Ronin

Ronin


Sexto magari. Voluntad

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Yoshioka Seijuro, en cuclillas, a espaldas de su líder, observaba, al fondo de la estancia, el otro cadáver. Y no le hacían falta entelequias para intuir lo que había sucedido. El descuidado Obata Kanegori se había dejado sorprender por un asaltante y el testimonio era la afilada varilla que surgía desde el cuello de su compañero muerto. Lo único que restaba por saber era cuánto podía haber averiguado el intruso antes de ser descubierto.

Resopló con resignación antes de volverse. Honda Kazumasu había mandado al samurái abrirse las entrañas, pero no porque con aquel gesto pudiese resolver algo, sino, simplemente, porque era lo debido tras haber fracasado. Ahora, había perdido a otro hombre útil y no tenía ni la más remota idea sobre la identidad del asaltante.

Se pasó la mano por el rostro cansado y terminó el gesto pellizcándose la piel que le cubría la barbilla. Se inclinó hacia su subordinado antes de hablar:

—¿Cuánto habrá averiguado? —le preguntó a Yoshioka Seijuro, que continuaba agachado sobre el otro cadáver.

El interpelado no se apresuró. Echó un nuevo vistazo al cuarto oculto, el panel descorrido mostraba el angosto espacio envuelto en las sombras que escapaban del sol de la mañana alargando la cicatriz que le cruzaba la mejilla. Estudió con detenimiento lo que allí veía, juzgando si los objetos seguían o no tal y como recordaba. Finalmente, renunció a las elucubraciones.

—No podemos saberlo; apostaría por que sorprendió a Obata-san antes de entrar —aventuró sin convicción—. Pero no hay modo de averiguar cuánto tiempo llevaba ahí dentro cuando sucedió… Y aunque revisemos las cajas, yo no tengo idea de qué anotaciones conservaba —aclaró señalando al muerto con la mano abierta—. Me temo que ni siquiera podemos asegurar si falta algo…

Honda Kazumasu rezongó un asentimiento desganado rindiéndose a la evidencia.

—Podría tratarse de ese indeseable —conjeturó ahora.

Entendió a qué se refería su superior. Habían recibido más informes sobre el samurái con el rostro picado de viruela que se había estado dedicando a hacer indagaciones por la ciudad, aparentemente, buscando a los que se habían atrevido a robar la cabeza del magistrado.

—No lo sé, parece más bien el trabajo de un mercenario del sigilo —aventuró apuntando ahora sus dedos hacia el dardo que sobresalía del cuello de Obata Kanegori, refiriéndose a los shinobi—. Actúa solo, estas armas, el muro de humo…

El líder de la patrulla que había escoltado a Ishida Mitsurani hasta su ejecución se quedó mascando aquellas palabras un buen rato antes de resolver qué hacer. Tal y como mencionaba su subalterno, aquellas técnicas eran más bien propias de un discípulo del ninjutsu y no de un paria, de un envejecido hombre de las olas con una curiosidad que podía no significar nada. No obstante, su intuición se negaba a hacer caso de la razón. Algo en su interior le decía que eran demasiadas coincidencias. Tenía el pálpito de que ambos asuntos estaban relacionados.

—Lo dudo —reconoció tras un instante observando como Yoshioka Seijuro se levantaba—, puede parecerlo, pero no me convence…

Se había asombrado Diego Martínez al encontrarse con el desastrado aspecto del siempre impoluto y maniático secretario del valido. Hasta esa mañana, jamás había visto en Hortuño de Andrade un cabello fuera de lugar o un botón mal engastado en ojales tan prietos que solo podía haber cosido un sastre de alcurnia. De ahí que, cuando el hombre de confianza del duque de Lerma había aparecido llamando a la puerta de su lujosa vivienda en la calle del Arenal, a punto había estado el corregidor de tragarse el bigote con la impresión.

Pero aun sorprendido, no había perdido las buenas costumbres y, desde el mismo momento de franquearle el paso, había empezado a pensar en cómo sacarle provecho a aquella inesperada visita.

El corregidor era un hombre obeso, hinchado por los excesos del vino y la mesa, un haragán que no se había dejado corromper, sino que había buscado él mismo la manera más cómoda de sucumbir al fácil camino del fraude. En su vida, aparte de inflarse a codornices cuando tenía ocasión, Diego Martínez no había pretendido otra cosa que trabajar lo menos posible. Lo que le había llevado a servir como títere al alcance de la mano para cualquiera con una fracción de poder en la corte. Había ido pasando de cargo en cargo, cumpliendo con la difícil premisa de contentar a todo el mundo, aunque no por altruismo, sino por el mero interés de evitarse problemas y la oportunidad de aceptar un soborno de tanto en tanto.

Sin embargo, aun cuando Diego Martínez intentase siempre complacer a quien pudiera proporcionarle una oportunidad de mantener su lujoso modo de vida, Hortuño de Andrade le había dado siempre repeluznos. Comenzando la misma velada del banquete en el que conociera al secretario, justo a la llegada de Hortuño desde Monforte para, según recomendación del conde de Lemos, entrar al servicio del privado. Despistando los guisados de cordero y lamentando perderse el apetitoso manjar blanco que ofrecían los camareros, el futuro corregidor había escuchado para terminar desconfiando del aspecto escurrido de aquel tipo en el que lo más destacable era un grueso lobanillo que le afeaba una sien. Aun así, Diego Martínez no habría conseguido el cargo que vendría de no ser por la intervención del secretario, por lo que, después de haberle ofrecido un aguamanil para lavarse el rostro polvoriento y una copa de vino especiado a modo de reconstituyente, lo había invitado a explayarse a gusto.

—La recuerdo —había acertado a decir después de escuchar un relato que se le antojó lleno de falacias—, la hija del señor de Accioli. Cuando llegó no hablaba otra cosa que italiano, es muy…

Y había dejado la frase en suspenso al barruntarse que, dadas las aparentes mentiras de Hortuño, bien podía ser que el llamativo aspecto de la muchacha tuviera que ver con lo que le proponía el secretario.

Al terminar con el parlamento, como las suyas hubieran sido tan grandes como para que De Andrade se amortajase con una sola pernera, el corregidor le había cedido unas prendas de su hijo: unas calzas de velludo, jubón y cuera.

Y, al marcharse el antiguo subalterno del duque de Lerma, Diego Martínez había decidido que usaría todo aquel embrollo como mejor le conviniese, pero que se cuidaría con especial atención de actuar en contra de Hortuño de Andrade a no ser que llegase a estar completamente seguro de que el riesgo merecía la pena. Porque aquel tipejo era el peor de los alacranes de la corte y, desahuciado o no, Hortuño seguiría siendo peligroso. Así que había movido sus hilos.

Por eso ahora, noches después, no se extrañó cuando uno de sus propios criados le anunció la visita de un lacayo del Alcázar Real. Dio orden de que lo dejasen pasar por el portón de las caballerizas y esperó en la planta baja.

—¿Y bien? —le preguntó al mandadero sin andarse con formalidades.

El mayordomo miraba a todos lados con nerviosismo.

—La he encontrado, está en palacio.

—¿Estáis seguro?

—Sí, sin ninguna duda. Con su aya. Y también había un don nadie con trazas de veterano. Y un galopín, creo recordar que fue uno de los que robaron los cortinones… —entendiendo que divagaba, el sirviente retomó el tema que le había traído hasta casa del corregidor—: Estoy seguro de que era ella, Constanza de Accioli —aseveró inclinando repetidamente la cabeza—. Estaban todos reunidos con María de Sidonia.

Aquel último nombre retumbó en los oídos del corregidor con un repique que sonó a rebato advirtiendo de peligro.

—¿La dama? ¿La preferida?

El mayordomo cabeceó una vez más para asentir y Diego Martínez, tras un par de preguntas adicionales, lo despidió tendiéndole la zaina con monedas que había preparado.

—Y de todo esto, ni una palabra, ¿habéis oído? Ni una palabra a nadie —le dijo al mayordomo mientras se volvía.

Bien podía ser que el lacayo no guardase el secreto y que, antes o después, apareciese alguna jácara o coplilla circulando por las esquinas de Madrid, pero contra eso nada podía hacer. Al menos, ahora ya tenía la certeza, a la larga carrera de embustes de Hortuño de Andrade, podían añadirse unos cuantos más. Y, lo que era aún peor, alguien tan cercano a la monarca como María de Sidonia y Siderer, quien además sentía una conocida animadversión por el duque de Lerma, parecía estar también al tanto, y eso podía complicar mucho la situación. Sin embargo, el corregidor Diego Martínez decidió seguir haciendo lo que había hecho durante toda su vida; la recompensa que había ofrecido Hortuño de Andrade era formidable.

Apenas el mayordomo se hubo marchado, empezó a escribir el escueto mensaje que enviaría a Sevilla. Y a la mañana siguiente hablaría con su teniente de alguaciles y daría órdenes concretas para los corchetes que hacían las rondas por la ciudad.

En las afueras de Kyoto, más allá de los límites de la abarrotada ciudad, existían lomas sombreadas donde se cultivaban algunas de las más antiguas matas de té de todo el archipiélago elegido por los dioses; ideales para preparar el espeso koi cha servido en las ceremonias más formales. Eran plantaciones modestas que no tenían otro remedio que imbricarse en el irregular terreno, labranzas que aprovechaban la pendiente para evitar que el agua de las abundantes lluvias se estancase malogrando los arbustos. Y, para asegurarse de que la producción mantuviese la altísima calidad de las singulares y delicadas hojas, eran cuidadas con mimo exquisito durante todo el año. Motivo por el que Saigo, todavía embozado con aquellos ropajes oscuros que delataban intenciones, se preocupó de evitar los senderos más concurridos. No quería verse obligado a sacrificar a un inocente por culpa de una casualidad. Así que, para no cruzarse con uno de los modestos campesinos que, con espaldas vencidas, caminaban bajo las sombras de los cónicos sugegasa de paja con los que se cubrían la cabeza, Saigo Hayabusa fue eligiendo con cautela una trocha tras otra.

Retrasado por tanta prudencia, el ronin no alcanzó su destino hasta bien entrada la hora del dragón.

Cuando llegó a la pequeña ermita, el sol de la mañana ya se escurría por las grietas, enseñando el polvo acumulado durante años de abandono. Y, aunque estaba deseoso por analizar el fragmento de papel con el que se había hecho, no corrió riesgos. Como siempre hacía, antes de entrar, observó pacientemente los alrededores para cerciorarse de que nadie lo sorprendería.

Y, después del susto por la intrusión, los grillos volvían a cobrar confianza ahora que el hombre se había acomodado. Siguiendo a sus antenas, salían de sus escondites entre las rendijas del emplasto de las paredes.

En una esquina, sobre brasas de madera seca que apenas desprendían humo, una vieja tetera de hierro colado se calentaba y Saigo, arrodillado, examinaba con atención los papeles que tenía frente a él mientras esperaba a que el agua para el cha estuviese lista, ya había desechado las dos primeras maceraciones de la infusión y, no sin reconvenirse por dejarse llevar por sus apetitos, aguardaba a que la reconfortante bebida estuviese preparada.

Además de los retazos de información que había ido reuniendo en los meses transcurridos, sobre los que cavilaba a menudo, ante él, sobre un madero roto, tenía los desangelados frutos de sus pesquisas: el correo cifrado de la paloma mensajera abatida y el pequeño pliego que había robado en el caserío Chosokabe; con la esperanza de que la falta de aquel único pedazo, asumible en el aparente desorden en el que lo había encontrado, sirviese para que sus perseguidos pensasen que habían sorprendido al entremetido husmeador a tiempo de evitar que averiguase algo útil.

Hasta ese momento, cuando ya había pasado más de un año desde que Torii Mototada le encomendase su misión, Saigo todavía no sabía quién había planeado la encerrona que había terminado con el funesto asedio del castillo de Fushimi.

Ahora, tenía la certeza de que la cabeza de Ishida Mitsunari había sido, en realidad, usada como un poderoso purgante con el que el vencedor de Sekigahara pretendía descubrir con quién podía contar y de quién debía recelar entre las calles de la ciudad imperial. Pero eso volvía a dejar al ronin sin una sola pista sobre lo sucedido durante el asedio a Fushimi.

Suspiró. Se levantó, apoyó las manos en los cuadriles y se estiró al tiempo que se inclinaba a un lado y a otro. No era un muchacho y buena parte de los músculos de su cuerpo protestaba por el violento traqueteo de la noche anterior. Los verdugones, las pequeñas heridas, el raspón de una de las mejillas y las molestias en el tobillo derecho daban fe de ello.

Por un instante fugaz pensó en su hijo, en la carta que Torii Mototada le había entregado para exonerarlo; recapacitó, deseando la apacible vida a la que podría regresar si marchase a su isla de Kyosho. Luego, la plácida serenidad de la certeza en el destino escrito de cada individuo se ocupó de alejar aquel pensamiento. Nada podía hacer sino tratar de llevar a cabo la tarea que le habían encomendado, si triunfaba, mejor; si no, moriría intentándolo. El karma se ocuparía de que cada cual se encontrase, antes o después, con su merecido.

El té, cálido y aromático, intenso gracias a haber esperado hasta la tercera infusión, reconfortó su cuerpo y animó su espíritu. En un lugar de alcurnia, como en la acendrada casa de té de los jardines de Fushimi, junto a la colección de bonsai de Torii Mototada, hubiese sido una tisana de mejor calidad, y como taza hubiera podido emplear un exquisito cuenco de boca ancha y paredes delgadas, algo que permitiese a la bebida humeante templarse aun en el calor de ese otoño. La melancolía se estaba convirtiendo en su peor enemigo. Allí, en la ermita abandonada, no tenía otra cosa que una vieja jícara descascarillada que, por su grosor, hubiera sido mucho más apropiada para una fría mañana del más crudo invierno.

Y no podía contar con nada más; para su vergüenza, ahora no era sino un despreciable ronin ahogado en la penitencia de la derrota.

Todavía con el cuenco de cha en la mano miró hacia el exterior, donde la jornada se abatía sobre los bosques. Algo más allá, en las copas de los árboles, el otoño empezaba a puntear las hojas olvidándose en ellas recuerdos pajizos. Desperdigados en lo alto de los arces, cobraban notoriedad tintos encajes de hilos pardos.

La brisa se revolvió despertando a cada rama, y todas ellas se sacudieron desperezándose. Las lluvias, amantes del invierno que llegaría, se anunciaban con coquetería. La ventolina se fue abriendo paso y cada hoja se volvió para saludar respetuosamente, el vaivén se propagó de un árbol al siguiente en una ola benevolente. A Saigo le recordó al pulsar inquieto de un banco de pececillos que se vieran acosados. Fue un instante bello, efímero en el tiempo, eterno en la memoria.

Para cuando el té se acabó, había tenido ocasión de recomponer el tentadero en el que encerraba sus desolaciones y, sin más ceremonia que servirse algo más de infusión, se sentó de nuevo ante aquellos papeles.

El legajo que había conseguido en el caserío de los Chosokabe parecía, tal y como había esperado, una clave. Un cifrado casi completo, que, a través de las sílabas de un fragmento de una poesía waka, ordenadas en las cabeceras de una cuadrícula algo desmañada, desgranaba una correspondencia con los ideogramas del alfabeto, inscritos en las filas y columnas que quedaban rodeadas por los versos del poema. Lo que servía para establecer una equivalencia con la que se pudiera escribir un mensaje criptográfico en el que únicamente se empleasen aquellas pertenecientes a la rima.

El fragmento estaba deshilachado por los bordes, emborronado por varios goterones de tinta y muy sobado, era obvio que había sido arrancado de un pliego mayor y que se había usado con frecuencia. De hecho, aunque había una sección que no estaba muy clara, a un lado, en la misma letra menuda de pésima caligrafía, parecía haberse incluido el borrador de cifrado de una carta antigua. Saigo incluso temió que el código ya no fuese útil, quizá, por simple desidia, aquel trozo se había dejado con papeles más recientes cuando, en realidad, la clave ya no correspondía con la empleada en el mensaje de la zurita capturada. No lo sabría hasta que se pusiese a trabajar.

Se hizo con su propio recado de escribir, mojó la piedra de tinta y, con la sana intención de no desaprovechar el poco papel que tenía disponible, se puso a ello, meticulosamente, haciendo rendir su escaso material y calibrando bien sus menesteres antes de usar el pincel.

En primer lugar, preparó una pequeña lámina que sujetó con un canto del suelo en ruinas. Luego, pinceló ordenadamente los ideogramas del alfabeto disponiéndolos en columnas de a siete. Entonces, a su derecha, para comenzar, colocó sobre su improvisada secretaría el mensaje interceptado. A continuación, dispuso el papelajo hurtado la noche anterior y comenzó a tomar notas, intentando usar las sílabas ordenadas del poema para relacionar el mensaje cifrado e ininteligible con un texto que tuviera sentido.

A mediodía, con el sol trabándose entre las nubes altas, todavía seguía enfrascado en su tarea. La correspondencia entre algunas sílabas no parecía lógica y no dejaba de obtener como resultado galimatías incomprensibles. Le hicieron falta abundantes dosis de té y paciencia para no desanimarse.

Así siguió hasta bien entrada la tarde, cuando advirtió que, a pesar de la basta caligrafía, lo que al comenzar había atribuido a un error del amanuense que había ordenado las sílabas de la poesía, podía ser, de hecho, algo intencionado. Gracias a la cuadrícula trazada, el silabario hacía correspondencia con el fragmento del poema waka, pero había un lapso en una de las columnas. Al principio, Saigo había pensado que era un simple descuido, pero luego se dio cuenta de que algunas palabras del mensaje cifrado semejaban tener sentido y otras no, y entonces comprendió lo que sucedía.

Debía tener en cuenta aquel espacio en blanco para relacionar correctamente la posición de los ideogramas. De no ser así, la bivalencia entre el alfabeto y la poesía no sería válida para todas las sílabas.

Emocionado por su descubrimiento, se preparó un poco más de cha antes de llevar a cabo la transcripción completa. Saboreó la infusión disfrutando del suave deje amargo y tomó el pincel.

El problema fue que el mensaje, una vez legible, no parecía otra cosa que una simple lista de daimyo y comerciantes de relevancia de la ciudad de Kyoto. Probablemente una parte de los que, según habían averiguado los hombres de Honda Kazumasu, apoyarían al vencedor de Sekigahara en sus pretensiones de alzarse con el título de shogun.

Fue una terrible decepción. No había conseguido nada más que unos cuantos nombres.

El ocaso ya planeaba sobre el horizonte, encintando de púrpura algunas nubes bajas que se iban cerniendo sobre las estribaciones montañosas de la metrópoli. Pronto llegarían las primeras lluvias.

Tomó la decisión de comer algo ligero y pasar la noche en el templo en ruinas, razonando que sería mejor evitar aparecer por la mansión de la glicinia o el caserío de los Chosokabe por unos cuantos días. Por una temporada no bajaría a la ciudad.

Su despensa era escasa y no contaba más que con unos cuantos pastelillos de mijo resecos y unas pocas verduras encurtidas, aunque la frugalidad nunca había sido un escollo insalvable.

Empezó a recoger sin lograr que la decepción lo abandonase cuando se percató de que había olvidado algo. La resma robada en el caserío Chosokabe tenía por una de sus caras las sílabas ordenadas del poema waka, pero también había algo más escrito en el envés.

Era un texto incompleto del que apenas se podían leer unos pocos renglones, daba la impresión de que quien había copiado allí la clave lo había hecho en la parte de atrás de un mensaje anterior y luego había roto el papel.

Sin demasiadas esperanzas, apaciguando a su estómago con promesas, Saigo se puso a trabajar de nuevo y la fortuna le sonrió por fin.

Fushimi. Repitió la transcripción por dos veces, esforzándose en cada una por mantener la calma.

El roto que cruzaba la hoja deshacía las columnas de ideogramas del mensaje; solo dejaba palabras sueltas que impedían comprender el contexto. Pero Fushimi era una de ellas.

Y también se hacía referencia a que un trato había sido cerrado con un subalterno del shogun de los bárbaros forasteros para la compra de los mosquetes que se emplearían en la alcazaba de la colina Momoyama. Ahí estaba la confirmación de lo que el daimyo Torii Mototada había supuesto.

El ronin imaginó que los hombres de Honda Kazumasu, antes de su misión en Kyoto, habían trabajado como espías para las fuerzas de Tokugawa Ieyasu y, en algún momento, habían descubierto que los forasteros apoyaban a los restos del antiguo Consejo de Regencia, quizá con esperanzas de establecer lazos comerciales.

Por lo que podía leer, los mosquetes occidentales habían sido vendidos gracias a la intermediación de un servidor de los forasteros en las que habían sido las tierras del rajá Soleymán en Maynila, en los archipiélagos meridionales, adonde huían los piratas wako dispuestos a trabajar para extranjeros y mercaderes de pocos escrúpulos. Lo que no servía de mucho, porque al Japón habían llegado gentes desde lugares distintos, estaban los komojin, los hombres del pelo rojo, que se habían instalado en el puerto de Hirado; y los nanbanjin, los bárbaros del sur, que tenían su escuela de religión en Nagasaki; sin embargo, por lo que Saigo podía deducir, el asunto debía de estar relacionado con los últimos.

—Moluga-san —intentó leer en un susurro al procurar descifrar el nombre de Antonio de Morga.

Todavía miró los ideogramas un instante más, sabía que los impronunciables nombres de los extranjeros podían resultar ininteligibles para los suyos, cabía la posibilidad de que no se correspondiese con el modo en el que lo dirían los forasteros. Fuera como fuese, al fin tenía una respuesta para lo sucedido en Fushimi; los gaijin se habían inmiscuido en la guerra civil intentando favorecer a los ejércitos del oeste y a la coalición formada por el magistrado Ishida. Su insaciable codicia pretendía el Japón.

No era mucho, pero ahora sabía que buscaba a un nanbanjin. A uno que tuviese relación con las esferas de poder de la corte de aquel país extranjero que había ocupado Maynila.

Bartolomé miraba con desconfianza a aquel estrafalario personaje. Por lo que le había dicho el padre Crisóstomo, se trataba de una especie de monje impío, un adorador pagano que peregrinaba de un lado a otro.

—Pues, como vaya a Compostela, lleva el camino trabucado —le había respondido con sorna el de Palos al jesuita.

El onubense intentaba tapar con algo de humor la preocupación que sentía. No había comprendido lo que el ignaciano había explicado, pero no eran el herético dios de aquel tipo ni su vagabundeo los que le causaban desazón, sino la posibilidad de que aquel citano pudiese delatarlo. No sabía cuánto había visto o adivinado, aun así, por si acaso, el de Palos procuraba no separarse del extravagante monje. Por eso todavía seguía allí.

En un corro disperso, cada uno de los supervivientes procuraba aceptar la situación. Algunos, todavía conmocionados, permanecían sentados en la playa mirando los restos del patache que se mecían más allá de la franja donde las olas rompían. Otros, despreocupados, prestaban atención a la comida que les habían traído los aldeanos.

—Ha dicho que no lo comprende —aclaró Crisóstomo Fernandis con hastío—. No tiene claro si sois o no un, bueno…, supongo que la mejor traducción sería si sois o no, si somos… Es la palabra que ellos usan para referirse a la casta de soldados… Eso es, quiere saber si somos soldados…

Dámaso observó al singular monje una vez más, intentando no detener su mirada en el defecto que le afeaba el labio. Todavía trataba de asumir que Martín no aparecía por ninguna parte; le había pedido a base de gestos a uno de los aldeanos que lo llevase hasta los despojos del San Jacinto en uno de aquellos botes en los que remaban de forma tan particular, y había repasado dolorosamente los rostros de todos los cadáveres. Había continuado buscando a su amigo hasta que el franciscano Luis Sotelo, preocupado por él, lo había obligado a abandonarse a la verdad.

Y, ahora, después de una interminable retahíla de estrambóticas preguntas que le habían hecho dudar de las capacidades como intérprete del jesuita, aquel extravagante monje apenas le daba tiempo para pensar. Le pedía infinidad de aclaraciones sobre aquello que más curiosidad le había causado entre las respuestas del alférez. Al parecer, el bonzo llevaba años peregrinando; venía de un templo lejano en algún lugar de la China, un cenobio al que llamaban Shàolínsì. Algo que el ignaciano había traducido como monasterio del bosque nuevo. Y semejaba dispuesto a averiguar de una sola tacada cuanto tenía que ver con los náufragos.

—Supongo que podéis decirle que sí —repuso el antiguo furriel con voz exhausta—, que muchos de nosotros lo somos. Aunque debéis procurar que entienda que no estamos aquí para luchar, venimos en son de paz, con voluntad de negociar, con una investidura oficial del gobernador de Filipinas en nombre de su majestad el rey Felipe el Tercero…

—Eso debe quedar totalmente claro —intervino Sebastián Vizcaíno con su voz aflautada, deshaciendo el semblante de asco que se le había compuesto por las viandas ofrecidas—. Que no le quepa duda a este tuercebotas de que tiene ante él a un embajador de las coronas españolas, ¡y este no es el trato adecuado!

Crisóstomo Fernandis, el único de todos que era capaz de usar los palillos sin desperdigar el mijo hervido como si fuera época de siembra, tomó otro bocado del cuenco antes de traducir las últimas palabras de Dámaso. No se molestó en insistir en las protestas del embajador.

Los aldeanos, en un ejercicio más de afanosa eficiencia, obedeciendo las órdenes del que parecía ser el jefe del poblado, habían traído ropas secas, algunos cobertores, agua y comida. Todos los supervivientes estaban reunidos en el friso de tierra y grava donde terminaba el arenal, confundiéndose entre matas verdes de plantas crasas y juncales.

Mura, preocupado por no haber recibido aún respuesta del castillo de Toba, no había logrado tomar otra decisión. Habían intentado incinerar los cadáveres, aprovechando que había aparecido por allí un bonzo que podría oficiar la ceremonia. Pero los extranjeros habían protestado enérgicamente, en especial uno de ellos que, aun pese a su juventud, parecía estar al cargo. Según había llegado a suponer por las explicaciones de un monje que se las apañaba como intérprete, los nanbanjin querían enterrar a los suyos, así que Mura había determinado que, hasta recibir respuesta del daimyo Kuki Moritaka, lo mejor sería dejar las cosas como estaban. Había ordenado que se agrupasen los cadáveres en un extremo de la playa, discretamente ocultos tras una serie de peñascos que rompían la barrera de arena y que, al otro lado, se amontonasen los restos del naufragio.

Y pensaba que ya podría tomarse un descanso hasta recibir noticias de su señor feudal, pero cayó en la cuenta de que debían cubrir los cuerpos para evitar que las gaviotas se dieran un macabro festín.

Zongji advirtió cómo el jefe de la aldea se retiraba mandando a los locales que trajesen esteras de paja con las que tapar a los muertos. Después volvió a mirar a aquel forastero de piel tan oscura, calibrando las respuestas del religioso y lo que había visto. Había sido un alivio descubrir que aquel devoto del crucificado era capaz de hablar, aunque fuese de aquel modo tan detestable; usaba las palabras como si solo tuviesen un único significado. Aunque, y Zongji sabía que era pronto, no lograba encuadrar a cada uno en su lugar. Sentía el insidioso pálpito de que en aquel grupo de forasteros había algo más que las supuestas intenciones sobre comercio y relaciones diplomáticas de las que le hablaban.

Los observó con algo más de detenimiento. Eran extraños. Se dejaban llevar por sus emociones y necesidades de una manera vergonzosa que distorsionaba sus rostros con una abierta sinceridad pueril. Y, aunque las respuestas querían contar algo diferente, no tenían aspecto de mercaderes. Tampoco asemejaban samurái , ni siquiera unos que, como en los viejos tiempos antes del taiko, hubiesen abandonado el camino marcial para dedicarse a labrar el campo con jadas roñosas; el más bajo de tez oscura no sujetaba el cuenco de mijo como un hombre que siguiese el camino del bushi, lo tenía apoyado descuidadamente entre la palma y los dedos extendidos. El único que lo hacía del modo correcto era el de los ojos que parecían tallados en jade.

—Shonin-tachi kamoshiren… Shikashi samurái dewanaina.

Lo dijo con un franco escepticismo que tampoco podía calificarse de apropiado, aunque Zongji se permitió la descortesía resguardándose en su edad y condición.

—Que le parecemos mercaderes y no soldados —tradujo sin demasiada precisión Crisóstomo Fernandis.

Sebastián Vizcaíno asintió complacido. Dámaso, que empezaba a intuir la importancia de las palabras para aquellos hombres, no se mostró tan seguro.

Todavía indeciso, Zongji decidió remarcar su discurso; alzó su vara y, con un ágil movimiento, golpeó la base del cuenco de mijo con la contera de su bastón de rattan.

A Bartolomé, aunque había estado pendiente del bonzo, no le dio tiempo a reaccionar, el ademán fue tan rápido que, antes de poder apartar las manos, el tazón había saltado por los aires y él estaba cubierto de granos del cereal desperdigados por sus ropas y sus cabellos.

Zongji sonreía abiertamente y su labio de liebre le daba una expresión de falso y feroz cinismo que hacía muy difícil tasar sus intenciones.

El padre Crisóstomo Fernandis se atragantó por la sorpresa. Sebastián Vizcaíno empezó a aullar quejas. El franciscano Luis Sotelo miró al jesuita esperando alguna explicación. El antiguo contador intentó comprender. De entre los otros supervivientes solo unos pocos lo advirtieron y soltaron alguna risa distraída, el resto estaba demasiado ocupado con la comida, discutiendo cómo regresar o lamentándose sin más. Pero Bartolomé reaccionó como la carga prendida de un arcabuz. Se puso en pie de un salto, esparciendo el mijo.

—¡Maldito mono! ¡Hideputa pagano! —le espetó al bonzo dando un paso hacia Zongji—. Os voy a empalar con esa maldita vara. —Y en algún lugar de las selvas de Luzón todavía quedaban indiecitos que le habían visto hacerlo cuando trabajaba como veedor para Antonio de Morga—. ¡Voy a despellejaros!

Dámaso se alzó raudo y se interpuso entre el de Palos y el bonzo.

—Preguntadle a qué ha venido eso —le gritó al ignaciano.

El jesuita tosía sin lograr articular una sola palabra.

—Os voy a varear como a un acebuche, os haré tragar plomo hirviendo, como les gusta hacer a los bucaneros en las Indias. —El alférez percibió que el tono del onubense descendía hasta una fría calma que, de algún modo, hacía mucho más creíbles aquellas amenazas—. Nadie se burla de Bartolomé de Palos…

El furriel miró en aquel rostro cetrino, contraído por la ira, y vio los ojos oscuros relampaguear. Pero no recordó la advertencia que le había hecho su amigo Martín antes del naufragio.

—¡Basta! No hemos venido aquí a pelear —ordenó con vehemencia—. Seguro que si le dais tiempo os ofrecerá una explicación y una disculpa, ¿verdad, padre? —añadió buscando al jesuita de reojo.

—Esto es intolerable, ¿pero qué se han creído estos macacos amarillos? —renegó el embajador Vizcaíno sin aportar nada.

Zongji seguía sonriendo, despreocupado, y ninguno de los españoles supo juzgar que, aunque todos se le hubieran echado encima a un tiempo, no hubieran sido capaces de reducirlo; de no haberse marchado para ocuparse de los cadáveres, Mura se habría percatado; la leyenda de aquellos monjes guerreros llevaba generaciones dando pábulo a increíbles historias.

—Antes o después… Antes o después —repitió sacudiendo el dedo índice—. Por estas —insistió besándose los dedos cruzados.

—Tranquilizaos —pidió Dámaso—, en cuanto el embajador Vizcaíno pueda hablar con uno de sus líderes, les dejará claro que este no es el modo de tratar a los delegados de su majestad el rey Felipe.

Ufano por la mención, el diplomático cambió sus protestas por promesas y empezó a gesticular con grandilocuencia entre palabras vacías.

Bartolomé resopló como un toro bravo en un encierro, dio media vuelta y se alejó hacia la playa haciendo lo posible por contenerse.

Crisóstomo consiguió emitir un gorgorito que se escapó entre carraspeos. El bonzo se hizo a un lado y, bajo las miradas de los hombres del San Jacinto, se plantó frente al alférez.

—Damaso-san, subete umaku itteiru —dijo pronunciando el nombre del español de un modo caricaturesco.

Sonriendo de aquella manera tan particular y enigmática, palmeó entonces el pie de la escudilla. Una serie de golpes secos que no consiguieron mover el cuenco, haciendo evidente para todos que, si Bartolomé lo hubiera sujetado de ese modo, con el pulgar sobre el borde, habría evitado terminar sembrado de mijo.

Zongji se inclinó respetuosamente. El contador, aunque escamado, no llegó a entrever que, con aquel gesto, el bonzo le estaba haciendo en realidad una advertencia sobre el onubense.

—Agachaos, agachaos y haced una reverencia —soltó de pronto el padre Crisóstomo interrumpiendo la extravagante escena.

Un grupo de japoneses vestidos con ampulosos ropajes se acercaba. Portaban sables y todos ellos llevaban la frente afeitada de un modo peculiar. El jesuita ya se había postrado sobre el suelo con sumisión y, como él, todos los nipones a su alrededor.

—¿Y por qué había de rendirle yo pleitesía a nadie en un lugar como este? —preguntó indignado el embajador Vizcaíno.

Zongji, con algo menos de prisa que los lugareños pero sin recato, también se arrodilló.

—Yanagi no eda wa yuki nimo orenai —dijo usando un nuevo proverbio sin preocuparse de si era o no entendido.

Dámaso, con las lecciones del jesuita en el patache muy presentes, decidió actuar obviando al escandaloso embajador Vizcaíno.

—Inclinaos, ¡todos! ¡Haced lo mismo que ellos! —ordenó a los del San Jacinto antes de postrarse él mismo.

Kuki Moritaka y una escolta adecuada caminaban hacia aquel singular grupo. Con la determinación propia de quien sabe que el suelo que pisa le pertenece.

Con la frente en la arena, Mura intentaba contener su miedo. Estaba casi seguro de que había hecho lo que debía, pero temía la reacción de su daimyo. No quería que nadie en la aldea sufriese por culpa de sus juicios.

El abstruso Sebastián Vizcaíno, convencido de que había sido llamado por el mismo Dios para grandes logros en el paño de lágrimas que era la vida terrenal, esperaba con anhelo su oportunidad para presentar las credenciales que le diera De Morga. Nada conocía del Japón; menos de la frágil paz que atravesaba el país de los dioses, y en su incompetencia como embajador ni siquiera imaginó que, en realidad, las vidas de todos ellos dependían de la decisión que tomase Tokugawa Ieyasu. Si la incómoda presencia de los nanbanjin no le resultaba útil, todos ellos morirían.

Para el samurái no había otra verdad que la inmediata. Solo el presente importaba, no existía más obligación que la de estar preparado para morir valiendo a su señor. Ya podía seguir el camino del acero, practicar caligrafía, componer poesía, leer los versos de los treinta y seis inmortales o cultivar su espíritu con la meditación, pero aquel que erraba por la senda de la guerra no podía permitirse jamás olvidar cuál era su obligación primordial: servir a su señor hasta la muerte.

Y la esposa principal del daimyo Date Masamune lo sabía bien, era hija y nieta de hombres que habían hecho de sus vidas compromisos con el código. Ella misma era una samurái , una auténtica guerrera que estaría dispuesta a rebanarse el cuello con una daga si el señor Tokugawa Ieyasu lo ordenase; pero, además de llevar hasta su último término el juramento de lealtad hecho, como una de las consortes de un daimyo, dama Megohime tenía una infinidad de tareas banales de las que ocuparse.

En ese día, contenta de asumir su papel, sabedora de las responsabilidades de su marido, como cualquier otra esposa diligente, la mujer de Date Masamune había estado sumida en una frenética actividad desde la amanecida. Ultimaba los detalles para el traslado al nuevo feudo de Sendai, noticia sobre la que dama Megohime sentía un íntimo orgullo que tan solo había dejado traslucir en la intimidad de la alcoba, alabando a su esposo por la sabia decisión de aliarse con el antiguo regente durante la guerra civil.

Daba órdenes a los servidores sobre cómo empaquetar los kimono o qué viandas preparar para el próximo viaje, disponía de la administración del clan y la tesorería para que las obras de la mansión en Edo se terminasen en el plazo debido. Ella era consciente de que, mientras el sinfín de tareas amenazaba con desbordarla, su esposo tenía que lidiar con asuntos mucho más complejos, por lo que no debía molestarle con nimiedades propias del gobierno de una hacienda o una familia, esas no eran atribuciones propias de los hombres. Así la habían educado y así se ocupaba de que tutelasen a sus hijos; siguiendo la tradición.

—Tened en cuenta que no deben pasar más de diez días. El pago a los carpinteros no puede retrasarse, nos comprometimos con el nuevo año… Y quiero que enviéis recado a Aoya, hay que saber cómo avanzan las obras del nuevo castillo —le decía a uno de sus mayordomos en el patio de la mansión de la avenida Sanjo, junto a la etérea cha shitsu donde su esposo se había reunido en secreto con Tokugawa-sama—. Y que sea pronto —le recalcó sin dejar ver que, en el fondo, se sentía impaciente por viajar al recién estrenado feudo del clan Date—. Cuanto antes mejor…

Calló al ver que, a apenas unos pasos, uno de los escuderos encargado del palomar se apresuraba hacia la construcción principal; aquello solo podía significar que un mensaje urgente había llegado. Debía de ser algo verdaderamente importante.

Su esposo había dado orden de que no lo molestasen a no ser que fuera totalmente necesario; y ella sabía que nadie se atrevería a desobedecer sin un motivo crucial. Aquel hombre casi corría, con el rostro lleno de contrariedad y la frente perlada de sudor. Y ella pudo imaginar que algo grave sucedía. Por fuerza debía tratarse de un asunto de suma relevancia. Si el encargado del palomar había juzgado mal, el venerable Date le ordenaría que se abriese el vientre.

El karma dictaminaría; aunque ella creía que las buenas noticias nunca tenían prisa, eso solo sucedía con las malas. Pero incluso aunque las nuevas fuesen tan decisivas como imaginaba, aquel escudero tenía muchas posibilidades de morir por haber desobedecido, y dama Megohime lamentó profundamente que la armonía de aquel nuevo hogar del clan Date se viera amenazada.

El señor feudal Date Masamune, arrodillado formalmente, con el rostro severo, contemplaba el tramo de jardín que podía ver desde la veranda. Por encima de los travesaños ensamblados con precisión, envuelto todavía en el aroma fresco y penetrante de la madera recién cortada, observaba los sutiles encajes que formaban los brotes de la temporada, analizaba el mecerse pausado y cadencioso de las hojas y buscaba inspiración.

Los pinos, jóvenes y delgados como yari, todavía no habían ramificado apropiadamente; los arces, poco más que espigas, aún no habían madurado para que los colores de sus hojas en el otoño fueran los debidos. Harían falta al menos cincuenta años para que la parcela de aquella nueva casa en Edo fuera algo siquiera digno de verse, los jardineros tendrían que esforzarse mucho, pero el daimyo lo consideró como algo adecuado, ese era su presente y se sentía afortunado de ver cómo el jardín nacía. Recordó incluso una ocasión cuando, con la impaciencia de la pubertad, le había preguntado a su tío, aficionado al cultivo de árboles en maceta, por qué alguien plantaría semillas para esperar un siglo a tener un bonsai que mereciese la pena ser considerado como una obra de arte. Ahora, que había sobrepasado la edad de aquel adulto que escuchara la curiosidad de su sobrino, creía comprender la virtud que tantos años atrás le había parecido un sinsentido.

Masamune, daimyo del clan Date, alejó de sí la nostalgia y se concentró en la delicada rama de níspero que intentaba recortar para conformar el arreglo ikebana. Procuraba crear una composición floral que recordase al temprano otoño que estaban viendo comenzar, pero no conseguía el equilibrio que esperaba cuando colocaba la vara en la bandeja. Estaba a punto de cortar una de las hojas del vástago cuando, a sus espaldas, el shoji que daba acceso a la vivienda se abrió.

—Disculpad el atrevimiento, mi señor…

El hombre se postró en una reverencia exagerada, apoyando la frente en el entarimado de la veranda. Era el escudero al cargo del palomar y sus manos sudorosas querían resbalar en los maderos de la galería.

Date gruñó, había dado orden de que no lo molestasen. Y no se volvió, siguió considerando el espacio que resultaría de privar a la pequeña rama de níspero de uno de sus brotes.

El samurái siguió esperando, consciente de que su vida pendía de un hilo. Aunque estaba seguro de que cumplía con su deber al contravenir el mandado de su daimyo, también sabía que, aun cuando la razón lo asistiera, podía ser compelido a cometer seppuku.

El señor feudal siguió prestando atención a su arreglo floral. Era un hombre frugal de costumbres recias; vestía ropas sencillas, un kimono ligero del color de la corteza de los olmos sujeto en la cintura con un obi marfileño. Como Tokugawa Ieyasu, denostaba a los que se dejaban llevar por los caprichos del lujo, la gula o la lujuria. Y pensaba terminar lo que estaba haciendo, pues detestaba la desidia de aquellos que siempre dejaban para más tarde el deber de concluir las tareas que se habían propuesto; además, quería templar el carácter de aquel samurái antes de decidir si le ordenaría o no quitarse la vida.

Y el escudero tuvo que aguardar, postrado en su reverencia exagerada, manteniendo silencio. Su agonía cubierta de dudas aún se prolongó el tiempo que tardaba en consumirse una varilla de incienso.

Tras mucho deliberar sobre la armonía de los colores y las posiciones, cuando hubo considerado todas las opciones que se le ocurrieron, Date Masamune pareció, al fin, sentirse satisfecho con el modo en el que la ramita de níspero pendía sobre la salvilla; en una manera precaria y frágil que recordaba sutilmente la senilidad del otoño. Solo entonces se giró levemente, lo justo para que el escudero supiese que podía, al fin, acercarse.

El expectante siervo oyó el frufrú de las telas al moverse y se atrevió a aproximarse y hablar:

—Lamento muchísimo interrumpiros, mi señor, estoy dispuesto a recibir el castigo que sea necesario, pero he creído que debía avisaros. Disculpadme, por favor —rogó diciéndolo todo de carrerilla, sin tomar aliento y postrándose de nuevo.

Date Masamune inclinó la cabeza sutilmente. Su único ojo sano quedó escondido en la sombra de su poblada ceja.

—Ha llegado una paloma de Kyoto, el mensaje trae el sello de máxima urgencia. —Hurgó en la manga de su kimono y terminó tendiéndole el pequeño rollo de papel a su daimyo.

Date lo recogió entre sus dedos. Consideró la situación con calma y, finalmente, echando un vistazo a la tinta roja del estampado, hizo un gesto vano despidiendo al samurái , que no dejó que el alivio se reflejase en su rostro.

El rulo estaba, efectivamente, marcado con el cuño bermellón. Pero, antes de dedicarse a la tarea de descifrarlo, el daimyo observó una vez más su arreglo ikebana. En la bandeja de latón verdoso reposaba apenas un dedo de agua cristalina en la que el señor feudal había dispuesto unos guijarros como los usados en el juego del go, de entre ellos surgía la retorcida rama de níspero con cinco hojas de tamaño parecido, coronada por una voluble inflorescencia de las pequeñas flores blanquecinas, y el conjunto, sencillo, semejaba a punto de quebrarse.

Cuando terminó de trasponer las sílabas del poema, Date Masamune tuvo que releer el mensaje descodificado para asegurarse de haber comprendido.

Lo peor era la incertidumbre. Honda Kazumasu no sabía si el intruso había llegado a ver la cabeza del magistrado, y tampoco tenía constancia de si se había llevado algún documento o anotación con los versos que servían de clave para su sistema de cifrado; el samurái muerto, Obata Kanegori, era precisamente el encargado de aquellos asuntos.

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