Ronin

Ronin


Tercer magari. Kyoto

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Tercer magari

KYOTO

Ni tan lento que la muerte te alcance;

ni tan rápido que des alcance a la muerte.

Proverbio japonés

Los shoji hechos con papel de arroz dejaban ver las cimbreantes luces anaranjadas de los hogares, reñían con los faroles de los jardines y los fanales colgados en los portales de las casas más acomodadas. Formaban una constelación que perfilaba las calles y barrios; desdibujada por un aguanieve traslúcida que caía sobre Kyoto derramando frío. La mayoría de los que caminaban por la ciudad intentaba resguardarse usando tupidos ruanos de paja entretejida o puntiagudos sombreros improvisados con ramillas de ciprés.

El cercado, severo y rotundo, alzado con maderos de cedro perfectamente cepillados, estaba rodeado por una robusta glicinia de tallo enrevesado que, a lo largo de los años, había ido trepando ciñéndose a la estructura. Podada con mimo pocos días antes, algún meticuloso jardinero la miraría con orgullo cuando, al llegar la primavera, floreciesen los delicados ramilletes morados. Todo el conjunto, aunque discreto, dejaba entrever que la dueña de la mansión contaba con una buena provisión de fondos con los que mantener una propiedad así. Ese debía de ser el lugar.

Era habitual que, si se hacía referencia a ellas, se las nombrase como las mujeres del mundo de los sauces, pues debían adaptarse sin perder la gracia, combarse según soplase el viento, pero ser capaces de alzarse de nuevo sin perder un ápice de su majestad. Todo eran apariencias con encajes cubiertos de modales y rígidas costumbres en las que el arte y el placer físico se entremezclaban cuidadosamente, con discreción. Un universo de deleites que los extranjeros demonizaban, aunque tan arraigado en el acervo del archipiélago que ni siquiera los conversos lo rechazaban. Los privilegiados lo conocían, los menesterosos lo envidiaban y todos lo murmuraban.

No había ningún anuncio explícito, sin embargo, era evidente que en aquella casa solo servían cortesanas de la más alta clase; las que sabían usar el abanico con delicadeza etérea, las que conseguían que el plectro de marfil acariciase las cuerdas del shamisen con una sensualidad palpable, al compás de los vaivenes insinuantes de bordados de oro entretejidos en las mangas de exquisitos kimono. Solo las que supieran emplear los afeites, el polvo de arroz, las algalias, los tocados, la voz y sus propios gestos en la justa medida, haciéndose notar con elegancia pero sin caer en la aberración de lo exagerado. Y Saigo no estaba dispuesto a llamar la atención de toda la ciudad consiguiendo que se corriesen rumores sobre un ronin que se permitía una noche en la más prestigiosa casa de placer de la metrópoli.

Con disimulo, albergado por la oscuridad y el desapacible clima, había estado observando desde que llegara, en la hora del perro, tras seguir las indicaciones que le había dado un vendedor de bollos fu al que había entregado un par de monedas de cobre a cambio de un solo panecillo.

Y ya había pasado tiempo suficiente para que se consumiesen media docena de varillas de incienso, pero el ashigaru seguía soportando el frío, haciendo acopio de paciencia. Porque después de haber perdido toda esperanza, volvía a tener una remota posibilidad de éxito.

Tras descubrir la desaparición de la cabeza decapitada del magistrado, Saigo había comprendido que debía encontrar a quien se había llevado aquel macabro despojo. Sería alguien muy cercano a Ishida Mitsurani y, casi con toda certeza, sabría algo útil sobre lo acaecido en Fushimi. De modo que había considerado sus opciones y concluido que lo más fácil sería dejar a otros, con más medios y hombres al cargo, hacer el trabajo.

Era consciente de que, si él mismo intentaba seguir el rastro, haciendo indagaciones por su cuenta en una ciudad desconocida, no solo levantaría sospechas antes o después, sino que, además, le resultaría prácticamente imposible hallar una nueva huella.

Sabía que no tenía muchas opciones, no obstante, si deseaba conseguir información, aquel era un buen lugar. Lenguas que se habían soltado por las piezas de plata que Naito Ienaga le diera en el dojo del castillo se lo habían insinuado. Allí podría averiguar algo útil sobre el líder de la patrulla de Tokugawa Ieyasu encargado de la ejecución; aquel samurái estaría asumiendo personalmente las tareas de búsqueda del trofeo perdido. Tamaña afrenta no podía quedar sin castigo.

Y mientras aguardaba a que apareciese aquel sureño descrito por el bordador, reflexionaba. Se preguntaba una vez más cómo habría podido hacerse Ishida Mitsurani con los mosquetes extranjeros. Ya que, aun pese a la aparente relación del magistrado con el converso Yukinaga, las respuestas que precisaba aún le eran esquivas.

Saigo recordaba las consecuencias de la llegada de los impresionantes barcos de los primeros gaijin. Cuando era solo un niño su padre le había contado la historia.

Eran naves casi tan grandes como las de las flotas chinas. Y, tras la conmoción inicial, sin dar tiempo a que los daimyo liderados por el clan Shimazu reaccionasen, aquellos estrafalarios hombres hediondos se habían propuesto convencer a cuantos fuese posible de las bondades de su fe, sus creencias y su mundo.

Los potentados daimyo de la familia otomo habían aceptado aquellas chocantes historias sobre mujeres que concebían hijos sin contacto carnal y hombres divinos que, aun siendo inmensamente poderosos, se dejaban crucificar por sus enemigos. E incluso habían sellado los primeros tratos comerciales. Sin embargo, el ashigaru había tenido que encargarse de muchas otras cosas antes de preocuparse sobre la verdad de los hombres: las llamas de la guerra habían prendido en la gran isla de Honshu y muchos adolescentes, como el propio Saigo, habían aspirado a alcanzar la gloria.

Y los gaijin dejaron de ser importantes. Habían comenzado las campañas del visionario Oda Nobunaga; sobre el que se decía que había sido en su juventud un loco que vestía hakama hechas con piel de tigre y usaba mangas cortas, contraviniendo las rígidas normas del decoro como si no fuesen de su incumbencia. Y antes de tomar cualquier otra decisión que no fuese llevada por el impulso de la pubertad, Saigo se había encontrado luchando en el lodazal del río Ane y combatiendo en Nagashima contra los temibles monjes Ikko-Iki, que tantas veces habían atacado Kyoto.

Luego llegaron los tiempos del taiko, y la influencia de bonzos desconfiados había llevado al dignatario a promulgar decretos contra los barbudos forasteros. Aunque también era cierto que Toyotomi Hideyoshi, tan astuto como un zorro, había sabido ver el valor del comercio que le proporcionaban los singulares extranjeros e incluso había tonteado con la idea de convertirse, al menos públicamente.

Lo que no fue óbice para que, poco más tarde, se promulgasen edictos de expulsión. Se había ordenado a todos los extranjeros que se reunieran en Nagasaki para enviarlos embarcados a un lugar cerca de la desembocadura del Río de las Perlas. Y cuando semejaba que el futuro de los gaijin estaba sellado, las ansias por conquistar Korea habían reverdecido y el taiko se había olvidado de los hediondos barbudos por un tiempo.

Algunos dijeron que, en el sur, unos pocos daimyo conversos habían planeado una rebelión y que Toyotomi Hideyoshi había preferido obviar con decoro el asunto del destierro y centrarse de nuevo en la península de los comedores de ajos. Como resultado, la mayoría de los extranjeros se había quedado en la isla Kyosho, temiendo viajar por el archipiélago a no ser con salvoconductos y permisos concedidos con la venia del mismo taiko. Y en tanto, Toyotomi Hideyoshi había decidido que le convenía purgar los señoríos para salvar la dignidad, por lo que había aprovechado las circunstancias para exiliar a algunos de aquellos sospechosos de sedición y quedarse con sus predios.

Por unos años, cierta calma aparente logró perdurar, orlando cada rincón del país. Luego, queriendo acallar nuevos aires de alzamientos, al taiko no le había temblado el pulso: un buen puñado de aquellos kirishitan habían sido crucificados en Nagasaki.

Y Saigo no había vuelto a pensar en todo ello hasta esa desapacible noche de larga espera frente a la mansión de la glicinia en Kyoto.

En un solar cercano, se había acomodado en la copa desnuda de un olmo, cubierto por el esqueleto de ramas preparadas para el invierno. Llevaba tanto tiempo a la intemperie que el frío se filtraba hasta sus huesos a través de las ropas caladas, pero Saigo no se movió. Y su paciencia fue recompensada.

Cuando ya calculaba que la hora del buey comenzaba, vio salir a un samurái ebrio que daba tumbos de un lado a otro, su peinado desarreglado dejaba caer mechones desmadejados sobre las mejillas abotagadas y su contento parecía bastarle para combatir la gelidez.

La escasa luz no le permitió al ashigaru distinguir enseña alguna en los ropajes del hombre. Así que observó con atención buscando una pista. El borracho trasteaba con su obi e intentaba recomponer su desastrado aspecto. Con los palmetazos del hombre, el pequeño netsuke que sujetaba las cintas de la bolsa atada a la faja, tallado con una figura que Saigo no reconoció, cayó al suelo. Cuando el hombre se agachó para recogerlo, se desplomó, derrumbándose de bruces sobre la calle enlodada y perdiendo una de sus sandalias.

Tras unos instantes de lucha, entre gruñidos y esfuerzos, consiguió levantarse, eructó sonoramente, expelió una larga ventosidad y miró al cielo valorando la lluvia que lo empapaba terminando de deshacer su moño. El samurái logró calzarse la abarca, se volvió y cruzó de nuevo el portal después de hacer sonar la campanilla bajo el umbral y ser recibido por varios sirvientes de expresiones solícitas.

Apenas había tenido ocasión de arrebujarse en sus ropajes cuando aquel beodo salió una vez más, tambaleándose como antes, pero con un ruano cubriéndole el torso para evitar la lluvia. Trastabilló un par de veces antes de decidir qué camino tomar, y cuando lo hizo el ashigaru optó por seguirlo.

Lo más razonable era que, bajo aquel tiempo inclemente, el bushi hubiera vuelto y pasado la noche en la mansión de la glicinia, sin más, así que debía de estar obedeciendo una orden, y tenía que ser importante. Podía tratarse de uno de los hombres que estaba buscando.

No tuvo que tomar demasiadas precauciones, su perseguido estaba tan ebrio que difícilmente se hubiera dado cuenta de que iban tras él.

Saigo sabía que no se trataba del líder de la patrulla que había incitado a los habitantes de Kyoto a decapitar al magistrado con toscas sierras de bambú, no encajaba con la descripción que había oído. Pero tenía una corazonada.

Doblaron en un par de esquinas y se adentraron en un distrito donde se alzaban los caseríos que algunos daimyo de importancia mantenían en la ciudad imperial. Era una vecindad de hombres ricos y poderosos, y alguien debía de haber cedido o rentado aquella casa. Una propiedad ostentosa, con un foso tras el que se alzaba un parapeto que recordaba los tiempos convulsos de las guerras civiles. Aparte de la vivienda principal, había construcciones menores con aleros que se prodigaban sobre los paneles de madera y papel de arroz. Se veían lampiones encendidos y se oía el murmullo de gentes que se ocupaban de apartar el mobiliario y colocar los futon para que los dormitorios estuvieran listos.

Un guardia con solo grebas y protecciones en los antebrazos abrió el portalón y se inclinó respetuosamente. Y, cuando el hombre al que seguía traspasó la cerca de la hacienda, Saigo decidió volver a esperar.

Supuso que aquellos a los que vigilaba se hospedaban allí, donde debían permanecer cuando no decidían pasar la noche embriagados por el mundo de los sauces. Así que el ashigaru hizo un esfuerzo por memorizar las señas y tomó la determinación de averiguar algo sobre aquel lugar al día siguiente.

Cuando el sol ya comenzaba a alzarse y las dudas sobre si debía regresar o no a la mansión de la glicinia lo atenazaban, vio algo que alimentó sus esperanzas. Por encima de las ramas recién podadas de los árboles del jardín salió volando un pájaro ceniciento con ribetes blanqueados. Saigo tuvo el tiempo justo para ver cómo, atado a la pata rojiza del ave, iba un canutillo de bambú. Era una paloma mensajera.

Aquel borrachín había sido enviado de vuelta para que, con la luz del nuevo día, remitiese un mensaje.

Hortuño de Andrade había tardado unas semanas en darse cuenta: las caballerizas. No debería habérsela encontrado allí y menos sola. No era apropiado para una dama de compañía de la archiduquesa Margarita de Austria y Estiria, esposa de su majestad, el muy cristiano Felipe el Tercero. Pero una vez había comprendido lo que sucedía, supo que tenía su oportunidad.

Era la cuarta tarde que se escamoteaba de sus obligaciones y aguardaba a que Constanza apareciese. Estaba desesperado por arreglar la situación. Su último encuentro no había resultado como había imaginado.

Hortuño, el poderoso e influyente amanuense del valido del rey, había esperado que ella reaccionase de un modo muy distinto. Contraviniendo las órdenes del duque de Lerma, advirtiéndole de que la hacía partícipe de un secreto que no podía desvelarse, Hortuño le había dicho que Dámaso viajaría de Manila al peligroso archipiélago del Japón. Sin embargo, la menina no había acudido a él en busca de consuelo. Se había quedado callada, contorsionando sus párpados. Él había tironeado una vez más de los picos de su jubón y había procurado componer una postura digna irguiendo su escaso pecho. Pero Constanza no se había dado por aludida, había alargado un incómodo silencio, tan solo adornado por el murmullo de las conversaciones del resto de damas de la corte.

De pronto, intentando contener el llanto, ella se había deshecho en disculpas y había pedido permiso para retirarse, ignorándolo. Y Hortuño, en pie, con expresión bobalicona, había sentido el peso de la escrutadora mirada de doña Catalina de la Cerda.

Le había costado recuperarse. Hasta que se había acordado de su anterior encuentro con ella, en las caballerizas.

Y allí estaba una tarde más. Aguardando. Las órdenes para el oidor De Morga ya habían salido hacia el archipiélago de las Filipinas. Había sentido un morboso placer al ver como el duque de Lerma les daba su aprobación sin atreverse a firmarlas, para que no quedase constancia de lo que pretendía hacerse. Al enviarlas, para asegurarse de que todo fuese como había planeado, adjuntó una carta personal para su socio en Manila: Antonio de Morga se ocuparía de que Dámaso no regresase jamás.

Y, antes de que la rampante corrupción que había contribuido a diseminar por la corte se descubriese, Hortuño partiría hacia las Indias Occidentales, con ella. Se establecerían como un hacendado matrimonio de bien en algún lugar de futuro próspero, quizá en San Agustín de la Florida. Puede que en alguna de las grandes plantaciones de caña de Cuba, había oído hablar de las bondades de la bahía de Santiago. En cualquier lugar en el que las prevaricaciones y cohechos de la Villa y Corte no lo alcanzasen cuando el privado cayese en desgracia, cosa que, irremisiblemente, sucedería antes o después; estaba convencido de ello. Tanto que ya había enviado una misiva formal a la casa de los Accioli para llegar a un acuerdo con el padre de Constanza.

Pero ella no aparecía y, sin embargo, Hortuño tenía la certeza de que no le faltarían oportunidades en las que escaparse de su aya y quehaceres para concederse un rato de asueto en las caballerizas. Con los preparativos para el traslado a Valladolid, todo el palacio estaba sumido en el caos, desde los galopines a los más altos cargos del bureo de mayordomos trotaban a todas horas de un lado a otro cargando embalajes y gritando órdenes. Un farragoso desbarajuste del que ella debería poder servirse.

Faltaba poco para que en los conventos cercanos al Real Alcázar se tocase a vísperas y la tarde, fría y cubierta de la humedad que se desprendía de los suelos de la ciudad, rezumaderos de las últimas lluvias y la infinidad de pozos de Madrid, lo obligaba a arroparse con la capa y agradecer el calor dulzón que desprendía a su alrededor la mezcla de estiércol y heno. Los palafrenes resollaban de vez en cuando. A aquellas horas, no había nadie más allí, por eso la esperaba, porque sabía que, de aparecer, querría aprovechar esos momentos antes de que los mozos repasasen los pesebres, lustrasen a las monturas y las dejasen listas para la noche.

Lleno de ardor, la imagen de la menina y la vida que imaginaba con ella le servían de abrigo para combatir el fresco. Hortuño quería creerse que ella aceptaría. Solo necesitaba que escuchase, lo presentía. Y se repetía una vez tras otra, con machacona insistencia, que Constanza consentiría.

Y, como cada tarde, se refugió en aquellos pensamientos tan halagüeños. Pero, como sucedía todos los días, las visiones de una gran casa cercada por enormes extensiones cultivadas al sol del mar Caribe se pervertían rápidamente. No podía evitarlo. Antes o después, la quimera de una placentera vida se descomponía, carcomida por la carnalidad de sus bajezas. La representación de Constanza como una amante esposa se diluía; todo se reducía a la exuberancia de los rizos dorados, los matices de nácar de aquellos pómulos sonrosados, la exquisita palidez del rostro, delicado como las mejores porcelanas chinas. Y la tersa piel del cuello, y las curvas que se anunciaban más abajo, y el contoneo de las caderas a cada paso.

Sin poder refrenarse, al poco, aquel espejismo era insuficiente. Necesitaba más. Casi podía sentir los finos dedos de ella recorriendo su espalda, jugueteando en su pecho lampiño. El sofoco le cubría las mejillas y livianas gotas de tibio resudor se deslizaban por sus patillas. El lobanillo de la sien relucía; y su entrepierna empezó a palpitar.

Tenía que ser suya y, como cada tarde, antes de que pudiera darse cuenta sus manos apretujadas se deshicieron la una de la otra con un chasquido acuoso y se volvieron autónomas. Dueñas de su voluntad.

Al tiempo que sus sesos se recalentaban imaginando la voluptuosa desnudez que descubriría cuando ella aceptase lo que le convenía, la derecha intentó desatar los nudos y la izquierda empezó a restregarse contra el miembro erecto que podía palpar a través de la tela de sus ropas, en las que dejó el húmedo rastro sudoroso que anegaba sus palmas.

Se le escapó un gemido al que respondió el bufido de un bayo recién llegado de las caballerizas de Córdoba. Hortuño cerró los ojos con fuerza, obligándose para poder ver lo que tanto ansiaba: las espiras de aquellos pechos que se anunciaban generosos, el valle de la cintura, la calidez escondida en la horquilla de los muslos, resguardada por un tapiz de ensortijados vellos rubios.

La luz difusa que se escurría por los altos tragaluces colgaba de los techos las telarañas que ondulaban bajo las vigas. El punzante olor de la descomposición del estiércol fresco formaba vaharadas que crecían desde el solado. En un extremo del largo corredor central que dividía la construcción, al final de los paneles de robusta madera que, a ambos lados, conformaban las caballerizas, Hortuño había encontrado un guadarnés en el que podía ocultarse en su espera. En la pequeña estancia, sentado en un taburete con las patas melladas, rodeado por viejas bridas y cabezadas pendidas de clavos oxidados, pilas de bloques de sal, sogas, cubos y horcas para el heno. Allí se escondía el secretario. Gañía al compás de los espasmos de su cabeza, que se sacudía adelante y atrás.

Su mano apretaba con fuerza; la sensación era cercana al dolor, tal y como a él le gustaba. Había enterrado fortunas para callar las bocas de las mancebas que sabían de sus secretos de alcoba, de sus terribles vicios, de las perversiones que lo atormentaban en las noches en que lo invadía su conciencia cristiana. Pero en aquel instante la urgencia le impedía pensar en lo impío de sus costumbres, no había lugar para la contrición; quería sentirla, necesitaba que ella sustituyese su mano, que ya había empezado a moverse arriba y abajo. Se mordió los labios y la piel del mentón se tensó volviéndose blanquecina, resaltando las hebras desarregladas de su irregular barba despoblada.

Sus pies se contrajeron y las punteras de sus borceguíes se miraron la una a la otra avergonzadas, ridiculizando aún más la postura. El brazo, escuálido, bueno para lo poco que estaba haciendo en ese momento y para liarse con legajos, o para amoratar el rostro de una mujer, pero no para alzarla y llevarla hasta un lecho en el que depositarla con dulzura.

Sentía en la cerviz la inminencia del momento. Su boca se abrió y su lengua recorrió el camino de sus labios dejando un rastro brillante de baba pegajosa. Para él Constanza estaba allí, ante sus ojos cerrados, envuelta en el relumbre de una gloriosa desnudez de tersa piel marfileña. Los orbes de sus pechos se elevaban a cada inspiración haciendo vibrar los pezones. El vientre plano e inmaculado estaba listo para recibirlo, para ser marcado, para dejar en él las huellas de su pasión.

—¡Oh, buen Dios!

La voz, femenina, incluso envuelta en el espanto sonó dulce como ambrosía. La reconoció al momento.

—¡Oh…! —Estaba paralizada, cubriéndose la boca con las yemas de los dedos temblorosos y las mejillas ardiendo.

Sin necesidad de oír una sola palabra más Hortuño sintió que había escuchado toda una condena.

—Yo, lo… Será… —ella intentaba decir algo que no lograba articular.

Su hombría se desinfló y su mano sudorosa quedó ridículamente suspendida. Cuando abrió los ojos sintió como cientos de sueños pergeñados se convertían en miles de terribles pesadillas. Constanza estaba allí, ante él. Y la expresión de horror que contorsionaba sus dulces facciones era suficiente para que Hortuño comprendiese cuánto había perdido en un instante.

—¿Qué sucede?

No había sido Constanza. Era la voz atiplada de un adolescente.

—¿Estáis bien? ¿Habéis visto una rata? —el tono condescendiente dejaba claro que el muchacho rebosaba confianza.

Estaría encantado de espantar a la alimaña que había soliviantado a la dama.

Constanza ni siquiera había oído las preguntas de Juan, que caminaba hacia ella, hasta el guadarnés donde escondían las bridas que usaba la joven cuando tenía la oportunidad de montar. La menina, paralizada, no sabía qué hacer; bajo el ruedo de su falda, uno de los pies quería alzarse para darse la vuelta.

Hortuño se levantó trastabillando, perdió el equilibrio y con uno de sus brazos arrastró ramales y correajes que cayeron con estrépito. Intentaba componer excusas y salvar la situación cuando un mozo de espuelas apareció tras Constanza. Una enorme sonrisa que pronto desaparecería le cruzaba el rostro tiznado.

—Pero ¿qué…?

El amanuense del privado había ordenado matar en más de una ocasión, pero jamás se había manchado sus propias manos, ese no era su modo de hacer las cosas. Era preferible tener a alguien que cargase con las culpas. Sin embargo, cuando su mirada se desvió hasta los correajes que había hecho caer y vio el mango pulido de una horca, algo se encendió en sus entrañas.

—¿Qué diantres está…?

El mozo de espuelas no llegó a terminar la pregunta. Cuando el secretario alzó el rostro de nuevo hacia donde él estaba, Juan vio cómo el horror se transformaba en locura. Instintivamente avanzó un par de pasos y se puso delante de Constanza. En el abismo de aquellos ojos pardos que excretaban ira había algo terrible.

Ella no se dio cuenta. El semental cordobés relinchó y empezó a cocear nervioso. Hortuño se echó a andar. La mancha carnosa de su fláccido miembro se bamboleaba en el amasijo de telas de su cintura. Juan tuvo tiempo para recordar a la hija del panadero y halar sus brazos para protegerse el rostro.

La horca se alzó y Hortuño descargó todo su peso en el impulso. Era la primera vez que las débiles manos del secretario sentían el mango sobado de una herramienta de trabajo y su incompetencia condenó al pobre mozo a terribles sufrimientos.

Solo dos de las púas entraron en el vientre del muchacho atravesando el chaleco y la humilde camisa llena de lamparones. El bonete que llevaba cayó al suelo. La escasa fuerza de Hortuño solo sirvió para que los hierros aguzados penetrasen apenas un par de pulgadas, pero bastó; de una de las heridas, la del costado, empezó a manar sangre oscura y espesa.

El secretario soltó el apero con asco y se miró las palmas como si estuviesen a una distancia insalvable. Estaba intentando recomponer los pedazos de sus esperanzas, deshechas injustamente en añicos en un instante.

Constanza chilló cuando el mozo se desplomó ante ella gimiendo, vencido por el lacerante dolor que le desgarraba el riñón, tan intenso que ni siquiera conseguía gritar, apenas boquear espasmódicamente intentando llenar sus pulmones con aire suficiente. Sus dedos callosos de uñas quebradas por el trabajo rodeaban incrédulamente las afiladas púas.

Hortuño reaccionó ante los sollozos que empezaron a convulsionar los hombros de la joven y se olvidó de sus manos volviendo a centrar su atención en Constanza. Fue como una revelación, tenía que hacer algo, y de inmediato.

A través de la bruma del llanto, la menina se percató de que el hombre la miraba e intentó huir, pero sus pies seguían sin querer responder.

Él se dio cuenta de lo que ella pretendía.

Se abalanzó hacia Constanza alzando los brazos para atraparla. Tenía que detenerla.

Ella paseó su lengua de arriba abajo. Con tal lentitud que el deseo se transformó en apremio y, al cabo, en una dulce tortura. Repitió el recorrido, varias veces, en cada ocasión un poco más rápido; hasta que lo oyó resoplar y se paró. Al detenerse presionó con aquella humedad los surcos de la piel que precedían al extremo mientras gemía hondamente para complacerlo. Se apartó, y el miembro erecto pulsó llevado por la sangre que lo hinchaba.

Retirando un largo mechón de la frente para colocarlo tras una oreja con delicados dedos de finos huesos, sopló con suavidad consiguiendo que la brillante huella de su saliva se enfriase. Él corcoveó impaciente, gruñendo, incapaz de articular palabra para rogarle que continuase, la joven lo miró e hizo un significativo gesto con la mano.

—Me daréis… —Los ojos marrones se revolvieron un instante en las cuencas y, como no recordó más palabras en el idioma de él, le hizo la pregunta en el suyo—. Pwede nyo pong taasan ang bayad?

Martín alzó el rostro, acalorado y perlado de sudor. Resollando.

—¡Sí! Sí, os daré unas monedas más, pero seguid, ¡seguid! —De haberlos tenido, le hubiera entregado hasta el último de los taeles cantoneses de plata.

La muchacha sonrió complacida y abrió la boca sensualmente. Hizo deambular su lengua por los labios, humedeciéndolos, y se agachó de nuevo sobre la ingle del hombre para lamer el bálano del español.

El madrileño se dejó caer en el sencillo camastro y cerró los ojos. La joven le agarró los muslos y clavó suavemente las uñas. Descendió una vez más, llenándose con él, apretando las mejillas, esparciendo un telón de cabellera negra que cubrió las caderas de Martín. Arrastró las manos y él sintió el feble dolor de los arañazos. Al tiempo, el intenso placer del contacto de la lengua que jugueteaba con su verga lo arrastraba al borde de la locura.

Lentamente, mientras rodeaba la base con una mano, ella fue imprimiéndole ritmo a sus labios, poco a poco; preguntándose si podría estirar aún más la generosidad del soldado, haciendo que sus lacios cabellos revoloteasen caricias.

Martín, que no se acordaba de Madrid, de Manila, o cualquier otra cosa, que ni siquiera hubiera sido capaz de responder cuál era su nombre, sentía la tensión creciente en sus músculos, el calor que tironeaba de sus corvas obligándolo a doblar los dedos de los pies, engarfiados como los de un viejo reumático. Apretó las nalgas, se alzó ejerciendo fuerza con los brazos extendidos. Y, cuando tuvo la certeza de que su entrepierna iba a reventar, ella se detuvo. Cerró ligeramente los dedos que aprisionaban la raíz del falo, violentando a la delicada piel para mantenerla en tensión; aproximando el placer pero coartando su abrazo.

Por unos instantes de dulce agonía, la joven mordisqueó con la delicadeza justa para provocar una rigidez evidente en las caderas de él. Entonces, cuando Martín comenzó a murmurar incoherencias, ella relajó los dedos y empezó de nuevo a ascender y descender.

A Martín le hervía la sangre. Quería derramarse en su boca. Ya no podía aguantar más. Deseaba que ella se bebiese hasta la última gota. Sentía que su cordura se diluía; si se lo hubiese pedido en ese momento hubiera ido a nado hasta Sevilla, incluso habría accedido a liarse a palos con el duque de Lerma. Bastaba con que ella se lo rogase a cambio de no parar.

Aquella joven se estaba llevando hasta el último cuartillo de su soldada, pero él estaba convencido de que jamás había hecho mejor uso de sus dineros. Aquel lupanar, el más exclusivo de los arrabales de Manila, estaba muy por encima de las posibilidades de un simple piquero de la guarnición del fuerte de Santiago, pero el madrileño parecía no tener otro destino en la vida que el grabado en los coloridos naipes o el escondido en la horquilla que formaban los tersos muslos de una mujer. Conque, gracias a los primeros y por culpa de las segundas, en sus bolsillos crecían agujeros y su salario se acababa con más rapidez que las escasas escudillas de malcocinado que su padre le había servido en su niñez de hambrunas.

Esa tarde, tras cumplir con su guardia en el alcázar, había conseguido que Dámaso le prestase una vez más un par de reales de plata que dilapidar. Y había tardado en salir de la ciudad únicamente el tiempo necesario para llegar al convencimiento de que, como siempre sucedía, su taciturno y acreedor amigo, todavía preocupado por no haber logrado hablar con el oidor De Morga, no lo acompañaría. Había intentado persuadirlo en múltiples ocasiones, incluso le había explicado con profusión de detalles las bondades de aquella casa de lenocinio: la única en el archipiélago filipino en la que ni una sola de las mancebas tenía las erupciones con forma de clavo que llenaban los cuellos y las manos de las aquejadas con el mal francés. Un establecimiento que, si bien estaba lejos de sus economías, hacía que mereciese la pena la ruina, pues las jóvenes no solo estaban sanas, sino que eran las más bonitas de las Indias. Sin embargo, como siempre, Dámaso había preferido quedarse. Habían llegado naves desde Ciudad de los Reyes, y su amigo estaba ansioso a la espera del reparto del correo. Le había dado las monedas exhibiendo una sonrisa agridulce y había insistido en su negativa. Martín no lo comprendía, pero aquel gallego taciturno parecía empeñado en servir a la corona con la más intachable de las hojas de servicio, y todo por una inalcanzable mujer.

Aunque, en ese momento, Martín ya no se acordaba de su amigo. Percibía cómo todo en él palpitaba, preparándose para el final. Sus sesos reblandecidos solo podían pensar en aquel par de brasas candentes y húmedas que lo atenazaban.

Ella continuaba con su labor. Ascendiendo lentamente. Entreteniéndose el tiempo justo para obligarlo a rogar que continuase. Descendiendo tan rápido como era posible sin causar dolor.

Ya no aguantaba más. Con que ella siguiera haciéndolo tan solo un instante todo acabaría. Estaba a punto, al límite, cuando, inesperadamente, oyó unos aplausos.

Entre la sorpresa, la ironía y el fastidio, Martín logró abrir los ojos y recurrir a su habitual sarcasmo:

—Comprendo que puede asombrar —dijo mirando significativamente lo que la muchacha sostenía en su mano—. Pero puedo aseguraros que no me hacen falta ánimos para ocuparme de la tarea…

No le siguieron la gracia. Una mujer mucho más mayor, ajada, con la historia de una vida difícil impresa en el rostro, había irrumpido en la modesta estancia batiendo palmas y aullando una mezcolanza incomprensible de idiomas que, sin duda, había aprendido tras años echando a marinos, soldados y borrachos del prostíbulo que regentaba.

—¡Fuera! Labas! ¡Fuera! Wala!Out! Vamos, vamos… —Tenía el rostro mustio, estragado por la edad y las noches de insomnio, y los pellejos de sus brazos se agitaban mientras chillaba con ansia—. Rápido, rápido, bilis! Fora! ¡Aprisa! ¡Largo! Yalah, yalah!

La muchacha se incorporó sobre uno de sus codos y se limpió la comisura de los labios con el reverso de la mano libre. Martín quiso entonces gritarle a la madama que fuese a pasear un rato por todos los infiernos. Iba a mandarla a capar micos a dentelladas en la selva cuando oyó algo que le hizo callar:

—Kailangan nating intindihin ang nakakataas na si De Morga. Natutuwa sya. Pabayaan mo ang patay gutom na yan, bilis, gusto ni De Morga na pumili ng ilang babae. Lumabas na tayo, pabayaan mo na yan! —contestó la dueña del lupanar a las preguntas de la joven.

Solo había entendido un par de palabras sueltas, no llevaba tanto tiempo en Manila como para comprender la lengua, pero le había parecido captar que, además de referirse a él como pobre muerto de hambre, la madama también había mencionado un nombre conocido. Y no tuvo tiempo para darle importancia, porque mientras le lanzaba los calzones, recién recogidos del suelo, la ajada mujer le berreaba para que se marchase a la vez que extendía una mano para cobrar la deuda.

—No, no os daré ni un ochavo, esperaré hasta que vuelva Inés y, cuando termine lo que ha empezado —dijo señalando sin pudor su erección—, entonces tendréis vuestro dinero.

Lo hizo, además, sabiendo que así le podría dar algún dinero de sobra a la joven. Pues, al pagarle a ella evitando la intermediación de la madama, tendría ocasión de dejarle una propina a la muchacha; de la que, inevitablemente, se había encariñado en los últimos tiempos.

—Así que traedme vino… Y algo de comer para reponer fuerzas. Yo la esperaré —insistió el madrileño al tiempo que se erguía, echaba los brazos hacia atrás y cruzaba las manos tras la nuca.

La madama, disgustada por la negativa y siendo consciente de que no dispondría de ninguna de las muchachas en un buen rato, consideró por un momento retomar los viejos hábitos, a ver si podía deshacerse del español. Y, acercándose al lecho, hizo ademán de inclinarse sobre Martín, que reaccionó de inmediato escandalizado.

—¡Fuera, bicho! Pero ¿en qué demonios estáis pensando? —le gritó echándose a un lado y, ahora sí, protegiéndose la entrepierna—. ¡Aunque fuese gratis! Si podríais ser mi abuela…

Había sido bella, tanto como para que los caudales ganados en los años de colonización con los marinos de Castilla le hubieran permitido regentar su propio negocio. Pero el tiempo había pasado, su nombre daba fe de ello, no había sido bautizada, no llevaba un apelativo español, como las jóvenes mancebas que contrataba, se llamaba Baitan, aunque hacía mucho, demasiado, que no escuchaba a nadie dirigirse a ella de esa guisa. Aún podía recordar la última vez, del mismo modo que era capaz de describirlo a él mientras lo decía. Pero habían llegado los españoles, con sus armas y su avaricia, y ella lo había perdido todo, obligada a cambiar sus esperanzas por un sordo rencor.

Habría seguido siendo hermosa de no haber sido por los excesos de la vida que había llevado, la única que le habían dejado después de que, con él, su futuro agonizase por culpa de una bala de mosquete. Así que un asomo de orgullo pasado relampagueó en sus ojos ante el rechazo, pero luego pensó en las tareas que debería atender esa noche, tan ajetreada tras la llegada de la flota y la visita del oidor, y cogió la muñeca de la joven Inés.

Cuando ambas mujeres apartaban la cortina de lienzo que hacía las veces de puerta, Martín se volvió a acostar e insistió en su petición.

—¡Que vuelva en cuanto termine! ¡Y que traigan manduca!

La madama hizo un gesto obsceno y murmuró algo que el madrileño no comprendió. Luego desapareció tras la tela arrastrando a la joven, que intentaba componer el sencillo vestido encima de su esbelto cuerpo, permitiéndole al español echar un último y libidinoso vistazo a las bien formadas nalgas.

Cuando se quedó a solas, Martín se preguntó si realmente había escuchado a la mujer mencionar el nombre del ilustre juez de la Audiencia de Manila; o si había sido únicamente un malentendido. Como cualquier otro de los soldados destinados en Filipinas, el madrileño había participado de las lenguaraces habladurías que tildaban al insigne don Antonio de Morga de bebedor sin freno y vicioso putañero, pero casi cualquier superior era objeto de vejaciones semejantes en las largas y aburridas guardias sobre el adarve del murallón que cercaba el fuerte. Sin embargo, no le costaba imaginarse al esmirriado bigote del oidor hocicando en una jarra de vino o entre las piernas de una muchacha a la que doblara la edad. Todos sabían que había abandonado el puesto de consejero de la gobernación por desavenencias con la ristra completa de gobernadores que habían desfilado por la colonia, y muchos decían que lo había hecho porque, desde su nuevo cargo en la Audiencia, podía arreglárselas para manejar con mayor impunidad la retahíla de chanchullos con los que parecía estar enriqueciéndose a ojos vistas. Y, además, como el resto en la guarnición, Martín había oído sobre su lamentable papel en la batalla contra los holandeses frente al islote de la Fortuna.

Fuese o no el oidor de la Audiencia, lo obvio era que el nuevo cliente no solo disponía de fondos para requerir a todas las muchachas y elegir a placer, sino que también tenía dineros suficientes para despilfarrarlos en lo que debía de ser una gran celebración; a juzgar por la algarabía que pronto llenó hasta el último rincón del lupanar con alegres grititos de las jóvenes y aparatosos ruidos de menaje.

Sin embargo, esa duda intrascendente sobre la identidad de aquel afortunado derrochador se disipó pronto; en cuanto la propia madama, con evidente desdén, le trajo un poco de vino, acompañado de algo de pan y queso, viandas más del gusto de los españoles que la mayoría de los guisados filipinos, pero que, como bien sabía Martín, le saldrían mucho más caras.

Apaciguada el hambre, Martín dormitó a ratos intentando encontrar una nueva excusa para agrandar el préstamo que su amigo Dámaso le venía ensanchando desde que habían puesto pie en Manila.

Cuando, horas después, regresó la joven Inés, encontró en breve otros asuntos mucho más apetecibles en los que ocupar su mente, y tampoco volvió a pensar en ese manirroto cliente que le había coartado la velada.

Mientras la moza retomaba con exquisita dulzura las tareas pendientes y el madrileño comenzaba a gemir, desde el salón central llegaba el cuchicheo contento de la madama, que recontaba los pesados reales de plata. Un poco más allá, en la habitación más lujosa de la casa, una decorada a la manera del continente: con una gran cama con dosel, jofaina, bacía bajo espejo pulido, y hasta con una cómoda en la que se guardaban los mejores vestidos de las mancebas; sobre el amplio lecho, espatarrado, con los escasos cabellos esparcidos, sin más ropa que un trozo de colcha que apenas le cubría las vergüenzas y se escurría desde su abultado vientre, con una estúpida sonrisa de satisfacción cruzada en el rostro, el ilustre juez don Antonio de Morga se quedaba dormido.

Su respuesta al mensaje de Hortuño de Andrade que había recibido la tarde anterior ya estaba en las bodegas de una fragata fondeada en Cavite y, por primera vez en meses, el oidor pasaría la noche sin que las preocupaciones amenazasen con volverle loco, había aceptado el trato que le proponían desde Madrid, y su conciencia le molestaba mucho menos de lo que le había molestado su orgullo malherido o sus maltrechas finanzas tras el naufragio del San Diego.

Las nubes fueron perdiendo poco a poco su aspecto de deshollinador y el sol, a medida que conseguía espantarlas, fue labrándose un hueco en el horizonte, entreverando las siluetas de los montes Hiei y Otowa. El frescor de la mañana se fue disipando. El aire entibiado secaba las calles. La ciudad despertaba.

Las forjas y los hornos comenzaron a humear, las cocinas empezaron a compartir sus aromas. Ya circulaban los palanquines de quienes los podían pagar, y los esportilleros corrían de un barrio a otro haciendo recados para los artesanos.

Saigo, entumecido tras la velada de guardia al relente, agradeció el calor que el día levantaba. El cansancio había empezado a hacer mella en él, pero estaba decidido a no retirarse hasta que viese salir a todos los clientes que habían pasado la noche en la mansión de la glicinia. Tras ver partir a la paloma mensajera, había regresado a su atalaya en el olmo porque quería confirmar sus sospechas; tenía que saber si, en efecto, los hombres que buscaba habían pasado la noche allí. Además, quería ver el rostro de aquel sureño.

El portalón principal se abrió y un grupo de hombres obesos, vestidos con lujosos kimono, salió del caserío para acercarse a las angarillas que los esperaban. Los unos reían a carcajadas las bromas de los otros, alguno se llevaba las manos a la frente para mitigar la claridad, dos de ellos tenían el rostro marcado por los excesos de la velada. Sus voces estruendosas y los comentarios sobre los cierres de cuentas para el año nuevo los delataron como mercaderes.

Corriendo, llegó un chico con una caja lacada a la espalda. Y a punto estuvo de darse de bruces con el más orondo de los marchantes. Pero alzó la cabeza justo antes y consiguió detenerse a tiempo de evitar un altercado. Todo su flequillo se abalanzó sobre las cejas y, bajo la mirada admonitoria del comerciante, el zagal se inclinó con tanta prisa que las cinchas de sus hombros se aflojaron y el canto de la mochila le golpeó la nuca.

Hizo esfuerzos evidentes por mantenerse impertérrito, aguantando el rapapolvo hasta que los comerciantes se instalaron en los palanquines y, a la vez que los porteadores resoplaron, los labios de Saigo se inclinaron en una sonrisa benévola.

Al poco, lo vio alzarse echando temerosos vistazos sobre el hombro y, cuando dobló la esquina, el ashigaru tuvo una idea.

El crío fue recibido en una puerta mucho más discreta del lateral de la residencia, por un hombre de ropas humildes con el cabello arreglado según la costumbre de los médicos; quizá, como muchos otros en su profesión, buscaba darle dignidad al oficio y no era, en realidad, más que uno de los cocineros. El mozo desapareció por un rato en el interior de la mansión y, cuando salió de nuevo, llevando la caja colgada de un brazo laxo, Saigo fue tras él.

Acortó por una bocacalle para adelantarlo en la siguiente esquina y, tras apurar el paso, se plantó ante el muchacho, que se detuvo dudando de si debía o no postrarse. Los sables delataban la condición de samurái , y el arco parecía de la mejor calidad, pero no llevaba siquiera una ligera armadura de bambú y sus ropas, gastadas, estaban empapadas.

El rostro del chiquillo reflejó sus titubeos. Finalmente, con una agitación del cairel que peinaba, pensando que sería mucho mejor excederse que resultar poco servicial, se postró con auténtica devoción. Fue un gesto impulsivo y la caja estuvo a punto de golpear el suelo, por lo que el chico hubo de apurarse en un bracear de manos en el que casi perdió el equilibrio.

Saigo evitó sonreír de nuevo y exageró el gesto. El voluntarioso crío le recordaba a su hijo. El muchacho alzó los ojos intentando ver a través del flequillo, sin atreverse a hablar en primer lugar.

—¿Se alojan en la casa de té los hombres de la patrulla que trajo al magistrado? —preguntó usando el eufemismo para no resultar grosero.

El esportillero, que había comprendido, se alzó con prisas y contestó efusivamente.

—No, no se hospedan en la residencia de la dama Sayako. Nadie lo hace —aclaró riéndose con alegre picardía infantil—, pero a veces los visitantes se quedan dormidos —explicó evidenciando por su expresión que no llegaba a entender las implicaciones de aquella afirmación—. ¿Necesitáis que les dé un mensaje? —preguntó solícito—. Son buenos clientes y vienen casi todas las noches, y yo tendré que volver en dos días a traer más polvo de arroz —respondió atropellando las palabras.

El ashigaru no dejó traslucir su contento por haber visto su intuición confirmada, solo asintió. No pensaba ponerse en contacto con la patrulla, ellos estaban haciendo su trabajo por él; estarían buscando al que se había llevado la cabeza de Ishida. Era posible que tuviese que armarse de paciencia, pero esperar era su mejor opción. Se hurgó en la manga y sacó una moneda de cobre para el zagal.

Ahora, gracias a la información que le había proporcionado el crío y a lo que había visto la noche anterior, ya sabía lo que debía hacer.

* * *

Hubo de aguardar tres semanas. Aunque tuvo la fortuna de que el tiempo no empeorase y, al menos, pudo mantenerse seco. Durante la tarde recorría la ciudad haciendo preguntas discretas, pasaba las noches montando guardia y, cuando la mansión de la glicinia empezaba a vaciarse por las mañanas, buscaba cada día un lugar distinto en el que acomodarse; la mayor parte de las ocasiones, entre las viviendas abandonadas que pertenecieran a los señores feudales de los ejércitos del oeste, a los que Tokugawa Ieyasu, tras la victoria en el valle de Sekigahara, había privado de cuanto poseían.

Esa noche, bajo un cielo limpio en el que alguna deidad soplaba las brasas de las estrellas para avivarlas, la luna pasó sobre él envuelta en un halo que anunciaba la llegada de las primeras nieves. Y Saigo, resignado, esperó no estar equivocado.

Sin embargo, su perseverancia se vio recompensada tras tantas jornadas infructuosas. Poco antes de que amaneciera se repitió el ritual. Apareció el mismo samurái , aunque esta vez no perdió su sandalia y tampoco hubo de pedir una prenda con la que protegerse de la lluvia. Y lo siguió de nuevo callejeando por Kyoto hasta el ostentoso caserío donde parecían hospedarse los hombres del sureño.

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