Ronin

Ronin


Octavo magari. Encierro

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—Sí, alguien con mucha más enjundia —afirmó el corchete convencido, volviendo a llenarlo todo con su aliento ajado—. Si tuviera que apostar, yo diría que del mismo arzobispado —aventuró sin pronunciar el nombre de su ilustrísima excelencia Fernando Niño de Guevara—. He recibido pago por convencerla de que pida audiencia —reconoció finalmente con una amplia sonrisa que descubrió hasta la podredumbre de sus muelas.

Aquel era un procedimiento habitual con otros inquisidores más ansiosos. Buscaban un cómplice entre los alguaciles, incluso entre los demás reos, y lo instaban a camelar al acusado que les interesaba para que, a base de mentiras, el reo llegase a creer que, si pedía audiencia, tendría la oportunidad de exculparse. No era más que una artería con la que los hombres de la Santa Inquisición de las coronas españolas intentaban mantener la conciencia limpia. Al contrario de lo que se hacía creer a los cautivos, al iniciarse la audiencia no se le concedía al recluso la opción de explicarse, sino que se le daba al Oficio la posibilidad de continuar con el proceso inquisitorial y, de ese modo, comenzar con las torturas; incluso cuando no tuvieran prueba alguna de la culpabilidad del cautivo. El resultado solía ser que, fueran o no herejes, brujas o falsos conversos, todos se plegaban al martirio y terminaban admitiendo cuanto los inquisidores deseaban; y los mismos presos provocaban su propia desgracia al haber rogado audiencia.

—Fue fácil, muy fácil —aseguró el corchete alargando las vocales entre risillas—. Está tan desesperada por salir de allí que no llegó a dudar de que le convenía.

Quería creer que tenía una salida —añadió con la expresión de una comadreja ante un nido descuidado.

Conociendo a la chicharra tan bien como cualquier otro sevillano, Tomás de Sabba no se sorprendió por lo que acababa de averiguar. Las artimañas que empleaban los hombres del santo tostadero no conocían fin, y siempre se servían de las excusas más banales para seguir creyéndose hombres piadosos que actuaban bajo los mandatos de los Evangelios del buen Señor Jesús.

El egipciano revolvió una vez más en el cuenco de lupinos.

—Comprendo —dijo al cabo, más escueto y menos enrevesado de lo que era habitual en él.

—Pero no es ese el motivo por el que he venido a veros, ese era un asunto que cualquier cenutrio se hubiera barruntado; en San Jorge, antes o después todos terminan en el sótano montando el potro —comentó el corchete repantigándose en su silla y echándose los pulgares al cinto.

Una de las espesas cejas morenas del gitano se alzó como única pregunta.

—Veréis, creo que hay algo más que os gustaría saber. Claro que, últimamente, mi memoria ya no es lo que era…

Tomás de Sabba lanzó uno de los altramuces al aire y lo cogió al vuelo. Masticó ruidosamente y luego, con parsimonia, al tiempo que chistaba para sacarse de entre los dientes un trozo rebelde, apoyó la mano en la enorme navaja que llevaba al fajín.

—Puede que os convenga allegaros al barrio de los catalanes —le dijo al corchete dejando caer la ceja y frunciendo el ceño—, cerca de la catedral hay un boticario con fama de preparar tisanas de milenrama y azafrán. Hay quien dice que son milagrosas para los que pierden cuenta de sus compromisos.

Al alguacil de San Jorge no le hizo falta que el egipciano fuera más explícito, Tomás de Sabba no parecía dispuesto a pagar ni un cuarto más de lo acordado como semanal. Y si le hacía falta confirmación, el egipciano levantó el mentón al tiempo que envolvía el mango de la navaja con dedos hábiles. Así que el corchete se resignó.

—Ha vuelto por el castillo el veterano de Flandes del que ya os hablé.

Después de lo que había acordado con Hortuño, aquella podía ser una nueva mucho más interesante para el egipciano, pero Tomás de Sabba no dejó que la codicia se trasluciese en su semblante.

—¿Eso es todo? ¿No habéis averiguado dónde se hospeda?

El corchete se volvió a recrear en una de sus sonrisas de alimaña.

—No, no sé dónde se aloja. No es muy hablador. Pero me ha buscado al terminar las guardias, anda preocupado por la manutención de la joven y me ha sugerido colaborar —refirió el alguacil.

Los presos debían mantenerse a sí mismos. No se concebía que a la Santa Inquisición le supusiera gasto alguno la reclusión de los denunciados, así que era habitual que los parientes, al menos aquellos sin miedo a ser condenados a su vez por tener relación con un investigado por el Oficio, vendiesen o empeñasen hasta la última camisa para asegurarse de que sus seres queridos no muriesen de hambre en las celdas de San Jorge.

—¿Y qué interés podría tener yo en atal asunto? Acaso creéis que ahora vaya a tornarme en los negocios de la usura… Lo que decís no resulta de mucha utilidad.

Para remarcar su escepticismo, ocultando la ambición de que aquello lo llevase a algo por lo que el señoritingo de Madrid estuviera dispuesto a pagar sus buenos doblones, Tomás de Sabba volvió a jugar con el mango de la faca árabe que llevaba a la cintura.

—Ya imagino que no —reconoció el corchete sin pudor—, pero sí creo que os resultará útil saber que ha quedado en encontrarse conmigo en la vigilia de cuarta feria.

El día anterior había sido jornada de Santa Misa y adoración, faltaban tres días; y eso le daba tiempo para hacer negocios. Ahora fue Tomás el que dejó que una sonrisa le cruzase el rostro.

Mais eu sei…

Dámaso, apoyado en el bastón que le regalara el bonzo, viendo cómo los últimos bastimentos se cargaban en el galeón construido por los japoneses, no dejó que el piloto Vasco de Novaes terminase lo que iba a decir.

—No se trata de si conocéis o no cómo sortear el laberinto del paso de Magalhães —adujo con rotundidad—. No iremos por el sur, navegaremos hasta Ciudad de los Reyes…

Y entonces fue el luso el que interrumpió, en la curiosa mezcolanza entre español y portugués en la que solía expresarse.

—E imos cara al sur, a Callao, e ata Puerto de la hambre e…

Dámaso cambió de posición recolocando los pies. Los ojos le destellaron con intensidad y los dedos aferraron con fuerza la larga vara. El piloto no supo si se trataba de dolor o de enfado.

—No, iremos a Ciudad de los Reyes y luego continuaremos por tierra.

—Mais…

—Debemos ir hasta la Ciudad de México, a la gobernación, hay que entrevistarse con el virrey —mintió Dámaso sin remordimientos—. Debemos presentarnos en el palacio y que los mercaderes de la expedición muestren su respeto. Y, a ser posible, que se envíen despachos a Madrid de que hemos partido desde el Japón.

El español habló tajante, con el aire del que no admite réplica, y aunque Vasco de Novaes no comprendió todas las palabras, entendió cuanto le decían. De modo que, sin intuir siquiera algo de la verdad bajo las intenciones de Dámaso, aceptó.

Ante la mirada hosca, el piloto terminó por asentir.

—Se hará como digades —concedió en su particular jerga.

Y, sin perder más tiempo, Dámaso dio media vuelta, hacia las viviendas que tenían asignadas los extranjeros en aquel feudo de Sendai. Lo hizo con gran trabajo, sin mostrar un ápice de los terribles dolores que laceraban sus piernas, pero lo consiguió, y luego empezó a caminar. Apretando los dientes. Sacando fuerzas de donde no creía tenerlas. Dámaso era consciente de que, contando con un piloto que fuera capaz de industriarse los rumbos en el dédalo de islas del sur americano, no tenía mucho sentido cruzar Nueva España por tierra. Pero en Ciudad de México estaba Antonio de Morga y el alférez quería cobrarse las deudas.

* * *

El mosquito se apoyó en un pliego de legajos en el que había líneas garrapateadas con prisa. Ni la tinta ni el regusto de los polvos para secarla parecieron convencerle y se apresuró a alzar el vuelo para revolotear por la fresca estancia. Pasó ante la ventana por la que había entrado, al través se veían las calles empedradas y las casas hechas al más puro estilo castellano, era la zona colonial de la villa conquistada, en la que se afanaban por vivir todos los funcionarios y donde, olvidando de pronto sus humildes pasados en pequeños pueblos extremeños o andaluces, se convertían en hidalgos caballeros con familia de renombre; como si al cruzar el océano le dieran a uno títulos y no mareos.

Quizá por nostalgia al ver las aguas en las que había nacido, el insecto dio la vuelta con una acrobacia digna de elogio y volvió a pasar frente al tragaluz.

—¡Asco de bichos! —bramó Antonio de Morga lanzando una palmada al aire con tanta furia como si estuviera de nuevo a bordo del San Diego, luchando contra los holandeses—. Estoy harto de este lugar…

El flamante alcalde del crimen de la Ciudad de México abrió las manos para ver si encontraba el pequeño cadáver despanzurrado, pero el jején le pasó zumbando junto al oído.

—Traedme un brasero —le gritó al lacayo indígena que abrió la puerta con diligencia, había venido a todo correr después de oír la campanilla de su excelencia.

Antonio de Morga, desesperado por las picaduras, llevaba ya media mañana renegando y maldiciendo cuando, irritado, había llamado por un sirviente. Las grandes lluvias del verano habían dejado toda la ciudad anegada y ahora, con la seca, aquellos pequeños demonios salían de todas las charcas del valle para martirizar a los pálidos forasteros. Y De Morga recordaba las historias que contaban del almirante Colón, que había enloquecido en la costa de Jamaica por culpa de aquellos endiablados bichejos. La leyenda rezaba que el descubridor de las Indias había pasado sus últimos y lastimeros años espantando mosquitos que solo él imaginaba.

—¡Traedme un brasero!

El sirviente se inclinó respetuosamente, intentó disimular que se rascaba un costado, donde le picaban aquellos extraños y pesados ropajes que los obligaban a vestir los conquistadores. El día era luminoso y templado, no hacía frío, y bien se veía en los manchurrones de sudor que surcaban la golilla del alcalde, pero, si su excelencia quería un brasero, él lo traería, no iba a meterse en asuntos que no le correspondían. Era evidente que don Antonio de Morga estaba disgustado, y no iba a ser él quien le contradijera.

Con la esperanza de llenar de humo sus despachos, aun a riesgo de sofocarse, Antonio de Morga estaba dispuesto a prender un fuego mayor que el del averno. Y es que su lacayo tenía razón, estaba de muy mal humor aquel día, porque a la ristra de desagradables noticias que había venido recibiendo en los últimos años, se unía ahora una más.

Primero había perdido a su mayor aliado, Hortuño de Andrade había desaparecido en estrambóticas circunstancias, envuelto en un escándalo convertido en secreto a voces, y Antonio de Morga había pasado angustiosos meses temiendo que vinieran a prenderlo los corchetes del corregidor. Y cuando se había creído a salvo, había llegado un nuevo nombramiento para el virrey. Había entrado a Ciudad de México un anciano estirado de anteojos gruesos con el nombre de Luis de Velasco y Castilla, marqués de las Salinas, una especie de cruce indeciso entre un fraile y un poste que no tenía otras ansias que completar las grandes obras públicas que tanta falta hacían en la villa; por lo que se empedraban más calles, se hacían desagües para evitar las inundaciones y se preparaba un acueducto desde los manantiales de las montañas, pero nada se estafaba y poco se robaba, con lo que De Morga apenas tenía margen de maniobra.

Y, para colmo, ahora que contaba con requerirle al duque de Lerma un puesto en algún lugar de más provecho para sus intenciones, como Quito o Lima, Antonio de Morga acababa de enterarse de que, tras la vuelta a Madrid de la corte, la camarilla de su majestad la reina Margarita estaba acorralando al valido, embarrándolo con acusaciones de todo tipo.

Por lo que sabía De Morga gracias a los últimos correos venidos desde el Puerto de la Vera Cruz, el poder del privado se tambaleaba a instancias de sus contrarios; y el alcalde temía que aquel vuelco en la situación pudiese poner en peligro las medras que tanto ansiaba.

Había estado preparando unas memorias de sus años en las Filipinas en las que, amén de dejar en buena posición su propio nombre y subsanar en lo escrito aquel malhadado incidente del galeón San Diego, alababa sin mesura la labor del duque de Lerma en la Villa y Corte. Y ahora aquel cúmulo de elogios podía comprometerlo seriamente.

Volvió a dar una fuerte palmada y esta vez le acertó a uno de aquellos mosquitos, pero, cuando iba a celebrarlo, distinguió a otro apoyado en el tintero de la escribanía. Y entonces se percató de que aquellas noticias tan desesperanzadoras que le llegaban también le daban la respuesta.

El hijo del duque de Lerma estaba trepando con agilidad por las escalas de la torre dorada. De modo que, olvidándose de los jejenes, Antonio de Morga se sentó de nuevo ante los legajos garabateados, examinó el primero y, con un gesto cargado de desdén, lo desechó para tomar otro en blanco.

Necesitaba asegurarse aliados en los que confiar. Al poco de su arribada a Ciudad de México había encontrado un viejo almacén de grano que había sido vaciado para las obras que acometía el virrey, y no solo había hecho trasladar hasta allí el oro que había robado en Manila, sino que, al poco, había empezado a aprovecharse de comisiones y asuntos varios para seguir llenando aquel espacio de cajones marcados con la cruz de la Orden de Montesa, aguardando el momento para enviarlos a Sevilla si era menester. Con lo que se había traído consigo y lo acumulado gracias a la fiebre reformista del anterior virrey, que le había permitido aprovechar jugosos pellizcos en variadas encomiendas, Antonio de Morga tenía una fortuna que gastar en sí mismo o con la que sobornar a quien le apeteciese en la corte para seguir prosperando. Y el duque de Uceda, cuya sombra empezaba a eclipsar a su propio padre, podía ser el candidato adecuado para que Antonio de Morga no cejase en su empeño de escalar en la jerarquía burocrática del funcionariado del imperio.

Tras mojar la pluma, y sin pensárselo dos veces, volvió a dedicar la obra que escribía, esta vez, cargando de cumplimientos al ilustre, encomiable, bienhechor, gentilhombre y grande de España, su excelencia incomparable de magnánima bondad, el señor don Cristóbal Gómez de Sandoval y Rojas, duque de Uceda y futuro marqués de Denia; hijo del valido de su cristiana majestad, Felipe el Tercero.

Como en Manila, con tanto escribir se le agarrotaban los dedos tintados de borrones negros y, mientras se deshacía en honras, pensó que bien merecía un secretario que se ocupase de aquellos pormenores.

Pero no se acordó de aquel joven licenciado de Flandes que había llegado a las Filipinas unos años antes, tan bien recomendado por su cómplice Hortuño.

Como a tantos otros, lo había enviado a la muerte sin remordimientos y jamás hubiera esperado volver a verlo.

Sevilla, grande y majestuosa, crecía con los envíos de las Indias, desparramándose allende sus murallas gracias a unos arrabales que no cejaban de medrar.

Y al oeste, entre el Postigo del Aceite y la Puerta del Arenal, entremezclados según el callejón que se anduviese, habitados por aquellos que se ganaban la vida con honradez pero no daban abasto para hacerse con una de las viejas casas andalusíes del centro de la villa, no lejos del barrio de los cesteros, que hacían negocio con las bodegas de las naves que llegaban a puerto, se levantaban los barrios conocidos como la carretería y la tonelería. Una maraña de rúas entrelazadas, plagadas de artesanos que trabajaban a destajo para cobrarse unos pocos cuartos con los que ir tirando y que dependían, casi exclusivamente, de las arribadas y partidas de las naos.

Allí, en una bocacalle sin nombre, orientada al luminoso sur, había una casucha de dos plantas que tenía, en la parte baja, el taller de un tonelero. Un artesano de buena fama vuelto al hogar después de la rapiña de Amberes; y quien, según se decía, había decidido seguir con el negocio de un padre fallecido durante el servicio del hijo en Flandes.

A Gaspar le había costado dos penosos días de preguntar a unos y otros, dando vueltas por las afueras, pero había encontrado a su compañero de armas. Y se había cobrado favores, de la clase que no hacía falta mencionar entre hombres que habían pisado los mismos charcos de sangre, sufrido las mismas hambrunas del frente y compartido los mismos piojos, que saltaban de un soldado famélico a otro buscando no morir los pobres bichos de inanición, por culpa de las magras carnes de aquellos Tercios de las coronas españolas.

No hubo preguntas, solo abrazos, votos y reniegos, incluso alguna maldición y más de un juramento que hizo fruncir el ceño a Pacheca. Y en la primera noche, Gaspar y su antiguo camarada vaciaron todas las reservas de aguardiente del tonelero. Los dos veteranos apuraron cada trago, cantaron coplas verderonas que escandalizaron a la dueña y encandilaron al galopín Ruy; recordaron viejas batallas, fumaron dos grandes cigarros resecos que parecían haberse guardado en el altillo de la tonelería desde antes de la prohibición, brindaron por los caídos en las provincias de los orangistas, despotricaron por la nueva paz que el aparejado rey había firmado con los neerlandeses, le mentaron a la madre al duque de Lerma, cobarde pusilánime y corrupto que había orquestado la tregua; y, finalmente, se durmieron tirados de cualquier modo en el suelo del taller. Roncaban a tal volumen que Ruy y Pacheca habían tenido que buscar refugio en el desordenado piso superior, donde el tonelero, un viudo rubicundo que respondía al nombre de Sancho del Aljarafe, parecía vivir sin disgusto por la porquería acumulada en los rincones.

Al aya le bastaron un par de semanas para imponer algo de aquel orden severo que destilaba con cada gesto. En breve se las apañaron. Ruy sacaba algún cuarto de esportillero en el puerto, yendo y viniendo con capazos cargados. Gaspar, que no se arredraba con el trabajo duro, empezó a echar una mano en el taller y, antes de que pasara un mes, justo tras la ceremonia, aun pese a las protestas y soflamas de la dueña, Sancho le cedió el piso de arriba a la pareja y él pasó a compartir las noches en el taller con el galopín, lo que encantó al muchacho desde el primer día, pues el veterano parecía dispuesto a contarle mil historias de batallas y guerras contra los neerlandeses, hasta que el galopín se quedaba dormido con una sonrisa en los labios. Tanto era así que, en secreto, no mucho después de la boda, Ruy había empezado a pensar que para la próxima leva se alistaría como tambor; se embarcaría para Génova, y marcharía por el camino español, a cruzar las montañas helvéticas y plantarse ante los orangistas, para darles su merecido a aquellos malnacidos lecheros comedores de mantequilla rancia.

Sus economías eran escasas, pero, en cuanto tuvieron algunas monedas, compartieron sus secretos con el tonelero Sancho y terminaron por aceptar sus consejos: mientras no hallaban el improbable modo de sacar a Constanza de San Jorge, al menos podrían ayudarla pagando a los corchetes del castillo para asegurarse de que las raciones de agua y comida no le llegasen menguadas a la siciliana.

—Ese hideputa al ajillo tiene peor fama que una ramera turca con mala baba y piernas torcidas —le dijo Sancho a su compadre tras aguantarse un regüeldo que esparció olor a fritanga—. ¿Queréis que os acompañe? Tengo arriba una pistola que le gané a los dados a un tudesco durante las batallas de Cléveris.

El tonelero, a la luz de un velón que llevaba en la mano, le hablaba a su viejo camarada apoyado en un puntal del taller. Junto a la oreja le bailaban duelas de distintos tamaños que colgaban de una escarpia chantada en el madero. Era un hombre de carnes generosas, que se componían ellas solas en una larga curva que abarcaba de los tobillos al grueso pescuezo, un solo brazo de Sancho parecía valer por las dos piernas de Gaspar, y aún hubiera sobrado. Era como si, con los años, a Sancho se le hubiera ido pegando la silueta de los toneles que fabricaba. Aunque llevaba el cabello corto aparecía siempre enredado como el nido maltrecho de una urraca, y para disimular una vieja cicatriz se dejaba una barba completa que solo recortaba cuando los picores lo vencían. Entre la enredadera de pelos todavía se veían pegotes pringosos de los pajaritos fritos que les había servido Pacheca para la cena. Los ojos vivos aún no llevaban la firma de la edad.

—Ese no fue el trato, y ninguno de los dos hemos sido nunca de esos que faltan a la palabra dada —le repuso Gaspar de Silva mientras se calaba el chapeo—. No creo que haya problemas, como bien dijisteis, es lo habitual en estos casos, es solo otro codicioso pazguato que quiere su tajada —añadió rematando el cinto y ocultando la espada prestada en el vuelo de la capa que se echaba encima—. Me preocupa más que le dé por gastarse los dineros que le llevo en vino, y que se le avente buena idea no cumplir con su palabra de ocuparse del rancho de la chiquilla.

—No me da a mí que se atreva a tanto —reconoció el tonelero—, si se corre la voz de que escatima más de lo normal, se le acaba el negocio, hay más corchetes donde elegir.

—Pues bien estará lo que bien acaba…

—La última vez que salió de la funda —dijo Sancho avanzando la mano del cirio para señalar a la espada que alzaba el ruedo de la capa a las espaldas de Gaspar—, se le atragantó en el gaznate a un holandés larguirucho no muy lejos de Groninga. Os irá algo pesada —reconoció el tonelero dando por sentado que su camarada sabría reconocer que era una hoja hecha para hombres más corpulentos—, pero servirá. La he mantenido bien afilada y con la funda aceitada.

Gaspar asintió con ojos severos.

—Volveré antes de un par de horas. Si preguntasen —aventuró echando los ojos al techo para referirse a Pacheca y Ruy, que estaban en el piso de arriba—, decidles cualquier cosa menos la verdad.

El tonelero inclinó el rostro y se hurgó la barba con la mano libre. Los ojos y el semblante le decían al amigo que no hacían falta tantas explicaciones, que ya sabía suficiente de la parte que le correspondía.

—Somos gatos viejos cazando ratones jóvenes…

Ambos sentían que era verdad. Y aquello no iba por el soborno al corchete, sino por las alocadas ideas que discutían durante el día, mientras trabajaban, intentando buscar el modo de sacar a Constanza del castillo de San Jorge.

—Siempre hemos sido viejos —concedió Gaspar antes de seguirse un largo silencio en el que pensó en las noches de helada en los canales holandeses, en los cuerpos hinchados, en el tufo de las caponeras—. Pero son los viejos los que cuentan las mejores historias —concluyó tras un buen rato, dándose ya la vuelta y encaminándose a la puerta.

Sancho miró a su amigo marchar y tuvo un momento de amarga nostalgia al intuir lo que Gaspar no había dicho.

—Ay, si me viera mi difunta Casilda… Pobrecita mía…

Gaspar lo oyó y tuvo tiempo de replicar zumbón antes de echar la llave al cerrojo.

—Si os viera os metería de cabeza en la tina para daros un baño…

El veterano escuchó los refunfuños airados del tonelero, pero ya no llegó a entender los juramentos. La noche cubría las calles de Sevilla y la humedad del río hacía que el frío calase las ropas. Era invierno y toda la ciudad anhelaba la llegada de la primavera y que el trasiego del puerto aumentase, preparándose para la partida de la flota.

En la ribera del Guadalquivir, tras esperar un buen rato para asegurarse de que no había ojos indiscretos rondando, percibió el chapotear de los bateleros que se ganaban la vida con el contrabando. Aprovechaban la oscuridad para llevar mercancías de una orilla a otra sin pagar el pontazgo; y hacían vida de ello gracias a los géneros que se escamoteaban de las corachas traídas en las bodegas de los galeones de Indias.

Para cuando cruzó el río y dejó la imponente silueta ennegrecida de San Jorge a un lado, calculó que no andaba muy equivocado con la hora. Se adentró en los entresijos de Triana.

Al sur, no muy lejos de allí, en la revuelta de una cuesta tendida desde la que se distinguían las almenas de las torres del castillo del Santo Oficio, había una corrala vieja de un ceramista venido a menos que se había dejado sobornar. Tenía vistas al callejón oscuro que daba a la trasera de la iglesia; y allí aguardaba Hortuño de Andrade. Había pagado por un buen espectáculo y esperaba ansioso para ver el fruto de sus dineros.

Los egipcianos de Tomás de Sabba habían prendido un único farol que, apoyado en un guardacantón, echaba algo de claridad a media altura, haciendo que las gravas y los cantos que salpicaban el camino se estirasen con sombras alargadas como varas.

Contando al propio Tomás, iban tres más que, embozados con capas y amplios sombreros, tapaban sus rostros aceitunados. Si se terciaba, tenían orden de hacer preguntas antes de meterle al veterano un palmo de acero en la riñonada, pero lo que tenían claro era que, de los cinco que se encontrarían en aquella esquina, a sus casas volverían, como mucho, cuatro.

Una lechuza de grandes alas batió la calleja cruzando de un tejado a otro. Allí había muchos altillos abandonados, y era natural que la rapaz hubiera encontrado acomodo en alguna techumbre medio derruida, entre los escombros de la casa de algún desgraciado que habría marchado a las Indias en busca de fortuna sin volver jamás.

Sin embargo, aun sabiéndolo, a Tomás le dio repeluzno; cualquier gitano hubiera reconocido el mal presagio. Pero había comprometido su palabra y el señoritingo de Madrid pagaba bien. Además, el egipciano sospechaba que, a aquellas alturas, el tipejo esmirriado con aires de grande de España, sibilino como una bicha, habría cerrado ya tratos con otros, dispuesto a vender acero para lo que se terciase; y De Sabba no olvidaba que, por mal que le oliese el asunto, no le quedaba otra que cumplir. Así que, despacio, para no armar barullo con el carraco que aseguraba la hoja, Tomás abrió la navaja y se enrolló en el antebrazo izquierdo la mantilla que llevaba.

Se deshizo de un escalofrío al volver a pensar en la ominosa lechuza y repasó los detalles de la emboscada. Se habían repartido de a dos, una pareja delante del farol, agazapada en el zaguán de una casa abandonada, y otra por detrás, resguardada en las sombras de la esquina que el fanal no despejaba. En cuanto aquel viejo soldado apareciese en el cruce donde debía haberse encontrado con el corchete estaría rodeado, sin escapatoria. No tendría una sola opción. Tomás estuvo seguro de que cuanto habían dejado sin cobrarse los holandeses quedaría tendido, desangrándose, en aquella bocacalle de Triana.

En esos lares, a los humores del río le hacían competencia los desperdicios y los orinales vaciados por ventanas de contras desvencijadas; y Gaspar se sintió reconfortado por saber que, gracias al buen hacer de Pacheca, que había conseguido adecentar la cochiquera de Sancho, contaba con un hogar cómodo y limpio al que regresar.

A instancias de la dueña, que no hubiera accedido a que las cosas se hicieran de otro modo, se habían casado en San Telmo, sin más aspavientos que un enorme capón asado con mimo durante largas horas al amor de la lumbre. Y ahora, a Gaspar le costaba figurarse que volvería a su cabaña de las afueras de Madrid para seguir llevando aquella vida de ermitaño. Constanza era como una hija, el soñador Ruy se había convertido en el díscolo hermano menor, aquel Dámaso del que tanto había oído hablar le parecía ya un yerno de toda confianza y, en cuanto a Pacheca, aun con todas sus regañinas y sus gestos serios, era para él un tesoro que lo hacía sentirse como si hubiera encontrado las últimas voluntades de un marqués con veinte mil escudos que heredar. Tanto era así que empezaba a comprender la angustia que tantas veces le había descrito Constanza.

El veterano avanzó alejándose del cauce por una vía ancha, con paso suficiente para carros y bestias de carga; y buscó el patio que le servía de referencia. Sin embargo, en una esquina dudó. Gaspar se había preocupado en hacer el recorrido a la luz del día, pero iba ensimismado y no se dio cuenta de que pasaba de largo el cruce que le hubiera tocado tomar.

Una lechuza, que se había acomodado en la cruz que coronaba el tejadillo de la torre mudéjar de la capilla de Santa Ana, lo vio tomar una calle que giraba hacia el sur, rodeando la corrala que seguía a la iglesia.

Un soldado no se quitaba las viejas costumbres tan fácilmente como si se descubriese al entrar a sagrado, los hábitos de la batalla se pegaban para siempre como lapas, y enseguida se dio cuenta de que aquel tramo no le sonaba. Sus labios se torcieron sobre bisagras oxidadas, en una sonrisa cínica, y Gaspar se recriminó a sí mismo por lo bajo. Sancho no se equivocaba, eran gatos viejos.

El veterano se caló el chapeo volcando la boca en un reniego y continuó hasta la siguiente bocacalle para doblar al norte y regresar por la paralela; tomando la alta torre del campanario de Santa Ana como referencia. A sus espaldas, de haber seguido hacia el sur, se hubiera encontrado con los arrabales más pobres de Triana, donde los pequeños huertos se mezclaban con muladares y estercoleros. Una barriada que, por consejo de Sancho, más le valía evitar.

Distinguió el resplandor del fanal, era la señal convenida con el corchete, pero no lo veía por parte alguna y Gaspar se amoscó.

Y seguramente con aquello ya habían contado los gitanos. Lo que no habían supuesto los egipcianos, que se movían por las callejuelas de Triana con mucha más soltura que el soldado vejancón, era que el enemigo les iba a aparecer por la espalda.

Faltaban una mecha enrollada en el antebrazo y andrajos de la niebla de los canales; algo le dijo a Gaspar que volvía a pisar las calles de Amberes y que de cualquier recoveco oscuro podía salir un malnacido rebelde ansioso por abrirle el vientre. No se veía al corchete por parte alguna y la mano del veterano, punteada por la edad, de venas hinchadas y nudillos abultados, descendió hasta la empuñadura de la espada que Sancho le había prestado. Los tacones gastados de las botas sin lustrar fueron ralentizando su repicar. De alguna casa salió la protesta de un chiquillo al que asustó la oscuridad de un rincón. El pequeño pareció dudar un instante, luego el llanto llenó aquella calle de Triana. Gaspar repasó el borde de la cazoleta con el índice.

En el monasterio de San Pablo los dominicos estarían a punto de empezar el oficio de vigilia.

Le parecía extraño que el veterano no hubiera aparecido. Le dio la impresión de que se hacía tarde, no faltaría mucho para que sonaran las campanas de la ciudad tocando la medianoche cuando un churumbel se echó a llorar con desespero. Creyó oír unos pasos y su cuerpo se tensó.

Un vecino bramó una protesta ininteligible y el criajo elevó aún más el tono de su lloro.

Hortuño, arropado por las sombras, desde su atalaya improvisada en un ajimez destartalado, fue el primero en ver cómo el veterano se acercaba a la esquina donde los gitanos lo esperaban. Más allá de la celosía que disimulaba su posición, se percató de que el hombre les llegaba por la espalda a los egipcianos. De haberlos avisado, hubiera descubierto su posición en la planta alta de la casucha, así que se limitó a observar.

El llanto del pequeño se contuvo con sollozos por unos instantes, solo mientras el crío recobraba fuerzas antes de seguir desgañitándose.

Gaspar percibió el bulto irregular pegado a la pared, a su derecha, envuelto en las tinieblas que no espantaba el farol que habían dejado en el guardacantón de la esquina. Se detuvo.

La cacofonía de los campanarios de la ciudad dio la primera nota de las doce de la medianoche. Los lloros del crío le hicieron competencia. Tomás de Sabba se inquietó. Gaspar de Silva miró al otro lado de la calle e intuyó otro fardo en sombras que apenas rompía las líneas rectas de la pared. Y era probable que hubiese más.

El veterano rumió sus opciones, se pasó la lengua por los labios, desenvainó con un susurro y, con la zurda, se quitó el sombrero para echarlo a un lado. De repente se sintió veinte años más joven.

Si en los Tercios no les había concedido a los holandeses el lujo de verle las espaldas, no iba a ser esa noche la primera vez que brindara al enemigo la suerte de ver cómo se arredraba.

—¡Qué diantres! —bisbiseó sonriendo—. Como se entere Pacheca, me va a tener a pan y agua para los restos…

Los japoneses lo llamaban Date Maru, los occidentales lo habían bautizado como San Juan Bautista. Tenía treinta y seis pies de manga, más de cien en la eslora y un mástil para la mayor solo un poco más corto. Como bien había predicho Lope, no era bonito, pero navegaba.

El sol se ponía por la popa y Hasekura Tsunenaga observaba fascinado los telones de agua que se abrían reverencialmente ante la roda. De todas las órdenes que había recibido en su vida, aquella encomienda de viajar al país de los nanbanjin era, sin duda, la peor de todas. Echaba de menos sus humildes tierras, añoraba a su familia.

Aun así, por poco que le gustase lo que le habían mandado, no podía dejar de asombrarse por los prodigios que estaba presenciando; hubiera considerado un loco al que le hubiese contado unos meses antes que un barco podía atravesar el océano ignoto hasta más allá del horizonte.

Habían partido con el otoño, en el mes de kannazuki, para cuando los extranjeros habían predicho que los vientos les serían propicios; y Hasekura se había sentido afortunado al ver partir la nave hacia el sol naciente con las velas henchidas, sin contratiempos; pues recordaba la historia sobre cómo, siglos antes, la armada invasora de los mongoles había sido destruida ante las costas del Japón gracias al vendaval divino kamikaze. Y, aunque no lo habría reconocido públicamente, hasta que el galeón se había echado a navegar, Hasekura había temido naufragar en aquel ingenio forastero, zamarreado por algún tai fun enviado por las deidades.

Sin embargo, aun cuando le costaba creerlo, el Date Maru seguía avanzando sin novedad; cada mañana se despertaban viendo el amanecer en algún punto a proa, y llevaban ya casi tres meses surcando las aguas del océano.

A bordo viajaban más de cien almas. Además de los forasteros, había un buen número de comerciantes; y casi tres docenas de samurái , repartidos entre servidores de Tokugawa y bushi bajo el emblema del clan Date. Y también, a petición de quien lideraba a los forasteros por encima de la ineptitud del embajador oficial, aquel curioso bonzo de labio deforme que tan bien parecía entenderse con los nanbanjin.

Todo aparentaba ir bien por el momento, pero Hasekura Tsunenaga intuía que, bajo el plácido vagar de la nao, fermentaban los problemas. Uno de ellos era evidente: tenía que esforzarse por templar a sus hombres por culpa del embajador gaijin, quien no se inmiscuía en otra cosa que no fuera para demostrar desprecio por el Japón y sus costumbres; y Hasekura estaba seguro de que esa no era la única contrariedad que debería solventar.

Apartándose de aquella infinidad azul que se abría ante el galeón, el nipón se giró para recorrer con la vista la cubierta, a sus espaldas, y repasó a los hombres considerando sus preocupaciones.

Algunos de los comerciantes charlaban señalando las enormes velas y, cuando se dieron cuenta de que Hasekura los miraba, se inclinaron respetuosamente; no obstante, él era consciente de que, dejando a un lado unos cuantos codiciosos que esperaban acaparar el mercado de estaño y seda, el resto de los mercaderes se mostraban suspicaces.

No muy lejos, acodados en la borda con rostros serios, estaban dos de los samurái de Tokugawa Ieyasu, mantenían un silencio que le decía a Hasekura, aun cuando no protestasen en voz alta, cuán a disgusto se sentían con el viaje.

Y, un poco más allá, entre el mayor de los palos y el castillo de popa, estaba el responsable de que él se viera en tan delicada situación, el alto forastero que se había ganado el respeto de los japoneses en la batalla de la atarazana; el que había servido de excusa al bakufu de los Tokugawa para planear aquella expedición.

Como era habitual, matando el tedio de alta mar, el nanbanjin estaba con el bonzo. Ambos compartían buena parte del tiempo, especialmente entrenando movimientos con el bastón de combate; un antiguo arte marcial propio de aquellos monjes guerreros de las grandes tierras del oeste al que el forastero parecía haberse aficionado y gracias al cual sus maltrechas piernas se habían recobrado ya en Sendai.

Junto a la tablazón del alcázar, observando con evidente recelo las lentas evoluciones de la práctica, estaba el beato forano que vestía un hábito teñido de naranja. Afortunadamente, aquel nanbanjin de nombre impronunciable no era el único intérprete que tenían, también estaba Yoshioka Seijuro, apoyado en la baranda del castillo, no lejos del piloto. Y para Hasekura era un alivio, porque no se fiaba de aquel extranjero que intentaba convertir a los marchantes para que adorasen al crucificado. Como tampoco parecía hacerlo Damaso-san, quien no toleraba su compañía.

A lo largo de los últimos meses, el diplomático elegido por Date Masamune había intentado aprender los rudimentos del idioma de los extranjeros para hacer lo mejor posible su papel de embajador y, al tiempo, había comenzado a trazar posibles planes con los mercaderes, procurando enfocarlos a que evitasen la competencia entre ellos. Paulatinamente había ido poniendo a cada cual en su lugar, sin embargo, aunque vislumbraba mucho de lo que pasaba por las mentes de los hombres a bordo, había dos excepciones que le preocupaban: una era aquel callado samurái de origen humilde al que llamaban Saigo Hayabusa, a quien el daimyo de Sendai había recompensado por salvar la vida del líder de los nanbanjin; la otra era Palos-san, el embajador japonés intuía que algo oscuro se escondía tras los pequeños ojos oscuros de aquel extranjero de piel cetrina.

El resoplido que oyó hizo que Hasekura girase el rostro hacia los dos hombres que luchaban con el bastón. El nanbanjin había sido alcanzado por el bonzo.

Dámaso recibió el golpe en el pecho y agradeció que el budista se hubiera contenido, sin ejercer toda la fuerza de la que era capaz.

Zongji sonrió con indulgencia; su semblante cargado de paciencia intentó darle ánimos al forastero, sustituyendo las palabras que no sabía pronunciar.

Saigo asintió; gracias a los largos meses de prácticas en Sendai, Damaso-san había superado las terribles heridas de sus piernas; y ahora empezaba a luchar con una destreza que hubiera reconocido el mismo sensei de la escuela Jigen de Satsuma. El ashigaru percibía que algo poderoso en el interior del occidental lo llevaba a exigirse cada día más, pero, aun pese a que sentía cierta curiosidad, no había cometido la descortesía de preguntar.

Bartolomé de Palos, desde la proa, lamentó que aquel indeseable mono oriental fuera tan comedido, le hubiera encantado que le abriesen la tapa de los sesos al alférez con un bastonazo. Tras el naufragio, se había servido de él para salir del Japón, pero ahora que no lo necesitaba, el onubense estaba deseando encontrar el modo de acabar con Dámaso.

El resto de los occidentales, vocingleros e incorregibles a ojos de los japoneses, se deshicieron en pullas por el bloqueo fallido del antiguo furriel.

—Si queréis puedo echaros una mano —gritó Lope desde el timón, alzando sin pudor el muñón que le quedaba en el antebrazo.

Dámaso, inclinado con las manos sobre las rodillas, sintió una gota de sudor que se escurrió sobre el puente de su nariz antes de caer en cubierta.

—Si llegamos algún día a Sevilla podéis buscarle trabajo vareando olivos —sugirió zumbón el ebanista para regocijo del resto de los españoles.

El bonzo no entendió las bromas del carpintero, pero sí se dio cuenta de que no podía exigirle más a su pupilo.

—Kyou no tokoro wa koremade —le dijo al español para dar por concluido el entrenamiento del día.

Por contrapartida, el contador empezaba a manejarse en el idioma de los japoneses y comprendió lo que Zongji había dicho, aunque el tono tajante y la expresión severa habrían hecho la traducción innecesaria.

Estaba agotado y precisaba un descanso. Deseaba que el guisandero de a bordo le llevase una de las deliciosas sopas hechas con mojama de atún triturada, y echarse un rato. Aunque temía lo que el sueño le traería.

—No, continuemos —dijo el gallego alzándose con vehemencia.

Zongji observó cómo Damaso-san adoptaba la guardia relajada que tantas veces habían entrenado. Distinguió el rictus tenso en la comisura de los labios; le decía que el dolor volvía a sacudir las piernas del nanbanjin. Probablemente nunca se libraría de aquella lesión.

—Continuemos —insistió pensando en la verdad que le arrancaría a Antonio de Morga del modo que fuese.

Gaspar de Silva escupió de medio lado y escogió: el de la derecha. Y echó a correr agazapado, tan rápido como le permitieron sus viejas piernas.

Tomás de Sabba se giró con la navaja por delante, a tiempo de escuchar las zancadas del veterano; les venía por la espalda.

—¡Aquí! ¡Aquí! —gritó antes de dar un paso para interponerse.

Al otro, a quien le decían el almirante porque se había embarcado a las Indias, no le dio tiempo ni a encomendarse al Jesús del Gran Poder, del que era muy devoto. La espada del veterano le entró entre la quijada y la oreja cuando se daba la vuelta tras escuchar a Tomás de Sabba y, al retirarse la hoja, el gitano se derrumbó sin vida que le hiciese tremar el espinazo. Cayó a los pies de Gaspar, que ya se volteaba hacia los atacantes que vendrían.

El veterano nada sabía de las evoluciones de la esgrima, y no había estudiado los nuevos tratados de posiciones y geometría, pero se había pasado años ahorrando cuajo entre los mosquetazos de los holandeses, guardándose las cachas a base de astucia en lugar de estrategia y finos modales.

Dos venían corriendo a lo loco. Tomás de Sabba, más listo, se plantó con la navaja, sabiendo que la guardia del adversario llevaba ventaja por el largo de la espada. Gaspar se agachó y saltó con el codo de la zurda por delante, abriendo el otro brazo para usar la del tonelero con mala fe, apuntando a la ingle del segundo de los que se le echaban encima.

Fue marrullero, propio de una batahola de borrachos en una taberna de puertos, pero resultó efectivo. De no ser así, Gaspar no hubiera regresado de los Tercios, los que no lo eran se quedaban allá, para servir de abono a los campos de los orangistas.

El codazo le arrancó el resuello a uno y lo derribó. La toledana no acertó y, al esquivarla, el otro gitano aprovechó la ocasión para avanzar la navaja. Gaspar recibió un tajo en el brazo que le cruzó una antigua cicatriz que le había hecho la daga de un neerlandés al este de Nimega. Y como no era la primera vez, el veterano no se acobardó, fintó y buscó de nuevo al que quedaba en pie, sin embargo, no tuvo ocasión, el que se había mantenido al margen le buscó los riñones con el acero.

Vio la oportunidad Tomás de Sabba y se abalanzó brincando por encima de su compañero caído. Gaspar reaccionó, pero el filo de la espada solo encontró la mantilla con la que el otro se cubría el antebrazo izquierdo; el egipciano se había protegido previamente y, además, era mucho más corpulento. Por fortuna para el viejo soldado, el navajazo del otro tampoco acertó, solo se le enredó en la capa, aunque aquello le dio oportunidad a Tomás para lanzar el puño.

Desde su mirador, Hortuño vio como el brutal golpe obligó al veterano a trastabillar con dos pasos atrás que estuvieron a punto de terminar con sus huesos en el suelo polvoriento. Las últimas campanadas se apagaron en la noche y los lloros del crío volvieron a cobrar protagonismo.

Gaspar de Silva se rehízo y logró plantarse para tirar una estocada que, esta vez, alcanzó el costillar del que había esquivado el envite a la ingle. Al gitano se le escapó un resoplido sibilante y de entre sus labios surgieron burbujas sanguinolentas. Pero el veterano ya no dio para más, el que había sido derribado se las apañó para ponerse en pie; y aunque dio un paso al frente, dispuesto a morir, Gaspar comprendió que no saldría con bien de aquella. Estaba herido, cansado y tenía a dos enemigos ansiosos por desparramarle las entrañas en aquella esquina de Triana, a la única luz de un farol apoyado en un guardacantón.

El herido se lamentaba en el suelo, tirado en el pretil que dibujaba el camino de los carruajes. Era obvio que no aguantaría mucho.

Había sido una pena perder a dos de sus hombres, y a Tomás no se le escapaba que debería ocuparse de que las familias recibieran la parte del pago que les hubiera correspondido a los muertos, sin embargo, el final estaba cerca. A aquel soldado renqueante no le quedaba aliento. Era un viejo y famélico perro callejero que se había echado a correr detrás de las palomas.

Gaspar miró alternativamente a los dos gitanos, frunció los labios y saboreó aquel inconfundible regusto metálico en su boca. Se le movían dos dientes y sentía como la mejilla comenzaba a hincharse dolorosamente. No tenía fuerzas ni para mantener la guardia, la punta de la espada del tonelero estaba apoyada en la tierra apisonada de Triana, que esperaba las lluvias del invierno, pero que se conformaría con la sangre de los que cayeran esa noche.

—No se dirá que le faltan cojones a uno del Tercio Viejo de Cartagena —les espetó Gaspar a los otros dos antes de volver a escupir con desdén, seguro de que al menos se llevaría a uno por delante—. Así que a ver quién de la linda parejita de enamorados se queda aquí para hacerme compañía —soltó con socarronería entre un remedo de sonrisa.

Tomás vio el rostro tumefacto, el hilo de sangre que caía de la comisura hasta el mentón, el juego de sombras del farol le pintaba la calaverna al veterano. Era un tipo ahigadado, de los que se ganaban respeto con hechos y no con palabras. Aun así, no iba a dejarlo salir de allí.

La madre canturreaba cariñosamente una nana al bebé que se agarraba a su pecho, con el pequeño estómago rebosante de leche y los ojillos entrecerrados en un semblante de satisfacción infinita. El padre intentaba caldear el ambiente añadiendo algo de humilde erraj al pobre brasero. No tenían dineros más que para pagar aquel modesto carbón hecho de los huesos de las olivas que se desechaban en las almazaras. Ya no había llantos.

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