Ronin

Ronin


Noveno magari. Tormento

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Noveno magari

TORMENTO

El hombre

que está labrando la tierra

parece inmóvil.

Mukai Kyorai, poema haiku

Desde el mismo instante en que la puerta de su celda se había abierto, con un chirriar agudo de goznes desencajados, Constanza, mientras se apresuraba componiendo el cubo de desperdicios para disimular, había sabido que algo andaba mal. Aquel alguacil con aliento a ajo, el que tan amable se había mostrado los días anteriores, la había sacado de la mazmorra a empellones, sin miramientos.

—¿Sois o no sois la dama de compañía de su católica majestad la reina Margarita? Esa a quien se conoce como Constanza de Accioli.

No era el dominico enjuto con enormes dotes de aguante al que la siciliana ya se había acostumbrado. Había pedido audiencia, esperando que la dejasen contar cualquier ventura que le permitiese salir con bien de su encierro; para su desgracia, ahora se lamentaba. Se había devanado los sesos para relatar una historia creíble que la exonerase. Se había convencido de que no todo estaba perdido. Sin embargo, era evidente que la habían engañado. Con su ruego, y en ese momento se percató de ello, se había metido en la boca del lobo. Aquel fraile de lóbrega mirada no iba a concederle una sola oportunidad.

—La paciencia del Santo Padre no está a vuestra disposición. ¿Sois o no sois la dama Constanza de Accioli? ¡Responded! ¡En el nombre del Santo Evangelio y del buen Jesús Crucificado! ¡Responded!

Se la habían llevado a rastras.

Había sido un camino a través de corredores angostos, infectados por el negrumo de los hachones. Grandes puertas cada vez más gruesas que se cerraban con ominoso estruendo. Y sótanos mohosos, henchidos con aire de tacto húmedo y viscoso, al abrigo del imparable rumor del río, que jamás callaba.

No sabría ni cómo regresar a su mazmorra. La habían conducido hasta las hedientas tripas de la fortaleza. Estaba en una sala oscura, atestada de sombras y cachivaches. Y sabía por qué se encontraba en las más profundas entrañas del castillo de San Jorge. Los gritos que allí nacían morían perdidos en los ceñidos pasadizos del alcázar sin rozar siquiera la luz del día. Ahogados por las viejas cerraduras, los escalones vencidos, el aire viciado y la tierra empapada por el Guadalquivir.

—¿Acaso pensáis que atal testarudez va a conduciros por el buen camino?

Eran cuatro, aunque a ella solo le preocupaba uno de ellos: el dominico altivo de ojos negros como las bestias de los bosques del norte. Al ver a aquel fraile de rostro tallado en áspera piedra, le puso rostro a los terroríficos lobisomes sobre los que Dámaso le había hablado tanto tiempo atrás. Bajo las espesas cejas rezumaba odio, ira palpable. Y Constanza había terminado a sus pies cuando los alguaciles la habían despedido con un último envión, antes de cerrar el grueso portón con un golpe seco que retumbó en la mazmorra.

Había caído malamente. Tenía el labio superior partido, lo notaba palpitar bajo la presión de la lengua, sentía cómo la hinchazón rozaba dolorosamente los dientes. Solo el inquisidor dominico la miraba, y aquello la aterró. Los otros tres asistían a aquella humillación sin inmutarse, acostumbrados a una rutina macabra que le erizó el vello de la nuca.

Había un enorme brasero del que sobresalían los mangos de badiles que estarían al rojo vivo, escarpias con ligaduras, pesados grillos de hierro pegoteado con un mucílago bermellón que Constanza prefirió no identificar. Y también un largo escaño acanalado, jícaras de agua sucia y verdosa, poleas con cuerdas retorcidas de hilas rotas, de las columnas pendían trapos colgados de escarpias oxidadas. El suelo estaba cubierto de un heno viejo y macerado en el que se intuían blanduras que solo podían haber salido de los pobres desdichados interrogados. Era la sala de los tormentos del castillo de San Jorge.

El inquisidor, con el impoluto hábito blanquinegro de su orden, paseaba arriba y abajo, agitando las manos con gestos admonitorios. Era un hombre corpulento, de hombros anchos como un labriego y una cabeza ridículamente pequeña de la que salía una vocecilla aguda que no cuadraba con cuanto había debajo. En el halo de la pulcra tonsura, las llamas de los velones que tenía el escribano en su improvisado despacho pintaban reflejos del color de las toronjas.

—Si no habláis, será peor, podéis creerme, mucho peor…

El tono del dominico cambiaba según la frase, ora dulce y melifluo recordaba al de un amante caprichoso, resultaba casi agradable, y eso era aún más aterrador.

Constanza supo que intentaban engañarla. Sería terrible hiciera lo que hiciese, porque, llegados a ese punto, la torturarían si permanecía en silencio, y tampoco se detendrían si mentía, pues estaban ansiosos de asegurarse de que confesaba la verdad. Y si llegaba a hacerlo, si era sincera, la someterían a tormento de igual modo, porque no creerían una palabra. Los ojos se le contrajeron involuntariamente. Algo en el pecho le dio un vuelco. Constanza solo se concedió un instante, no se amilanó, no se permitió llorar. No iba a darles ese gusto.

Estaba también el provisor, un tipo cejijunto de prominentes orejas y barba entrecana en cuyas narices bailaban unos anteojos funámbulos. Se limitaba a cabecear en un taburete, como si le diera igual. Y, tras el escribano, viendo cómo el dominico medía la estancia con grandes pasos, el último en discordia para la audiencia. A quien Constanza solo se atrevió a mirar de reojo, luchando por controlar escalofríos que la arañaban con garras gélidas. Era el verdugo.

Iba cubierto de negro vestimento de lino, largo y estrecho hasta los pies, pegado al cuerpo por todas partes, conforme al que solían usar los que se azotaban el Jueves Santo en los lugares del papado. Llevaba la cabeza cubierta por una capucha también prieta, y dos agujeros deshilachados, oscurecidos como los de una calavera de camposanto, le permitían ver.

—¡Debéis confesar vuestros pecados! ¡Confesaos y rogad por la bondad de la Iglesia!

Aquella voz estridente se alzaba ahora en rugidos furiosos.

—¡Confesad!

El fraile se acercó hasta que sus esputos cubrieron el rostro gacho de Constanza. El provisor siguió dormitando, ajeno a los gritos. La pluma del escribano rasgaba el papel. El verdugo esperaba.

—¿Sois o no sois Constanza de Accioli? Sabemos que lo sois. —Entonces el dominico relajó sus gritos y comenzó de nuevo a explicarse con el tono adulador de un galán boquirrubio mirando la basquiña de una tusona de escotes abiertos—. Si respondéis con la verdad, nada debéis temer. Así aparece en los Evangelios. Confesad —alargaba las palabras con una dulzura atosigada que hedía a ponzoña—. No os pasará nada…

El pequeño y desproporcionado rostro del dominico intentaba iluminarse con una sonrisa benemérita que ablandase la firmeza de la joven.

Pero Constanza no respondió, siguió mirando las puntas de los borceguíes de fino cordobán del fraile. Era una dama de la corte y reconoció el sinsentido, aquel calzado valía mucho más de lo que podía permitirse cualquier dominico; podía ser un religioso, pero vestía sus grandes pies como un gentilhombre al servicio de los grandes de España.

Los ojillos del monje relampaguearon de impaciencia y le hizo un expeditivo ademán al verdugo. Aquel bigardo enlutado asintió con pereza y se acercó a Constanza. Ella levantó el rostro y ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Sin pudor alguno, el sayón alzó una de sus grandes manos y, tomando el cuello desastrado de la malograda camisa de Constanza, jaló con una fuerza inusitada.

La tela se desgarró con un lamento. La joven dio un paso aterrorizado hacia atrás, pero el verdugo no se detuvo y volvió a tirar. Tuvo que contenerla, aprisionándole el hombro con dedos que parecían forjados en hierro, pero tras media docena de sacudidas, quedó desnuda.

Entonces desapareció la apatía de los miembros de aquel tribunal del Santo Oficio, todas las cabezas se inclinaron y las miradas recorrieron los arabescos que trazaban la figura de la siciliana.

El inquisidor empezó en los finos tobillos cincelados en alabastro, y fue ascendiendo largamente, entreteniéndose en las curvas lánguidas de aquellas piernas de piel nacarada. Los muslos se encontraban deliciosamente, punteados por el montículo de rubio vello ensortijado en una alcancía que prometía mayores tesoros que las cecas de las Indias. La punta de la lengua asomó entre los labios finos y repasó el filo del bigote, al dominico se le escapó un gemido y la mano temblorosa de Constanza cubrió aquella desnudez lo mejor que pudo. Así que el fraile siguió ascendiendo, patinando sobre el vientre plano y cálido, topándose con el antebrazo libre de la joven, que aprisionaba los senos resaltando sin querer las pasiones que auguraban aquellas elipses generosas sobre las que caían largos rizos. El torso se convulsionó, y los pechos se abultaron. La mirada del fraile ya no siguió avanzando.

Constanza contuvo el sollozo, solo una lágrima furtiva se derramó desde sus párpados para penar junto a sus labios trémulos.

El escribano, que había tenido la idea de buscar una mancebía en cuanto terminase la audiencia, intentó tragar y terminó carraspeando, con lo que sacó al fraile de su abstracción.

—Debéis confesar. Debéis abrazar la sacrosanta fe del Honestísimo, el único cuya misericordia puede perdonar vuestros pecados. Si no lo hacéis, será vuestra la culpa si se os quiebran los huesos —aquella voz mefistofélica volvió a engalanarse con dulzura—, o si se os escapa la vida…

La joven Accioli supo lo que iba a suceder. Cerró los ojos con fuerza y pensó en aquella tarde en el corral de comedias de la Cruz, en Madrid. Se aferró al recuerdo de Dámaso y consiguió no llorar.

Hubo otro de aquellos gestos del dominico y el verdugo no tuvo que espantar escrúpulo alguno para ponerse manos a la obra. Se fue hasta una escarpia herrumbrosa donde había unos cuantos trapos sucios que no eran más que un remedo de prendas.

—No creo que sea necesario —dijo entonces el dominico—. Bastará con las ligaduras…

Al verdugo, que había visto descender a los infiernos a cientos de desdichados en aquella mazmorra, le venía dando igual torturar a aquella infeliz desnuda que vestida con los harapos con los que únicamente cubrían las partes pudendas de los reos. Así que cambió de postura, y se hizo con dos rollos de cuerda de cáñamo que estaban colgados junto a los arrapiezos.

Antes de que Constanza consiguiese recordar los versos de aquel soneto que había leído en el corral de la Cruz, ya tenía las manos a la espalda, atadas con una serie de vueltas apretadas que empezaron a mellar la carne.

Sintió entonces la joven cómo el verdugo se afanaba tras ella aferrándole los pulgares. El hombre usó un cordel más fino para ligarle los dedos con espiras prietas y luego se volvió a un rincón para hacerse con un juego de los pesados grillos de hierro que Constanza había visto al entrar. El sayón, a pesar de la corpulencia, tuvo que hacer esfuerzos evidentes para alzar los hierros, los músculos plegaron las telas negras de sus ropas. Los hierros pasaban de largo de las treinta libras.

Sin siquiera ocasión de respirar, bajo la mirada conminadora del dominico, el verdugo ya había lazado una maroma por las ligaduras de las manos de la siciliana y enhebraba el cabo por una de las garruchas que colgaba del techo.

—Adelante —ordenó el inquisidor.

El error de Antonio de Morga había sido confiarle a un vil cobarde el encargo que le hiciera Hortuño de Andrade. A uno de entre esa clase de hombres despreciables que solo encontraban sustancia en los hígados si tenían enfrente a alguien más débil.

Bartolomé de Palos jamás había dudado de su hombría cuando, desempeñando sus cometidos de veedor en las aldeas de los alrededores de Manila, se había aprovechado de alguna indiecita ifugao de grandes ojos castaños desorbitados por el pavor. Sin embargo, el miedo a quedarse varado en aquel extraño Japón, sin posibilidad de regresar a colonias españolas, había frenado su compromiso con el asesinato de aquel alférez que se había hecho con el mando de los restos del San Jacinto. Y el de Palos era consciente de que le debía la vida, de no ser por el gallego, los náufragos no hubieran podido contar con un medio para escapar de aquel archipiélago de suspicaces monos amarillos.

Pero durante aquella interminable espera en el Japón y, tras el eterno tornaviaje, habían llegado al fin a territorios bajo dominio de las católicas coronas de España, y el antiguo veedor, aquel al que le decían el Santo, pensaba cumplir con el encargo. Y no porque le disgustase dejar sin rematar una encomienda, sino porque temía las represalias que pudiera tomar el execrable Antonio de Morga, uno de los hideputas más codiciosos y vengativos con los que se había cruzado el de Palos en su larga vida de tropelías.

Para alivio de los nipones, que no habían llegado a acostumbrarse a la vida en alta mar, días atrás habían avistado las peñas del que, según el piloto Vasco de Novaes, fue identificado como cabo Mendocino; y después habían bojeado hacia el Sur, buscando la bahía de Ciudad de los Reyes.

Habían atracado durante lo que, más tarde, supieron que era el mes de marzo, prácticamente ocho años después de haber abandonado Manila. Y habían sido acogidos por una bofetada de calor reseco que esperaba ansioso por las grandes lluvias del verano.

La villa los había asilado con la apatía de los esclavos, que aguardaban por las flotas tumbados en chinchorros a la sombra de palmeras; pues cualquier hidalgo, de cierto o de apariencia que se tuviera en estima, vivía en las serranías que rodeaban la ensenada. Nadie con más de un apellido bajaba al horno del puerto si no era para recibir a las naos que traían las especias y la seda de Manila, o el oro y la plata del Perú. Pero los vientos llevaron pronto las noticias de la llegada en andas de mucamas, dueñas, lacayos y sirvientes. La misma tarde de su arribo toda Ciudad de los Reyes hervía de curiosidad por los emisarios del Japón.

A instancias de Dámaso, el estirado Sebastián Vizcaíno se había ocupado de aludir a sus credenciales para rogar cobijo. Aunque había sido más bien gracias a que el capitán de la guarnición recordaba al gallego que, antes de la primera noche, los hombres del Date Maru habían sido acomodados en los barracones que dominaban la bahía de Ciudad de los Reyes para defenderla de los piratas y corsarios. Unos simples albergues desordenados en donde, por lo que se veía, empezaban a planearse las obras para construir un gran fuerte con el que defender el próspero puesto.

Así que todos los llegados del archipiélago del Japón, orientales y occidentales, aguardaban que las cartas enviadas al virrey en Ciudad de México alcanzasen destino y recibiesen respuesta. Y Bartolomé de Palos no estaba dispuesto a desaprovechar aquel tiempo de espera. Había llegado el momento de rematar todo aquel asunto y, como Ciudad de los Reyes no era más que un asentamiento portuario, el de Palos sabía bien qué hacer.

Apenas una semana después de su llegada, ya había recorrido la mitad de los lupanares del lugar y había conseguido encontrar a la clase de hombres que necesitaba. Además, aprovechando la empresa, pensaba permitirse el añorado lujo de acabar también con aquel indeseable mono de hábito naranja que lo había puesto en ridículo.

* * *

En total eran siete. Caminaban agazapados por el chaparral, al rececho, aguardando a que el sol saliese por el horizonte. Y Bartolomé estaba satisfecho con su elección. Escapados de los corchetes que mandaban los corregidores de Madrid, Badajoz, Sevilla, Barcelona o Jaén, en las colonias del imperio español abundaban los perdonavidas valentones de espadas herrumbrosas a los que se les iba la fuerza por la boca, y siempre había entre ellos unos cuantos con la cuera revenida y maña con los hierros. Tipejos de capas terciadas por las que despuntaban vainas con hojas bien engrasadas, jaques sin el menor escrúpulo en atravesar unos hígados por unos cuantos ardites. Y de entre los de esa calaña, midiendo con cuidado sus palabras al amor de azumbres pagados, rebosantes de vino importado desde Rueda, Bartolomé había elegido a los suyos en las tabernas de peor fama de Ciudad de los Reyes.

Espantando robustos lagartos todavía adormilados, el grupo se emboscó tras un matorral que coronaba las muelas de piedra del cerro que dominaba la bahía. Y no tuvieron que esperar mucho para ver aparecer a Dámaso, acompañado de aquel despreciable mono amarillo con su inseparable vara.

En apenas unos instantes les llegaron las voces quedas y los golpes secos de los bastones de rattan al entrecruzarse. Y esa era la baza de Bartolomé, sus fondos estaban muy mermados tras lo perdido en el naufragio y el tiempo transcurrido; contratar a aquellos hombres le había dejado sin opciones de agenciarse algún arma de fuego. El de Palos, sin embargo, estaba convencido de que aquellas varas no serían rival para las espadas y dagas que portaban.

El sol industriaba el alba cubriendo de naranjas el roquedal y los matojos. El ambiente enjugado se iba acomodando al nuevo día y era evidente que aquella iba a ser, una vez más, una jornada asfixiante.

Al primer tirón del verdugo, los tobillos de Constanza se despellejaron con el roce áspero de los pesadísimos grilletes que los ceñían. Pero el dolor quedó pronto acallado por los lamentos de sus pulgares, que amenazaban con descoyuntarse por las ataduras de las que colgaba todo el peso de la joven. Suspendida por sus dedos como un fardo bamboleante, cuando el sayón jaló, las treinta libras de hierros que le desollaban los pies tiraron de ella hacia abajo haciendo que todos sus huesos crujiesen.

—¿Confesáis? ¿No es cierto que incitasteis a otras novicias del sagrado convento de las Descalzas Reales a adorar a Satanás?

Constanza apenas oyó un eco lejano de las mefistofélicas preguntas. El tormento recorría su cuerpo y tenía la sensación de que iba a partirse en dos. La maroma, tensa, arrastraba las ligaduras de sus manos y, al otro extremo de su cuerpo, amenazando con desmembrarla, los grillos le desencajaban la osamenta.

—¿No es verdad que, bajo vuestra invocación, esas cándidas jóvenes se rindieron a las influencias del maligno y conspiraron contra su excelencia, el valido de nuestra cristiana majestad?

La ridícula cabeza del dominico giró sobre el desproporcionado cuello; y aquellos ojos en los que apenas se distinguían las pupilas se bambolearon con los pechos desnudos de la joven siciliana, punteando los generosos pezones.

—Sois Constanza de Accioli, ¿no es así?

Solo se le escapó un gemido, quebrado por el rasgar de la pluma del escribano en la resma de papel. Diligentemente, tomaba notas de todas las preguntas y de la falta de respuestas. Ante aquel taimado silencio, el fraile abandonó su contemplación para dedicarle un nuevo ademán al verdugo, que asintió y fue en busca de un par de grillos más.

Cuando añadieron el peso, la maroma se estiró y las yemas de los dedos de sus pies le permitieron apoyarse levemente en el suelo sucio, aliviando en parte sus dolores. Pero el consuelo duró solo un instante, el tiempo que necesitó el verdugo para obrar el calabrote e izarla unas pulgadas con un seco tirón. La sangre comenzó a manar desde los tobillos y recorrió las laderas de los largos y finos empeines. Constanza volvió a gemir a través de labios fruncidos. Ya no sentía vergüenza alguna por su desnudez, todo su mundo se había reducido al padecimiento lacerante que la atravesaba. Solo mitigado por aquellos recuerdos a los que intentaba aferrarse: le venían a la memoria frases de aquella comedia del corral de la Cruz, y los versos de aquel soneto. El rostro amable de Dámaso al sonreír.

El provisor, inmóvil hasta entonces, dejó atrás al escribano y se acercó hasta el inquisidor para hablarle en voz baja.

—Vuestra paternidad, creo que ya es suficiente por hoy —le susurró el juez del Santo Oficio al dominico.

—Claro, claro, estoy seguro de que ahora se mostrará más dispuesta a colaborar…

Constanza se sintió a punto de dejarse tentar. Incluso intuyendo que aquello no era más que un teatro bien ensayado por aquellos seres despreciables, capaces de usar el nombre de Dios para tales atrocidades. Aun sabiendo que estaban dejando caer ante ella un anzuelo cebado con mentiras, estuvo a un brete de sucumbir.

Los dos hombres de la Santa Inquisición esperaron a que la trampa se cerniese sobre la joven, pero el contumaz silencio de la siciliana perduró.

—¡Soltadla!

El evidente desprecio amargo que destiló la orden no le permitió a la joven Accioli concebir esperanzas. Sus ojos cerrados le impidieron ver cómo el dominico le señaló algo con el mentón al verdugo.

El sayón desató la maroma de la argolla que la mantenía tensa y la siciliana cayó hecha un bulto, intentando recuperar el resuello. La dejó allí tirada y, en un alarde de fuerza, arrastró aquel escaño al que los condenados solían llamar potro. Y puso a su lado uno de aquellos cántaros de agua sucia cubierta por una tona de robín.

Las manos frías del verdugo la alzaron por la cintura. Horrorizada, sintió aquellos dedos ásperos recorrer su piel hasta apresarle los pechos. El sayón no se contuvo, disimuló el gesto mientras halaba a Constanza y, sin pudor alguno, pellizcó uno de los pezones. Tan fuerte que la lastimó y ella dejó escapar un quejido. Sin embargo, ni el provisor ni el inquisidor hablaron.

Constanza vio de reojo aquel largo escaño. La madera estaba trabajada dejando un gran canal central con espacio suficiente para albergar a una persona y, cruzando la hendidura, se había claveteado un ristrel que estropeaba el fondo abombado. La siciliana comprendió enseguida para qué servía aquel listón. En cuanto el verdugo la tumbó en el potro, la moldura se le clavó en la espalda impidiéndole encontrar una postura cómoda en aquella especie de féretro abierto. Tampoco tardó en percatarse de que sus pies quedaban algo más altos que su cabeza.

Tras dejar a la joven Accioli en aquel instrumento del Santo Tribunal, el verdugo se permitió un nuevo lujo y recorrió con los dedos el vientre femenino, hasta pellizcar sin rubor los rizos de la horquilla entre los muslos. Y Constanza se revolvió, sintiendo los grilletes que la martirizaban, y aquel ristrel que se clavaba en su espalda maltratada.

—En el nombre de Elías y los demás profetas, ¡confesaos!

Aquella voz pasaba de la dulzura más empalagosa a una estridencia que atravesaba los oídos como clavos ardiendo.

—¡Confesaos!

La antigua menina abrió los ojos para ver los parches de moho que la humedad del río pintaba en el entramado de piedras del techo. Pero antes de poder respirar, el verdugo le echó encima uno de aquellos lienzos mugrientos que le cubrió la cara y luego, sin deshacer siquiera las ataduras anteriores, usó nuevas cuerdas con las que le amarró los brazos y las piernas al escaño. Las tensó retorciéndolas con un atizador que había junto al brasero.

—No albergamos duda de que sois Constanza de Accioli —dijo el inquisidor con vehemencia—. Decid la verdad y os libraréis del tormento —prometió tornando una vez más el tono para resultar afable—. Debéis reconocer la verdad, las novicias de las Descalzas Reales ya han hablado…

Ella sabía que solo la propia Isabel Lardinois podía haber mencionado algo. El inquisidor mentía buscando que Constanza, dándolo todo por perdido, se abandonase y comenzase a admitir lo que fuera, incriminándose a sí misma con tal de evitar que la tortura continuase.

Oyó un suspiro de quien no supo identificar, pasos que hicieron crujir el heno del suelo, y antes de que supiese lo que estaba pasando, empezó a ahogarse.

Siguiendo las órdenes del dominico, el verdugo había alzado la cántara y vertía un hilo de aquel agua viciada sobre la boca tapada de la mujer.

Constanza sintió como el lienzo sucio se le apelotonaba en la boca. Se atragantó, intentó toser y no pudo.

El agua la sofocaba y se le escurría por el rostro. El trapo se pegó a su tez, amoldándose, le impedía respirar al taparle las narices. Se revolvió, pero las tensas ligaduras le hicieron daño, quiso patalear, intentó gritar y pedir auxilio.

El verdugo fue inclinando más y más la jícara a medida que se vaciaba, dejando caer un cordón constante de aquel agua infecta que apestaba a orines fermentados.

—Acogeos a la Santa Providencia, dejad atrás vuestro silencio embustero y confesad los pecados cometidos. ¿Incitasteis a las novicias a alzarse contra la abadesa? ¿Conspirasteis contra su excelencia el duque de Lerma?

Aunque hubiese querido responder, Constanza era incapaz de hacerlo. El líquido se le acumulaba en el gaznate obligándola a hacer ridículas gárgaras cada vez que intentaba gritar. Al agua se sumaban sus lágrimas; el terrible dolor de las torturas solo remitía cuando se concentraba en sus recuerdos. Pensaba en aquella tarde junto a Dámaso, en las miradas furtivas entre las gentes que atestaban el corral de comedias. Y todo en su mente empezaba a misturarse en un batiburrillo confuso, mezclando las palabras del hombre al que amaba con los versos de aquel soneto que tanto la había impresionado.

Cuando el contenido de la jícara se terminó, Constanza tuvo un instante de pánico, el lienzo, enredado en su boca, no le permitía tomar aire. Sin embargo, aunque era evidente que se estaba asfixiando, el verdugo, conocedor de su trabajo, aguardó hasta lo que le pareció el límite, e incluso esperó a un gesto de aquiescencia del inquisidor. Solo entonces lo retiró, tirando de él hacia el pecho, gesto que aprovechó para manosear descaradamente los senos de la mujer.

—¿Habéis recuperado el raciocinio? ¿Confesaréis ahora? La verdad es el único camino hacia la salvación. Debéis creerme.

Constanza sentía la garganta irritada. Sus labios palpitaban dolorosamente. Lanzaba bocanadas forzando el cuello y percibiendo cómo las ligaduras le zaherían la piel. Apenas notaba los pulgares, que le parecían amputados. Los grillos se le clavaban en los tobillos. Abrió los ojos y, sobre el rostro embozado del verdugo, le pareció ver el del mismo Dámaso. Y solo pudo balbucir una cosa, el último de los versos de aquel soneto del pasquín que leyera en el corral de la Cruz:

—Polvo serán, mas polvo enamorado…

Las sombras, tímidas, se iban escurriendo a medida que el sol hacía aparecer los sienas que componían la árida paleta del cerro de la Mira. Las esqueléticas y largas ramas grises de las jacaratias se mecían con la brisa, amenazando quebrarse por culpa de aquel peculiar aspecto tan frágil, tan distinto a los carvallos y alisos de su Galicia natal, donde las montañas estaban teñidas de verdes y no de marrones resecos.

Esperando que la tierra se calentase con el día que nacía, la ventolina aún soplaba hacia la bahía. Los insectos emergían para saludar el alba, olvidando sus escondites entre las plantas crasas que salpicaban el pedregal.

Como cada mañana de las últimas semanas, habían salido desde los barracones de la guarnición para cubrir el par de millas que distaba hasta el otero a poniente de los cuarteles; donde se construiría el polvorín que serviría a la futura ciudadela de Ciudad de los Reyes.

Aún renqueaba de la pierna derecha, pero el duro ejercicio diario obraba su trabajo; los músculos se habían endurecido y las articulaciones, vigorizadas, volvían a responder. Su determinación no había flaqueado.

Al pasar bajo unas hileras de tamarillos que plantara años atrás un cabo napolitano que había terminado consumido por las fiebres de las Indias, sin perder la costumbre de las últimas jornadas, Dámaso había cogido uno de los frutos, todavía verdes. Y, mientras seguían camino, repitiendo las enseñanzas legadas por su padre tantos años atrás en el pazo familiar de Monforte, el alférez hacía rebotar la fruta en la palma de la mano derecha, sin perder el ritmo de su caminata; tal y como había hecho de chico, con las manzanas cultivadas en los huertos de los Hernández de Castro.

Apenas alcanzaron el alto del cerro de la Mira, el monje boquino se dio la vuelta como una centella y atacó con su vara de rattan. El tamarillo rodó por el árido suelo.

Alzando su propio bastón, el alférez fintó y detuvo el envite del bonzo sintiendo como sus manos retemblaban, aunque sin temer por su propia integridad. En la playa de Sendai había visto al monje practicando con aquel samurái al que le debía la vida, usaban sables hechos de madera de níspero para simular combates de esgrima; y ambos eran capaces de levantar un grano de arroz pegado a la frente del contrario sin que el adversario sufriera mayor daño que una ráfaga de rapidísimo aire que le despeinaba las cejas. Había llegado a admirar la perseverancia de los japoneses por hacer cualquier cosa con la mayor perfección posible y había aprendido que, de enfrentarse los Tercios al ejército de cualquiera de aquellos daimyo, más les valdría a los occidentales ir bien cargados de pólvora, porque, sin armas de fuego, nada hubieran podido hacer excepto morir bajo el durísimo acero de los sables de aquellos hombres obsesionados con el deber.

El antiguo furriel giró y embistió a su vez con el largo bastón de combate. Zongji, como siempre, se anticipó y reaccionó con agilidad desviando el golpe; dio un paso atrás, se preparó para contraatacar.

Las aguas de la bahía empezaban a encender sus azules. Los pelícanos se despertaban y comenzaban a atusarse las plumas con diligencia, usando sus grandes picos.

A cubierto en unos matojos de agave, vio a aquel despreciable mono hacer un amago antes de soltar un trallazo con su propia garrocha y, desentendiéndose del espectáculo, Bartolomé miró a sus espaldas. El de Palos comprobó que sus hombres estaban preparados y desenvainó con un siseo.

—A por ellos, los quiero muertos a los dos —les dijo a los suyos—. Y recordad, el macaco ese vestido de azafrán ha de sufrir tortura —el odio rezumaba en cada palabra.

Bartolomé de Palos había oído que los bucaneros le abrían a uno las entrañas, le trasteaban en la asaduras hasta hallar un cabo, le ataban los intestinos a un árbol y lo obligaban a correr a punta de espada hasta dejar tras de sí una madeja sangrienta de tripas desenredadas y un cadáver desangrado. Eso era lo que pensaba hacerle a aquel indeseable.

—¡Sin cuartel! —gritó alzándose.

Los otros seis lo siguieron dispuestos a ganarse el jornal. No tenían armas de fuego y ni siquiera contaban con una mísera ballesta. Los dineros de Bartolomé no habían dado para más, pero, aun así, llevaban cobrada la ventaja de la sorpresa y del número, por lo que todos estaban seguros de que aquello sería pan comido.

Saigo Hayabusa había aprendido pronto que aquel tipejo con ínfulas y aspecto de árbol deshojado al que decían embajador no tenía otro peso entre los nanbanjin que el de sus nombramientos. Todo lo contrario que Damaso-san, que tanto valor había demostrado cuando el ataque de los otros extranjeros de pelo colorado en los dominios de Date Masamune. Y desde la convalecencia del forastero había intentado pegarse a él para ganarse su confianza; buscando encontrar respuestas con que explicar aquellos cajones marcados de Fushimi y el mensaje del caserío de los Chosokabe. Como resultado, había nacido un callado afecto de largos silencios entre dos hombres que habían sido marcados a fuego por su pasado.

Y, esa mañana, había decidido unirse a las prácticas que, junto al bonzo, el nanbanjin llevaba a cabo en un otero a apenas un ri del lugar donde los habían acomodado. Así que, al alba, había emprendido camino hacia aquel cerro.

Un tiparraco barbudo y desgreñado, que hedía al aguardiente de cacto malamente destilado que solían beber los esclavos de Nueva España, fue el primero en echársele encima. Esgrimía la espada sin habilidad alguna, pero con ímpetu suficiente para suponer un peligro. Sin embargo, el alférez se las arregló con maña; se apartó a tiempo y le sacudió un estacazo a su atacante. Pero no sirvió para detenerlo, y aunque un reguero de sangre le corría por encima de la ceja, aquel hombre se revolvió en un santiamén para volver a lanzarse al ataque.

—¡Muertos! ¡Los quiero muertos!

Para Dámaso, ocupado en librarse de aquel bigardo, aquella voz confirmó lo que le había parecido ver, al fin, después de aquellos años, se resolvía el misterio. Bartolomé de Palos era el asesino sobre el que su amigo Martín había intentado advertirlo; y el muy cobarde ni tan siquiera se había atrevido a cumplir con su encargo hasta que habían regresado a suelo español.

El barbudo embistió una vez más. Buscaba con la daga los riñones del alférez, que, con la serie de gestos del anterior ataque, le daba ahora la espalda. Dámaso lo intuyó, pero tenía que atender a un larguirucho de revueltos bigotes que le venía de cara y que, antes de darle ocasión a jurar en falso, le envió la hoja de una toledana al cuello.

Se repartieron, de a tres para cada uno, y Bartolomé se quedó atrás pendiente del descabello.

Poco le faltó a Dámaso para terminar ensartado de pecho y espalda entre los dos primeros; no le quedó más remedio que echarse al suelo rodando para terminar a los pies de otro, un mulato nativo que destilaba rencor hacia los conquistadores en el filo de la espada con la que intentó atravesarle las asaduras.

Despatarrado, con un revuelto de sesos y pellejo estampado en la coronilla, el primer cadáver de los asaltantes atraía ya a las hormigas, que seguían el olor desperdigándose entre los pies de Zongji. El bonzo, con su labio deforme retorcido de un modo siniestro, sostenía la vara entre el hueco de la axila y el antebrazo, con las yemas de los dedos rozando la madera pulida, listo para repeler a la pareja de atacantes que aún se tenía en pie. Ni aquellos hombres ni aquellas ridículas y frágiles espadas lo amilanaban.

Se levantó y empezó a recular. El mulato desenterró las pulgadas del hierro que se habían clavado en el lugar que había ocupado Dámaso un instante antes, y le lanzó una patada que el gallego evitó por un pelo. Entonces el alférez aprovechó el impulso para golpear tan salvajemente como pudo la entrepierna de su atacante. Luego, sabiendo que el barbudo le venía por el cogote, echó la garrocha rápidamente atrás, tal y como le había enseñado el bonzo.

Los bastones de combate les daban una guardia mucho más amplia, pero los hierros resultaban una amenaza mucho más inmediata y, aunque el extremo de su pértiga salpicó los dientes del otro por la sotabarba, Dámaso temió que ni siquiera con la ayuda del monje salieran bien parados.

—¡Destripad a esos malnacidos! ¡Sin cuartel! —arengaba el de Palos a los suyos.

El furriel reaccionó rápido; remató al de las barbas con un nuevo envión que le convirtió las narices y mejillas en una cataplasma de higadillos preparada por curanderas gitanas. Y, agachándose, para evitar una estocada del mulato, le dio la vuelta a la garrocha para desnucar al mestizo.

Zongji apretaba con el talón la garganta de uno que se lamentaba entre gorjeos y, mientras empujaba, hizo saltar la espada de manos de otro con un bastonazo certero en la cazoleta.

—¡Despellejadlos! ¡Matadlos!

Bartolomé gritaba, danzando de puntillas con nerviosismo, levantando los brazos armados. Se preparaba para intervenir.

El alférez se enfrentaba a uno herido que escupía guiñapos sanguinolentos y a otro que estaba bastante entero. Al mulato ya lo había aviado. Al bonzo solo le quedaba un rival. Pero tanto el español como el japonés estaban sin resuello.

Había llegado su oportunidad. Y el de Palos dio un paso al frente, alzando la mano de la vizcaína, halando la hoja de la espada, confiando que el grueso coleto de pellejo de búfalo amortiguase los golpes de las largas varas.

—Será mejor que recéis, hideputas malnacidos, vais a cenar en el infierno…

No advirtió el peligro. Estaba demasiado concentrado en la nuca descubierta de Dámaso, donde pensaba enterrar la daga hasta la misma empuñadura. Empezaba a echar la mano atrás cuando el afilado boshuriken le entró por la nuez y le desbarató el gaznate. Cayó con los ojos bien abiertos, sin dejar de mirar hacia el alférez, falto de tiempo para maldecir una última vez.

Zongji vio a aquel samurái de origen humilde coronar el cerro. La mano estirada siguiendo la línea del antebrazo, el cambio brusco en la expresión serena. Oyó el venablo surcar el aire y, antes de que aquel tipejo cetrino del que nunca se había fiado cayese, disfrutó observando la destreza de Saigo.

En media docena de rápidas zancadas, el ronin llegó a la altura de un altísimo nanbanjin que cercaba a Damaso-san y, con un solo movimiento, desenvainó y rebanó el torso del occidental de un tajo fluido que fue desde el costillar hasta el nacimiento del cuello.

Cuando el sol se elevó sobre las sarmentosas ramas de las jacaratias entre los cactos del secarral del cerro de la Mira, los coyotes empezaron a despedazar los cadáveres de siete hombres.

—¿Todo bem?

La pregunta la había hecho Yoshioka Seijuro, usando aquella peculiar mezcolanza de español y portugués que se había acostumbrado a utilizar con los náufragos del San Jacinto.

Dámaso miró la cicatriz que cruzaba la mejilla del joven samurái y asintió antes de responder.

—Sí —dijo con cierta melancolía—, pero me temo que estoy acumulando demasiadas deudas.

Yoshioka consideró lo que acababa de oír, dudando; hasta entender que, honorablemente, el español se sentía acreedor del ronin tras lo ocurrido esa mañana.

—O deber não precisa de pagos —las palabras y el acento no cuadraban, pero era comprensible.

Tras la abundante cena, a su alrededor, los soldados de la guarnición de Ciudad de los Reyes y los miembros de la expedición del San Juan Bautista charlaban en grupos dispersos en la sala común de los barracones que hacía las veces de comedor. Reposaban la pantagruélica comilona y trasegaban el vino que aún quedaba en el fondo de las cántaras. Con permiso del capitán, siendo que los llegados del Japón marcharían pronto hacia el interior para entrevistarse con el virrey en Ciudad de México, se había celebrado una velada para la que solo hubo lamentos por parte de aquellos a los que les tocó hacer guardia.

Los comerciantes japoneses, ansiosos por congraciarse con los occidentales, a instancias de Hasekura Tsunenaga, habían aportado unos cuantos kobán de oro con los que se vaciaron los mercados de la Ciudad de los Reyes.

El ignaciano Crisóstomo Fernandis, entre resoplidos de resignación, se pasó la velada yendo de un lado a otro para servir de traductor. En todo momento se preocupó por mostrar su mejor cara, buscando la aprobación de Sebastián Vizcaíno y quedar en buen lugar frente al capitán de la guarnición, haciéndole de menos al franciscano Luis Sotelo. Sin perder de vista su deseo de conseguir el obispado del Japón, ahora que ya se sentía a salvo, el jesuita no perdió oportunidad de avasallar a los mercaderes de la expedición para sugerirles que se convirtieran al cristianismo a fin de unir lazos con Occidente. Les habló con insistencia de que su católica majestad, el rey Felipe el Tercero, se mostraría encantado de patrocinar acuerdos comerciales con conversos dispuestos a engrandecer el dominio de las muy cristianas Españas.

Los japoneses, dechados de amabilidad, sonrieron complacientemente y escucharon cuanto les decían; pusieron empeño por comportarse como huéspedes agradecidos, aun cuando la grasienta comida compuesta de guisados de pollo y lechones asados regados con fuertes vinos se les antojase repulsiva, incluso a pesar de que el griterío en el que parecían sentirse tan a gusto los occidentales les resultase incómodo.

—Cierto —concedió Dámaso al cabo—, el deber solo se tiene a sí mismo por dueño.

Yoshioka asintió dándole la razón, lo que había hecho aquel hombre de las olas con la cara picada por la viruela era, simplemente, lo que se le suponía. Su obligación, la de todos los japoneses allí, era cumplir con las órdenes de Date Masamune, mandatos que dependían directamente del gobierno de los shogun Tokugawa.

—Sin embargo —continuó hablando el alférez—, de no ser por la intervención de Saigo-sama

Al samurái le complació ver cómo el occidental se esforzaba por usar los términos del idioma japonés, aunque le pareció excesivo el respetuoso tratamiento que le dedicaba a aquel bushi de origen humilde aparecido de la nada en Sendai.

Dámaso sacó entonces del coleto aquel dardo afilado que Saigo Hayabusa había usado para derribar a Bartolomé en el cerro de la Mira. Y comenzó a darle vueltas entre las manos, observándolo.

Estaba tan absorto el alférez recordando lo sucedido que no se dio cuenta del brusco cambio en el semblante del oriental.

—Facía tempo que no veía un desos —dijo Yoshioka observando el boshuriken.

Alzó la vista un momento para confrontar aquellos ojos pardos y sesgados, luego Dámaso volvió a mirar con atención aquella arma extravagante.

A Yoshioka Seijuro apenas le bastaron los muchos años de disciplinado entrenamiento para reservar sus emociones. Aquel dardo de acero era una de las mañas de los hombres del ninjutsu. Y era evidente que allí, en aquella colonia de los nanbanajin, no había shinobi. Y el guerrero japonés solo había visto algo así una única vez si no era en manos de uno de aquellos artistas del sigilo embozados en azul: en un cadáver en el caserío de los Chosokabe.

El español dijo algo más sobre el deber y el honor, algo profundo que debiera haber sido del gusto del japonés. Pero Yoshioka no lo escuchó, estaba mirando en derredor. Al otro extremo de la sala, sentado junto a aquel bonzo boquino, en silencio, sorbiendo tragos comedidos de aquel brebaje tinto que tanto alababan los forasteros, estaba Saigo Hayabusa.

Tenían nombres que sonaban como los conjuros de un alquimista. Sus siluetas, imponentes, recortadas contra el horizonte de la tarde, domeñaban la serranía obligando a la expedición a buscar su camino por el valle. Y muchos de entre los hombres, ridículamente pequeños ante aquella obra de dioses mitológicos, miraban con suspicacia las fumarolas que coronaban las montañas.

Dámaso conocía las historias sobre aquel lugar, había escuchado las sangrientas crónicas sobre la conquista, y sabía que el mismo Hernán Cortés había encontrado un paso con el que ascender hasta las calderas de los volcanes y conseguir azufre para fabricar pólvora. Aquella era la ruta de las mercaderías del lejano Oriente; a través de las sierras mexicanas.

Siguiendo a su sombra en aquel sendero entre las escarpadas colinas de Nueva España, el alférez montaba un tordo de carácter nervioso al que le gustaba cabecear y, aprovechando el paso tranquilo de la caravana, meditaba sobre lo que habría de suceder en Ciudad de México cuando encontrase a Antonio de Morga. Aquel indeseable tenía muchas preguntas que responder y él hacía cuanto estaba en su mano a fin de contenerse y no azuzar al caballo para que se echase al galope.

Usando su vara de combate como un simple bastón, Zongji se había negado a cabalgar montura alguna, simplemente caminaba con su paso elástico y acostumbrado. Tenía los andares de un viejo peregrino y disfrutaba de cada piedra resquebrajada, observaba cada arbusto de pita y miraba con entusiasmo de zagal curioso cada uno de los imponentes saguaros, que eran como enormes acericos acanalados y plagados de afiladas púas.

Al abandonar el monasterio de Shàolínsì no hubiera imaginado que atravesaría un océano y llegaría a los confines del mundo; ahora, esperaba ansioso que el alto en Ciudad de México para visitar al daimyo de aquellas tierras no se demorase. El bonzo quería pisar las playas del Atlántico y viajar hacia aquel país inmenso cuyo shogun debía de ser tan poderoso como el mayor y más glorioso de los emperadores conocidos.

Por delante de un Luis Sotelo que refunfuñaba por lo bajo, Crisóstomo Fernandis y Sebastián Vizcaíno, a la vanguardia de la expedición, montaban los mejores sementales, ejemplares traídos para los ricos mercaderes de Ciudad de los Reyes desde las caballerizas de Córdoba. Mientras avanzaban, discutían repartiéndose el poder y las prebendas que, con la venia del virrey de Nueva España, les otorgarían gracias al viaje del San Juan Bautista. El jesuita había mantenido las distancias con Dámaso y, previniéndose, había estrechado lazos con el embajador. Y era mejor así, aquel alférez pretencioso se había vuelto contra la mano que debía darle de comer y ahora hacía buenas migas con los orientales. Tan solo lo había visto cruzar unas pocas palabras con los supervivientes del San Jacinto, y únicamente para discutir sobre derroteros y rutas con el piloto Vasco de Novaes, para interesarse por el muñón del carpintero Lope o para saber de las fuerzas de Lucas Mendes, aquel menorquín taciturno. Y eso que ya no quedaban muchos, porque aquel onubense malcarado que fuera veedor en Manila había desertado en Ciudad de los Reyes.

Por lo que el jesuita había visto, Dámaso Hernández de Castro ya apenas abría la boca, a no ser con aquel monje budista de labio deforme o con aquel guerrero japonés picado de viruela. Parecía haber trabado amistad con ambos y, por lo que el padre Crisóstomo intuía, ya se las debía apañar con cierta soltura para usar el idioma sin tener que recurrir a un traductor.

Saigo Hayabusa miraba hacia los volcanes sintiendo cierta nostalgia de su país, aquellos humeros nevados en la sierra le recordaban a las grandes cordilleras de la isla de Honshu. Pensaba en su hijo, en la familia perdida. Meciéndose al paso de la montura, acariciaba con el pulgar la piel de raya de la empuñadura de su katana e intentaba espantar sus miedos. A pesar de la magnanimidad de Date Masamune y de su nombramiento como hombre del ligio de Sendai, seguía sintiendo el peso de la vergüenza sobre sus hombros.

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