Ronin

Ronin


Quinto magari. Naufragio

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Quinto magari

NAUFRAGIO

Puede decirse que la navegación de las Filipinas

a las Américas es la más larga y terrible del mundo…

Gemelli Carreri, Diario

Hortuño no volvió a subir, ni siquiera para traer un poco de agua. Y Constanza no sabía cuánto tiempo había pasado; una eternidad que las sombras polvorientas habían ido midiendo al desplazarse lentamente sobre las viejas tablas.

No había escuchado un solo ruido, únicamente los graznidos que llegaban desde más allá de la sucia ventana. Y, aunque intentaba no pensar en ello, de tanto en tanto, un escalofrío le recorría la espalda; quizá él la había abandonado allí.

Sus labios resecos y agrietados protestaban. Su garganta era un camino polvoriento en la canícula del verano. Tenía mucha sed, un hambre atroz torturaba su estómago, y entre sus sienes percibía un intenso dolor palpitante que agujereaba las cuencas de sus ojos. Pero el mayor tormento eran sus muñecas laceradas; las ligaduras habían ido abriéndose camino, y tenía la angustiosa sensación de que las fibras de la basta cuerda habían obrado su carne hasta llegar al hueso. El más mínimo movimiento la obligaba a apretar las mandíbulas hasta temer que sus dientes se rompieran como cáscaras pisoteadas.

Aun así, no pensaba gritar. Podía ser que él siguiese allí, en algún rincón oscuro del piso de abajo, y ella no iba a concederle el lujo de oír sus lamentos.

Había llorado, intentado consolarse en el rezo, caído en la desesperación y, finalmente, contemplando el abismo desde el cantil de la locura, había encontrado una esperanza a la que aferrarse.

Se había pasado horas frotando las cuerdas de esparto con el canto de uno de aquellos cajones, uno del que sobresalía la cabeza de un clavo mal amartillado. Desafortunadamente, hasta ese momento, solo había conseguido hacerse aún más daño.

Sin embargo, no desfallecería; porque no lograba dejar de pensar en lo que Hortuño le había dicho. Y el horror de una vida en la que no podría volver a encontrarse con Dámaso espoleaba su voluntad. Tenía que salvarlo.

Debía escapar. Llegar a Madrid.

Y entonces se detuvo, ignorando las protestas de su piel lacerada. Había caído en la cuenta de que, aun cuando consiguiera romper las ligaduras, encontrar el modo de salir de aquella casa polvorienta, y llegar hasta la capital, en la corte estaría rodeada de hombres y lacayos que trabajaban y se debían al duque de Lerma, el privado del rey, el grande de España que había elegido como lacayo de confianza a Hortuño. No la creerían.

Nadie lo sabía. Habrían encontrado el cadáver del pobre Juan en el heno ensangrentado, pero quién aceptaría que uno de los secretarios del valido de Felipe III era el culpable. La echarían en falta. Incluso alguien podría preguntarse si ambos sucesos no estarían relacionados, no obstante, en la rígida formalidad del gobierno de los austridas, a ninguno de los cortesanos se le ocurriría pensar que el ilustre Hortuño de Andrade hubiera sido capaz de cometer semejantes tropelías.

Un graznido áspero volvió a romper la quietud. De pronto, todos sus esfuerzos le parecieron inútiles. No le bastaría con llegar a Madrid y lograr que la creyesen, luego tendría que encontrar el modo de impedir que matasen a Dámaso, perdido en algún lugar a miles de leguas de distancia.

—¿Y qué debe hacerse ahora?

Le había preguntado su padre palmeando el hocico de un manso rabicano que miraba con grandes ojos dulces a la pequeña amazona caída.

La niña Constanza, intentando contener las lágrimas, se había frotado las rodillas con manos menudas que, para disgusto de su madre, tenían el saludable tono dorado de demasiadas tardes al sol.

—¿Quedarse ahí lamentándolo? —había insistido Gualterio Accioli refrenando la severidad.

La cría no había sabido qué responder. En aquel momento la idea de un paseo a caballo por entre las praderías donde las labruscas maduraban sus racimos de uvas silvestres ya no le parecía tan buena idea.

—Es mejor levantarse y volver a montar. —Y Constanza recordaba cómo el dócil garañón había piafado como para darle la razón a su padre—. Eso es lo que uno debe hacer. Como el león rampante de nuestro escudo, en pie, con orgullo, como una verdadera Accioli.

Y la chiquilla había asentido.

—Volver a montar —susurró en aquel desván polvoriento.

Y empezó de nuevo. Frotando las ligaduras con la cabeza torcida y oxidada de aquel clavo.

* * *

Sobre el lecho de cenizas de la chimenea, las brasas brillaban, recordaban a filigranas de los estampados chiné con los que se decoraban las sedas que llegaban desde las Indias Orientales.

Al amor de la lumbre, la reina Margarita charlaba tranquilamente con las que, y tenía la certeza, eran las dos únicas personas en las que podía confiar en palacio: su confesor y la más querida de sus damas de compañía.

—Y todo el asunto de Valladolid hiede como bosta fresca —reconoció el sacerdote con la voz engolada y el rostro tan tieso como era habitual en él—, como un enorme montón de bosta fresca.

La monarca, que conocía desde que tenía uso de razón a aquel hombre altivo de narices tan prominentes como para que sus labios viviesen en sombras perpetuas, ni siquiera tuvo que fingir al escandalizarse por tan soez comentario, impropio del austero y rígido Richard Haller. Dejó los ojos en blanco echando la cabeza atrás y uno de los rizos pelirrojos de su prieta melena se fugó del tenso recogido. Sus manos abandonaron el abultado regazo, entregado a la preñez, y el dogo blanquinegro que descansaba a su lado se alzó sobre las patas delanteras, preocupado por la agitación de su ama. Pero antes de que la reina pudiese reprender al ignaciano, intervino María de Sidonia para caldear aún más el ambiente:

—Como si eso fuera lo único que apesta… Y su timorata posición en Flandes, o el tira y afloja que se trae con el almirante de Castilla, o sus apaños con el corregidor —enumeró con hastío la dama de compañía—, por no hablar de todos los caprichos que se ha concedido en estos mismos pasillos de palacio, haciendo y deshaciendo a su antojo…

La reina sabía bien de qué hablaba su menina. Y allí mismo, junto a ella, en aquella sala de la torre del Real Alcázar, de las pocas que no estaban en obras, se encontraban pruebas de los oscuros tejemanejes del valido de su majestad. Sus dos acompañantes eran de los pocos a su alrededor que no habían sido vilipendiados, denostados o, simplemente, ignorados por el privado del rey. Al menos hasta ese momento.

A su llegada a Madrid, para confirmar su matrimonio por poderes con el que ascendiera al trono de España como el tercero de los Felipes, Margarita de Austria ya había sido objeto de las sutiles amenazas e indirectas de Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma. Y, aun sin pretenderlo, se había visto obligada a romper con una antigua tradición de la corte trayéndose desde Graz al jesuita bávaro que había sido su confesor desde la más tierna infancia. Una contradicción que, además de levantar ampollas, rompía con la costumbre de que los sacerdotes de la casa real fuesen franciscanos; pero que resultó ser el único modo de librarse de las presiones del valido.

Oponiéndose a aquella decisión, el duque de Lerma se había empeñado en que alguien de su cuerda fuese el responsable del confesionario de la reina. Lo que había constituido uno de los primeros duelos entre la monarca y el hombre que contaba con la privanza de su esposo, ya que el valido estaba deseando mandar de vuelta a Richard Haller al corazón del Imperio y perderlo de vista. Y Margarita de Austria estaba convencida de que aquel desplante había definido pronto dos facciones intestinas de la corte que, primero con prudencia y, más tarde, sin pudor ante los rumores, se habían venido enfrentando en una escalada que no presagiaba nada bueno.

Subrepticiamente, poco a poco, el privado había ido infiltrando a gentes de su apego en el círculo de damas de compañía de la monarca, que ya apenas podía fiarse de alguien más que de su favorita, María de Sidonia y Siderer.

Y había mucho más. El duque había cambiado a la camarera mayor para poner a su propia esposa al frente de las gentes de la reina en palacio. Incluso había sustituido al maestresala por un cuñado suyo, una codiciosa sabandija casada con Leonor Sandoval, a la que el privado, antes incluso de que la reina saliese de cuentas, ya proponía como aya para la vida que crecía en el vientre de la monarca.

Pero con aquella insinuación el valido había llegado demasiado lejos. La reina Margarita había ya decidido el futuro de su primogénito: si nacía varón sería el cuarto de los Felipes, algo que se daba por descontado; si no, y ella tenía el convencimiento de que sería una niña, la pequeña se bautizaría con el nombre de Ana y traería grandeza al trono de España. La monarca sabía que María de Medici estaba también en cinta, esperando dar a luz al heredero de la corona de Francia, y la reina Margarita anhelaba, secretamente, que en breve llegase al mundo un nuevo Luis para ser delfín de los francos. Y planeaba hacer lo que fuese menester para que su hija se casase con el príncipe galo que estaba por nacer.

—Efectivamente —concedió el confesor agitando sus cabellos blancos—, efectivamente. Se ha rodeado de una camarilla de aduladores codiciosos capaces de vender su alma al diablo…

—O a su propia madre por un ardite —dijo sin recato la menina.

El dogo olisqueó cariñosamente la mano de la reina, que respiró incómoda por las molestias de su estado. Sentía cómo los pies hinchados se apretaban en la piel de sus borceguíes y la pequeña, revoltosa en el seno, presionaba su bajo pecho haciendo que le costase encontrar una postura confortable.

—De acuerdo —terció la monarca intentando sacar algo en claro de aquel concilio—, esas son verdades que conocemos, nadie en su sano juicio alberga duda alguna al respecto. Sin embargo, repetirlas hasta la saciedad no va a ayudar —afirmó mientras se recolocaba el mechón de pelo que le bailaba sobre la pecosa mejilla—. Debemos hacer algo para evitar que el poder del duque siga medrando…

—Es como una comadreja —dijo la dama de compañía sin poder contenerse.

La reina rascó la enorme cabeza cuadrada del perro, que la miró con aire bondadoso, e ignoró el impulsivo comentario de su dama de compañía.

—Lo que debemos hacer es buscar aliados —indicó—, y usar la información que tenemos. Hay que intentar hablar con la esposa del almirante —ordenó con sutileza al tiempo que miraba hacia su confesor—, si lo que nos han contado es cierto…

Richard Haller, aludido, pensó que podía concederse la venia de intervenir.

—Si me lo permitís, alteza, creo que deberíais hablar con su ilustre merced el rey. —El jesuita tragó saliva un instante—. Quizá si su majestad pensase un poco menos en las cace…

La reina Margarita era joven, pero había sido educada en la más estricta de las cortes, con los mejores preceptores, y preparada desde el mismo día de su nacimiento para ocupar el trono; por lo que, aun siendo cierto que su esposo no era un monarca que ejerciese su cargo como debía, dejando que el privado gobernase, no pensaba permitir que su confesor cuestionase al rey de España.

—Opiniones y lenguas cada cual tiene la suya. Y la diferencia entre los cabales y los mentecatos es que los primeros se guardan las unas y atan las otras; mientras que los segundos son incapaces de hacer ni lo uno ni lo otro —dijo con una severidad que su can refrendó alzando levemente los belfos hacia el bávaro.

El sacerdote se dio cuenta de que se había excedido e inclinó el rostro respetuosamente, pidiendo disculpas sin atreverse a decir nada más.

—Así que hablaréis discretamente con la esposa del almirante —le dijo la reina mirándolo con vehemente frialdad—. Y en cuanto a vos —continuó volviéndose hacia su dama de compañía—, intentaréis averiguar con quién podemos contar en estos pasillos, pero con sutileza, no podemos permitir que doña Catalina se aperciba de lo que estamos haciendo —advirtió refiriéndose a la esposa del valido—. Ahora bien, eso no será suficiente…

La reina sabía que en la Villa y Corte muchos compartían su animadversión hacia el duque de Lerma, y no solo porque el valido los hubiese perjudicado con sus tropelías, sino porque se percataban de que el antaño poderoso imperio español, ahogado en un océano de inútil burocracia, se estaba despedazando tras los fracasos políticos y militares de los últimos años. Como también era consciente de que esos sentires contrarios de nada servían, porque su esposo, demasiado preocupado por los venados y la caza, no prescindiría del hombre en el que había depositado su confianza a no ser que no le quedase otro remedio.

—Lo que precisamos es que el pueblo quiera su cabeza —declaró sorprendiendo a sus dos acompañantes y aburriendo al dogo, que se echó al suelo ahogando un gran bostezo—. Ese es el camino a seguir… Pero hay que ser cuidadosos, no podemos permitir que los desmanes de unos pocos pongan en entredicho a la corona, el privado debe ser el único que resulte malparado y no puede conocerse que atales opiniones parten del mismo palacio —puntualizó levantando un dedo y retrepándose en el asiento para acomodarse—. Debemos apoyar a cualquier escritorzuelo al que se le ocurra una copla que ridiculice al duque, hay que conseguir que en cada esquina de la ciudad circulen rumores que cuestionen su gobierno y sus decisiones…

El bebé quiso mostrarse de acuerdo y se movió con brusquedad, obligando a la reina a callar un instante mientras procuraba mitigar el repentino dolor.

—… Tenemos que airear todos los trapos sucios de la casa de Lerma, y no será fácil, es un hombre comedido —afirmó conteniéndose.

—¿Comedido?, ¿comedido? —refunfuñó María de Sidonia—. Ya lo he dicho y lo repetiré, es una sanguijuela ladina que baila al viento que le place, diciendo lo que más le cuadre según quien escuche, pero haciendo lo que más le convenga sin importar si se contradice a sí mismo.

La reina ignoró una vez más la temperamental salida de su menina y continuó exponiendo sus argumentos.

—Lo ideal sería encontrar algún asunto turbio relacionado con el propio duque o alguno de sus hombres de confianza —aventuró—, algo ruin a ojos del pueblo llano… Sus presiones en el Consejo de Indias, o el revoltijo de sobornos en Ciudad de los Reyes no sirven; ha de ser más cercano… Algo que las gentes sientan como suyo…

Pensaba en qué añadir cuando su pequeña, revoltosa como siempre, pareció calmarse; y la reina sintió cómo la presión en su pecho se aliviaba y podía respirar con facilidad.

Era una madre primeriza, y no supo ver que el alivio que sentía era una de las primeras señales del difícil parto que se aproximaba.

A medida que el ocaso le ganaba la partida al día, la desolación de la vivienda abandonada se convertía en un laberinto de sombras inquietantes en las que Hortuño veía una amenaza tras otra. Sus más íntimos miedos cabalgaban desbocados. Temía haberlo perdido todo.

A la vuelta de cada esquina le parecía vislumbrar una silueta que aguardara la oportunidad de abalanzarse sobre él. Entre la penumbra creciente le parecía ver por todos lados las trusas acuchilladas que vestían los hombres del sayón; como si toda una legión de justicias estuviera esperando a que se descuidase.

No sentía el más mínimo remordimiento por todo lo que había sucedido, lo único que realmente le preocupaba era acabar bajo el peso de los grilletes, a la espera de que ni siquiera el hecho de haber manipulado la elección del mismo alguacil de Madrid le sirviese para librarse. No quería perder lo que tenía, todo lo que había conseguido a lo largo de años de sacrificado esfuerzo.

Repasaba los acontecimientos e iba tejiendo enmarañadas excusas para alejar la culpa. Era inocente, no había hecho nada malo. Solo amarla.

Un sudor rancio se resguardaba en sus cejas y, de tanto en tanto, una gota se escurría hasta sus párpados haciendo que los ojos le escociesen, pero sus manos entrelazadas no abandonaban el abrazo con el que atrapaban las rodillas. Estaba en un rincón, refugiado en la paulatina oscuridad. Tenía el escaso pelo revuelto y sucio, pegoteado junto al lobanillo que palpitaba en su sien. Sus ojos saltones estaban tan abiertos que parecían a punto de escaparse al siguiente parpadeo. Miraba fijamente sin ver nada frente a él y, al escuchar el crujir de las tablas del piso de arriba, pensó de nuevo en ella.

Quizá no todo se hubiera ido al traste; el mozo estaba muerto, si el único testigo también moría, nada le impediría regresar a sus despachos de la torre dorada.

Podía matarla y abandonarla en el bosque; como una víctima de bandoleros. Con el tiempo incluso cabría inventar alguna mentira plausible o, mejor aún, un cruce de falacias que dejase al señor de Accioli tranquilo a la vez que barría cualquier posible sospecha en la corte. Si ella desaparecía podría poner coto a las desgracias que lo amenazaban.

* * *

Las carcomidas tablas la traicionaban chirriando, y Constanza miraba angustiada hacia el ángulo en penumbras de las escaleras.

Las muñecas le sangraban y había desgarrado el ruedo de la falda para improvisar unos vendajes. Pero lo había conseguido, tenía las manos libres, aunque no sabía cuál debía ser el siguiente paso. No se atrevía a bajar por aquellos lóbregos peldaños, estaba convencida de que su captor la estaría esperando.

Caminaba de un lado a otro tanteando de puntillas antes de asentar el pie. Intentando no pensar en Dámaso y buscando una vía de escape. Sin embargo, allí no había más que aquellas enormes cajas y no tenía modo de abrirlas para comprobar si en su interior podría encontrar algo de utilidad.

Cuando había dado ya dos vueltas completas, se dejó caer tan sigilosamente como pudo junto a la sucia ventana y se sintió tan desdichada que incluso echó en falta los graznidos altisonantes de la corneja.

No podía apartar de sí el recuerdo del horrible gesto de sorpresa de Juan al sentir que las púas de la horca le atravesaban las entrañas. Tenía tanta sed que su lengua hinchada parecía a punto de romperle los dientes, el dolor migraba por su cuerpo entreteniéndose en todas y cada una de sus articulaciones. Y el miedo a no volver a ver a su amado era casi palpable.

Miró los burdos vendajes y se sintió horrorizada por las manchas retorcidas de tonos parduzcos de su propia sangre seca. Al volverlas vio arañazos, mugre, restos rojizos y las uñas melladas. Estaba a punto de desfallecer.

Echó la cabeza atrás cerrando los ojos e intentó descansar apoyándose en el enyesado desconchado bajo el alféizar de la ventana.

Estaba tan exhausta que la dulce tentación de dejarse atrapar por el sueño resultaba irresistible. Y, antes de que pudiese darse cuenta, su voluntad cedió y empezó a conformarse. Se deslizó hasta quedar tumbada y se acurrucó. Se prometió a sí misma que sería solo por unos breves momentos, que enseguida seguiría buscando el modo de huir.

Se quedó dormida y los ruidos que comenzaron en el piso de abajo no llegaron a despertarla. Hortuño se afanaba, preparándose. Pero Constanza no podía oírlo, estaba soñando. Dámaso la acompañaba, hablaba sobre las verdes montañas de su Galicia natal, del lugar en el que podrían vivir. Había mucha gente a su alrededor y todos miraban hacia el cielo disfrutando de las peripecias de los atrevidos alambristas que arriesgaban su vida a varas de altura sobre el empedrado de la plaza. Incluso le pareció percibir el aroma meloso de los buñuelos recién hechos de un puesto ambulante. Él le cogía la mano sin recato y ella sonreía. Eran felices.

Una pequeña polilla de alas pardas y manchadas salió del canto de uno de los cajones y echó a volar. Tras ella quedaba la puesta para una nueva generación. Sus larvas se alimentarían de carísimos pliegos de las sedas más exquisitas que Antonio de Morga había enviado desde Manila. Se paseó indecisa sobre la joven dormida y se posó en la pared, no lejos de los largos bucles dorados de la melena de la muchacha. Batió sus alas como si quisiera librarse del polvo, y se quedó quieta hasta que se abrió la puerta al final de la escalera. El ruido la convenció de buscar un rincón más tranquilo.

Hortuño, desde el quicio desvencijado, con la manija en una mano y una hachuela que usaba para abrir los arcones en la otra, miraba la sucesión de tabicas de los viejos y malbaratados peldaños. Solo tenía que subir y acabar con todo aquello.

Constanza no oyó aquellos ruidos. Dámaso se estaba ofreciendo a comprarle unos buñuelos.

El pie de Hortuño se alzó dispuesto. Pero antes de llegar a apoyarlo, el secretario del valido se retiró de golpe y cerró con movimientos convulsos. La amaba, no quería renunciar a ella. No tenía por qué perderla. Ella lo comprendería, antes o después. Y le correspondería. Su mano izquierda dudaba, pensaba en abrir de nuevo.

Más allá del bosque morían las últimas luces anaranjadas en el horizonte del ocaso y las alimañas abandonaban sus guaridas para acechar en la noche.

Constanza tuvo suerte, una jineta de caza fue demasiado ambiciosa y la corneja, al huir indignada, graznó. La joven Accioli se despertó envuelta en la ominosa sensación de estar en peligro. Abrió los ojos de golpe, pero no se movió. Se limitó a escuchar. Ruidos apagados le llegaron del piso inferior.

Esperó hasta estar segura de que seguía sola y se levantó con cuidado. Sus muñecas protestaron y, al ver aquellos harapos atados, Constanza tuvo una idea.

Al primer intento no sucedió nada, parecía atorada, y tuvo miedo de hacer más fuerza, quizá la ventana chirriase.

Pero tras varios fiascos, el marco cedió apenas una pulgada; y a partir de entonces fue fácil, la sucia hoja se abrió y el aire fresco de la noche le alborotó el cabello revuelto. Estuvo a punto de gritar, ya había conseguido su primera meta. Se inclinó hacia delante y observó.

Hortuño, indeciso, había dado unos cuantos pasos hacia atrás y miraba la puerta descascarillada intentando reunir el valor suficiente para hacer algo. Había prendido un velón de sebo que guardaba en el caserío y la escasa luz enseñaba como la oscuridad crecía.

Como había supuesto, no podía saltar, se descalabraría. Pero siempre había montado y sabía cómo apañárselas con los arreos. Respiró hondamente para calmarse y se puso a la tarea calculando que tendría tiempo de sobra antes de que amaneciese.

Acallando las protestas de sus muñecas, empezó a desgarrar sus ropas en largas tiras deshilachadas. Hasta quedarse solo con la camisola interior.

Iba tirando de las fibras con tiento, justo para romperlas y, aun así, el murmullo que producían le parecía tan estridente que, a cada poco, inclinaba el rostro intentando escuchar los ecos del piso inferior.

Los reflejos de la luna ya plateaban las ramas desnudas haciendo compañía a las primeras estrellas. Ahora, tenía que empezar a trenzar y, aun a pesar del insufrible dolor de sus manos, lo hizo con tanta celeridad como le permitían sus dedos entumecidos y lastimados.

Al terminar tenía ante ella un remedo de cuerda. Un espantajo destejido en el que se entreveraban los colores de sus ropas. Había desechado las puntillas y los forros más delicados, y había empleado únicamente aquellos jirones que le habían parecido más robustos, sin embargo, viendo su obra terminada sintió que las rodillas le flojeaban, no parecía que fuera a resistir. Tenía el aspecto de una ridícula sirga hecha de retales que, después de haberse pasado años arrastrando redes, hubiese sido abandonada en la línea de la marea durante décadas.

Asomó la cabeza por la ventana y recibió una ráfaga de aire frío que amenazaba helada y, al mirar hacia las sombras imprecisas del suelo de grama, salpicado por calvas de tierra pisoteada, tuvo la amarga sensación de que aquella pobre imitación de soga era, de hecho, demasiado corta.

No tenía adonde amarrar el extremo, y no se atrevía a intentar mover uno de los cajones para acercarlo a la ventana, resultaría muy ruidoso. Así que, haciendo equilibrios en el alféizar con pies indecisos, se aupó hasta alcanzar una de las crucetas descubiertas del entramado de la techumbre. Consiguió estirar los brazos lo suficiente para poder maniobrar y, poniendo en ello tanta atención como fue capaz, ató el cabo con un nudo mordido que hubiese servido para mantener en su sitio al semental más rabioso.

Sin bajarse de su improvisada atalaya, tuvo que vencer la mareante sensación de vértigo que la inundó al dejar caer la cuerda a través del hueco de la ventana. Al asomarse, apenas pudo distinguir el extremo de aquel esperpento destejido, pero no parecía que llegase hasta el suelo.

No se arredró. Tironeó de la soga poniéndola a prueba y, sin pensarlo dos veces, se descolgó por encima de la solera.

Suspendida en el vacío, tuvo que reunir cuanto valor le quedaba para que el pánico no la obligase a chillar y, cuando consiguió serenarse, notando como las heridas de sus muñecas se abrían y la sangre fresca empezaba a escurrir por sus antebrazos, comenzó el descenso apoyando las puntas de los pies en la pared.

No volvió a mirar hacia abajo hasta que tuvo la sensación de que había transcurrido una eternidad. Pero aunque sus brazos aullaban de dolor por el esfuerzo, al volver el rostro advirtió con aflicción que no había recorrido más de la mitad.

Se tomó un respiro procurando calmarse. Algo se movió en el bosque con un lamento de hojas marchitas. El fresco de la noche le erizaba el vello. Intentaba reunir fuerzas cuando una sacudida tiró de ella.

Lo oyó antes de entender lo que estaba sucediendo. La cuerda se rasgaba con un soniquete rijoso. Pero no tuvo tiempo de temer que Hortuño pudiese descubrir su huida. Sus cabellos se alborotaron y sintió cómo el viento pegaba la camisola a sus corvas; estaba cayendo.

—¡Muerto! —insistió una vez más el madrileño cogiendo por los hombros a su amigo—. Inés comprende mucho más de lo que aparenta, ella hace como que no entiende, pero… —Martín sacudió la cabeza al darse cuenta de que estaba alejándose de lo crucial—. Antonio de Morga os quiere muerto…

El patache se estremeció con un fuerte bandazo y los dos dieron sendos traspiés. Afuera, las olas encabritadas barrían la cubierta y los hombres, aun atados, eran zarandeados como peleles. El viento aullaba como una manada hambrienta.

—¿Muerto?

Martín, logrando estancar su impaciencia, se limitó a inclinar el rostro en un gesto de aquiescencia.

—¿Por qué? —cuestionó Dámaso en voz alta mientras acallaba mil preguntas más de las que no sabía si deseaba conocer la respuesta—. ¿Por qué?

El alférez alzó los ojos para mirar a su amigo.

—¿Y qué importa? Ni que a tal hideputa le hicieran falta razones… Algo tendrá el asunto que ver con el desaguisado del San Diego —tascó Martín—. Ese malnacido pisaverdes llevaba el culo tan prieto que los pedos los silbaba, no recordáis que ni siquiera os recibió a nuestra llegada; como si no quisiese abrir los despachos de Madrid, no fuera a ser que le quitasen la silla en la Audiencia —aventuró con un retintín sarcástico—. Y, de buenas a primeras, la noche que me encerraron, se le pasó el repente… Por lo que me dijo Inés, parecía que le hubieran regalado un tonel de plata de Potosí. A buen seguro que encontró el modo de librarse de las culpas de haber metido la pata con los holandeses… Esa noche en casa de Baitan ese condenado De Morga parecía un sacristán al que acabasen de pagarle cuarenta años de amechar cirios…

Dámaso intentaba comprender. Y aunque no le parecían descabellados los razonamientos de su amigo, tampoco hallaba en ellos las respuestas que necesitaba. A su alrededor, los cambios se sucedían con rapidez. El peso de sus nuevas responsabilidades, la certeza próxima de que podría volver a España con la cabeza bien alta, aspirando incluso a lograr la mano de Constanza, y todo se rebelaba en su contra; de un nido de esperanza había caído a un zarzal de desconcierto.

—Sea cual sea el motivo —insistió Martín balanceándose con el barco para no perder el equilibrio—, podéis estar seguro de que a bordo hay un matarife dispuesto a despellejaros por orden de ese malparido…

El patache dio un nuevo bandazo y la puerta de la pequeña estancia batió. Se abrió para volver a cerrarse con un golpe sordo que resquebrajó el quicio enmohecido por la humedad. Estaban a oscuras y, por primera vez, oyeron la fuerza de las olas que luchaban con la quilla y los gritos de la cubierta. El olor salitroso de las bodegas, punteado por los hedores de una tripulación hacinada, los abofeteó.

Aunque los faroles de a bordo habían sido apagados para evitar incendios, como era habitual cuando la mar se agitaba, nadie se acordó del que había estado usando la pareja sorprendida jugando a los dados junto a la escalera de los sollados. El fanal se había caído con la cabalgada de una ola y rodó malamente hasta el nicho bajo los peldaños. Con cada vaivén había ido desperdigando el aceite de su interior.

La llama azulada de la mecha iba y venía al capricho de la marejada, acercándose y alejándose del rastro oleoso. Bartolomé, que salía a toda prisa, no se dio cuenta del tenue resplandor que se filtraba entre los escalones.

El de Palos había dejado a su aire al alférez y al polizón, pero al subir a cubierta había comprendido que tenía una oportunidad de oro. La lluvia arreciaba y las olas parecían engendradas por míticos monstruos marinos, el viento se apelmazaba en ráfagas furiosas que amenazaban con levantar la tablazón. Los hombres se persignaban. A gritos entendió que a tres ya se los había llevado el océano. Y, al mirar en derredor, descubrió a un gallego cejijunto con espaldas de oso que tenía fama de estómago de hierro, era un marinero curtido que había mamado tempestades desde antes de echar a andar en un mar al que llamaban Costa da Morte; señalaba con mano temblorosa una cuarta a babor. Y Bartolomé no tardó en ser consciente de qué asustaba a un tipo al que había visto hacer nudos con un calabrote del grueso de un antebrazo. Cuando el batir del oleaje elevaba al patache, se distinguía la negra silueta de la tierra firme. Iban a encallar.

Bartolomé tomó una decisión al instante. Antonio de Morga le había ordenado que no matase a Dámaso hasta que llegasen al Japón, más aún, a ser posible debía parecer cosa de aquellos nativos salvajes y herejes. Sin embargo, si iban a naufragar, aquella era una ocasión que no podía desperdiciar, luego tendría que preocuparse de sobrevivir él mismo, pero, encerrando al alférez en aquel cuartucho, lo condenaría.

Bajó a toda prisa haciendo retumbar los peldaños. Se aproximó cuidándose de hacer ruido. Aun a través de la puerta cerrada oyó las voces de la conversación agitada del polizón y el alférez. A toda prisa, sin darles tiempo a reaccionar si es que se daban cuenta, pasó la tranca hasta trabarla en los estribos del quicio. Ya no podrían abrirla. Solo perdió un momento para contemplar su obra antes de lanzarse escaleras arriba.

Una vez en cubierta, Bartolomé se procuró su propia soga y se amarró al trinquete, si el viento seguía ganándole la partida al patache, iban a encallar de popa, así que imaginó que junto al palo de proa estaría más seguro.

Bajo los pies del onubense, el incendio se extendía alimentándose del aceite del candil, apañándoselas con los maderos húmedos. El agua que escurría por la portañola de las escaleras, que él había dejado abierta, caía más allá de las llamas; danzaban entre las traseras de los escalones iluminando la mugre acumulada en aquel rincón de la nave.

Mientras Bartolomé, el Santo, terminaba de anudarse la cintura, Martín esperaba a que su amigo reaccionase. Dámaso pensaba en Constanza. También recordaba a su padre, que toda la vida había esperado dar lustre a un apellido que apenas había conseguido la atención de la corte. El océano aún tuvo tiempo de revolcar el patache con malas artes en otro par de ocasiones. Sin embargo, poco a poco, una fría tranquilidad se fue extendiendo como un bálsamo.

—Entonces, habrá que hacer algo al respecto —declaró al fin encajando la mandíbula.

La oscuridad le impidió al madrileño ver la determinación cincelada en los ojos de su amigo.

—Pues lo primero será salir de aquí —repuso Martín con ironía, sorteando a Dámaso a tientas y buscando la puerta.

El alférez asintió para sí, obviando que el gesto no podía verse, y empezó a cavilar. Antes de nada debía averiguar quién era el asesino. Después, se ocuparía de él. Sin embargo, sabía que tendría que hacerlo intentando no levantar sospechas. Creía a pies juntillas lo que su amigo le había contado, confiaba en él, así que, si hasta entonces el esbirro del oidor no había intentado cobrarse su presa, Dámaso quería estar seguro de no darle motivos para apresurarse haciendo algo que lo pusiese en evidencia. Tendría que maniobrar con tiento.

—¡No se abre! —clamó Martín aporreando los maderos—. La condenada se ha atrancado…

Antes de que Dámaso pudiese contestar, los dos rodaban por el suelo, el patache se inclinaba peligrosamente enseñando gran parte del maderamen de su obra viva. Colgada en la cresta tejida con tercianelas blancas, la quilla llegó a ver el cielo enlutado. Cuando intentaron ponerse en pie el buche les dio un vuelco, la embarcación, pasada la ola, caía descontrolada, aproando hacia el profundo valle de agua oscura.

—¡Tenemos que salir de aquí! —bramó el madrileño intentando hacerse oír.

Dámaso escuchó el grito inquieto de su amigo y mantuvo la calma. No tenía ni idea de lo que estaba sucediendo, pero imaginaba que estaban a punto de naufragar. Había visto la sangre correr en las guerras de Flandes y había aprendido una valiosa lección, solo los que conservaban la serenidad salían por su propio pie del campo de batalla embarrado.

Bartolomé, con el nudo bien ceñido, empezaba a sentir como la soga empapada le apretaba la cinturilla del jubón, pero no aflojó la atadura, los paredones de agua que asediaban el patache anunciaban la catástrofe.

Al timón, Vasco de Novaes repetía en monótona cantinela una oración tras otra. Rogaba por su alma a todos los santos de los que podía acordarse. Sus brazos temblaban por el esfuerzo, pero la nao no respondía. El viento rugía exagerando las historias que los marinos viejos contaban en las noches de calma chicha para asustar a los grumetes. La lluvia bailaba al capricho de las ráfagas abofeteando a los hombres de cubierta. El escaso velamen no hacía más que amenazar con hacerse jirones. Las drizas quedaban muertas chorreando y, al instante, restallaban tensas como cuerdas de tamboril, exprimiendo vaharadas de finísimas gotas. El piloto miró una vez más sobre su hombro y, descorazonado, advirtió que, negándole cualquier anhelo, lo que ya había visto seguía allá, a su popa.

Apenas distinguía otra cosa que las orlas de espuma batidas por las olas que rompían inmisericordes. Estaba oscuro, y la costa no era más que una intuición, pero aquellos cercados blancos le decían todo lo que necesitaba saber. Cada uno de ellos rodeaba un escollo; rocas negras y afiladas que abrirían el vientre del patache como un pescadero con un cuchillo oxidado. No les quedaba mucho.

El jesuita Crisóstomo Fernandis, arrodillado sobre la encharcada cubierta, con las manos entrelazadas ante el pecho escuálido, rogaba por el alma de todas las almas a bordo del San Jacinto. Y, por una vez, fray Sotelo estaba de acuerdo con el ignaciano y oraba junto a él.

Sebastián Vizcaíno, aterrorizado, callaba todas sus quejas y protestas por aquella misión absurda, al mirar el oleaje por la borda recordaba a un pajarillo mesmerizado por los ojos de una víbora.

Y el capitán Salcedo, tan borracho como para haber perdido la consciencia, roncaba sonoramente en el lecho de su camarote.

Date Masamune se acarició los párpados laxos de su ojo inútil. Habían pasado varios jun desde su último encuentro con Tokugawa Ieyasu. Las celebraciones de año nuevo empezarían en apenas unos días, pronto llegaría la primavera para pintar los campos de colza. Y desde el comerciante más humilde hasta la escuela de artes marciales de mayor prestigio, todos repasaban las cuentas que habrían de saldarse. Los más previsores elegían las ramas de pino con las que decorarían sus casas y los más pequeños jugaban ya en su imaginación con los regalos que recibirían.

En los futuros jardines del caserío sito en la avenida Sanjo de la ciudad de Edo, la cabaña para la ceremonia del té ya estaba completa; lista para el rito tal y como se había concebido doscientos años antes, en tiempos del shogun Ashikaga Yoshimasa. Sin embargo, en la vivienda principal aún faltaba mucho por hacer; los carpinteros ya habían terminado el entramado de vigas, pero todo el tabicado estaba aún sin empezar. Y los patios precisarían todavía de diez generaciones para empezar a presentar un aspecto decente.

El invierno seguía guardándose la nieve para sí, pero todas las mañanas los campos aparecían tejidos con los encajes blancos de la escarcha: y los campesinos cambiaban las cintas de sus sandalias, sustituyendo las hebras de broza por jirones de tela, para que, al calzárselas por la mañana cuando salían por primera vez, no se partieran por haberse congelado.

El daimyo meditaba sobre la promesa que el vencedor de Sekigahara le había hecho. Un feudo de un millón de koku en la tierra de las mil generaciones: Sendai. Un señorío más cercano a Edo y mucho mayor que sus antiguos territorios norteños, la producción de arroz se multiplicaría por casi cincuenta; su lealtad estaba siendo recompensada.

Y Date Masamune ya había ordenado que comenzase la construcción de su nuevo castillo en el monte Aoya, no muy lejos del conocido templo de las mil estatuas. Y también había tomado la decisión de cambiar la grafía del lugar, mudaría los kanji para que el alcázar prosperase tanto como una montaña habitada por un ermitaño inmortal. Además, tendría que diseñar la distribución del pueblo y preocuparse por cómo habrían de pavimentarse las calles. Había mucho que hacer, pero antes era necesario concluir lo ya empezado.

Desde Kyoto habían llegado por fin noticias y, para el nuevo año, Tokugawa podría llevar a cabo la purga de detractores que, con tanto cuidado, habían estado preparando entre ambos.

Así había sido desde la alianza forjada tras la muerte del taiko. Date Masamune había creído firmemente en la visión del hombre que ahora se postulaba como shogun, y no había dudado en jurarle sumisión, previendo los tiempos convulsos que vendrían cuando el joven heredero quedase en manos del Consejo de Regencia.

Y así lo había seguido haciendo durante los últimos años; incluyendo la arriesgada maniobra en la que Date Masamune había intercedido frente a los barbudos gaijin para comprar mosquetes sin que el nombre de Tokugawa Ieyasu pudiera verse comprometido; brindándole, de hecho, la oportunidad de condenar públicamente aquel comercio con los hombres de la cruz. Una distracción para evitar que el resto de los miembros del Consejo conociesen los verdaderos planes del que vencería en Sekigahara. Al final, se había pagado un alto precio por aquella argucia, pues muchos hombres fieles habían perdido la vida por culpa de las odiosas armas de fuego; pero había servido a su cometido: Tokugawa Ieyasu había logrado librarse del estigma de ser considerado en exceso afable con los gaijin, una consecuencia de su relación con uno de los primeros misioneros que llegara al archipiélago.

En aquel tiempo, lleno de prudente curiosidad por conocer a aquellos extranjeros que, llegado el momento, podrían convertirse en enemigos, el que sería regente había entablado con los gaijin un trato de aparente afabilidad. Incluso había aceptado un codiciado regalo de los monjes kirishitan, un complejo artefacto mecánico occidental capaz de medir el tiempo de cada día y señalar las horas sin equivocarse jamás. Lo que había excusado a muchos para tildarlo de haberse dejado influir por los forasteros.

Habían pasado por muchas tribulaciones en la política y en la guerra, pero, hasta ese día, siempre habían tenido éxito. Y parecía que también lo estaban teniendo en Kyoto, sin embargo, había algo que le robaba el sueño al dragón de un solo ojo privándole cada noche de encontrar acomodo en la sobada almohada de madera que había usado desde niño y que viajaba siempre con él: no había recibido más noticias sobre aquel ronin que acabara con la patrulla de su señor, aunque él, íntimamente, seguía convencido de que volverían a saber de aquel paria. Y temía que no fueran nuevas halagüeñas; la determinación que aquel hombre de las olas había demostrado era la mejor de las pistas.

Date volvió a pasarse la mano por el rostro y tomó la decisión de enviar una paloma a su hombre en Kyoto con la orden expresa de que se mantuviese ojo avizor, pendiente de cualquier indicio que pudiese ser significativo. Confiaba en Honda Kazumasu y sabía que cumpliría con su cometido.

El daimyo tenía el presentimiento de que pronto ese despreciable ronin aparecería de nuevo, y estaba seguro de lo que Tokugawa Ieyasu le ordenaría al respecto. Y si llegaba el momento, Date Masamune no tendría miramientos. Ese indeseable sin señor que no había tenido el valor de cometer seppuku recibiría su merecido.

* * *

—No, no, no y no —logró articular abriendo mucho la boca y haciendo esfuerzos evidentes—. No debemos molestarlo, no le gustará, nada de nada, ¡no! —negó Matsue Kakubei convencido—. Si uno de nosotros va hasta allí terminará despellejado, sin nariz y sin orejas… ¡Y eso como poco! No, de ningún modo.

Y, para enfatizar sus palabras, terminó el discurso con asertivos gestos grandilocuentes.

—Pues enviemos a alguien en nuestro nombre —terció el gordo Obata Kanegori jugueteando con el pequeño netsuke con el que prendía la zaina en la que guardaba sus monedas—. Podemos decírselo a cualquiera de los muchachos que ayudan en cocina…

Estaban en la mansión de la glicinia, disfrutando de una velada más. Ante ellos, desperdigadas por las prisas, quedaban fuentes de comida revueltas, pequeños platos, restos de pescado y verdura, las manchas de salsas derramadas y un surtido de jarros de saké que, en su mayoría, ya estaban vacíos. Uno de ellos, un samurái siempre silencioso que pertenecía al clan de los Asano, roncaba ruidosamente derrumbado sobre el tatami, por completo ajeno a lo que estaba sucediendo a su alrededor. Otros dos se esforzaban por alcanzarle en las notas más altas y, disciplinados, ya dormitaban. De hecho, los que todavía eran capaces de mantenerse despiertos no estaban mucho mejor, pero eran conscientes de que tenían que tratar el asunto de inmediato.

Como Honda Kazumasu no estaba esa noche con ellos, sumaban seis; un número de fortuna contradictoria y escurridiza, tal y como había dicho uno de los que ya no volvería a hablar hasta la mañana siguiente. Estaban solos, en cuanto les habían dado la noticia, habían despedido a las cortesanas, que se habían marchado obedientemente entre tímidas protestas.

—¿Y creéis que enviar a un muchacho va a cambiar algo? —preguntó Matsue sacudiendo la cabeza para intentar despejarse—. Puede que no le haga nada al crío —dijo de un tirón consiguiendo que no se le trabasen las palabras—, pero a nosotros nos obligará a tragar estaño hirviendo por haberle mandado hasta allí. Insistió en que no lo molestásemos, ¡lo repitió! ¡Varias veces!

Obata Kanegori consideró lo dicho por su compañero sin alzar la vista del pequeño netsuke de marfil tallado con la forma de un tejón, era el único modo en el que conseguía centrarse, a cada intento que hacía por mirar hacia el otro samurái , los paneles de la habitación parecían empezar a moverse, causándole una inmediata sensación de mareo que amenazaba con terminar convertida en un violento vómito.

—Lo sé, lo sé —concedió haciendo correr los cordeles prendidos en la diminuta talla—. Pero tampoco podemos olvidar el mensaje que envió Date-sama. Se nos ha ordenado que, si teníamos cualquier noticia, actuásemos.

Y le asistía la razón, el mensaje transportado por la paloma que había enviado Date Masamune era muy explícito, si llegaban a albergar la más mínima sospecha sobre alguien, debían ponerse en movimiento sin dilación, había que confirmarlo.

—Pero tampoco podemos estar seguros de si se trata de él —se excusó Matsue Kakubei—. Hay muchos con la cara picada por la viruela —dijo sin mencionar al mismo dragón de un solo ojo—. ¡Muchos!

Los ronquidos cambiaron de tono y ambos se volvieron a tiempo de ver cómo su compañero se revolvía en sueños y murmuraba algo incomprensible. Al hacerlo, Matsue tiró uno de los últimos jarros llenos de vino de arroz, pero no se molestó en recogerlo.

Yoshioka Seijuro, un samurái que descendía de los fundadores de una prestigiosa escuela de esgrima de la isla de Hokkaido conocida por tener estilo propio, se había mantenido al margen hasta ese momento; picoteando las migajas sobrantes de unos lomos de saba hechos en la parrilla y condimentados con rábano, como si el plato fuese una exquisitez nunca antes probada. Solía mostrarse reservado porque su pasado le pesaba como una losa, y siempre temía que sus compañeros pusieran en tela de juicio su valía o capacidad. De niño, como gesto de buena voluntad, había sido uno de los escogidos en el feudo de su daimyo para convertirse en discípulo de los monjes extranjeros y eso aún provocaba recelos entre sus camaradas.

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