Ronin

Ronin


Capítulo 1

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Malos hábitos

Raymond Taggart bajó tambaleándose las escaleras del salón de pachinko Satsuma Garden, con los bolsillos vacíos y una vaga sensación de culpabilidad. Se pasó las manos por el pelo canoso, despeinándoselo sin querer. Estaba desorientado, y no solo por el alcohol. Cuando entró en el local cinco horas atrás, aun brillaba el sol, pero ya era noche cerrada cuando lo abandonó. No sabía con seguridad si aun era hoy o mañana. Automáticamente sacó el último de sus Gauloises con filtro y lo prendió, pero había fumado tanto aquella noche que tenía la lengua acorchada y le daba asco el sabor del tabaco, así que arrojó el cigarrillo a la primera calada. Consultó su reloj para saber qué hora era en realidad. Diablos. Era muy tarde. «La hora de las excusas» pensó. No era raro perder la noción del tiempo en aquel maldito antro, era como entrar en un fumadero de opio. En el interior del Satsuma Garden, todo parecía igual siempre. No importaba que fuese de día o de noche, siempre refulgente de chirriantes colores de neón, húmedo y denso por el sudor y la emoción de los jugadores. Bajo la vibrante luz fluorescente, largas filas de pachinkos en estrechos pasillos, atestados de amas de casa y jubilados. Las máquinas retumbando, en un continuo chirrido de bolas diminutas que buscaban la efímera meta. Cientos de clavos les impedían caer en el lugar correcto y lo único que debía que hacer el jugador era girar el volante y tratar de encontrar el modo de que todas cayeran en su sitio. Era un juego con más de veinte años de antigüedad, pero como casi todo, los nipones lo preferían en su versión más moderna. Las máquinas se hallaban ahora equipadas con diminutas pantallas de plasma, con acceso a internet, para que el jugador pudiera chatear, o seguir sus programas favoritos, sin abandonar la partida. Había que comprar las fichas en la parte delantera del salón. Al ganar, la máquina te regalaba fichas adicionales. Nada de dinero. «Un juego estúpido», pensaba Ray.Pero el pachinko era tan solo una forma socialmente aceptada de matar el tiempo y evitar pensar en algo concreto; la forma perfecta de procrastinar tenía, por supuesto, firma nipona. Si eras buen jugador, podías estar jugando durante horas, porque aquel lugar no cerraba nunca.

En su fuero interno, Taggart se avergonzaba de haberse vuelto adicto a un juego tan execrable, pero últimamente perdía demasiado y demasiado a menudo en el casino y no era buena idea dejarse ver por allí durante algún tiempo. Volvió a llevarse la mano a la frente, cuando recordó lo lejos que había dejado el coche. «Mierda», profirió entre dientes, resoplando. «Tendré que caminar.» Era paradójico que uno de los letrados más ricos de la ciudad no llevara encima dinero para un taxi. En la avenida Shirayama, grandes carteles luminosos de todas las formas y tamaños, brillaban alternativamente del rosa al rojo, solicitando su atención con oscuros ideogramas adornados con señoritas sonrientes y pudorosas geishas que ofrecían cerveza. Taggart había olvidado ya cómo era la noche sin los anuncios de neón, para él eran ya tan naturales como las estrellas, y la luna que brillaba en el cielo era tan solo otro anuncio más. A lo lejos, el tren elevado Shinkansen cruzó el estrecho horizonte entre los edificios como una exhalación, entre el ruido de los coches. Hacía frío y había dejado su abrigo en el deportivo. Ray caminaba calle abajo subiéndose las solapas de su chaqueta como un borracho elegante. Tenía la corbata guardada en el bolsillo y notaba cómo se tambaleaba visiblemente por el efecto del whisky. Y no lo lamentaba. Hacía ya algún tiempo que bebía demasiado, y su esposa no perdía la ocasión de recordárselo. Pero aquella noche, decidió que dejaría las excusas para otro día. Aun no quería volver a casa.

Se sentía demasiado ligero como para volver a encerrarse entre cuatro paredes. Aunque fueran las cuatro más caras de la ciudad. Sentía la necesidad de respirar de nuevo el aire limpio de las calles portuarias, en busca de algo cálido, húmedo y dulce. Caminar por el lado salvaje solo una noche más, como en los viejos tiempos. Sin reproches ni remordimientos. Cualquier cosa menos recordar el modo en que le hacía el amor su mujer en los últimos meses, inmóvil como una estatua de hielo, cerrando los ojos y solo esperando a que él terminase. Y no demasiado, para ser sinceros. Desde hacía tiempo, Casey estaba a mil kilómetros de allí cuando lo hacían. Y eso le enfurecía. Sobre todo últimamente. Sobre todo desde aquella maldita cena con el novato Takeshi hacía más de una semana. Recordó con rabia la forma en que su esposa miraba a aquel perro amarillo. «También le subestimaste en eso, ¿eh, Ray?» Pensó. Pero no, no volvería a hacerlo. Tendría que vigilar con más cuidado a esa zorra a partir de ahora. Aquel condenado matrimonio estaba empezando a ser una carga insoportable. «Casi tanto como el primero, condenación» pensaba. «Y ya no tenía edad para disgustos; la vida era muy corta. Y para algunos, más que para otros». Pero ahora no quería pensar en eso. Tal vez más tarde, cuando la niña creciera. Ahora solo buscaba diversión. Sin embargo, aquella noche, la diversión iba a encontrarlo a él. De repente, una enorme limusina frenó bruscamente junto a él, y dos enormes gorilas que parecían surgidos de la nada, le aferraron sin más por las axilas, levantándole del suelo como un pelele, conduciéndole hasta el coche, pese a sus violentas protestas. La gente de la acera les observaba con curiosidad, pero nadie hizo el menor gesto para ayudarle o avisar a la policía. La policía siempre llegaba tarde cuando había limusinas y gorilas de por medio. Durante su breve trayecto por los aires, Taggart esperó horrorizado encontrarse de frente con el temido rostro de Katsuo en el interior del coche. «Tarde o temprano tenía que saberlo.» Pensó aterrorizado. Pero al entrar o, mejor dicho, aterrizar en el interior de la limusina, no pudo ocultar su sorpresa al encontrarse con un ocupante muy distinto. Tchai-Lang. El líder de los Tong en persona, el hombre al que solo conocía por fotografías, se encontraba inopinadamente allí, en Tokio, sentado ante él, mostrando al sonreír sus dientes de oro. Taggart intentó, pese a todo, guardar la necesaria compostura.

―El... El señor Tchai-Lang, supongo. ―Dijo ofreciéndole la mano.

―Así es, Mr. Taggart. Celebro conocerle al fin. Le ruego que disculpe la brusquedad de mis empleados, pero, ya sabe, es la costumbre en estos casos.

El mafioso chino le saludó estrechando su mano jovialmente, estrujándole dolorosamente los nudillos sin querer.

―Eh... verá, señor Tchai-Lang, el caso es que, actualmente, le hacíamos en Hong Kong, es decir, no... Esperábamos que usted...

Tchai-Lang rió de nuevo sonora y escandalosamente ―siempre lo hacía― al tiempo que gesticulaba al hablar, como un actor de vodevil barato.

―Ya, ya... Verá, Mr. Taggart, ambos sabemos que es algo inadecuado, políticamente hablando, que Stella y yo estemos aquí de incógnito en este preciso instante, esto es, antes del “gran acuerdo”. Pero mi esposa y yo decidimos adelantarnos al pacto, para hacer un poco de turismo y conocer la ciudad.

A su lado, frente a Taggart, la mujer del mafioso chino le miraba con vaga curiosidad y una de sus tatuadas cejas levantada, mientras fumaba un cigarrillo con pretendida sofisticación.

«Hemos pasado todo el día viendo estúpidos templos sintoístas, ¡todos iguales!,» asegura resoplando con gesto aburrido, «pero ¿ve aquel armatoste iluminado de allí? ¡La torre de Tokio! Treinta metros más alta que la torre Eiffel, ¿sabe? Hemos subido a visitarla esta misma tarde, y a Stella y a mí nos ha encantado, ¿verdad cariño?» Tchai-Lang le pasó la mano por el hombro a su exuberante esposa como quien exhibe una pertenencia muy preciada. Ray había oído decir que Tchai-Lang estaba casado con una actriz porno americana, pero aunque lo hubiera ignorado por completo, aquella mujer llevaba escrita en la frente la profesión que había ejercido. La señora de Tchai-Lang llevaba puesto un minúsculo traje rojo con escote y minifalda. Taggart solo necesitó un vistazo fugaz para comprobar que tal como sospechaba, no llevaba bragas.

― ¿Sabe? ―Continuó Tchai-Lang mientras miraba por la ventanilla, asintiendo con la cabeza― Este es un bonito país, ¿no le parece? Una tierra de oportunidades. Para aquellos que saben verlas, claro. Y tengo entendido que usted es una de esas personas, Mr. Taggart. Una persona inteligente.

Taggart se pasó la mano por la barbilla, intrigado por la casi obscena complicidad en la mirada del chino. «¿Y hasta qué punto, diría usted?» Preguntó. Tchai-Lang volvió a reír maliciosamente, con su risa de geniecillo travieso. «Veo que está intrigado ¿no es cierto? Verá Mr. Taggart, como bien sabe, en breve tendrá lugar un encuentro importante entre nuestras dos empresas, para firmar un pacto. Un encuentro en territorio neutral. En las termas de Ikegami, un lugar muy hermoso, en plena naturaleza, ¡oh, sí! Por motivos que ahora no vienen al caso, conocemos todos los detalles sobre ese encuentro, así como los planes de Katsuo para llevar allí a sus mejores hombres en un alarde de fuerza». Taggart le escuchaba en silencio. Era imposible que Tchai-Lang tuviera, de hecho, esa información a menos que existiera un topo infiltrado entre los Nakashima. Uno que hubiera llegado realmente adentro, pues solo tres hombres conocían esa información, y él era uno de ellos.

―Sin embargo, a pesar de ello y por desgracia, podemos garantizar que ninguno de los Nakashima saldrá con vida de Ikegami. Todo ha sido calculado al milímetro. Katsuo está acabado y hasta el último de sus hombres será eliminado con él. Pronto esta ciudad pertenecerá a los Tong. Así es el progreso, amigo mío.

Ray se llevó las manos a la cabeza, echándose el pelo hacia atrás, inquieto y preocupado.

― ¿Y qué diablos pinto yo en todo esto?

―Necesitamos un contacto al más alto nivel, solo para asegurarnos. Alguien que conozca los planes sobre el terreno en tiempo real, y pueda advertirnos de dónde está Katsuo en cada momento, así como de algún improbable cambio de planes de última hora. Como verá, no nos gusta dejar nada al azar.

― ¿Qué le hace pensar que incurriría en una traición tan… reprobable hacia mis superiores, señor Tchai-Lang? Es decir, ¿tengo alguna otra opción? ―preguntó sabiendo de antemano la respuesta.

Tchai-Lang rió sarcásticamente mientras extraía de su chaqueta un gigantesco habano que su mujer se encargó de encender.

―Oh, como dice un amigo mío, Mr. Taggart, siempre hay otra opción. Pero, francamente, en este caso no se la recomiendo. No hay por qué matar a todos los Nakashima, ¿sabe? Además, usted no es uno de ellos, usted es americano. No les debe nada, ¿no cree?

―En eso le concedo que tiene algo de razón.

―Por otra parte, sería estúpido prescindir de sus servicios. Dicen que es usted el mejor en lo que hace, y pronto necesitaremos a mucha gente como usted.

Taggart fingía meditar su propuesta, mesando su barbilla mientras asentía lentamente con la cabeza.

―Verá Mr. Taggart ―dijo Tchai-Lang en tono amistoso― A diferencia de Katsuo, yo no desprecio a los occidentales. De hecho, jamás desprecio a nadie a quien le guste el dinero, al menos tanto como a mí.

―Por cierto, ―dijo Ray con su clásica media sonrisa―. Aún no hemos hablado de esa cuestión.

―Oh, es cierto, ¡qué torpe soy! ―Se disculpó teatralmente Tchai-Lang― ¿Qué le parecen cinco millones para empezar? Serán suficientes para cubrir sus deudas con el casino, y comprarle un bonito coche a su mujer. Hay que ser detallista con las mujeres, ¿verdad cariño?

Taggart fingió meditarlo un momento más, y esta vez sonrió ampliamente mientras encendía un habano que Tchai-Lang le ofreció:

―¿Sabe, señor Tchai-Lang? Presiento que este podría ser el comienzo de una hermosa amistad.

Tchai-Lang rió escandalosamente, palmeándose la rodilla al hacerlo, con su risotada impúdica. «Casablanca, ¿eh, Mr. Taggart?, ¡Oh, sí!, vimos la película coloreada hace poco. Muy bonita, muy bonita, casi lloramos, ¿verdad cariño? Me encanta usted, Taggart, tiene estilo. Es curioso, me recuerda mucho a alguien que conocí hace poco.» Taggart sonreía intentando ocultar su desprecio hacia aquel patán amarillo que le iba a hacer muy, muy rico.

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