Ronin

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Capítulo 2

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Las durmientes de Kioto

Habían acordado por teléfono tener su primer encuentro en una discreta habitación de hotel del barrio de Shibuya. Hacía seis años, Dallas había oído hablar de ellos entre risas a los compañeros de su antiguo trabajo, pero nunca había estado en uno. Fue idea de Casey, así que no se negó. Los “hoteles del amor” eran moteles baratos, que se alineaban pegados unos a otros a lo largo de las colinas de Shibuya. Eran locales que alquilaban sus habitaciones por horas, a una clientela con más prisas que exigencias estéticas. Aunque, a menudo, ambas cosas iban de la mano. A partir de las diez de la noche, podías pasar la noche por tarifa reducida. Aunque todo el mundo sabía que a esos hoteles no se iba a dormir.

La mayoría de ellos exhibían en el recibidor un llamativo panel luminoso con las llaves de las habitaciones junto a fotografías iluminadas de las mejores suites. Y todas eran diferentes. Algunas estaban decoradas como una villa romana, otras como una nave espacial, o como un aula de colegio, pizarra incluida. Incluso con personajes Disney. Todo era a la vez cómico y onírico, en cualquier caso, alejado de la realidad cotidiana. Porque esa era precisamente la idea. A Dallas-Takeshi le recordaron a la extravagante habitación de un hotel de Las Vegas donde se alojó una vez en un viaje de negocios. Cuando llegaron, casi todas las habitaciones estaban ya ocupadas. Tuvieron que recorrer a pie tres hoteles hasta encontrar, al fin, una disponible. Al coger la llave con el número de la habitación, el panel luminoso se apagaba, así no sabías lo que te estabas perdiendo.

Entraron ambos disfrazados. Ella llevaba un pañuelo de cachemir cubriéndole la cabeza y unas sospechosas gafas de sol, especialmente en plena noche. Él vestía abrigo y sombrero, como en una película de Howard Hawks. Todo en su indumentaria apestaba a clandestinidad y adulterio. Estaban nerviosos y borrachos. El gerente los examinó de arriba abajo con condescendencia y cierta indignación, como si estuvieran poniendo en entredicho con su atuendo la intimidad y discreción de su establecimiento. Los japoneses usaban aquellos hoteles con total naturalidad, incluso las parejas de casados. Cualquier cosa era legítima con tal de escapar a la rutina diaria. Subieron por una estrecha escalera, acompañados por el empleado, que les enseñó la habitación y se marchó en silencio. Todas las paredes del cuarto estaban tapizadas, empapeladas mejor dicho, con páginas de comics japoneses de colores chillones. El decorado se completaba con varios pósters de películas niponas de dibujos animados, con enormes motocicletas futuristas, y devastadoras explosiones nucleares en forma de media esfera. «Siempre me he preguntado por qué jodida razón los dibujos animados de aquí tienen los ojos tan enormes», comentó entre risas la irlandesa.Colgando del techo había una bola de espejos cuyos destellos se reflejaban en el suelo y las paredes como en una discoteca. Casey le miraba divertida. Intimidad y discreción. La elegancia debía ser secundaria, sin duda. Cerraron la puerta, sin necesidad de poner el consabido cartel de “No molesten”. Nadie entraba a molestar en las habitaciones de Shibuya. Ella se quitó las gafas oscuras y sonrió, solazada y ebria, mientras le miraba de soslayo, con una dejadez sensual inconfundible. No tenía ganas de esperar. Él tampoco. Se despojó del abrigo y la chaqueta, arrojándolos sobre un sillón. Al quitarse la camisa se le rompieron dos botones. Riéndose de su torpeza, Casey encendió la radio que había sobre la cama, y empezó a sonar una suave versión en japonés del tema de Fiebre de sábado noche. Bailando al ritmo de la música, Casey se volvió de espaldas a él y abrió el cinturón de su gabardina. Con un movimiento sensual de sus hombros, la prenda se deslizó hasta el suelo. Tal y como él había supuesto durante toda la noche, no había nada debajo. Tan solo unos zapatos negros de tacón. Su cuerpo se mostró ante Dallas, de repente, desnudo y desafiante, rotundo. La piel era cremosa, algo más clara en sus pechos y en su vientre. Aquellos tacones la hacían erguirse de un modo que acentuaba de algún modo su figura. Se acercó hasta ella y la besó en la boca. Sabía a tabaco y a bourbon. No vio necesidad de quitarle los zapatos.

Una hora después, la habitación estaba oscura y en silencio. Un cuadrado de noche pálida y lunar se dibujaba en el dintel de la ventana, bañando la estancia con una luz azulada que duraría hasta el amanecer. El hombre que fue Dallas fumaba un cigarrillo en la oscuridad. Desde el techo de espejo situado sobre él, un japonés desnudo fumaba imitando sus gestos, mientras a su lado dormía una mujer espléndida. Acaso más de lo que merecía el hombre del espejo. Dallas-Takeshi se acordó entonces de aquella noche, hacía tantos años, en Tennessee. Cuando se acostó con una mujer por vez primera. Recordó cómo en aquel momento pensó que todas las películas que había visto hasta entonces eran un maldito fraude. Pensó en aquellas escenas románticas en las que, a la luz del fuego, una pareja se besaba mientras la música subía, y luego se tendían a contraluz sobre la alfombra, y todo resultaba elegante y perfecto. Tampoco se pareció en nada a aquellas otras películas, las que había visto clandestinamente con sus amigos, en aquel cine sucio y solitario de las afueras que olía a esperma y soledad. Aquellas en las que un atleta con miembro de equino atendía mecánicamente a varias mujeres a la vez bajo la dura luz de los focos, con esa detestable música que se le antojaba más obscena aún que las propias imágenes. Pero aquella primera vez, su primera vez, no hubo ninguna melodía, simplemente porque la vieja radio del coche de su tío Frank llevaba años sin funcionar. Y no se pareció a aquellas películas, ni a nada que hubiera visto o hecho jamás. Por primera vez en su vida, se sintió indefenso en su desnudez, incapaz de mentir para ocultar su deseo o su vulnerabilidad. Con el tiempo aprendería también a hacerlo. Aprendería a mentir en todo momento y circunstancia. Pero aquella noche, se sintió engañado. Descubrió que la realidad era muy diferente al cine. Y nunca más volvió a creer en él.

Echó un largo vistazo a la bella durmiente que yacía a su lado. La luna se reflejaba sobre la bola de espejos, haciendo que los círculos de luz resbalaran sobre sus curvas, deslizándose como una materia líquida y escurridiza. Veía bajar y elevarse lentamente aquellos pechos perfectos, modificando sutilmente la suave línea descendente que formaban sus costillas, su vientre, su ingle, bajo las tenues luces añiles. Había leído en alguna parte que antaño, los ancianos burgueses de Kioto, llegaban a pagar sumas exorbitantes solo por el privilegio de pasar la noche entera contemplando, en silencio insomne, a las vírgenes más bellas de la ciudad, mientras aquellas dormían desnudas y drogadas por sus propios padres, ajenas a todo. No les estaba permitido despertarlas, ni siquiera tocarlas, y tampoco lo pretendían, porque la verdadera esencia del placer era verlas reposar indolentemente, mientras ellos hervían de deseo, yaciendo a su lado en la misma cama. Tan cerca y a la vez, tan lejos. Extraños japoneses.

Pero aquella noche, mientras Dallas-Takeshi velaba el sueño de aquella mujer que no era la suya, no solo no rechazaba aquel refinamiento senil nipón, como antes sin duda habría hecho, sino que lo entendía a la perfección. Estaba empezando a pensar como uno de ellos. Y eso le preocupaba. Comprendió entonces, hasta qué punto había sido infectado por aquella indescifrable cultura que había cambiado, pese a su férrea resistencia, mucho más que su propia piel. Pensó en Taggart, que tal vez estaría solo, esperándola en casa o quizás malgastando sin saberlo lo poco que restaba de su miserable vida, en algún casino, entre humo, alcohol y perdedores como ellos dos. Pensó en él, buscando disimuladamente en el pelo o la ropa de su mujer, el olor de otro cuerpo, de otro hombre, al volver a casa, tal vez muriendo de celos y de rabia. Y le gustó la idea. Dallas comprendió que había cruzado hacía tiempo un punto de no retorno. Había vuelto a Tokio con un solo propósito. Uno que incluía matar a tres hombres al precio que fuera, a ellos y a cuantos se interpusieran en su camino. Estaba en una encrucijada en la que tendría que escoger. Aunque esa decisión le costase perder un alma que acaso jamás tuviera..

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