Ronin

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Séptimo magari. Sevilla y Sendai

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Séptimo magari

SEVILLA Y SENDAI

La nieve no rompe las ramas del sauce.

Proverbio Japonés

Su odio era enemigo de los días y amante de las noches. Y, mientras el sol rielaba en el horizonte, Hortuño, como un perro rabioso, escapaba de la luz para esconderse en su madriguera de las afueras de la ciudad, con las contras cerradas a cal y canto y la única compañía de unos pocos cirios prendidos; pero en cuanto llegaba el ocaso, salía ansioso, rayando la desesperación, enloquecido por saciar su sed. Las nieblas del alcohol eran el único bálsamo que lograba mitigar su impaciencia.

Al llegar a Sevilla, consciente de que era un fugitivo, Hortuño de Andrade había intentado borrar su rastro. Con lo que se había llevado en las alforjas había buscado el modo de apañar un acuerdo sin nombres o preguntas para comprar una madriguera al poniente del río, en el viejo barrio de Triana.

Había elegido una casucha al norte de la ancha vía que llevaba al puente de las barcazas sobre el Guadalquivir. Era una destartalada construcción en las humildes barriadas del alfoz que rodeaba el barrio pesquero de Triana. El último eslabón con la tierra patria de algún desdichado que había ido en busca de fortuna a las Indias y no había regresado; una vieja propiedad en la que un par de palmeras desatendidas iban marchitando sus hojas, olvidándose de los tiempos en los que habían sido testigos del dominio agareno sobre la villa.

Y, una vez asentado, en cuanto le había parecido que no llamaría la atención, poco a poco, procurando no levantar sospechas, había empezado a tirar de los hilos adecuados, los que ya traía pensados; como establecer correspondencia con el corregidor de Madrid.

Ahora llevaba meses en la ciudad, y había tenido tiempo de sobra para repartir sobornos y reclamar viejos favores. Sus caudales no tenían que ver con la fortuna que había abandonado en el caserío del camino a Segovia, pero seguía siendo un hombre acomodado, aunque viviese como un pordiosero. Atesoraba cada cuartillo con el fin de alimentar su insaciable venganza; estaba dispuesto a dejarse estrangular por la indigencia con tal de conseguir acabar con ellos, no solo con Dámaso, sino también con Constanza. Los quería muertos, y de su ávida codicia de antaño solo quedaban humeantes cenizas de rencor

Si el alférez lograba regresar, cosa que dudaba, lo sabría, lo estaría esperando. Y en cuanto a ella, gracias a que mantenía correspondencia con el corregidor de Madrid, ya sabía que se había refugiado en el monasterio de las Descalzas Reales, bajo la tutela de doña María de Austria. Más de una meretriz de lamancebía que mantenía el cabildo de Sevilla había pagado parte de sus ensoñaciones cuando Hortuño, aterecido por la pasión, golpeaba una y otra vez, con su miembro fláccido colgando lánguidamente y sus ansias de venganza inflamadas, imaginando que la pobre muchacha era la misma Constanza vestida con el hábito de monja.

Lo peor era la paciencia obligada, tenía que acumular su odio, que se iba recociendo, olvidado sobre el fuego, asurado y renegrido como el guiso de una sirvienta despistada.

Ese encono sordo lo consumía. Hortuño apenas comía. Encogía, arguellándose día a día, era poco más que pellejo, huesos y bilis amarga. El lobanillo de su frente se había abultado hasta tener el tamaño de medio albaricoque. Su tez se había vuelto cérea, enfermiza. Su apetito, a no ser por el vino y los espirituosos, era escaso. Y los ojos, hundidos en una calaverna que tensaba el rostro como un lienzo, miraban siempre bajo la penumbra de cejas prominentes.

Ya habían pasado las fiestas de la Natividad del Señor, y el invierno templado de Sevilla parecía capaz de espantar los fríos gracias al calor que la ciudad ribereña había atesorado a lo largo de las canículas del verano, en las que incluso las cigarras no podían hacer otra cosa que amodorrarse en la primera sombra y esperar que llegase la fresca. En esa estación, se podía cruzar el puente de las barcazas sobre el verdoso Guadalquivir al mediodía sin quedar calcinado en medio del paso; y la ciudad vibraba desde la salida del sol hasta el ocaso con la frenética actividad de sus miles de almas; al menos, hasta que las lluvias de abril arreciasen amenazando con desbordar el río y embarrar la villa.

Era una mañana despejada, con aire de haber sido limpiada concienzudamente. Las puertas de la muralla, abiertas desde el amanecer, cedían paso a los campesinos de las huertas del Rey y de la Macarena, a los esclavos negros que atendían los mandados de los amos, o a los que, desde Triana, cruzaban los postigos para servir sus negocios en la ciudad. Y, aun pese a su desmejorado aspecto, esa mañana, mientras caminaba hacia la gran plaza de la Laguna, Hortuño sonreía; y su rostro contento casi semejaba sano. Prácticamente resplandecía.

Le constaba que los hombres del alguacil habían recibido aviso desde Valladolid de que andaba escapado, pero ningún corchete le dio el alto. El trajín era continuo. Sevilla, además de enorme, rebosaba riquezas que mantenían ocupados a los potentados y a los ladrones. A todos menos a las legiones de mendigos que no tenían otra cosa que llevarse a la boca que la sombra de unas migas de pan en la trasera de una tahona.

A la ciudad del Guadalquivir regresaban, y de ella partían, las flotas de Castilla, en la urbe se contaba el oro de las cecas de Lima y Potosí, se distribuía la seda de China, se comerciaba con la canela del Maluco; y en ella tenía su sede el poderoso Consejo de Indias, del que se rumoreaba que el conde de Lemos sería nombrado pronto presidente, algo que le hacía intuir a Hortuño que en la capital los vientos rolaban, pues el noble gallego, aun emparentado con el privado, era de los pocos que se atrevían a poner en duda al duque de Lerma.

Y, contraviniendo su costumbre, entrecerrando los ojos, doloridos por el fuerte sol que los aguijoneaba, Hortuño andaba por las calles angostas de la parte vieja. Las que todavía no habían sufrido las últimas reformas de los tiempos modernos, las que, con sus ajimeces y saledizos hechos de ladrillos de adobe, tenían matices del señorío musulmán de antaño. Y al secretario no le importaban ni la suciedad ni las bostas de los animales de tiro que abundaban en el casco antiguo, solo pensaba en el encuentro que había planeado.

Alguien gritó desde un ventanal y, desobedeciendo la ordenanza que castigaba hasta con diez días de cárcel y multa de otros tantos maravedíes, vertió una enjabonadura a la calle; las aguas espumosas se escurrieron hasta las albardillas que dejaban tras de sí las ruedas de los carros. Hortuño ni siquiera se molestó en apartarse, tampoco sintió cómo el agua sucia le caló los borceguíes que calzaba. Estaba ensimismado. Remedaba un guiñol en manos de un titiritero empeñado en llevarlo de un lado a otro de la ciudad.

Se había vestido con su camisa de mejor lino, y todo lo llevaba de fina seda y buen cordobán. Deseaba causar una grata impresión, era consciente de que, si no tenía cuidado, podía acabar atrapado en la red que procuraba tender.

Había recibido el mensaje del corregidor Diego Martínez en la segunda feria de la semana anterior y, ahora, tras mucho meditar, iba a poner en marcha su idea.

Con tanta mercadería, oro e instituciones, en Sevilla había un funcionario por cada ladrón y, entre ambas castas, había más desaprensivos que honrados. Hortuño buscaba a uno de ellos, un familiar que respondía por Pedro de Arbués al que el mismo secretario había conseguido los papeles que demostraban su linaje de romín de antiguo, libre de conversos en generaciones.

Desde sus despachos en la torre dorada, De Andrade, a cambio de sus buenos beneficios, había preparado más de un certificado que demostraba la condición de cristianos viejos de muchos que querían ocultar su pasado.

Y ya en su momento el secretario había intuido que el caso de Pedro de Arbués sería una flagrante mentira, como tantos otros que ansiaban el codiciado puesto de familiar; así que Hortuño pensaba aprovecharse ahora de ello. Sabía que en otros lugares, como en la vecina Francia, los prebostes de la Iglesia no eran tan escrupulosos con sus esbirros, pero las dispensas que habían conseguido los Reyes Católicos siglos antes hacían que, en las tierras bajo el yugo español, aquellos asuntos se manejasen de un modo bien distinto y tenía en mente sacar partido de aquella palanca. Le bastaba amenazar a Pedro de Arbués con delatarlo.

El conde de Barajas había reformado no mucho tiempo atrás la plaza de la Laguna y, por encargo del noble, en el zoco se mecían altos álamos espigados de corteza plateada.

Dos fornidos esclavos de piel negra como el betún se afanaban con grandes esportillas cargadas con ladrillos de adobe. Resoplaban por el esfuerzo hinchando sus narices gruesas y, aun así, canturreaban alternándose el uno al otro en un alegre tarareo. Tras ellos, bajo la fachada que parecían estar reformando, indiferente a la prohibición, un capataz aguileño de mirada torva escupía el humo intenso de un cigarro de las Indias mientras lanzaba pestes poco piadosas. Un petimetre de aspecto enclenque escuchaba apartándose de las fumaradas y dándole la razón con displicencia. El agrio hedor del sudor rancio se revolvía con el tufo del tabaco.

Un chiquillo de rostro tiznado y guedejas piojosas pasó corriendo frente a un tullido que pedía limosna. Un pordiosero con aires de marino, que se ganara la vida en las flotas hasta perder las manos en algún accidente con un cabo suelto, tuvo tiempo de rogar un óbolo antes de que, tras el zagal, un tipo de sombrero calado y greguescos sucios gritase que atrapasen al ladrón, palmeándose el lugar donde había estado su faltriquera hasta que la mano ágil del crío había usado la cuchilla.

Junto a las obras, un posadero con un delantal hilvanado de grasa refunfuñaba protestas por la polvareda. A su espalda se abría el portalón de un figón que, según rezaba el cartel de madera astillada, se conocía como Lachopera. Ese era el lugar.

Hortuño no sorteó a los esclavos, que se hicieron a un lado con resignación, y entró a la oscuridad lardosa de la taberna. Le bastó un paso para darse cuenta de que, pese a ser uno de los locales del centro de Sevilla, ni un ciego tomaría a los parroquianos por gentileshombres de noble cuna.

Distinguió a Pedro de Arbués en una mesa al final del tugurio, donde le habían dicho que le encontraría, envuelto en la penumbra de una esquina en la que revoloteaban los hollines de la cocina y adonde la luz de la mañana parecía incapaz de llegar. Era un hombre obeso de enorme papada sobre la que el entrecejo y la nariz formaban una prominente cruz que despuntaba como una amenaza; al fondo, entre las generosas curvas que las patillas pobladas no lograban disimular, destellaban dos ojos del mismo color lodoso del barro que dejaba el Guadalquivir en sus crecidas. Sus dedos, gruesos como morcillas de matanza, tamborileaban sobre la mesa junto a la jarra de vino. Era inconfundible.

Hortuño se escurrió bajo la mirada del tabernero y se aproximó hacia el familiar. Sabía que no podía flaquear, debía mostrarse firme y no darle la oportunidad a Pedro de Arbués de cuestionar la denuncia o a quien la hacía. De ser así, él mismo podría salir mal parado.

—Buen día nos dé Dios —dijo el antiguo secretario sentándose a la mesa sin pedir permiso.

Pedro de Arbués hizo girar sus ojos lentamente y cruzó sus brazos, rechonchos como jamones, sobre la abultada pechera; la amplia golilla de inmensa talla parecía poco más que una puntilla de encaje inglés. Y el familiar medía sus gestos como si hasta el más mínimo ademán fuese un esfuerzo titánico.

—¿Puedo invitaros a una jarra de vino?

El otro paladeó las palabras, era un hombre acostumbrado a que se acercasen a él para desgranar denuncias. Pero aún no sabía cuáles eran las intenciones de aquel hombre menudo con aspecto de oveja roída por la peste comalia.

—Donde come uno comen dos —soltó con una voz ronca y grave al tiempo que miraba sin disimular su desagrado el lobanillo de la sien de Hortuño.

El que había sido secretario del valido captó el mensaje y alzó la mano hacia el tabernero, que miraba con curiosidad hacia el desconocido. El figonero se santiguó como si pensase en la próxima víctima del familiar y se fue a la cocina.

Guardaron silencio esperando intimidad y Pedro de Arbués echó un trago de vino con parsimonia. Cuando el tabernero se marchó, tras dejar un par de cuencos de barro cocido en los que nadaba un estofado de liebre y nabos en el que habían disimulado la carne pasada con pimienta, Hortuño se decidió a hablar.

—He oído algo sobre una joven que se hace pasar por novicia de clarisa en un convento de Madrid…

Pedro de Arbués había escuchado relatos mucho más truculentos. Impertérrito, no tardó en ventilar su bacía de guiso. Hortuño intuyó lo que el otro pensaba de sus palabras y se agachó bajando el tono de voz; no había probado bocado.

—… Según parece, ha obligado a otras de las jóvenes del convento a guardarle el secreto —continuó en apenas un susurro—. Las convence bajo amenaza para que le dejen hacer noche en sus celdas y abusar de ellas con prácticas impúdicas; y las tienta hablándoles de hombres como si fuera un súcubo del maligno…

Las denuncias no eran a menudo más que palabras sueltas con las que algunos facinerosos aprovechaban para librarse de un cofrade con tierras lindantes, así que aquella acusación con poca enjundia no era de las más flojas que había oído el falso converso.

Hortuño, que intuía la apatía del familiar, siguió apuntalando sus mentiras.

—… Y he averiguado de buena tinta que entre las víctimas de su perversión se encuentra Isabel Lardinois. —De Arbués alzó una ceja al oír el sonoro apellido del que había sido general de los jesuitas.

El familiar chistó como animando a una montura a echarse a galopar, pero no logró desprender el correoso trozo de liebre de entre sus dientes y alzó su mano regordeta para hurgarse en las muelas en busca de mejor suerte.

—Estamos a tiempo de pararle los pies para los autos de fe de cuaresma —apuntilló el antiguo subalterno del valido—. Debería indagarse —recalcó—. Estoy seguro de que se trata de una moza que mantiene tratos con el mismo Satán…

El familiar, que había tenido éxito en sus tareas, examinó las hilas de chicha en la punta de su grueso índice antes de llevárselas de nuevo a la boca.

—La Santa Inquisición tiene asuntos más importantes por tratar que los rumores sobre las desventuras de una mocica calenturienta que desata las enaguas de las novicias o que quiere robarles los calzones a los frailes… Creo que bastará con que su padre le dé una buena tunda —sentenció el familiar minusvalorando la historia e interpretándola a su modo particular.

El desprecio de Pedro de Arbués era aún más palpable que la grasa pitañosa de la mesa, hecha borlas que se pegaban a las mangas. No obstante, Hortuño ya había previsto que el familiar no atendería su denuncia fácilmente; lo habitual era que los hombres de su posición se aprovecharan para pedir doblones a cambio de poner en marcha los engranajes del todopoderoso Tribunal del Santo Oficio. Aunque el secretario prefería acudir a algo distinto al soborno para inclinar la balanza a su favor.

—Entonces quizá sea más del interés de vuestra merced si le hablo de unos escritos sospechosos que he tenido oportunidad de leer —dijo Hortuño con cierto tono de misterio.

Pedro de Arbués volvió a alzar una de sus cejas arrugando la frente protuberante y perlada de sudor.

—Son de un tal Alonso de Espina…

El rostro demudado del familiar se volvió del color de un palio del mejor lino.

Fray Alonso de Espina, tras predicar en Valladolid contra los judíos como causantes de una terrible epidemia de peste que asolara la ciudad, había escrito pocos años atrás un compendio antisemita en el que aseguraba que los hebreos serían los aliados del Anticristo en la hora final.

Pedro de Arbués era un hombre de luces y no le hicieron falta más explicaciones. Tardó unos momentos en reaccionar mientras intentaba encontrar algo reconocible en aquel rostro enfermizo. Sin embargo, poco después tuvo que resignarse ante lo evidente, aquel hombrecillo repugnante con pinta de mojama de anguila sabía su terrible secreto: las credenciales con las que había conseguido su puesto de familiar de la Santa Inquisición española valían menos que la vitela en la que estaban escritas.

El converso suspiró haciendo retumbar sus enormes labios hinchados y alzó el brazo con la parsimonia habitual.

—Traed algo con lo que enjugar el gaznate, ¿queréis? Un poco de ese espiritoso de Jerez que guardáis bajo llave de alcancía…

El tabernero se limitó a asentir, sabía que el familiar tenía fondos para pagar el caro aguardiente y no pensaba llevarle la contraria.

—¿Qué queréis a cambio de vuestro silencio? —preguntó sin ambages después de vaciar de un trago la primera copa del vino con solera.

Hortuño sonrió recordando a una comadreja ante un nido desvalido, sus rasgos enfastiados parecieron crujir ante el cambio.

—La quiero presa y condenada —reverberó la voz del antiguo funcionario escupiendo las palabras con una animadversión que hubiera podido cortarse—. Condenada por brujería, amante del mismísimo demonio y de cuantas atrocidades se os ocurran. Para empezar, lo del convento os servirá, es cierto, lo sé de buena fuente…

Pedro de Arbués no quiso preguntar; aquella era una historia como tantas otras que había escuchado, la única diferencia era que en esa ocasión no podría sacarle partido aceptando algo de oro a cambio de procesar su denuncia.

—¿Cómo se llama? —inquirió con su voz grave el familiar tras despachar otro trago del licor.

—Constanza de Accioli —respondió Hortuño ensanchando su sonrisa sin que el gesto lograse aparentar buen humor.

Al ver aquel semblante ceñudo, Pedro de Arbués, que había presenciado las torturas de los sótanos del castillo de Triana, recordó cómo se había sentido muchos años atrás, fue un viejo e incómodo escalofrío que resultó conocido.

Siendo un crío, a fin de aparentar devoción a la nueva fe que había adoptado, su padre lo había llevado de peregrinación a Compostela, a visitar las reliquias del apóstol Santiago. En la inmensa catedral, tan diferente a cualquier sinagoga, echando de menos el tacto de la tradicional kipá en la coronilla, el niño Pedro había mirado con ojos desorbitados el pórtico del maestre Mateo; donde el apocalipsis rezaba sus lecciones para los fieles. Allí, en los tímpanos de granito tallado, entre las grandes piedras del templo, el habilidoso escultor había representado a los desdichados sufriendo por sus pecados los fuegos del averno. Entre aquellas escenas macabras de castigo divino había una inquietante figura: un enrevesado demonio de rasgos aguzados que, con garras afiladas, usaba una tenaza para arrancarle la lengua a un pobre infeliz condenado a los fuegos eternos del orco. El dolor del penitente palidecía ante la expresión de deleite de aquel engendro maligno que había cobrado vida gracias al tallador.

Y aquel hombrecillo enclenque y enfermizo que tenía ante él sin probar un bocado era el vivo retrato del diablo que le había causado pesadillas durante meses de su niñez. Pedro de Arbués casi esperó ver que aquel rostro quebradizo y reseco se abriese en una sonrisa tétrica sembrada de dientes afilados.

A punto había estado el oidor de sufrir un síncope al desembarcar de su tornaviaje y poner pie en la tórrida bahía de Ciudad de los Reyes. Incluso había creído que el infernal sofoco de las Filipinas, del que intentaba huir, se le había agarrado por siempre al pecho; sin embargo, para su sorpresa, fue mejorando. Después de una tortuosa peregrinación a través de abruptas sierras, los calores se fueron apagando, hasta convertirse en algo llevadero, cuando alcanzó aquella enorme ciudad rodeada por las aguas del lago Texcoco y tocada por escarpadas montañas, la antigua capital mexica de Tenochtitlan, la que Hernán Cortés conquistara para las coronas españolas y que, ahora, tras el pacto hecho con Hortuño a cambio de la vida de aquel insignificante alférez de Flandes, se rendiría a los pies de Antonio de Morga.

Así, la impresionante Ciudad de México, todavía enmarcada por la grandeza de los poderosos reyes nativos muertos a manos de los conquistadores, fue del agrado del nuevo alcalde del crimen desde el primer instante. Además del clima atemperado que le concedía la altura, la villa flotaba en un mar de burocracia en el que el flamante alcalde esperaba encontrar millares de oportunidades con las que enriquecerse. Bastaba ver la grandiosidad del palacio de gobernación, un edificio que nada tenía que envidiar a los más suntuosos de Madrid. Al contrario que en las lejanas Filipinas, en Nueva España todo un océano no bastaba para abandonar las viejas costumbres.

—Su excelencia el virrey don Juan de Mendoza y Luna os recibirá ahora —oyó De Morga que le decían sacándolo de sus ensoñaciones sobre los caudales que acumularía.

Miró al lacayo de aire sospechosamente mestizo que le había hablado, se alisó la pechera, recolocó las calzas para que apareciesen bien tensas y asintió.

—Pues estoy seguro de que es un hombre al que no le gustará esperar —dijo ensanchando una sonrisa que le descolocó el bigote.

Las enormes puertas de madera labrada, tan lujosas como las de la misma torre dorada del Real Alcázar en Madrid, se abrieron a un despacho de insanas proporciones en el que se veían reposteros, tapices, sillones y un facistol con un lujoso libro acantonado en oro. Y al fondo, un hombre de mirada torva que alzaba sus ojos desde los legajos que acababa de firmar. En la capa de velarte que llevaba sobre los hombros se distinguía la cruz bermeja que lo acreditaba como caballero de la Orden de Santiago.

Antonio de Morga, llevando en su mano los nombramientos oficiales que Hortuño le enviara, cruzó el vano. Ahora tenía algo nuevo de lo que ocuparse; el virrey, recién nombrado por el rey Felipe a instancia de su privado, acababa de tomar posesión de su cargo y De Morga hervía en deseos por saber si sería un hombre con el que podría contar para aumentar sus propias posibilidades de lucro.

—Buen día nos dé Dios —saludó el nuevo virrey componiendo los ángulos de su rostro en un semblante que no llegó a ser afable.

—Buen día —repuso De Morga adelantando sus acreditaciones—. Espero que hayáis encontrado la Ciudad de México tan agradable como yo mismo —añadió intentando ser conciliador.

Don Juan de Mendoza y Luna, capitán de lanceros distinguido en la batalla de Portugal a las órdenes del duque de Alba, noble de España con el título de marqués de Montesclaros, frunció el ceño y examinó con detenimiento al hombre que tenía ante él. Vio en De Morga a un pretendido hidalgo enteco y corvo, de lorzas que afeaban la buena hechura de la cuera que vestía y el herreruelo de lana fina con el que se cubría; eran ropas demasiado lujosas para un funcionario apartado a las Filipinas. Aún no había tenido tiempo de hacerse con los entresijos de su cargo, pero el nombramiento de Antonio de Morga hedía, había algo oscuro, y estaba dispuesto a descubrirlo. Así que decidió tender su trampa con cuidado, tentándolo con disimulo.

El virrey suspiró, relajó la expresión, hizo un gesto hacia el lacayo para que cerrase las puertas del despacho y se puso en pie para recoger los documentos que le tendían.

—Habéis llegado con buena fortuna, a tiempo para libraros de la inundación…

Antonio de Morga había visto a las cuadrillas de limpieza deshaciéndose de los lodos, pero se guardó el comentario. Quería ver adónde pretendía llegar el virrey con una acometida así.

—… He estado pensando en trasladar la capital a Tacubaya. —El nuevo alcalde ni siquiera sabía por qué lugar caería aquella ciudad, apenas conocía los territorios de Nueva España—.

Pero, y os lo digo en confianza —añadió mirando a los ojos de Antonio de Morga para calibrar su reacción—, eso tendría un coste elevadísimo… Quizá sería mejor idea ordenar algunas reformas aquí mismo a fin de no abandonar estos lares dejados de la mano de Dios —terció haciendo por abarcar con los brazos las paredes del lujoso despacho del palacio del virreinato—. Se han invertido muchos dineros en estos pagos y no es cuestión de desaprovecharlos. Podrían construirse algunos desagües para las lagunas y así evitar que nuevas lluvias repitan el desastre… Puede que merezca la pena empedrar las calles, hasta sería posible levantar un acueducto desde Chapultepec.

Antonio de Morga fue precavido, en cualquiera de esas obras habría pellizcos de los que aprovecharse. Pero aún no conocía a aquel hombre y no quería delatarse antes de tiempo. Podía ser que tuviese que buscar nuevos aliados. A su llegada, había oído las últimas noticias venidas de España, se rumoreaba que la capital volvería a Madrid, había voces críticas contra el duque de Lerma, y quizá el nuevo virrey pensaba reconducir los asuntos de la corona de un modo distinto al habitual.

—Estoy seguro de que el Señor os ayudará a encontrar el mejor modo de complacer a su majestad y al duque de Lerma —aventuró De Morga esperando una respuesta que le dijese algo más sobre su interlocutor.

Don Juan de Mendoza ponderó la mención del valido, no sabía si el nuevo alcalde conocería ya las habladurías que corrían por Madrid e intentaban acallarse en Valladolid.

—Ojalá esas fuesen mis únicas preocupaciones —dijo entonces el virrey estrechándose la chiva del mentón con sus dedos de nudillos marcados—, debo asignar también puestos a hombres de confianza. No es que menosprecie el trabajo de mi predecesor —añadió como si compartiese una confidencia—, pero me gustaría conocer bien a los que habrán de ser auditores y asesores… Y también debo elegir a un consultor para el Santo Oficio…

Antonio de Morga intuyó que en el discurso se habían sucedido demasiados ofrecimientos. Quizá le estaban tendiendo una trampa y decidió ser cauto.

Los dos hombres quedaron mirándose el uno al otro, ambos se dieron cuenta de que se habían estado midiendo mutuamente para saber a qué atenerse. Se siguió un silencio incómodo.

Como muestra de su carácter piadoso, apegado a las tradiciones, Tokugawa Ieyasu asistió a las ceremonias de fuego y agua del shuni e que se celebraron en el zaguán principal del santuario Todai ji, en la antiquísima ciudad de Nara, la que había sido sede imperial mil años antes.

Poco antes de que llegasen las festividades del año nuevo y la primavera abriese las flores de los ciruelos, en conmemoración de las enseñanzas del monje Jitcho, los devotos del templo se entregaban a los preparativos del ancestral rito. Se recogían pesadas ramas de pino de varios ken de largo que se aviaban como antorchas, y que, durante la ceremonia, serían quemadas recorriendo las balconadas para dejar caer sobre los asistentes una lluvia de chispas sagradas, centellas que protegerían a los fieles de los demonios malignos.

Los devotos elegidos, orlados acorde a costumbres arcaicas, entonando rezos ancestrales, ascendían las escaleras hasta la veranda sobre el altar principal y sujetaban por la base las enormes ramas, prendidas como teas gigantescas. Corrían de un lado a otro de la galería del piso alto del tabernáculo y sobre los congregados; en la oscuridad de la noche, se precipitaba una bandada de incandescentes adarmes que simbolizaba la salvaguarda contra los kami diabólicos.

La ceremonia de fuego se repetía en honor de la forma con once rostros del bodhisattva Kannon y se completaba con otra liturgia en la que se extraía agua de un pozo sagrado Wakasa. Eran ritos seculares y resultaban el ejemplo perfecto de tradición y buenas costumbres que el antiguo regente necesitaba para mostrarse al pueblo tal y como deseaba antes de viajar a Kyoto.

De ese modo tan fervoroso, el vencedor de Sekigahara intentó alejar las sospechas de las gentes llanas, entre los que había quien se atrevía a rumorear que había sido la ambición de Tokugawa Ieyasu la que lo había llevado a romper la concordia del Consejo de Regencia. Así, todavía joven de espíritu a sus más de sesenta años de edad, austero y poco proclive a los lujos, echando incluso de menos la oportunidad de salir de caza al amanecer con sus halcones, el hombre que había sometido al país de los dioses llegó a la ciudad imperial de Kyoto arropado por el halo de divinidad de los rituales de Nara.

A los pocos días, con la bendición del hijo de los dioses, el emperador Go-Yozei, el noble daimyo Tokugawa Ieyasu del clan Matsudaira fue nombrado supremo general de todos los ejércitos, gobernante de facto del Japón; alcanzó por fin la dignidad que tanto había soñado y que tan poco se había atrevido a imaginar. El duodécimo día del segundo mes del octavo año de la era Keicho, el antiguo regente Tokugawa Ieyasu fue erigido shogun.

Sin embargo, la concesión de semejante prerrogativa no apaciguó su prisa. En cuanto pudo librarse del boato de las celebraciones, fiel a su carácter, sin permitir que trascendiese su urgencia, partió hacia Edo con la excusa de comenzar las obras del que sería el castillo más grande del país, mayor que el de osaka, aunque se trataba únicamente de una triquiñuela. En su capital le estaba esperando Date Masamune para recibir órdenes sobre el espinoso asunto del naufragio de los extranjeros en la bahía de Ise.

* * *

Sobre el go kang estaban distribuidas las piedras blancas y negras, dos ejércitos rivales que luchaban por controlar el mayor territorio posible en el tablero de madera amelgada. Tras los dos jugadores, lucía un magnífico mural en el que una grulla estilizada contemplaba el agua entre las grandes hojas de los nenúfares. Y, a un lado, con una negrura ribeteada por cenefas de rojo vivo, las brasas del kotaken ayudaban a calentar la estancia.

—¿Qué sabemos hasta ahora? —preguntó Tokugawa Ieyasu cuando ya habían finalizado las aperturas del juego y quedado atrás las frases de la protocolaria cortesía.

Date Masamune alzó su ojo sano y comprobó que, como debía ser, los guardias del shogun, formalmente arrodillados a más de una docena de pasos, les daban la espalda para encararse con el shoji de entrada. A esa distancia no podrían oírlos.

—Era un barco pequeño que había zarpado de las islas, de los territorios del antiguo rajá de Maynila —comenzó a enumerar con eficiencia—. Son bárbaros delsur y dicen estar al servicio de un emperador al que nombran el tercer Felipe —dijo pronunciando la transliteración de la palabra castellana de modo peculiar y dubitativo—. Hay entre ellos un hombre que, según parece, fue designado como embajador para establecer nuevos tratos comerciales que favorecieran a su país antes que a los otros forasteros de pelo colorado; aunque mis informadores aseguran que es uno de los soldados quien parece estar al mando. Lo cierto es que apenas han sobrevivido unos pocos y la nave no podrá volver a utilizarse, está inservible —concluyó el dragón de un solo ojo.

Entonces recordó algo más y se decidió a añadirlo antes de que su señor pudiera hacer una nueva pregunta.

—También hay entre ellos un monje del crucificado que conoce nuestra lengua —añadió Date Masamune—, debe de tratarse de uno de los desterrados tras los edictos del difunto Toyotomi Hideyoshi…

—¿Una embajada? Ummm… ¿Están ya en Sendai? —inquirió Tokugawa con su habitual parquedad.

—Sí, lo están, ayer mismo recibí una paloma de Yoshioka Seijuro que lo confirmaba. Yo he retrasado mi partida hasta que pudieseis llegar y proporcionarme nuevas órdenes —se ofreció con una ligera reverencia.

El flamante shogun gruñó una afirmación apenas inteligible al tiempo que inclinaba su robusto mentón. Si los gaijin ya se alojaban en el norte, al menos había ganado tiempo, pero no por ello la situación política dejaba de ser peliaguda. Aun a pesar de su nombramiento, las aguas del Japón no estaban en calma, el heredero del taiko parecía amenazar, conspirando desde osaka para recuperar el poder que su padre le había legado a través del fallido Consejo de Regencia. La repartición de los feudos y el trato a los vencidos en Sekigahara parecía no haber bastado para dejar claro a todos los daimyo el rumbo que tomaría el país de los dioses bajo el bastón de mando de los Tokugawa. Había demasiadas incertidumbres y eso le desagradaba.

Date Masamune podía intuir las tribulaciones de su señor tras los penetrantes ojos castaños, que aparentaban estudiar la disposición de las piedras sobre el tablero.

—¿Cuántos son?

El dragón de un solo ojo sabía que la pregunta esperaba una respuesta con algo más que un número, conocía bien a su interlocutor.

—Además de ese supuesto embajador, solo quedan diez, los que no murieron en el naufragio lo hicieron en tierra por culpa de las heridas —aclaró—. Entre los que han sobrevivido está también el piloto.

El antiguo regente volvió a gruñir, esa noticia podía resultar útil. Pero como deseaba algo de tiempo para digerirla, llevó una de sus piedras al tablero.

El daimyo del clan Date bajó la vista hacia el go kang y examinó la jugada, aparentemente inofensiva, pero con graves implicaciones si se descuidaba. Estaba valorando sus posibilidades de contraataque cuando Tokugawa Ieyasu habló de nuevo:

—¿Y Kuki Moritaka?

—Oh, no hay problema —logró decir el dragón de un solo ojo alzando su rostro picado de viruela y perdiendo el hilo de sus planteamientos sobre el juego—. Está más que agradecido porque le hayáis permitido conservar sus dominios en el castillo de Toba, no creo que debamos dudar de su lealtad —aseguró—. Solo os ruega que le deis permiso para viajar también a Sendai y deshacerse del embajador de los forasteros. Parece ser que se ha quejado incansablemente por el acomodo y la dieta, debe de ser un hombre muy maleducado. Estoy seguro de que, de no haber sido por vuestras órdenes, Kuki-san hubiera degollado a todos los forasteros.

Bajo el gruñido del antiguo regente ante aquellas últimas palabras, el tuerto aprovechó el silencio que se siguió para dilucidar qué hacer en el campo de batalla contenido en el tablero. En la superficie tallada de la madera, como en la vida real, parecía imposible evitar que Tokugawa Ieyasu se alzase con la victoria.

Mientras, el shogun pensaba en los estrafalarios bárbaros del sur y, tal y como hacía sobre el go kang, consideraba todas las variantes. Aunque la iniciativa hubiera partido desde Maynila y no de aquella distante capital de impronunciable nombre al otro lado del mundo, el envío de aquel barco no parecía estar relacionado con los tratos que ya había mantenido con ellos. Ese había sido su temor inicial, pero no parecía ser el caso.

Así que debía de haber otras implicaciones que no lograba aprehender.

Tokugawa Ieyasu había escuchado de labios jesuitas los pormenores sobre el infame Tratado de Tordesillas, aquel pacto absurdo que dividía las tierras conocidas y por conocer, incluyendo el Japón. Y años atrás, pese a los rumores incomprensibles y el desprecio de muchos daimyo, había intuido que aquellos forasteros con naves capaces de recorrer distancias inimaginables, y armas que podrían barrer cualquier castillo fácilmente, eran hombres a tener muy en cuenta. Por eso había mantenido buenas relaciones con ellos al principio, para conocerlos lo mejor posible, aunque en realidad los detestase y el simple olor de sus cuerpos le resultase repulsivo. Había aceptado sus regalos y prebendas, sus muestras de buena voluntad, y no les había creído. Desde el primer momento le habían parecido hombres falsos y corruptos.

Aun así, se había aprovechado de ellos, como en los preparativos de la batalla de Sekigahara. Sin embargo, ahora que había conseguido alzarse con la victoria, temía dos posibilidades: o que los nanbanjin quisieran reclamar su pedazo del Japón aprovechándose de aquel infame tratado, con lo que se embarcaría en una guerra difícil de ganar; o que en realidad quisieran establecer un comercio que, de hecho, podría terminar armando con una peligrosa potencia de fuego a cualquier daimyo, o incluso al heredero. Y Tokugawa Ieyasu no iba a consentir ninguna de las dos alternativas.

El shogun contempló el tablero y estudió la posición de los guijarros blancos y negros. No podía arriesgarse a que los extranjeros se soliviantaran y tuvieran la peregrina idea de intentar atacar el país de los dioses, y tampoco cabía permitirse el lujo de que a cualquier señor feudal se le ocurriera establecer relaciones mercantiles por su cuenta. Las armas de fuego que se construían en el Japón no alcanzaban la calidad de las que podían vender los gaijin, y aunque la tuviesen, sus soldados no estaban acostumbrados a esa guerra sucia e indolente en la que el honor parecía menos importante que la pólvora.

Tras unos instantes de duda, bajo la inquisitiva mirada de Date Masamune, el vencedor de Sekigahara tomó uno de sus guijos del exquisito cuenco de madera y lo colocó lejos de la concentración principal de piedras, su posición no era tan fuerte como hubiera deseado y escalonadamente, los guijarros de su rival estaban encerrando a los suyos propios, así que decidió llevar la acción a una parte más lejana del go kang. Entonces, se le ocurrió.

—Habrá que afianzar esos lazos con los extranjeros —se movieron los labios bajo la prominente nariz aguileña—, deberíamos estudiar las propuestas de ese embajador, quizá incluso las de los hombres de la cruz y los conversos de Nagasaki.

Date Masamune sabía que la aparente buena relación que Tokugawa Ieyasu había mantenido en el pasado con los forasteros era una falacia. A los komojin, mientras los mantenía olvidados en el puerto de Hirado, llevaba años prometiéndoles permisos para comerciar en el archipiélago. Y con los nanbanjin había mantenido escasos tratos. Hasta el presente, el antiguo regente, o bien se había servido de ellos, o bien los había ignorado, pero nunca había planteado confraternizar con los extranjeros. Por lo que, ante aquella inesperada declaración, el dragón de un solo ojo estuvo a punto de dejar caer la piedra que acababa de tomar para contrarrestar el inteligente movimiento del shogun.

—Como ordenéis —dijo con cierta expectación esperando que su señor concretase un poco más.

—Es una verdadera fatalidad que su barco quedase destruido —comentó con cierto aire de misterio, rechazando una vez más la idea de matar sin más a los extranjeros, lo que hubiera podido desencadenar una acción bélica de aquel lejano emperador español que tantos feudos poseía—. Un verdadero contratiempo…

Al nuevo señor de Sendai se le escapó un inapropiado mohín de incomprensión; no lograba entender qué intenciones albergaba el shogun.

—Desde luego —ratificó con incertidumbre colgada en el tono, depositando su guijarro en el go kang.

El vencedor de Sekigahara observó una vez más el tablero. En el tercio de la esquina a su izquierda, las piedras propias y las de su rival libraban una dura batalla en la que se veía acorralado; en el extremo opuesto, gracias a su movimiento anterior, se abría un horizonte despejado que, al haber tomado la iniciativa, tenía muchas posibilidades de terminar controlando. Colocó una piedra más en aquel área, amenazando la tímida defensa iniciada por Date Masamune.

—Suele decirse que es mejor mantener al enemigo cerca —comentó Tokugawa aludiendo a la vieja máxima—. Sin embargo, también es cierto que, si hay más de uno, entonces, más vale asegurarse de que no nazcan alianzas entre ellos; conviene que estén alejados…

Las pobladas cejas castañas de Date Masamune se elevaron, dotándolo de una curiosa expresión en la que su ojo inhábil destacó más de lo habitual. Tenía entendido que el país de los komojin y las naciones de los nanbanjin estaban en guerra, claro que, si convenía, dos enemigos podían apartar fácilmente sus diferencias para unirse frente a un tercero. Además, las facciones rebeldes del heredero podían arrimarse a unos o a otros.

—Afortunadamente, si el piloto sigue vivo, lo único que les resta es tener un barco con el que poder zarpar… Entonces ese embajador podría darse por cumplido ante su emperador, y los creyentes de la cruz podrían pedir venia a ese santón suyo que dicen vive en un país sagrado —dijo Tokugawa refiriéndose al papa Clemente el Octavo, del que era incapaz de recordar el nombre—. Si los bárbaros del sur creen tener motivos para estar satisfechos, entonces evitaremos inoportunas coaliciones —tascó entre dientes.

Los komojin de Hirado se habían atrevido a plantear alianzas con Tokugawa Ieyasu para asaltar Maynila y otras posesiones de los nanbanjin en Oriente. Los dirigentes de aquellos lejanos países semejaban dispuestos a pelear incluso a miles de ri de sus cortes. Sin embargo, el shogun no conocía los detalles de la guerra de Flandes y el complejo entramado de las políticas de aquella larga confrontación; su preocupación por la impensable unión entre holandeses y españoles resultaba lícita. Y, como en el tablero, solo considerando todas las opciones uno podía alzarse con la victoria.

—A mayores, debemos evitar prender las iras del resto de las naciones extranjeras —puntualizó con cierta preocupación—, una invasión sería peligrosa por parte de cualquiera —añadió consciente del poderío naval de cualquiera de las naciones europeas—. Enviaremos algún escrito esperanzador a Hirado sobre esa flota de barcos bajo el sello rojo, para alimentar las esperanzas de los bárbaros de pelo colorado. Hemos de impedir que, al menos por el momento, se pueda intuir que fingimos favorecer a uno de ellos.

—Supongo que sí —se atrevió a aventurar el daimyo tuerto empezando a comprender.

—Necesitamos a alguien leal y eficiente, pero prescindible.

Date Masamune creía barruntarse lo que su señor ideaba y comenzó a repasar los señoríos menores de sus nuevos ligios, apenas conocía poco más que los nombres de algunos samurái , aun así, no tardó en pensar en uno de ellos sobre el que ya le habían llegado ciertas menciones.

En tanto, sin desatender la partida de go, el meditabundo Tokugawa Ieyasu se obligaba a mirar la situación con cierta lejanía, incluyendo muchas más opciones. Tenía en mente retirarse pronto y delegar en su hijo, no porque se sintiera sin fuerzas, sino porque pretendía instaurar de seguida las bases de una dinastía que, esperaba, fuese perdurable durante siglos; y debía ocuparse también de los últimos rebeldes que parecían reunirse en osaka a la espera de que el heredero los llamase a combatir a su lado. Bien podía ser que no estuviera en sus manos finiquitar aquel espinoso asunto de los extranjeros, el karma podía mostrarse por caminos tortuosos, sin embargo, fuera cual fuese el destino que estaba aguardándole, todas las consideraciones lo llevaban a la misma decisión.

—Lo haremos sin apresurarnos; para brindar a los traidores la tentación de iniciar diplomacias —aclaró pensando también en los adláteres de los Toyotomi y su posible interés por comprar armas de fuego—; pero, llegado el momento, designaremos a nuestro propio embajador y a unos cuantos burócratas —continuó en un tono que no admitía réplica—. Y les facilitaremos buenos carpinteros y abundante mano de obra. Construiremos un barco para los forasteros y los enviaremos de nuevo a su país con parabienes y los mejores deseos de establecer tratados comerciales. Hasta podríamos incluir presentes adecuados para su emperador y sus señores más importantes.

Tokugawa Ieyasu volvió a observar el lado opuesto del tablero, donde la actividad de las piedras empezaba a resultarle favorable, decantando las tornas de una partida que hasta entonces había parecido incierta. Date Masamune entornó su único ojo, nunca en toda su vida había escuchado a su señor engranar tal cantidad de frases una tras otra.

—Los devolveremos a sus tierras envueltos en la mejor seda —sentenció el shogun—. Eso nos dará tiempo…

El antiguo regente no dijo para qué necesitaban ese tiempo, pero al recién nombrado daimyo de Sendai no le costó imaginarlo. Y de repente se sintió afortunado de servir a alguien con una mente tan aguda y perspicaz, casi sin darse cuenta se inclinó en una reverencia.

—Se hará como ordenáis.

Tokugawa volvió a emitir uno de aquellos ásperos regaños que pretendían resultar afirmaciones y colocó una piedra más en el tablero de go, confirmando su dominio de un extenso territorio. Era un jugador de amplia experiencia, con tiento de sobra para no adelantarse a los acontecimientos, así que no se permitió imaginar que la partida ya estaba ganada aunque así lo pareciese a primera vista.

—Viajad a Sendai y, mientras os ocupáis de establecer el orden en vuestro feudo —apuntilló el antiguo regente para dejar meridianamente claro que un daimyo competente debe preocuparse de apagar más de un fuego con un solo cubo de agua—, os aseguraréis de que los forasteros van disponiendo poco a poco de cuanto necesitan. Y os encargaréis de la seguridad de ese embajador y sus hombres…

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