lo que vino después fue un lento y agónico suplicio. Instados por los hombres de Tokugawa Ieyasu, jaleados por el populacho enardecido, unos pocos tomaron las burdas herramientas y se aprestaron junto a los condenados.

El habilidoso recamador encogió sus escasos hombros de artista y su rostro, enjuto, se desencajó.

—Creo que los amenazaron, de no haber sido así…

Saigo no quiso poner en duda aquellas palabras. Había conocido la bajeza de los hombres, así había perdido a su familia, y prefirió no decir nada. Coaccionados o no, unos cuantos habitantes de la ciudad imperial habían llevado a cabo la ejecución.

Tras vencer la reticencia inicial, habían comenzado su macabra tarea. Los tres reos habían intentado mantener sus ojos lejos de los bordes toscos y astillados. Los rostros empapados en un sudor frío que escurría hasta la arena que atenazaba los cuellos.

Los burdos dientes mordieron la carne y la sangre se derramó anegando los collares de fina tierra. Enfebrecidos por la euforia que se desprendía de la muchedumbre, los verdugos fueron acelerando el ritmo. Produciendo tétricos sonidos que recordaban al desgarrarse de telas.

Konishi Yukinaga se derrumbó pronto y, aunque no gritó, consiguiendo que el inmenso y lacerante sufrimiento no trasluciese, sí cayó en las debilidades de su nueva fe y rogó por el alma de aquellos que lo estaban torturando. Los pocos que mantuvieron la calma prefirieron mirar a otro lado, a fin de no avergonzarlo al demostrar que eran conscientes de su dolor.

Ankokuji Ekei solo tuvo un momento de flaqueza, mientras las paletadas de arena le caían sobre el torso había farfullado maldiciones, después, se mantuvo impertérrito, como correspondía a un verdadero samurái . Solo las contorsiones de su faz, provocadas por las sacudidas de la sierra, mostraron su tormento.

Y el magistrado Ishida Mitsunari, con miradas que destilaban odio, ni siquiera advirtió a sus agresores de que antes o después lamentarían lo que estaban haciendo, hierático, como la estatua de un templo, soportó el suplicio hasta que la enorme cantidad que su corazón expulsaba por las arterias desgarradas le hizo perder el conocimiento, al poco murió con un suspiro entrecortado y la turbamulta estalló en vítores.

El recamador era un hombre delicado de facciones sencillas y gestos ligeros como los de un pajarillo aterido de frío. Y Saigo vio el horror en sus ojos a cada palabra.

Podía imaginarse la funesta escena, para su desgracia, el ashigaru había visto cosas similares.

—Cuando todo hubo terminado —le dijo el bordador—, tomaron las cabezas y las empalaron en postes de bambú.

Con aquel escarnio público Tokugawa Ieyasu estaba dejando meridianamente claro lo que sucedería a partir de entonces si alguien se oponía a su ascenso al poder. Pero también asentaba consecuencias mucho más inmediatas para Saigo; con el magistrado Ishida Mitsurani muerto, ya no tenía evidencia alguna que seguir para desentrañar la traición del asedio a Fushimi.

—Desde que ese condenado pirata inglés…

El duque revolvió los dedos intentando prender el esquivo recuerdo.

—Supongo que os referís a Draque, vuestra merced. Francisco Draque… De hecho, fue nombrado caballero, baronet, o algo semejante; supongo que lo apropiado sería decir Sire Francisco Draque…

—¡Como si no hubiera sido suficiente lo de Calés! —estalló el noble—. ¡Y La Coruña! ¿Qué clase de bastardo sanguinario hay que ser para que los británicos…? Y aquel asunto de los esclavos guineanos en San Juan de Ulúa, ¡sire! —exclamó indignado refiriéndose a quien se había ganado a pulso el apelativo de el Dragón—. Un vil mentecato, un carnicero hambriento de gloria, eso es lo que era… Draque. Desde que ese baronet —el tono al pronunciar el título destilaba un sarcasmo vitriólico—, desde que ese corsario encontró el paso de Magalhães parece ser que cualquier mentecato consigue derroteros para llegar al Pacífico…

Hortuño no estaba tan seguro de que aquello fuera cierto. Muchos veían con buenos ojos el alzamiento de los flamencos: tanto ingleses como franceses. También los lusos en rebeldía, insurrectos aliados en sediciosas camarillas, aún resentidas por las batallas contra el duque de Alba que habían afianzado a los austridas en el trono de Portugal. Y todos ellos serían capaces de pactar unos con otros si con eso debilitaban a las coronas de Castilla y Aragón. Pero no se podía tener la certeza de que Draque hubiera compartido sus secretos náuticos en perjuicio español. Era muy probable que el pirata y la afamada expedición de Magalhães junto al Cano hubieran usado derroteros distintos para llegar al Pacífico a través del helado laberinto de islas de la Tierra del Fuego. E igual sucedía con el mítico paso del noroeste, el que los ingleses y neerlandeses llevaban años buscando entre los hielos septentrionales. Circulaban por las dársenas de medio mundo decenas de derroteros a través del supuesto estrecho de Anián para burlar las rutas de los océanos del sur, rígidamente controladas por españoles y portugueses en virtud del Tratado de Tordesillas, con el que el papa Borgia repartiera el mundo.

El comercio occidental dependía de las islas orientales y todas las potencias del viejo continente querían dominar los mejores accesos. Los portugueses pujaban costeando los cabos africanos de Boa Esperança y Agulhas para alcanzar el Oriente, y los hombres de Castilla, hartos de perder naos y hombres por las gélidas y tormentosas aguas del extremo sur, habían establecido sus rutas por tierra, a través de Nueva España, sirviéndose de puertos de escala en ambas costas americanas; así que el resto de las naciones, envidiosas, se buscaban la vida para no perder su tajada en la especiería y las riquezas orientales.

—Claro, por supuesto —concedió Hortuño conciliador, sin querer llevarle la contraria al valido.

Hasta ese momento, el secretario solo había expuesto someramente lo sucedido con el viaje del Mauritius. Pero esperaba despistar pronto al duque con otros asuntos. Mientras hablaba con el privado, pensaba en la estratagema que había pergeñado para deshacerse de Dámaso.

—Esos ingleses están llenos de buenas intenciones y terribles acciones —continuó Hortuño—. Más aún, si damos por buena la información traída por el duque de Alba, hay uno de ellos que ha naufragado allí en el Japón y ha empezado a buscar los medios para forjar alianzas…

El privado miró a su subordinado calibrando aquellas palabras. Luego pareció desechar una ocurrencia al vuelo y, girándose hacia el ventanal que se abría sobre la plaza a los pies del Real Alcázar, cambió de tema dándole la espalda al lujo de su despacho en la torre dorada.

—Pues espero que los ingleses no estén detrás de esto. Esa malhadada Tudor lleva dentro todos los pecados de Eva… —concluyó el valido con aire pensativo, reflejando sus aviesos sentimientos hacia la monarca de Inglaterra e Irlanda—. El meollo del asunto es que los neerlandeses pretenden formar una suerte de Consejo de Indias para establecer comercio regular de especias. Justamente, a imagen de la Compañía de las Indias Orientales que la pérfida Isabel usa para licenciar a sus corsarios con dispensa de la corona británica, ¿no es así?

El secretario, que sostenía la cartera con los despachos llegados desde Sevilla, asintió seguro de sí, balanceándose sobre los tacones impolutos de sus borceguíes. Tras él, Jacob Claasz y una pareja de los guardias de palacio esperaban bajo la profusa mampostería de las cenefas que enmarcaban la puerta.

—Creo que sí. Imagino que, con la escasez de pimienta, y ahora que llevamos años controlando la mayoría de los barcos portugueses —aclaró con un débil carraspeo con el que evitó mencionar a los rebeldes lusos—, los holandeses están encontrando dificultades para financiar su guerra por la independencia. Y esta expedición del Mauritius no es la primera —insistió abundando en la información proporcionada por el duque de Alba gracias a sus trabajos como embajador—, recordad que los jesuitas de ese puerto al que dicen Nagasaki dan fe de haber tenido noticia de un barco orangista en manos de un piloto inglés, una nao que naufragó en el Japón. Y si los neerlandeses se salen con la suya, si finalmente encuentran una ruta…

Hortuño dejó el razonamiento en el aire para que el propio duque tuviese la sensación de llegar por sí mismo a las conclusiones. El escuálido marino que tenían ante ellos era testimonio del segundo intento de los holandeses por adelantarse al cristiano imperio español a la hora de copar el dominio del comercio oriental, algo peligroso para el poderío de Castilla y Aragón.

—En cualquier caso —comenzó a hablar de nuevo temiendo que el de Lerma no hubiera interpretado la indirecta—, si la voz se corre en el almirantazgo, o si llega a oídos de…

—Ya, ya… Lo sé —interrumpió el privado—. ¡Solo faltaba esto! Los jesuitas ruegan a todas horas por más dispensas en las Indias. En Portugal todavía hay quien reclama las marcas firmadas en Tordesillas, el almirantazgo es un saco roto, nunca hay fondos suficientes para los Tercios. Los moriscos intentan labrar amistades con el turco, ¡a saber qué pretenden! Ah, y los hugonotes andan revueltos… Esos condenados orangistas… ¡Les brindan una excusa perfecta! —reconoció el duque de Lerma pensando en la legión de detractores que tenía en la Villa y Corte por culpa de su débil política en los Países Bajos—. Pero tenemos que trasladarnos a Valladolid —aclaró sacudiendo pesarosamente la cabeza—, eso es lo importante ahora, no hay tiempo para semejantes lidias…

Hortuño intentó disimular su sonrisa, esa era la reacción que había estado esperando. Y, contento ante la tozudez del privado de su majestad, el secretario decidió aprovechar su oportunidad para desviar la conversación.

—Por supuesto, Valladolid es nuestra mayor prioridad… De hecho, ahora que lo mencionáis, creo que sería prudente comentar que he oído ciertos rumores sobre el corregidor…

Francisco de Sandoval y Rojas se encaró a su subordinado y habló apresuradamente.

—¿El corregidor de la villa? ¿Estáis seguro? ¿Él también? Pero si hace unos días…

El noble calló de pronto, como si se hubiese percatado de que iba a revelar algo inapropiado. Y el secretario tuvo la certeza de que había dado en el clavo; como el propio duque sabía, las últimas decisiones tomadas en los Consejos y la aparente laxitud con la que la hermana del rey gobernaba las provincias de Flandes habían dividido a la corte: unos, en su mayoría muy críticos con el retorno de la capitalidad a Valladolid, se mostraban deseosos por reforzar a los Tercios y recuperar el terreno perdido contra los rebeldes orangistas; otros, entre los que se encontraba el valido del monarca, estaban más preocupados por los enormes costes de esa lucha interminable y preferían centrar los esfuerzos de la corona en otros problemas. Y ante la oposición de los detractores a sus iniciativas, el privado había iniciado una cruzada personal para localizarlos a todos y sustituirlos por vasallos más afines. Hortuño incluso había oído que las garnachas que vestían los miembros del Consejo de la Cámara ya pendían de otras perchas. Aunque había otras complicaciones; la propia reina Margarita, convencida de que la corona no podía aflojar su presión sobre los rebeldes neerlandeses, había comenzado a contraatacar buscando aliados en el Consejo de Hacienda y en el de Flandes. Contrariedades para el privado a las que se añadía la díscola actitud compartida por el condestable de Castilla y el marqués de San Germán, dos hombres de peso que insistían en mantener la guerra en el norte. Por todo ello, al plantear que el corregidor de Madrid podría estar arrimándose al bando que le era contrario, Hortuño sabía que podría distraer al valido de las verdaderas razones que lo habían llevado a ascender por las escaleras de la torre dorada.

—¿Estáis seguro? —El ceño fruncido del noble sacaba punta a sus oscuras cejas, que echaban sombras sobre sus penetrantes ojos inquisitorios.

Hortuño dejó caer el mentón en un leve asentimiento al que el duque respondió aumentando la presión en las arrugas que le surcaban la frente.

Una bandada de pequeños pájaros pardos cruzó el cielo tras el ventanal. La mañana, diáfana, resplandecía con un frío cristalino que escarchaba el horizonte con el agua arrancada a los innumerables pozos que cubrían Madrid.

—Me temo que sí…

El privado rumió algo ininteligible y se volteó hacia la plaza. Hortuño aguardó en silencio; solo interrumpido por el rascarse con fruición del holandés, que, además de hambre, se las había arreglado para hacer acopio de liendres.

Resultaba evidente que las preocupaciones del valido del rey Felipe estaban muy lejos de Manila, pero el secretario quería asegurarse de encauzar sus conveniencias, así que porfió:

—Creo que también deberíais saber que la esposa del almirante Enríquez no parece dispuesta a aceptar la proposición que le hicimos. —Enríquez de Cabrera era uno de los detractores del privado y de su relajada política sobre la contienda en Flandes y, a través de Hortuño, el noble estaba buscando el modo de sustituirlo por alguien de mejor acomodo—. No tengo claro si se niega a traicionar a su marido por escrúpulos o por avaricia, pero ha dicho que no nos dará su apoyo; creo que espera un nombramiento para su hijo… Aunque podemos seguir contando con los sustentos que negociamos en el Consejo de Guerra…

Cuando vio que el duque cruzaba las manos a la espalda estrujándose los dedos de una con la otra, Hortuño supo que los sesos del noble bullían con ofuscación.

—También hemos recibido despacho del duque de Mantua —cambió entonces de tercio el secretario para no dar tiempo al valido a recapacitar—, aspira a que su majestad le conceda permiso para una embajada con un artista al que patrocina, un tal Pedro Pablo Rubens. He pensado que a vuestra merced le complacería. —Al duque de Lerma le gustaba contar con los mejores artistas para sus propios retratos y Hortuño sabía que la fama del pintor sería un buen reclamo para distraer al privado.

Al tal Rubens, además de cargar sus buenos laureles por los pinceles, se le decía dotado de grandes virtudes diplomáticas; aunque tanto franceses como ingleses lo tachaban de espía.

—Y tampoco hemos recibido respuesta sobre esa corte aneja a vuestras posesiones en Valladolid —perseveró Hortuño trayendo a colación asuntos alejados de Manila y la expedición del Mauritius—, pero aún no sé si es cosa del testaferro o del dueño…

El secretario era consciente de que aquel espinoso enredo inmobiliario traía de cabeza al valido. El anuncio oficial del traslado de la corte se había hecho meses atrás, antes del año nuevo, una mera confirmación de lo que no había sido más que un secreto a voces. Pero, ya desde mucho antes, el duque de Lerma había venido gastando miles de ducados para acaparar una enorme extensión de haciendas con las que, Hortuño estaba seguro, el privado especularía para lucrarse gracias a la subida de precios que traería aparejada el cambio de la capitalidad. Y aquella corte a la que se refiriera había quedado aislada en el centro de una enorme extensión de haciendas que el noble había adquirido. Por lo que, si el trato propuesto no cuajaba, los esfuerzos de meses sobornando y otorgando sinecuras corrían el riesgo de resultar en balde.

Pero el secretario también sabía que la codicia del noble no era la única causa del traslado a Valladolid cuando la corte llevaba más de un siglo asentada en Madrid, De Andrade estaba convencido de que el valido esperaba alejar así a la multitud de contrarios que le había ido brotando en los pasillos de palacio. Además, poniendo tierra de por medio, también distanciaba al rey de su augusta tía María de Austria, que, recluida en el monasterio de las Descalzas Reales y sin olvidarse de su antigua dignidad de emperatriz, solía llamar a su sobrino a capítulo. A la dama parecía agradarle tener excusas para reclamarle al tercero de los Felipes su mal oficio como monarca; especialmente por dejar al cargo de los asuntos del Estado al noble de Lerma, a quien la soberana retirada parecía tener especial ojeriza. De hecho, con la salvaguarda de la edad y la dispensa que le otorgaba haber llevado sobre su testa la corona del Sacro Imperio, semejaba que la mujer disfrutaba especialmente infamando al depositario de la privanza real.

Precisamente, Hortuño estaba a punto de mencionar que, a la vuelta del rey de su visita a Aranjuez, la emperatriz había pedido audiencia cuando, tras un efusivo rascado del marino neerlandés, el duque se giró de nuevo hacia su secretario con expresión furibunda.

—En ese caso habrá que partir hacia Valladolid, podéis retiraros, dad aviso de que saldré esta misma tarde —declaró severamente el noble.

Hortuño sintió un cosquilleo en la boca del estómago similar al que le acometía cuando veía a Constanza. Ya tenía carta blanca.

—Comprendo, y… —el secretario prolongó su titubeó como si realmente dudase—. Y ¿qué debo hacer con él? —preguntó inclinándose ligeramente hacia Jacob Claasz, que seguía persiguiendo con uñas melladas a los piojos que campaban entre sus cabellos.

El duque de Lerma pareció meditar y De Andrade llegó a preocuparse, temiendo que el privado tomase una decisión que le impidiese llevar a cabo sus planes. Estaba a punto de insistir sobre el asunto de Valladolid cuando su superior habló de nuevo.

—Creo que ya sabéis lo que debe hacerse —dijo bajando el tono y relajando el ceño.

Hortuño asintió tras lanzar una significativa mirada a los hombres de la guardia, que, al instante, se llevaron en volandas a un confundido Jacob Claasz. El holandés había dejado por fin de rascarse y, aun sin entender una sola palabra de lo dicho, empezó a temer, por el modo en que cada uno de los escoltas tiraba de sus escuálidos brazos, que algo no iba bien.

—Gottimhimmel! —fue cuanto se le ocurrió al verse denostado por los fanáticos papistas sobre los que ya le previniera su padre tantos años atrás.

El duque de Lerma ignoró los juramentos del neerlandés y esperó con ponzoñosa paciencia.

—Echad tierra sobre el asunto —concluyó cuando la puerta se cerró a espaldas del trío—. No ha de saberse. Ni el más mínimo rumor, debéis encargaros de acallar cuantas bocas sea menester, aquí y allí —añadió con vehemencia al tiempo que, remarcando sus palabras, señalaba primero al suelo de la estancia y luego hacia el exterior—. Sería la excusa perfecta para que el almirante y el Consejo de Flandes reclamasen fondos para continuar con la guerra… No puede transcender… Ahora mismo solo debemos preocuparnos por Valladolid —exhortó tercamente Francisco de Sandoval y Rojas.

Hortuño ahogó la sonrisa que quiso aflorar. Ya tenía el pago que necesitaba para sobornar a Antonio de Morga. Bastaba ofrecerle una salida de aquel cuchitril tórrido e infecto de Manila sobre el que tanto se quejaba el antiguo oidor.

De Morga haría cualquier cosa si le prometía silenciar el fiasco del San Diego y le concedía un puesto en Ciudad de México.

Cuando el relato del bordador ya no dio más de sí, Saigo pidió indicaciones. Y descubrió que, para llegar hasta el Rokujogahara, debía avanzar un buen trecho hacia el sur; atravesando los pinares por los que el taiko había dado nombre al puente de Matsubarabashi y cruzando el barrio de los orfebres dedicados a la fabricación de llaves y monedas.

El artesano quedó decepcionado. Mascullaba ininteligibles palabras que no tenía el valor de hacer públicas. Probablemente había pensado que su conversación le conseguiría un jugoso encargo y el ashigaru, a fin de evitar una muerte más, eligió no darse por aludido y se puso en marcha.

Tenía mucho sobre lo que reflexionar. La muerte de Ishida Mitsurani lo cambiaba todo.

El frío lodoso del invierno ya caía desde las sierras, anunciando que las nieves llegarían pronto para cerrar los pasos y sustituir las pesadas lluvias de los últimos tiempos. Y los pequeños, más impacientes que cualquier calendario, ya se las prometían felices para las festividades de año nuevo, cuando entrase la primavera y comenzase el deshielo.

Pasada la columnata de viejos pinos, en uno de los postes del antiguo puente, Saigo encontró el edicto público con el sello del propio Tokugawa Ieyasu no Matsudaira, nacido en la provincia de Mikawa. En él se enunciaban los nombres de los derrotados y se los condenaba a muerte. La patrulla lo habría dejado allí clavado para que todos en la ciudad supieran quiénes eran los ajusticiados y las causas de su sentencia.

Desperdigados alrededor del pilote, todavía quedaban los restos de papel de arroz de otras notas que los soldados habían arrancado. Un bonzo, evidentemente disgustado, los recogía con mimo.

—Dos días, dos días y nadie se ha tomado la molestia… —murmuraba—. Lamentable, es lamentable… El mundo está cambiando y las nuevas generaciones ya no saben lo que es el respeto…

Al advertir que Saigo lo miraba, el monje se giró hacia él con aquellos mensajes descompuestos en las manos sucias, salpicadas de barro. Agujas marchitas de colores ocres, desprendidas por las brisas de la estación, hacían equilibrios en sus dedos, pequeños y de uñas cuadradas.

—Un desafío para un duelo entre dos escuelas, la cita de dos amantes que llevan un año esperándose, la nota de disculpa de un chiquillo que abandonó a su familia para buscar fortuna… —recitó el bonzo intentando descifrar los pedazos escritos, los pasaba de una mano a otra y bizqueaba al tiempo que procuraba comprender los signos emborronados.

Como era habitual, muchos usaban lugares de paso reconocibles para dejar mensajes que los interesados pudiesen encontrar con facilidad; pero los hombres del futuro shogun no habían mostrado el más mínimo pudor a la hora de retirar todos los avisos.

Un ramillete de las acículas de los pinos cercanos, que se había enganchado al hábito del monje, cayó al suelo con la indignación del bonzo y Saigo lo contempló mientras se precipitaba con un vaivén indeciso.

Lo observó. Era un buen número, con mucho significado, cinco. Prendidas por un diminuto broche pardo que parecía un trozo de la áspera corteza del árbol, cinco estilizadas hojas sujetas por aquella débil unión. Habrían vibrado con los vientos del verano, y en la primavera habrían reverdecido con la fuerza de la estación, mostrando líneas que habrían parecido cosidas con hilo de plata por el delicado bordador con el que había hablado, y ahora ya no eran nada; se habían marchitado.

Quizá ya no le quedara otra opción que aceptar un destino similar. Había fracasado. Visitaría el lugar, comprobaría que el magistrado había muerto, y se abriría el vientre.

Saigo se inclinó respetuosamente y, cabizbajo, siguió camino. Dejó atrás al bonzo, que lo miraba intrigado. Pasó un nuevo cruce en el que se alzaba un templo y, recordando las palabras de su daimyo antes de haber recibido sus últimas órdenes, se refugió en su silencio. Roto únicamente por el tintineo que le llegaba desde el barrio de los que trabajaban los metales. Haberse deshecho de todos aquellos mensajes era un detalle que le dejaba muy claro la clase de hombre que debía de ser el samurái al mando de la ejecución.

Ráfagas de viento, frío y cargado de humedad, desfilaban ante el ashigaru y, como los transeúntes que se entrecruzaban a su alrededor, también lo sacudían con su gelidez, para la mayoría no era más que otro de los desperdicios de Sekigahara. Probablemente, el corregidor de la ciudad y sus hombres estarían más que hartos de ronin alborotadores.

Cuando llegó hasta donde le había indicado el artesano, vio como varios palanquines pasaban sin detenerse para que las cortinillas se abriesen un instante a la curiosidad. Los peatones tampoco hacían un alto. Todos ignoraban las largas picas, estaban acostumbrados a las consecuencias de las guerras, llevaban siglos viviendo en un país inmerso en eternos conflictos que solo había disfrutado de un breve período de paz que ahora se había resquebrajado.

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