Ronin

Ronin


Capítulo 5

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Un lujo a su alcance

 

El señor Shimizu estaba nervioso. Tenía sesenta y ocho años, pero a decir de todos, aparentaba muchos menos. Había sido el encargado responsable de la dirección del balneario onsen de Ikegami, desde hacía más de dos décadas. «Más de veinte años de servicio intachable sin haber recibido jamás una sola queja de mis superiores.» Se enorgullecía de esto, como un militar de sus galones. Shimizu había prestado siempre un servicio ejemplar, pese a recibir un sueldo muy por debajo de lo que creía merecer. Fuera por su natural timidez, o por su lealtad hacia la empresa, nunca se había atrevido siquiera a pedir un aumento. Pese a que últimamente su salario apenas le alcanzaba para cubrir sus propios achaques y los de su esposa. Por eso, cuando hacía solo una semana, había recibido en su despacho a aquel caballero occidental tan agradable y elegante, que decía representar al clan Nakashima, con la intención de alquilar por un solo día todas las instalaciones del balneario al completo, no creyó ver ningún problema en ello. El clan Nakashima había prestado importantes servicios a su padre después de la guerra, y tenía para con ellos una deuda de gratitud. Solo con ello hubiera bastado. Pero, además, habían prometido pagarle un millón de yenes, si mantenía la boca cerrada. Y él era un hombre de palabra. Por supuesto la palabra Yakuza se mencionó, pero solo era eso, una palabra. Sus superiores jamás se enterarían, pues ni siquiera vivían en la ciudad y rara vez llamaban, y aquel dinero le permitiría una jubilación sin estrecheces para él y su esposa Misaki.

Estaba contento, ya pensaba incluso en viajes por España y el mediterráneo. Pero ahora, estaba realmente inquieto. Se frotaba las manos y se atusaba una y otra vez el blanco bigote, como solía hacer siempre que estaba alterado. No podía evitarlo. Había dado el día libre a todos sus empleados y comprobado personalmente dos veces, que estuviera todo en orden para las diez de la mañana, hora prevista en que llegarían las dos delegaciones, para la anunciada reunión de negocios. Había empezado a dudar, cuando vio aparecer la impresionante caravana de diez limusinas negras Mercedes, que llegaban con cuarenta minutos de antelación sobre la hora prevista.

Los clientes del balneario solían ser siempre gente adinerada y Shimizu estaba acostumbrado a tratar con personas muy ricas, incluso famosos, pero nunca en toda su vida había visto tantas limusinas juntas. Comenzó a preocuparse cuando, acto seguido, vio descender de su interior a aquel ejército de hombres aguerridos y mal encarados trajeados de negro, con grandes ametralladoras y pistolas. Ahora la palabra Yakuza había adquirido un significado mucho más real y peligroso que su simple traducción literal: Juego inútil. Pero no empezó a tener miedo de verdad, hasta que no vio aparecer a aquel hombre enorme y siniestro de casi dos metros. Ahora lo tenía ante sí y no podía evitar que sus rodillas temblaran ante su presencia amenazadora, como lo harían ante un tigre de Bengala. Su voz era casi tan aterradora como su mirada: «Comprobad el lugar y verificad una vez más, que todo esté en orden. Hasta el último rincón. No queremos sorpresas.»

Un grupo compacto de diez o doce hombres armados, se dirigió a las termas a paso ligero. Se accedía al balneario a través de un pequeño pero cuidado jardín japonés, que aquellos bárbaros estaban pisoteando sin el menor cuidado. El señor Taggart se apresuró a tranquilizarle con una sonrisa al advertir la preocupación en su rostro: «No se inquiete, Shimizu-san, pagaremos cualquier desperfecto generosamente.» Aquello le hizo tranquilizarse un poco más. Pero solo un poco.

El grupo de yakuzas comprobó cada rincón escrupulosamente, en busca de explosivos o artefactos similares. El balneario onsen Ikegami era en realidad una sola habitación enorme, de unos cien metros de longitud en su parte más larga, construida hacía más de un siglo en madera de criptomero, y de planta rectangular, siguiendo el estilo japonés de Kamakura. El techo, alto y cuadrangular, estaba sostenido por cuatro largos pilares de madera tallada. Por en medio de los pilares, se extendía un largo corredor de madera, similar al embarcadero de un muelle, de apenas dos metros de ancho, a ambos lados del cual se alineaban las grandes piscinas termales. El agua volcánica era lechosa, opaca y burbujeante, y había instaladas pequeñas escalerillas de metal cromado, para acceder a su cálido interior. Todo el local estaba sumido en una espesa neblina, provocada por el vapor de azufre medicinal, que emanaba de las piscinas, haciendo que el calor y la humedad fueran asfixiantes, al cabo de un rato. En lo alto del techo, justo entre los extremos de los cuatro pilares, había un gran tragaluz de cristal a dos aguas, por el que se filtraba la claridad del día, creando un bello efecto cromático al atravesar el vapor con sus haces luminosos. Justo bajo el tragaluz, en mitad del corredor de madera que atravesaba el balneario, el viejo encargado había dispuesto una mesa y dos sillas, donde se firmaría definitivamente el pacto histórico entre las dos bandas. Antes de acceder al corredor central y a las piscinas, había un pequeño vestíbulo con un vestuario, donde los bañistas podían descalzarse y desnudarse antes de tomar las aguas. Los guardias comprobaron también las cocinas. Todo desierto. Los cuatro guardias que habían subido a inspeccionar la azotea añadieron su confirmación por radio. La azotea era segura. Solo había varios toneles llenos de sales medicinales, y algunos sacos y herramientas. Desde allí tendrían buena visibilidad cuando aparecieran los Tong. Y ventaja estratégica en caso de surgir problemas. Todo bajo control. Katsuo asintió circunspecto, y Taggart entregó al señor Shimizu un grueso sobre repleto de billetes. El encargado desapareció sonriente y haciendo reverencias, sin formular pregunta alguna. Eran las diez de la mañana, la hora acordada. La fiesta iba a comenzar, y ellos eran los anfitriones. Desde la azotea, los guardias avisaron por radio de la llegada de la comitiva de los Tong. Tres limusinas estacionaron en la parte de atrás del edificio. De su interior, descendieron unos quince guardias armados. Menos de los que esperaban.

«Es la hora.» Con estas palabras, Katsuo se encaminó al interior del balneario, flanqueado por cincuenta hombres trajeados de negro y armados hasta los dientes, formando una estampa impresionante y amenazadora, semejante a un desfile militar. El balneario, construido antes de la guerra y ajeno a normativas de seguridad, disponía tan solo de dos grandes y gruesas puertas de madera tallada, una a cada lado del largo corredor, que partía en dos el balneario. Katsuo y su comitiva entraron por una de ellas, y el pequeño vestuario se abarrotó por una multitud de yakuzas armados de aviesa expresión. Por encima de ellos, sobre uno de los muros, en una tablilla de madera, se podía leer una irónica inscripción en japonés: «Prohibida la entrada a personas tatuadas». Al fondo de la sala, entre el vapor y la densa niebla, vieron como la otra gran puerta se abría, para dejar paso al grupo de veinticinco Tongs con Tchai-Lang en medio, ataviado con un traje blanco de lino y una llamativa corbata roja. El líder de los Tong, sonriente y relajado, saludó teatralmente con la mano a los Nakashima como si estuvieran en las carreras de caballos. Decididamente aquel hombre no tenía sentido del ridículo. Katsuo asintió levemente con la cabeza, y, rodeado de sus hombres se dirigieron al corredor avanzando confiados por él, en dirección al centro, hacia la mesa de negociación. Los ecos de sus pisadas resonaban en la amplitud de la sala.

Tchai-Lang y los suyos, comenzaron a avanzar a la vez, con el objeto de encontrarse al mismo tiempo en el centro de la sala y sentarse a la mesa. Los cincuenta yakuzas de Katsuo, apenas cabían por el estrecho corredor de madera. De pronto, mientras caminaba, Katsuo sintió un escalofrío en la base de su columna y giró la cabeza con un extraño presentimiento. Taggart había desaparecido. ¿Dónde diablos está el maldito gaijin? Justo entonces, el beeper de su móvil empieza a sonar y Katsuo no necesita leer siquiera el mensaje para saber lo que aquello significa.

De pronto, las puertas de madera se cierran dando un portazo tras ellos, encerrándoles en el balneario. Katsuo apenas tiene tiempo de agacharse maldiciendo entre dientes su propia estupidez, antes de que, con ruido de cristales rotos, dos grandes cañones negros asomen por el tragaluz del techo. Dos voluminosas ametralladoras de combate del ejército AK-29, comienzan a vomitar fuego y muerte sobre los sorprendidos yakuzas, a trescientos proyectiles por segundo. Al mismo tiempo, antes de que puedan reaccionar, las aguas volcánicas se remueven con violencia y de su interior surgen, como leviatanes, veinte submarinistas equipados con escafandras y ametralladoras automáticas, que comienzan a disparar sobre los Nakashima, atrapándoles en un mortal fuego cruzado. Los estupefactos mafiosos no tienen tiempo alguno de contraatacar. Es ya demasiado tarde. El exceso fatal de hombres sobre el estrecho corredor, les resta movilidad, impidiéndoles retroceder o rechazar la agresión, sin dispararse entre ellos. En breves y terribles segundos, las aguas volcánicas se tiñen de rojo y comienzan a llenarse de cadáveres destrozados o yakuzas aterrorizados que se agitan desesperadamente intentando salir del agua, solo para caer víctimas de las balas. No hay escapatoria posible. Todo se cubre de vapor carmesí en medio de un ruido ensordecedor. Las paredes del balneario se saturan de húmedos despojos, cabezas estallan al ser atravesadas por proyectiles del tamaño de un pintalabios. El humo se hace espeso al mezclarse con el vapor y el olor de la pólvora y la sangre lo impregnan todo. Gritos y disparos se confunden, en una sinfonía de aniquilación. Atrapado en medio de la hecatombe, Katsuo, agachado y cubierto por los cuerpos destrozados de sus propios guardaespaldas, acierta al fin a leer el mensaje en la pantalla iluminada del beeper: «Puerta lateral a tu derecha». Agarrando un cadáver como escudo improvisado, Katsuo corre entre la granizada de disparos y se abalanza sobre una pequeña puerta oculta tras uno de los pilares, derribándola de una patada. Siente cómo tres balas le muerden en los brazos y en el hombro, pero ignorando el dolor, arroja el cuerpo tras él, y sale al exterior del balneario. Corre a través del jardín mientras a sus pies saltan chispas por los disparos que le persiguen sin tregua, como un enjambre letal, haciendo volar los guijarros del suelo. Se lanza al interior de una de las limusinas de los Tong, a tiempo de ver cómo el techo se llena de agujeros de bala. Pisando a fondo el acelerador, la limusina quema llanta sobre el asfalto, atropellando sin piedad a los últimos Tong que intentan detenerle. El asiento del vehículo está manchado de sangre. Pero Katsuo no morirá. No esta vez. El rostro ensangrentado del asesino haría temblar al mismo diablo. Sus ojos, inyectados en sangre, despiden fuego. Conduce con una mano, mientras con la otra marca el número de la central en la torre Nakashima. Katsuo da orden inmediata de reunir a todos los efectivos disponibles. Puede que haya perdido a sus mejores hombres, pero aún tiene bastantes para mantener el control. Los malditos Tong pagarían por esto, hasta el último de ellos. Pero alguien iba a pagar de una forma muy especial. «Encontrad al maldito Taggart y traédmelo. No le matéis, le quiero vivo.».

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