Ronin

Ronin


Séptimo magari. Sevilla y Sendai

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—Ah, sí —dijo el del yari con suspicacia—. Pues yo pienso que esos condenados barbudos avariciosos quieren asegurarse de que se arme un buen revuelo, no quieren que nadie más pueda conseguir las concesiones del sello rojo. Eso creo yo… Y si no fuera porque no hay un solo señor que esté dispuesto a tomarme a su servicio, yo no los ayudaría —renegó sacudiendo la cabeza.

Al oír aquello, Saigo decidió que había llegado el momento de ponerse en marcha. Eso quería decir que aquellos ronin habían sido pagados por los forasteros de pelo rojo, no por los bárbaros del sur; y significaba que podía tener relación con lo mismo que le llevaba a él hasta Sendai. Podía ser que los forasteros de Hirado hubieran contratado a aquel grupo de hombresde las olas para que asesinasen a unos cuantos conversos con el rito occidental a fin de culpar a los extranjeros que Date Masamune había acogido, probablemente para fingir que los nanbanjin de Sendai se habían atrevido a ajustar sus propias rencillas en suelo japonés.

Ahora sabía a qué atenerse y aquella pareja podría ofrecerle algo más de una información que presentía podría serle útil.

Consideró las opciones y, finalmente, dejó el arco y las flechas al lado de un alcanforero, junto a su haori. Sacó el brazo derecho de la manga de su kimono y sujetó la tela sobrante con una cinta de cuero. Movió los hombros para desentumecerlos después del largo rato acostado. Cerró los ojos un instante y buscó serenidad.

El crucificado gritó. Exangüe, su lamento lo borró la brisa que se alzó.

Al poco, mientras uno de los hombres de la patrulla se afanaba limpiando el filo de su yari, Saigo Hayabusa descendió sin preocuparse del ruido de sus pisadas. El crucificado no reaccionó, parecía haber perdido la consciencia, pero cuando los ronin se giraron, el ashigaru les habló en una voz que fue casi un susurro. En el pulgar de su mano derecha ya podía sentir el áspero y familiar tacto de la piel de same de la empuñadura de su sable.

—¿Quién os contrató?

Hasekura Tsunenaga era muchas cosas. Apenas podía aspirar a mantener un feudo ridículamente pequeño que no hablaba de la grandeza de sus antepasados, pero sí de los errores de su padre y su tío, que se habían unido al bando equivocado en la última de las guerras civiles. Atesoraba la fortuna de sentirse amado, todos y cada uno de los días, por la bella esposa que el santo Buda había tenido a bien poner junto a él. Conocía las viejas máximas y no pensaba convertirse en el clavo que despuntase, listo para ser remachado por el mazo de los daimyo más poderosos. Era muchas cosas, pero no estúpido. Y le bastó el tiempo de un parpadeo para comprender que lo habían elegido para aquel insano cometido porque era, ante todo, prescindible.

—Se os hace depositario de un inmenso honor y se espera que actuéis en consecuencia —habló Date Masamune con la severidad que desprendía su rostro tuerto y picado de viruela.

Hasekura Tsunenaga, vestido con el kimono ajado que había usado su abuelo años atrás para ser recibido por el taiko tras su nombramiento, se inclinó en una profunda reverencia. Era un hombre de rostro redondeado como una ciruela madura, de hombros aplastados por el peso de las complicaciones; las bolsas bajo sus ojos sesgados enmarcaban una pequeña nariz que tildaba un bigote ralo. Sus manos ásperas daban fe de que pasaba más tiempo ayudando en los campos que practicando esgrima.

Se sentía incómodo en aquellas envolturas de los poderosos; Hasekura Tsunenaga se había hecho a su vida humilde, a doblar el espinazo con sus vasallos en los campos de cultivo para asegurarse de que, al cabo del año, tendría suficientes fanegas de arroz para cubrir los impuestos. Las penurias lo habían convertido en un hombre melancólico. Taciturno a no ser bajo la sonrisa de su esposa, había aprendido a sobrellevar la desdicha acostumbrándose a masticar los gorgojos del mijo sin emitir una protesta, escuchando las sempiternas quejas de su tío abuelo, un lisiado que, junto al hogar, le recriminaba una y otra vez su apatía por recuperar los antiguos feudos de la familia.

—Se os expedirán cartas de presentación como diplomático al servicio del gran general —puntualizó Date inclinando el rostro—. Vuestro cometido es el de fomentar el comercio, y se espera que se puedan firmar acuerdos que garanticen un mercado único entre el país de los extranjeros y el Japón —mintió el dragón de un solo ojo exponiendo solo las contrapartidas lógicas a la misiva que habían recibido del embajador Sebastián Vizcaíno—. Hay que brindar lazos de amistad y confraternizar con los forasteros. Para nuestro señor es de vital importancia que correspondamos debidamente al gesto diplomático que han tenido hacia nosotros.

Hasekura, que únicamente conocía la hipócrita postura que Tokugawa Ieyasu había mantenido en público respecto a los gaijin, no se extrañó. Y tampoco se cuestionó las órdenes, eso mismo era lo que había sumido a su familia en la desgracia. Pero incluso pese a las promesas del flamante daimyo de Sendai, no albergó esperanzas respecto a que el clan recuperase sus antiguas tierras. El karma diría si es que regresaba de aquel viaje allende todo horizonte conocido para los hijos del país del sol naciente. Había estado en las campañas de Korea bajo el mando del taiko, y hubiera preferido volver a batallar en aquella conquista imposible; temía fallar en su cometido, prefería que fueran otros los que tomasen las decisiones.

Date Masamune calibró las reacciones de aquel hombre anodino que tenía ante sí. Por un momento incluso alejó cierta conmiseración. Todo era una pantomima, el shogun había compartido con él su deseo de cerrar para siempre las fronteras del Japón. Tokugawa Ieyasu quería instaurar una dinastía que perduraría por generaciones, y lo último que deseaba era que españoles, holandeses o cualesquiera otros pudieran comerciar con sus armas e influencias para decantar la balanza de poder. Hasta el más pequeño de los daimyo, provisto de suficientes mosquetes y ayudado por alguno de los barcos de guerra de los extranjeros, podría aspirar a inclinar el fiel a su favor, y eso era algo que Tokugawa Ieyasu no pensaba consentir.

—Hay entre ellos un religioso que se hace entender en nuestra lengua. Y Yoshioka Seijuro, que estudió en la escuela santa de los forasteros en Nagasaki, ha sido enviado hasta allí. Gracias a ellos podréis comunicaros, aun así, debéis hacer cuanto sea posible por aprender su idioma. —El antiguo regente había ordenado que recabasen cuanta información pudiesen para conocer a su enemigo—. Es necesario que aprendáis todo lo posible sobre ellos, sus costumbres, su país…

Mientras su daimyo insistía en la obligación de averiguar todo lo posible respecto a los españoles, Hasekura volvió a inclinarse para mostrar aquiescencia y las viejas puntadas de su kimono amenazaron con deshilacharse.

—Uno de sus carpinteros sobrevivió y pronto empezarán a construir un navío —aclaró Date Masamune dando por sentado que no eran necesarias más explicaciones—. Desde hoy mismo, no os separaréis de ellos hasta que llegue el momento de vuestro regreso.

El dragón de un solo ojo no aclaró que todo el proceso debía llevarse a cabo con lentitud, aguardando nuevas órdenes del shogun. Y tampoco que así tendría a dos hombres con la orden de vigilar a los extranjeros. Por un lado, dispondría de un par de fuentes de información que le permitirían conocer a fondo a los extravagantes gaijin. Por otro, Tokugawa Ieyasu deseaba que, mientras no abandonasen el Japón, se garantizase la seguridad de los forasteros, y con Yoshioka y Hasekura como escoltas, además de los samurái que ya había designado para acompañarlos, Date Masamune se estaba asegurando de cumplir con lo que se le había mandado hacer.

Por un momento, el dragón de un solo ojo consideró la posibilidad de hacer partícipe a Hasekura Tsunenaga de los informes que se habían recibido gracias a los espías de osaka: el heredero del taiko y su camarilla de admiradores habían oído ya las noticias sobre la llegada de los nanbanjin y cabía la posibilidad de que interviniesen. Luego desechó la idea.

—También debéis enviar despachos a todos los mercaderes de importancia. Laca, cerámica, tinta, prendas… Lo que se os ocurra, hay que buscar hombres dispuestos a establecer esos nuevos lazos comerciales —el tono de Date Masamune dejaba entrever que no tenía especial aprecio por la casta de mercaderes—. Es crucial que los dignatarios forasteros vean nuestra buena disposición.

Lo que el dragón de un solo ojo calló fue que, con esa maniobra, Tokugawa Ieyasu esperaba filtrar el gremio de comerciantes. Cuando aprobasen la lista que presentaría Hasekura Tsunenaga, el shogun pensaba asegurarse de dar su conformidad de manera muy selectiva: únicamente a aquellos marchantes proclives a financiar al heredero del taiko y su coalición de rebeldes acantonados en osaka.

Se siguió un escueto silencio cubierto de tensión. Hasekura consideraba cuidadosamente cuanto le pedían, el daimyo de Sendai medía sus palabras para no dar pistas.

—Seréis responsable de su bienestar —añadió Date Masamune—. Cuando llegue el momento, deben regresar a su país sanos y salvos.

Sintiéndose abrumado, Hasekura tragó como pudo aquel mandato. Su esposa le hubiera dado ánimos, ella incluso le hubiera asegurado que sería capaz de hacerlo. Su tío abuelo, de haber oído aquellas órdenes, habría aprovechado cada silencio para urgirlo a cumplir con decoro sus cometidos, se hubiera empecinado en recordarle que esa era la oportunidad que habían estado esperando en su clan, al fin podrían recuperar los feudos perdidos.

Más bien preocupado, el humilde samurái se limitó a hacer una nueva reverencia, forzando las viejas telas de sus ropas ajadas, aguardando a que Date Masamune le diese permiso para retirarse.

Era una locura. Podían contar con el piloto y con un calafate, pero ni el marino era tripulación suficiente, ni el único carpintero completaba una dotación competente.

Y aun así, por primera vez en muchos meses, gracias a aquella idea descabellada, Dámaso había logrado desprenderse de la ominosa sensación de haber caído en un cepo.

Además, no podía negarse que aquellos disciplinados japoneses fuesen capaces de trabajar a destajo sin una sola protesta, como tampoco cabía duda de sus buenas dotes como artesanos, bastaba ver la celeridad con la que estaban levantando la fortaleza de aleros combados que dominaría la colina. Tanto era así que, más allá de las viviendas construidas a toda prisa para los hombres del San Jacinto, en la improvisada atarazana que hacía las veces de astillero, ya se distinguía una promesa de quilla que, con mano mimosa, el ebanista gaditano del patache recorría de punta a punta cada mañana. Y las cuadernas, fabricadas con la madera de un árbol parecido a los olmos aragoneses, ya empezaban a adivinarse.

No obstante, costaba creer que los supervivientes de la embajada enviada desde Manila saldrían con bien; pero, y Dámaso era consciente, no tenían otra opción que aferrarse a aquel clavo ardiendo.

Desde que pusieran pie en el Japón, a las desgracias se habían sucedido las suspicacias y aquel remedo de navío que comenzaba a tomar forma era, hasta el momento, después de tanto tiempo, la única buena nueva de la que habían disfrutado.

—No será bonito, parecerá un engendro panzudo con la gracia de una monja patizamba, mas navegará. Nos llevará de vuelta —aseguró Lope cambiando de lado la astilla de zelkova que mascaba—. Lo haremos tentándolo con la vieja regla murciana —puntualizó moviendo los cantos de sus manos callosas al frente, como si cortase maderos en el aire ante su pecho—. Navegará, por estas —juró llevándose los pulgares atravesados a los labios.

Creía recordar que aquello significaba que la eslora sería el triple que la manga y esta el doble que el puntal; o algo semejante. Aun así, Dámaso no pidió más explicaciones. Se limitó a asentir, contento de ver que el otro se mostraba tan seguro e ilusionado.

—Servirá, puede que se me lleven los demonios de tanto chillarles, pero servirá —concluyó Lope el carpintero sacándose el improvisado palillo de entre los dientes y apuntando con él hacia el incipiente armazón.

A Dámaso se le escapó una sonrisa, el gaditano parecía empeñado en que, si gritaba lo suficiente, repitiéndose media docena de veces, podía hacerse entender por los japoneses.

—Me alegro de que así sea…

A aquellas palabras conciliadoras, el ebanista contestó encogiendo los hombros con fingida resignación.

—A Dios rogando y, alimón, con el mazo dando —añadió el calafate levantándose para volver al trabajo.

Y el artesano andaluz empezó a alejarse hacia la atarazana apalpándose el vientre; como al resto de los tripulantes del patache naufragado, al carpintero le estaba costando acostumbrarse a la curiosa dieta local y parecía querer ayudarse para digerir el almuerzo.

—Por cierto, gracias… De no ser… Gracias —dijo el gaditano volviéndose un instante, con el rostro cohibido por la muestra de afecto.

Para no avergonzar al otro, Dámaso se limitó a inclinar el mentón como única respuesta. Dejando que el gesto dijese más que cualquier discurso.

Cavilando, lo miró marchar. No se creía merecedor de reconocimiento alguno; cierto era que se había esforzado por suplir la incompetencia de Sebastián Vizcaíno. Se había dejado la piel intentando convencer a los impasibles japoneses de que los del San Jacinto valían más vivos que muertos, sin embargo, el alférez no contaba entre sus méritos las iniciativas para la construcción de la nueva nave. Bastante había tenido mediando entre el señor del castillo de Toba y el embajador que designara De Morga para la expedición; estaba convencido de que les había faltado muy poco para acabar degollados. Así que, en cuanto al ensamblaje de la nao, el antiguo furriel suponía que el proyecto había sido idea de los regentes locales, aunque, por más que se estrujaba los sesos, no adivinaba las intenciones de una propuesta así.

Pensativo, tomó otro de aquellos buñuelos de arroz envueltos en hojas de nabo; una muchachita sonriente los había llevado poco antes para que almorzasen, delicadamente empaquetados en una caja lacada de brillante color rojo.

Había pasado hambre y frío en Flandes, sin más que llevarse al gaznate que el barro de las caponeras que atravesaban los atrincheramientos orangistas, y no le disgustaban los magros cocinados de los orientales.

Su rostro se había afilado. Alguna cana suelta punteaba una mata de pelo que echaba en falta a un barbero competente, sin embargo, como su barba, que se había espesado, aquellos no eran signos del cambio en los hábitos, eran solo huellas del paso del tiempo, baqueteado por las azarosas circunstancias; la última de las cuales había sido una larga y penosa travesía hasta aquel feudo norteño.

En los días de aquel camino, Dámaso había recordado los pasos transalpinos que cruzaban los Tercios para enfrentarse a los holandeses, con la diferencia de que en aquel viaje de años atrás, el furriel que fuera había podido saber a qué iba a enfrentarse cuando llegara a las tierras de los canales y las lecherías. Y ahora se sentía abrumado por la incertidumbre, aprisionado por la responsabilidad que sentía hacia los supervivientes, casi tan pesada como la penitente culpa que cargaba por los muertos.

Pero podía ser que el ansiado regreso estuviera ya al alcance de la mano. El tal Yoshioka Seijuro, entremezclando su pobre portugués con expresiones japonesas, le había explicado que el regulo del lugar, un hombre tuerto de rostro severo a quien habían conocido en una curiosa ceremonia en la que ni una sola frente había abandonado la arena de la playa, les había prometido que pronto llegarían miles de artesanos: cientos de armadores, herreros y carpinteros. Especialistas de lo que era llamado bakufu, algo que Dámaso había interpretado como el gobierno del recién nombrado gran general de todos los ejércitos. Al parecer, vendrían desde una ciudad llamada Ito, en donde, por lo que había contado el jesuita Crisóstomo, ya habían aparejado un pequeño navío al estilo europeo para los orangistas que se habían establecido en el puerto de Hirado. Algo que el embajador Vizcaíno había obviado, pero que el antiguo contador consideraba con preocupación, no porque diese pábulo a las advertencias de aquel indeseable de Antonio de Morga sobre la presencia de los herejes neerlandeses en el archipiélago, sino porque le hacía dudar de la buena voluntad del todopoderoso Tokugawa Ieyasu; quien parecía querer jugar siempre con los triunfos, sin preocuparse por el palo de los naipes.

Al fin y al cabo, Dámaso no olvidaba sus cometidos, ya no por su lealtad a la corona, sino porque, aun pese a los años, su inquebrantable deseo de ganarse el permiso del señor de Accioli no había disminuido un ápice. Ni siquiera bajo la amenaza revelada por su amigo Martín de que un asesino pago por Antonio de Morga lo rondaba.

Aunque, si aquella locura salía adelante, ya habría ocasión de pedir explicaciones.

Embelesado por los honores que se prometía y receloso de un regreso a Manila, el embajador Vizcaíno se había empecinado en que, si acaso podían conseguir el tan ansiado barco, navegarían rumbo a Nueva España, para rendir cuentas directamente al virrey de Ciudad de México. Y Dámaso recordaba lo dicho por el oidor en el puerto de Cavite; el juez marchaba en aquellos días al virreinato para desempeñar un nuevo puesto. Así que, si todo salía como planeaban, podría rendirle cuentas a De Morga.

Y, mientras tomaba otro de aquellos pastelillos, pensaba en quién podría ser el asesino contratado y en si seguiría vivo. Sin saber que, a apenas cien varas de donde él estaba, la advertencia de Martín charlaba con Lope, el Mondadientes, sobre los progresos en la construcción del navío.

—¿Cuánto tiempo necesitaremos para echar a flote este trasto? —le preguntó Bartolomé de Palos al carpintero gaditano.

—¿A este ritmo? Pues una eternidad —se contestó a sí mismo el artesano—. Aunque, a lo que parece, vendrán unos cuantos a echarnos una mano —añadió sin llegar a creer que la espera terminase algún día—. Con un poco de fortuna acabamos antes del próximo invierno. Claro que no sé ni en qué carajo de día estamos…

El corrupto veedor arrugó su ceño oliváceo considerando las posibilidades y abandonó al ebanista sin siquiera reírle la gracia; lo que no pareció afectar a Lope, que de seguida encontró otro asunto al que atender, pues se topó un japonés al que gritarle cómo debía cepillar los baos.

Todo pintaba bien y las dudas zancadilleaban a Bartolomé, recordaba las órdenes de Antonio de Morga, pero todo había cambiado desde el naufragio. Dámaso había terminado por conseguir cierta ascendencia con los locales. Y el onubense temía que, si mataba al alférez, las aguas se revolviesen; no se fiaba de los japoneses, podía acabar con un tajo en el pescuezo o colgado de una cruz; había oído rumores.

Al tiempo, lejos de Sendai, hacia el sur, en el puerto de la pequeña isla de Hirado, las vidas de todos los supervivientes del San Jacinto y de cualquiera que les fuese afín estaban siendo puestas sobre la balanza. Un holandés de nombre Jan Kouwernood y tres de sus compatriotas, acompañados por un par de japoneses renegados que habían huido del seminario jesuita de Nagasaki, se habían puesto en marcha con la intención de, aun cruzando las montañas y evitando los caminos oficiales para que nadie pudiera reclamarles los salvoconductos que no tenían, llegar hasta el nuevo feudo de Date Masamune en poco más de un mes. A ser posible, reclutando hombres por el camino.

Llevaban una buena provisión de la pólvora de la santabárbara del Liefde y armas suficientes como para iniciar un abordaje por su cuenta. Y hubieran salido antes, pero habían tenido que esperar hasta encontrar a un sastre dispuesto.

Unos días después de su partida, el alguacil de Hirado, un samurái joven y deseoso de cumplir con decoro, había puesto su cabeza a disposición del daimyo del feudo. Descompuesto y picado por los cangrejos, el cadáver del hombre que hacía los mejores kimono de la isla había aparecido en una rocalla batida por las olas y el oficial no había sido capaz de dar con los asesinos.

—¡La chicharra! ¡Ha sido la chicharra! La tienen presa en Sevilla.

En cualquier otra circunstancia, Pacheca no hubiera dudado en regañar a Gaspar por referirse a la Santa Inquisición por aquel apelativo tan vulgar e insidioso, pero en ese momento las fuerzas se le escurrieron de golpe.

—No puede ser, ¿cómo?, ¿cuándo? —logró preguntar llevándose las manos a la boca y cerrando los ojos sobre sus generosos carrillos.

El veterano temió que la mujerona sufriera un vahído y dio un paso más hacia ella; a la vez, tendía los brazos para sostenerla, por si le fallaban las piernas.

—Mi pequeña… ¡Señor misericordioso…! ¿Cómo ha sido? —Pacheca preguntaba entre balbuceos—. ¿Cómo ha podido…? ¿Cuándo?

La pena de Gaspar se repartía y, aun así, no era capaz de abarcar la desdicha de Constanza y el desamparo de la dueña por la noticia. El viejo soldado había considerado seriamente mantener el secreto tras descubrir lo sucedido con la joven siciliana, sin embargo, en cuanto había regresado a las dependencias del servicio en el palacio, Pacheca le había lanzado una pregunta tras otra, atosigándolo, sin darle un instante para pensar, y no le había quedado más remedio que reconocer la cruda verdad: había averiguado que Constanza se había fugado del convento de las Descalzas Reales unos días antes y, de algún modo, la joven se las había arreglado para llegar hasta Sevilla; ahora, acusada de cualquier falacia, estaba presa en las mazmorras del Santo Oficio en la ciudad del Guadalquivir.

—No creo que importe mucho cómo ha sucedido —dijo Gaspar acercándose un poco más hacia el aya y atreviéndose a poner sus manos sobre los hombros de la mujer—, lo que debe preocuparnos es sacarla de allí —puntualizó con una voz que luchaba para no quebrarse—. Antes de que las torturas la lleven a confesar cualquier locura que se le pase por la cabeza al inquisidor de turno… Esos cucarachos con hábito serían capaces de conseguir que a Simón, a Pablo y a todos los puñeteros apóstoles se les cayera la lengua de repetir una y otra vez que son moros…

Pacheca sabía que el piquero tenía razón. Las ordalías y suplicios que los interrogadores de la Inquisición podían infligir a los pobres desgraciados que caían en sus garras terminaban siempre con confesiones del agrado de la Iglesia. Los dominicos del Santo Oficio eran implacables.

Los pensamientos que atoraban la mente de la dueña eran evidentes para el veterano, las lágrimas de la mujer caían desde la comisura de los párpados y se enterraban en los dedos del soldado. Pacheca sollozaba y Gaspar dejó a un lado los formalismos.

—La salvaremos —le dijo cogiendo las manos de ella en las suyas y mirándola a los ojos—. No debemos perder la esperanza. Iremos a Sevilla y se la arrebataremos a esos condenados hideputas rastrojeros y putañeros del tostadero

El aya ni siquiera oyó el desmán, simplemente se consoló gracias a las sinceras hebras de gris que torneaban los ojos entrecerrados del viejo soldado. Sintió que podía creerle.

—Le pediremos a ese cabeza hueca de Ruy que nos eche un capote —propuso Gaspar refiriéndose al galopín de palacio que ya los había ayudado en el pasado—. Ya no queda mucho en las caballerías, se han llevado casi todas las monturas a Valladolid, pero seguro que puede conseguirnos un par de pencos…

El veterano apretó los dedos de Pacheca queriendo transmitirle ánimos y escondiendo sus propias dudas.

—… Yo no tengo mucho —añadió con una sonrisa forzada—. Lo poco que ahorré de la paga —reconoció sin entrar en detalles—, y unas monedas de vender pajarillos de tanto en tanto, pero si pasamos por mi cabaña —añadió de carrerilla—, lo desentierro y ya tendremos algo para el viaje.

Trató de recuperar el aire que se le había agotado y miró al rostro de la mujer.

—La salvaremos, aún no se cómo —volvió a apretar las manos de ella, todavía entre las suyas—, pero la salvaremos, se la arrebataremos a esos escarabajos del tostadero

La dueña logró detener sus lágrimas y aprehender la sinceridad de aquel hombre ajado por los años, baqueteado por las dificultades de toda una vida. En él había encontrado un compañero inesperado capaz de despertar sentimientos desconocidos y, en ese instante, agradecida, descubrió como el rubor subía a sus mejillas. Ella también flexionó sus dedos y correspondió al gesto.

Sus rostros estaban tan cerca que él podía ver el color que iba arrobando la tez de ella; y ella podía distinguir los hilvanes entrecanos de la recia y rebelde barba, que ya punteaba aun pese al afeitado de la mañana.

—Pongo en ello mi palabra, esos malnacidos de la chicharra se arrepentirán —insistió envalentonado por el apretón—. La sacaremos de allí aunque tengamos que prenderle fuego a la mitad de los conventos de Sevilla.

—Del Santo Oficio —logró decir Pacheca en un susurro cuando consiguió deshacer el nudo que le atoraba la garganta—. Lo cortés no quita lo valiente, no hay por qué ser mal hablado…

Gaspar abrió la boca para soltar una maldición, pero la tímida sonrisa que tildó los labios de ella logró detenerlo.

—¿La salvaremos? ¿De verdad?

El veterano resopló, correspondió el retozo de la dueña curvando su propia boca y asintió.

—Sí, la salvaremos, cueste lo que cueste —afirmó con voz serena—. Lo haremos.

Entonces, reconfortada por aquellas palabras, sintiendo el corazón palpitar en el paladar, Pacheca se atrevió a algo que jamás había hecho en su vida. Apretando aún más las manos del veterano, acercó su rostro al del hombre, lentamente, luchando contra su propia sorpresa y la que vio reflejada en los ojos de Gaspar y luego, como un relámpago, se abalanzó estrujando los párpados con timidez y frunciendo los labios con pasión.

Fue un beso breve, torpe y vergonzoso. Y ella se retiró cohibida, colorada como una manzana madura.

El veterano, perplejo, tardó en asumir lo que acababa de suceder. Había mucho que hubiera querido contarle, pero no se sintió capaz, llevaba demasiado tiempo sin más compañía que su propia soledad.

—Mi señora…

Fue lo único que acertó a decir antes de perder todo recato, rodear al aya con sus brazos, mirarla con fijeza y besarla de nuevo. Y, esta vez, se entretuvieron el uno en el otro. Gaspar pudo saborear la sal de las lágrimas recientes y Pacheca encontró el cálido consuelo de la intimidad esperada tan largamente.

Eran dos peregrinos que alcanzaban el final de su camino y se abrazaron con fuerza porque no tenían a otro que no fuera ellos mismos y, durante esos instantes en los que sus bocas se amaron, no necesitaron a nadie más. Fueron el uno para el otro un bálsamo largo tiempo esperado para una herida abierta. Durante un momento, ni siquiera recordaron el difícil trance en el que estaba Constanza.

Desafortunadamente, ni cuando se separaron ni después, cayeron en la cuenta de que debían preguntarse quién habría denunciado a la joven siciliana para que terminase en las garras del santo tostadero.

Al cuidado del monte Aoya, donde el daimyo construía una imponente fortaleza con la que dominar su ligio, fluía el río Hirose. Y los hábiles capataces que levantaban el castillo aprovechaban el cauce para hacerlo servir como foso del alcázar que erigía el nuevo señor feudal de Sendai. Aguas abajo, hacia el levante, la corriente seguía su camino hasta el mar, abriendo una brecha en las rectas playas bañadas por el océano. Y allí, a unos veinte jo sobre la línea de la pleamar, se había construido el improvisado astillero, un par de chamizos con fragua para los herreros, algunos alpendres que servirían de almacén, los barracones que albergarían a los retenes de Ito, y unas cuantas viviendas de una sola planta donde se cobijaban los artesanos llegados hasta entonces, los comerciantes que habrían de embarcarse, los nanbanjin y el embajador designado por el bakufu.

Y, ante aquel panorama, desde su modesta casa recién estrenada, Hasekura Tsunenaga se sentía abrumado por el maremágnum de tareas todavía por acometer. Había llegado a Sendai la mañana del día antes y aún no había tenido un solo descanso.

A cada poco recibía un requerimiento nuevo. El peor de ellos: la noticia de que los trabajos de construcción del navío no avanzaban al ritmo debido, pues, según los cálculos del piloto extranjero, los vientos favorables estaban a punto de rolar, con lo que perderían la oportunidad de zarpar y tendrían que retrasar la botadura, como poco, un año más.

Así que Hasekura Tsunenaga temía el momento de rendirle cuentas al flamante señor del ligio; estaba seguro de que Date Masamune se mostraría muy disgustado. Además, para colmo, Yoshioka Seijuro, el samurái al mando de los guardias del asentamiento, parecía intuir el pasado de la familia Hasekura y lo trataba con evidente displicencia.

Afortunadamente, el daimyo aún no le había llamado a capítulo; estaba demasiado ocupado con la toma de posesión de su nuevo feudo, construyendo una nueva y ordenada ciudad que aspiraba a convertir en un ejemplo para todo el país. Y mejor que fuera así, porque al retraso en armar el barco se sumaban otros problemas: como el asentamiento llevaba camino de transformarse en una pedanía de la villa que el señor feudal levantaba, habían llegado buhoneros y mercachifles de dudosa reputación; los emisarios enviados para atraer a los comerciantes apenas traían respuestas positivas; la mayoría de los extranjeros no hacía más que quejarse por la comida; y el fraile que les servía de dragomán traducía con un terrible acento que hacía difícil comprender cuanto decía, aunque la nariz de Hasekura agradecía la preocupación del jesuita por la higiene, más cercana al estilo japonés que a las costumbres del resto de los forasteros.

En suma, aplastado por sus muchas responsabilidades, al embajador nipón no le hacía gracia alguna enfrentarse a la reunión que se había pactado con los gaijin. E intentaba aprovechar aquellos preciosos momentos a solas, antes de la cita acordada, para encontrar algo de sosiego frente al pequeño altar con las deidades de su nuevo hogar en la costa de Sendai.

Mientras tanto, en el exterior, sobre aquella costa del norte de la isla de Honshu, la tarde caía y las pardelas abandonaban sus zambullidas en busca de peces para recogerse en tierra firme. La marea cambiaba y la brisa, avariciosa, se iba cargando de humedad, prometiendo las lluvias del cercano otoño que tanto preocupaba a Vasco de Novaes.

Abandonando su abstracción, Hasekura oyó cómo el shoji del fondo de la estancia se abría.

Tras la corredera apareció uno de los samurái que Date Masamune había puesto a su disposición, aunque el recentísimo diplomático tenía la sensación de que no solo estaban allí para ayudarlo según fuera menester, sino también para vigilarlo e informar de sus errores.

—Los extranjeros han llegado —anunció el bushi desde la puerta sin alzar el rostro.

El embajador cerró los ojos, tomó aire como si estuviera junto a los vapores sulfurosos de un volcán y, tras espirar lentamente, asintió.

—Hacedlos pasar.

Afuera, bajo la ventolina, esperando permiso frente a la veranda de la casa, el jesuita Crisóstomo Fernandis intentaba apaciguar su nerviosismo.

—Debéis procurar no olvidar lo hablado —le insistió por enésima vez al cogote de Sebastián Vizcaíno—, una sola falta de respeto y nos harán decapitar, estas gentes se toman muy en serio las formas —porfiaba el fraile, porque, hasta ese momento, el embajador que había nombrado De Morga en Manila no había hecho otra cosa que incomodar a sus anfitriones con infinitas reclamaciones.

Por su parte, Dámaso, que había hablado esa tarde con Vasco de Novaes sobre el momento apropiado para la partida, echaba sus jaculatorias para hacerse una idea de la fecha. Había descubierto que de nada serviría preguntarle a los japoneses, quienes llevaban un complicado calendario regido por acontecimientos muy distintos al nacimiento del Señor; y, dadas las preocupaciones del piloto portugués, Dámaso hacía memoria procurando llevar la cuenta. Estaba casi seguro de que ya habría pasado la festividad de Santa María; si no se equivocaba, eso significaría que iban camino de dos años en aquel extraño país. Mucho tiempo, demasiado.

Envarado, Vizcaíno no se molestaba en contestar y Dámaso se sintió obligado a intervenir.

—Perded cuidado, todo saldrá bien —le habló al jesuita rogando a la vez que el céfiro que soplaba llevara aquellas palabras hasta la mujer que seguía amando.

El ignaciano chistó poco convencido. El padre Crisóstomo temía que un solo desplante más de Vizcaíno se convirtiera en la gota que colmase el vaso.

—Eso espero, hijo, eso espero…

—También yo —se entrometió el carpintero Lope—, le va a costar creerlo, pero le tengo mucho cariño a mi cuello. Además, no sería nada piadoso por parte de estos tipos —añadió consiguiendo que Bartolomé y el piloto lo mirasen—. Claro que no, pobres liendres —dijo con misericordia apalpándose las greñas—, ¿adónde irían si la mitad de estos paisanos llevan la cabeza afeitada? Atal desfachatez…, ¿acaso no son todas las criaturas sobre esta tierra hijas de Dios?

El jesuita se giró para reprenderlo; al embajador Vizcaíno se le escapó una blasfemia; el de Palos contuvo la risa; uno de rostro apagado, que hablaba tan poco como para que se olvidaran del apellido Mendes y lo llamasen Lucas, el Retrato, soltó un resoplido en el que contuvo media carcajada e intentó decir algo que se le atragantó; y el carpintero miraba al cielo de la anochecida con la expresión de un ángel tallado en el retablo de una catedral. Y cuando Dámaso se disponía a poner orden entre los supervivientes del San Jacinto, el samurái que había ido a anunciarlos apareció de nuevo en los escalones de la entrada, logrando de golpe que todos recompusieran el gesto.

El japonés dijo algo que Dámaso no comprendió, le sonó como si le hubieran dicho que iba a llover; pero el ignaciano lo sacó de su error.

—Podemos pasar —susurró el padre Crisóstomo inclinándose respetuosamente—. Y vosotros, mentecatos trafalmejas —añadió girándose sin perder la reverencia—, no olvidéis descalzaros.

Al samurái que les granjeaba la entrada se le unieron pronto otros; llegaron con pasos sigilosos y amplias sonrisas tras las que Dámaso había aprendido a ver que, en realidad, aun cuando se mostraban corteses, estaban vigilando; listos para desenvainar sus sables en un suspiro.

El alférez sentía la amenaza de la amargura que le asaltaba tras haber caído en la cuenta del tiempo que llevaba alejado de Constanza; pero al entrar en aquella vivienda, también tuvo que reconocer cómo, con el paso de aquellos largos meses, la obligación desprendida del deber, la misma que lo había llevado a esforzarse con los chapurreos aprendidos a bordo del San Jacinto, se había ido transformando. Ahora, admirado, encontraba en los japoneses mucho que alabar y poco que criticar.

Mientras entraban, el gaditano no supo callarse y Dámaso, olvidándose de sus reflexiones, sintió de nuevo la amenaza de la nostalgia; el carpintero le recordaba al fallecido Martín.

—Es increíble que hayan levantado todo esto de la nada, cuando llegamos había maderos y unos pocos hombres, y ahora tienen aquí un pueblo —dijo el ebanista sinceramente encandilado por el exquisito trabajo de los nipones—. Esos reyezuelos atiesados deben de hacer con los peones lo mismo que los egipcianos con los jacos de mi pueblo —comentó antes de bajar la voz hasta un tono cómplice y descolgar los labios con una sonrisa—, que les meten guindillas por donde nunca alumbra el sol…

Al jesuita no le dio tiempo a hablar, Malaquías se le adelantó:

—Puede —admitió con un retozo por la chanza—, pero son casas enclenques hechas con cuatro palos, no creo que duren mucho —aseguró mirando con desprecio las vigas.

—Mal encaminado vais, hijo mío —intervino el ignaciano—, yo he visto templos con más de mil años que están hechos así, con simples maderos. No sé cómo lo hacen, pero son buenos artesanos. Además, cuando se propaga un fuego, hay inundaciones o la tierra se mueve, pueden reconstruir los desperfectos en unos pocos días. Así que no juzguéis si no queréis ser juzgados; adonde fueres, haz lo que vieres —sentenció como si estuviese imponiéndoles una penitencia a los hombres.

Lucas habló entonces con el característico acento balear de su Menorca natal. Era tan raro que abriese la boca que, con aquellas palabras, consiguió que Lope se parase en seco y los demás lo mirasen.

—¿Cómo que la tierra se mueve?

Dámaso quedó sorprendido por el vozarrón grave del enteco cuerpo del marino; el Retrato siempre se las apañaba para contestar moviendo apenas la cabeza según conviniese.

—Sí, ¿qué es eso de que la tierra se mueve? —inquirió el gallego Mateo con aquel entonar que parecía preguntar incluso cuando afirmaba.

—Pues eso, ¡que se mueve!… Ellos dicen que es culpa de un pescado gigante que habita en el fondo de un lago; se libera de la presa de uno de sus dioses impíos y los coletazos sacuden los montes —relató el jesuita con gesto contrito, sin dejar de caminar, adelantándose a los demás mientras seguían a los samurái por el interior de la vivienda—. Una blasfemia como otra cualquiera; pero la verdad es que la tierra tiembla… Yo lo viví en Nagasaki; fue como si el Señor zarandease la isla con todas sus fuerzas. Las paredes del seminario se resquebrajaron y la ciudad se llenó de fuegos descontrolados… Los caminos del Altísimo son inescrutables…

—Eso ya lo sabía yo —dijo Lope llegando a la altura del fraile y guiñándole un ojo a Dámaso—, desde el primer día…

Todos se detuvieron mirando hacia el carpintero, mientras, los guerreros japoneses, intrigados, intercambiaron miradas dubitativas ante el shoji que estaban a punto de abrir.

—No hay más que verlos —aclaró señalando a los locales con el mentón—. Es evidente. Por eso tienen ese color amarillo, están mareados…

A Dámaso se le escapó un resoplido. El piloto portugués se quedó pensando si había entendido y a Lucas, el Retrato, entre carcajada y carcajada, le dio tiempo a ponerse colorado.

—Sois… Sois un…

Al fraile no le dejaron encontrar el improperio que buscaba entre los rincones de su piadosa memoria; los samurái , atónitos, preguntaron si sucedía algo.

Cuando los supervivientes del San Jacinto recobraron el decoro, siguieron a los guardias a una pieza amplia donde Hasekura Tsunenaga los esperaba, listo para cumplir con su cometido.

Mientras Dámaso se aplicaba, forcejeando con su memoria para no cometer errores en las fórmulas de cortesía que había aprendido, el diplomático japonés escuchaba, sin dejar que su expresión afable trasluciese el dolor de oídos que le producía el destrozo de su excelso idioma.

Ni japoneses ni españoles oyeron el barullo que provenía de las sombras del bosque que crecía más allá de la playa. Un grupo de hombres se movía entre los árboles. Seis de entre ellos iban embozados con prendas teñidas de azul, como si fueran seguidores de las doctrinas del ninjutsu, pero sus escandalosos pasos y las armas que portaban parecían contar algo bien distinto. Iban acompañados por una docena larga de hombres de las olas, renegados de Sekigahara, guerreros de rostros enflaquecidos y ropas andrajosas; habían aceptado la paga y estaban dispuestos a matar.

Además, en el camino desde el sur, el oro holandés había tenido oportunidad de reclutar a muchos más. En total, les faltaban dos para sumar cincuenta. Y todos ellos se preparaban para atacar.

—…Sochitachi to tomoni shigoto o surunowa hijou ni kouei na kotodearu. Wagakuni ga sochitachi no kuni to shoubai nado dekiruyouni shitai to omotteoru —dijo Hasekura Tsunenaga en tono conciliador después de haber cumplido con los rituales de obligada cortesía ante sus invitados—. Kanarazuya ryoukoku no han-el ni tsunagaru kototo to omotteoru.

Aun pese al empeño que le puso, de aquellas palabras que pronunció el japonés, Dámaso solo comprendió algo que le pareció relacionado con el mercadeo, así que no le quedó otro remedio que esperar la traducción del jesuita.

En tanto, ignorando las advertencias del ignaciano, Sebastián Vizcaíno despreciaba la recepción con el rostro altivo y la actitud compuesta, como si esperase a hombres de mayor calado que aquel que les hablaba. El embajador designado por De Morga pensaba que los orientales no eran otra cosa que monos vestidos ampulosamente, y no se molestaba en ocultar con algo de diplomacia su franco desprecio.

Malaquías, el más joven de los supervivientes, aburrido, hacía esfuerzos porque no se notase su abulia. Estaba deseando regresar a la casa que les habían asignado a los del San Jacinto. En las últimas semanas, entre la colección de advenedizos llegados al floreciente feudo de Sendai, el marino había descubierto que las mujeres japonesas eran mucho menos pudorosas que las castas y devotas españolas. Así que esperaba con impaciencia a que la reunión terminase. Pensaba jugarse unos doblones que no tenía con Lucas, el Retrato, y luego buscar manos cariñosas que lo ayudasen a aplacar su fogosidad al tiempo que lo consolaban por las pérdidas.

—Son solo lisonjas —aclaró el jesuita dirigiéndose al embajador Vizcaíno—. Se muestra querencioso de que salgamos con bien de la travesía, y de que se firme un acuerdo provechoso para las islas del Japón y los reinos de España —relató el religioso sin darle valor al asunto—. A buen seguro que se juega el pescuezo —añadió en un susurro, cubriéndose los labios con la mano y hablando a la sordina, por si alguno de los escoltas sabía algo de portugués que le permitiese captar alguna palabra al vuelo—. Probablemente, ahora que Tokugawa Ieyasu ha dado su visto bueno, si algo sale mal, él responderá con la vida —dogmatizó el ignaciano señalando con el mentón hacia el diplomático oriental—. Además, permitidme recordaros que debéis insistir en lo importante: no habrá trato alguno hasta que él mismo y todos los mercaderes que deseen hacer comercio se conviertan —añadió con cierto aire de desprecio—, su cristiana majestad, nuestro rey Felipe, no consentiría que fuera de otro modo.

Hasekura se extrañó por la larga traducción del religioso, aunque permaneció en silencio, esperando que sus palabras hubieran complacido al embajador nanbanjin. Frente a él, tras el ataque de sinceridad del jesuita, Dámaso agradeció que no se encontrase allí aquel otro al que le decían Yoshioka-san, quien hubiera podido entender buena parte de lo dicho.

El que sí estaba, pero ninguno de los españoles lo conocía, era un samurái que llevaba el cristiano nombre de Vicente. Era hijo de uno de los mártires de Nagasaki; un hombre cejijunto de fuerte complexión y semblante austero que, aun callando, comprendía cuanto se hablaba. Su obligación era informar al legado Hasekura Tsunenaga una vez se diese por concluida la reunión.

—Sea como fuere, no os fieis —advirtió el ignaciano con otro susurro—, a estas gentes les gusta decir una cosa y hacer la contraria. Aún no las tenemos todas con nos, bien podría ser que construyesen el navío y luego cambiasen de opinión…

Dámaso pensaba de modo muy distinto, había descubierto que las formas severas de los orientales resultaban difíciles de interpretar, sin embargo, había en ellos una hondura que era muy de su agrado; eran hombres obsesionados con el honor y el buen hacer.

Ante el taimado silencio infantil del embajador Vizcaíno, el antiguo furriel decidió intervenir.

—Podéis decirle que haremos cuanto esté en nuestras manos —le pidió Dámaso al jesuita inclinando el rostro hacia el japonés—. También es para mí un honor hacerme cargo de esta encomienda y, como él —añadió haciendo su reverencia más pronunciada—, espero ansiosamente que nuestros países obtengan grandes beneficios con esta nueva alianza, que nos ayudará a mantener alejados a terceros indeseables —concluyó pensando en los holandeses.

Gracias a Martín, Dámaso había descubierto que De Morga planeaba matarlo. Y aunque esperaba poder pedirle pronto explicaciones al oidor de la Audiencia de Manila, estaba igualmente decidido a cumplir con lo que le habían ordenado: evitar que los herejes neerlandeses se adelantasen a los intereses de los reinos españoles. Su determinación por abrirse las puertas del palacio de los Accioli no había flaqueado.

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