Ronin

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Capítulo 14

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14

Carne de cañón

 

El humo de tabaco era tan denso en el interior del furgón, que casi hubiera podido tallarse con la misma navaja mariposa con la que el arrogante “Chicken” Haruki no dejaba de juguetear. Ante la mirada nerviosa de los otros nueve yakuzas de nueva hornada que atestaban el furgón, el jovencísimo aspirante a matón no paraba de alardear de su destreza con su afilado cuchillo Balisong. En dos filas enfrentadas de a cinco, mal iluminados por una mortecina bombilla en el techo del vehículo, diez muchachos mal vestidos y peor encarados fumaban nerviosos. Sostenían sobre sus rodillas pesados subfusiles automáticos de asalto que habían visto por primera vez en su vida aquella misma mañana. Ninguno era mayor de veinte y, en su impericia, competían a ver cuál de ellos aparentaba ser más rudo ante el resto de la impresionable camada. Haruki abría y cerraba su navaja mariposa con destreza de malabarista, realizando elaborados pases entre sus dedos. Llevaba el pelo muy corto y teñido de un amarillo canario tan estridente que le había valido su pintoresco apodo desde el instituto. Pero no era de allí precisamente, sino del reformatorio, de donde provenía la mayor parte de aquellos improvisados reclutas de última hora. Todos procedían de entornos marginales y familias desestructuradas. Algunos tenían antecedentes, otros tan solo los pretendían. Y en su mayoría estaban convencidos de que aquella sería su oportunidad para obtener su carnet de tipo duro y entrar al fin en el club de los más temidos. Pero todos tenían algo en común: ninguno de los pasajeros tenía la menor idea de lo que realmente les esperaba aquella noche. Excepto uno de ellos.

El afilado espectáculo de Haruki se cortó abruptamente cuando del oscuro fondo del furgón, en la parte más próxima a la cabina, una voz seca y cortante le espetó una simple orden: «Guarda eso y estate quieto.» Nada más oírlo, el muchacho plegó su arma y la guardó en su bolsillo; y todos los demás guardaron silencio. En el lugar de donde provenía la voz, un mechero de gasolina se encendió, el tiempo justo de prender un cigarrillo, iluminando por ese lapso el prematuramente endurecido rostro de Rocky Yoshikawa.

―¿Cómo te llamas, muchacho? ―preguntó aquel desde la penumbra.

―Haruki, señor. Pero todos me llaman “Chicken”.

Rocky aspiró hondamente y expulsó el humo sin prisa, mientras un tenso silencio se iba apoderando del furgón. «¿Y para qué crees que estás aquí esta noche, Haruki?» El jovenzuelo se arrellanó sonriendo en el asiento respondiendo con una medida pose arrogante: «Pues para enseñarle a quien quiera saberlo que los nacidos en Mito somos más duros que las perras de nuestras madres.»

El grupo rió sonoramente la ocurrencia del muchacho, y el ambiente se relajó por unos momentos. Mito era una pequeña localidad al norte de Kanto, famosa por el carácter fiero de sus habitantes. Pero el breve jolgorio duró tan solo hasta que Rocky volvió a hablar, y lo hizo esta vez revestido de una extrema y lúgubre seriedad: «Has venido aquí solo para morir, Haruki. Igual que la mayoría de vosotros.» El silencio volvió a apoderarse del recinto. «Dejad de cacarear y ocupaos de revisar vuestras armas, son las que os salvarán la vida. Apuntad y disparad; no dudéis. No habrá una segunda oportunidad.» El grupo obedeció, entregándose en silencio a revisar aquellas pesadas armas automáticas que jamás antes habían visto excepto en las películas. Era evidente su inexperiencia, pero nadie lo habría confesado. Rocky les miraba con desesperación, negando con la cabeza. Eran carne de cañón. Hasta el último de ellos. Haruki era el único que parecía mantener la calma en medio de la tensa espera. Recostado, sonriente en su asiento, fumaba expulsando el aire hacia el techo. Al notar que Rocky le observaba, incluso le guiñó un ojo. Y al verle, Rocky se contempló a sí mismo hacía cinco años; y sintió una profunda tristeza. Habría querido advertirle, tomarle por las solapas y zarandearle, prevenirle del horror que realmente les esperaba cuando bajaran del vehículo. Pero sabía mejor que nadie, que cinco años atrás, tampoco él hubiera escuchado. Resignándose una vez más a su inexorable destino de acompañante de la muerte, se colocó los auriculares de su iPod para escoger un tema apropiado antes de la batalla.

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