Roma

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Adriano

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Adriano

Publio Elio Adriano nació en Roma en 76 d.C., séptimo año del gobierno de Vespasiano. Aunque no tenía conexión con la dinastía Flavia, durante cuyo gobierno llegó al mundo, cuarenta años después fue el decimocuarto emperador de Roma. También fue el primer emperador barbudo de la historia romana. Era una pelusa cuidadosamente recortada, pero barba al fin y al cabo. Aunque se dijo que se la había dejado crecer para ocultar las manchas de la cara, la barba de Adriano se convertiría en un símbolo definido de la época. De una manera microscópica, describía otra revolución, otra transformación básica en la larga vida del imperio. Llegaba, como veremos, la época de los «buenos emperadores», el momento culminante de la civilización romana, una era de paz que duró, exceptuando un período de crisis, cerca de 140 años. Las semillas del cambio que anunciaron esta «edad de oro» se sembraron en el reinado del predecesor de Adriano, su afeitado primo Trajano.

EL ÚLTIMO CONQUISTADOR

Plinio el Joven, senador y gobernador provincial que se carteaba regularmente con el emperador, describía a Trajano como «de espléndido porte y alta estatura», con una «elegante cabeza y semblante noble». Incluso las entradas de su cabello realzaban «su aspecto majestuoso»[1]. Era una descripción que encajaba con la imagen. Trajano era de la vieja escuela. Era un jefe militar excepcional y heroico, un imperator (el título adoptado por primera vez por Augusto), lo que significaba que tenía la suprema autoridad militar con que los emperadores gobernaban el mundo conocido. Además, cuando ascendió en 98, Trajano tenía mucho a lo que hacer honor. Su padre se había distinguido bajo Vespasiano y Tito como jefe de la décima legión en la guerra judía y había sido gobernador de Siria, provincia de vital importancia estratégica. Como era de esperar, Trajano trató de estar a la altura de su padre con los expedientes de la expansión y la conquista, ya pasados de moda. El territorio más apto para ser explotado y caer en sus garras era el reino de Dacia.

Situada en el este de Europa, al norte del Danubio, Dacia tenía todos los números para ser premiada con el abrazo de acero de la pax romana. Era un reino independiente gobernado por Decebalo, aunque Roma, por supuesto, interpretó aquella independencia como una amenaza. Era civilizado y rico gracias a sus productivas minas de oro y plata, que se veían con envidia en el extranjero. Finalmente, había cometido un error básico al ofrecer a Roma una excusa para la guerra. Durante el reinado de Domiciano, el último emperador Flavio, Decebalo se había comportado descaradamente, cruzando el Danubio y atacando territorio romano. En la breve guerra que siguió, perecieron dos generales romanos y Domiciano pactó una paz deshonrosa e insatisfactoria. Trajano quiso rectificar esto. Roma quería venganza, «justicia» a la fuerza, recuperar lo que era suyo.

Entre 101 y 106 Trajano declaró dos guerras a los dacios. Cuando se puso en marcha, no contaba con ningún triunfo militar a sus espaldas; cuando regresó todo había cambiado. La guerra que libró fue la mayor que se veía desde la conquista de Britania por Claudio. Pero nadie habría podido imaginar la ferocidad de aquellas campañas. A pesar de tener muchos competidores en este campo, su brutalidad sin límites difícilmente podría igualarse en toda la historia romana. Excedieron con mucho el teórico objetivo de «cambiar el régimen» derrocando Decebalo. Las guerras dacias no tuvieron otra finalidad que el genocidio, la erradicación de la antigua cultura «bárbara», la fundación de auténticas, leales y civilizadas colonias de ciudadanos romanos y el saqueo de las riquezas de la región para la mejora del imperio. La historia completa se resume en el nombre actual de Dacia: Rumania («Romania» en rumano).

Sólo los romanos podían celebrar la «victoria» con tanto derroche, orgullo y magnificencia. Las riquezas cosechadas por Trajano en la guerra se invirtieron en la construcción de un nuevo puerto en Ostia, la salida al mar de Roma. Se abrió espacio para diques y rampas de hormigón, almacenes y muelles, oficinas administrativas para las provincias (cada una, quizá, con un mosaico que indicara la naturaleza u origen del producto que despachaban), lonjas de pescado, vino y aceite. Se amplió el aforo del viejo Circo Máximo, esta vez hasta 150 000 personas. En el corazón de la ciudad, se empezó a construir un magnífico centro comercial. Se construyó una inmensa plaza de mármol para contener varias filas de puestos temporales y en la falda de la colina se levantaron elegantes calzadas escalonadas con tiendas y despachos. Pero no fue éste el monumento más llamativo a la victoria sobre Dacia.

La columna de Trajano, que sigue en pie en Roma, tiene 30 metros de altura, está construida con veinte bloques de mármol de Carrara y labrada con una estela espiral de 155 escenas que ilustran la campaña de Dacia. La atención por el detalle es exquisita; ninguna viñeta deja indiferente. Aquí Trajano arenga a sus tropas, allí los soldados sacrifican un jabalí, un carnero y un toro para purificarse antes de la batalla. En otra parte, el ejército recibe un barco de pertrechos y construye una fortificación, y en muchas otras escenas los soldados machacan al enemigo con sus máquinas de proyectiles y hunden la espada en el cuerpo de los dacios. Los romanos son metódicos; los dacios, como el mensajero que parece caerse del caballo, desorganizados. Es una macabra celebración de un genocidio, pero también un documento histórico muy útil. Revela la magnitud, organización y ambición que articulaban una conquista romana. Dentro de la columna aún se puede admirar más artesanía: una escalera de caracol sube hasta la cima y la cámara de la base sería más tarde la tumba del conquistador de Dacia.

Pero antes de morir, Trajano concibió una campaña militar más ambiciosa, con otro personaje con el que medirse. Tras haber superado espectacularmente la carrera de su padre, ahora quería emular nada menos que a Alejandro Magno. Para hacerlo, volvió la vista a Oriente. El territorio del rico estado parto se extendía desde Turquía y la frontera de la Siria romana hasta Irak (Mesopotamia) y se adentraba en Irán y Afganistán. Una guerra contra la gran rival de Roma permitiría a Trajano llevar la conquista al límite que había alcanzado Alejandro: la India. La excusa para justificar la guerra era ya familiar. El gobernador de Partia estaba entrometiéndose una vez más en Armenia, el estado-colchón y reino-cliente leal a Roma. El equilibrio de poder en la frontera oriental estaba de nuevo en peligro. Se requería urgentemente pasar a la acción.

Trajano y su ejército marcharon en 114 hacia Oriente. El rey de Armenia capituló rápidamente y su reino se convirtió en provincia romana; lo mismo sucedió en el norte de Mesopotamia, que atravesaron para entrar en Media (el norte del actual Irán). En 116 Trajano seguía ampliando el dominio romano y despejando nuevas tierras. Aquel año llegó al recodo occidental del golfo Pérsico, se detuvo en la costa y miró al otro lado del mar. Estaba mirando hacia una tierra mítica que hasta entonces sólo había imaginado. Si fuera más joven, dijo con desánimo, seguiría los pasos de Alejandro hasta la India[2]. En aquellos momentos, agotado por dos años de campaña bajo el sol implacable de los desiertos arábigos, tenía que reconocer que el conquistador griego era el mejor. A pesar de todo, se había anotado grandes hazañas. En los despachos que enviaba al Senado era tan larga la lista de pueblos con nombres incomprensibles que había conquistado por el camino que en Roma perdieron la cuenta de los desfiles triunfales que habría que concederle. Pero Trajano no vivió para celebrar ni siquiera uno.

El malogro del victorioso avance de Trajano fue más rápido que su consecución. Cuanto más hacia el este se aventuraba, más difíciles de conservar eran los lugares que había sometido. En 117 cayó enfermo. Su comitiva y una columna de soldados se retiraron pesarosos a Italia. En agosto, el postrado emperador había llegado a Selino, en la costa sur de Turquía. Allí sufrió un ataque y murió. Tenía setenta años y pico, y no dejó descendencia. Pero sí un heredero.

Tal fue al menos el rumor que hicieron circular inmediatamente los que habían estado junto al lecho de muerte de Trajano, su mujer Plotina y su sobrina Matidia; aún no se había secado la tinta de sus firmas en el documento oficial. El hijo adoptivo de Trajano y presunto sucesor era el gobernador de Siria. Era primo de Trajano, amigo íntimo de Plotina y esposo de la hija de Matidia, Sabina.

UNA NUEVA DIRECCIÓN

Cuando el ejército reconoció al elegido de Trajano y lo proclamó emperador, el derecho de Adriano al trono, aunque no era exactamente impecable e indiscutible, fue muy sólido. Pero para que no hubiera dudas, se recurrió a una pragmática medida de seguridad. Aunque Adriano negó toda implicación hasta el fin de sus días, cuatro hombres de Roma, todos influyentes, senadores y ex cónsules capaces, fueron asesinados a los pocos días de la proclamación del nuevo emperador. Circuló el rumor de que habían estado conspirando para derrocar a Adriano, pero según Dión Casio, el peligro que suponían su riqueza y su influencia fue su perdición[3]. La investidura de Adriano tuvo lugar en la capital de Siria, Antioquía, el 11 de agosto de 117.

Asegurada su posición como jefe supremo del mundo romano, Adriano se tomó su tiempo para viajar desde Siria hasta la capital. El hombre que viajó rodeado de esplendor imperial tenía cincuenta y un años, era alto y tenía un aspecto un poco extraño para ser emperador. La genealogía de Adriano no era la habitual, como tampoco lo había sido la de Trajano. No era de Roma, ni siquiera de Italia, sino de una antigua y adinerada familia italiana que vivía en el sur de Hispania, cerca de Sevilla. Sus antepasados eran colonos que se habían afincado allí durante la conquista de Hispania, entre los siglos III y II a.C. Habían invertido en agricultura y en las minas locales de plata y la fortuna que ganaron los colocó entre la oligarquía romana local. El origen provinciano de Adriano se notaba en el acento con que pronunciaba el latín, un hecho del que se avergonzaba. Había empezado preparándole los discursos a Trajano y cada vez que abría la boca se reían de él. También estaba la cuestión de la barba.

Trajano, el primer emperador hispano, era el clásico héroe militar. Al igual que Julio César, Augusto y todos los emperadores romanos anteriores a él, iba bien afeitado y peinado hacia delante, como si se cubriera con un casquete. En cambio, el cabello de Adriano era suave y ondulado, y su estilo era más informal que el de sus predecesores. Pero era el vello facial lo que sugería una ruptura con el régimen anterior. Algunos podrían haber insinuado que era una falta de disciplina, herencia de un soldado pobre, pero no era el caso. En Dacia había sobresalido como estratega y había sido condecorado dos veces con los más altos honores militares. Era de conversación fluida y se mezclaba con soldados de todos los rangos. Sus modales relajados y abiertos eran una cualidad que conservaría durante su mandato, aunque se decía que tras ella ocultaba «un temperamento duro, celoso y libidinoso»[4]. Incluso siendo emperador comía como un militar, queso y tocino, le disgustaban los colchones blandos y podía beber cantidades ingentes de alcohol, una habilidad que había mejorado en campaña con su círculo íntimo.

De todos modos, la barba podría haber sido un indicio del complejo carácter de este hombre, de la dirección por la que iba a llevar al imperio romano. En vez de emprender guerras y conquistas, fomentó la cultura, el saber y la vida intelectual y reflexiva de los antiguos griegos. La educación aristocrática de Adriano allanó el camino de las grandes ambiciones de su vida. Escribió poesía y estaba orgulloso de su habilidad para tocar la lira y la flauta, pero por encima de todo, le gustaban la geometría y la escultura. Siendo joven, había estudiado en Atenas, donde le llamaban «el pequeño griego». Pero, al igual que en el caso de Nerón, su interés por el mundo helenístico fue mucho más allá de lo que se consideraba normal en un aristócrata culto, y no digamos en un emperador.

Gracias a su deseo de excelencia y a su mente inquisitiva fue, por ejemplo, un arquitecto consumado y experimentado. La construcción de un templo para Venus sería la primera huella que dejaría en la ciudad, la primera impronta de su mandato. Él mismo trazó los planos. Cuando Apolodoro, el arquitecto más famoso de la época, criticó las proporciones de las columnas en los proyectos que el emperador había tenido la deferencia de enviarle para que los aprobara, el temperamental e implacable Adriano no tardó en ordenar que lo mataran. La crítica no le paró los pies, antes bien le animó. El edificio más innovador que patrocinó fue el Panteón, una ambiciosa reconstrucción de la estructura erigida por Agripa durante el mandato de Augusto. La idea de levantar un templo dedicado no sólo a un dios sino a todos los dioses del imperio no se le había ocurrido a nadie hasta entonces. Este mismo espíritu se reflejaba en la espectacular arquitectura del edificio, posible gracias a la invención del hormigón, que permitió a Adriano abrir nuevos caminos y experimentar con formas nuevas y nada clásicas. Al supervisar la creación de la cúpula del templo, mayor aún que la de San Pedro del Vaticano, le tomó la delantera al fundador del imperio. Incluso hoy, el Panteón es el edificio más completo de la antigua Roma que ha sobrevivido. Como veremos, todo el imperio iba a beneficiarse de la inventiva y del amor de Adriano por la arquitectura.

También en su vida personal vivía Adriano imitando a los antiguos griegos. Las normas sexuales del mundo antiguo no eran las mismas que las del nuestro. Por ejemplo, había una arraigada tradición griega según la cual era aceptable la relación entre un hombre maduro y un muchacho en el umbral de la virilidad (el colmo del atractivo era el momento en que aparecía el vello en las mejillas). En cambio, la relación sexual entre hombres de la misma edad y clase no se consideraba aceptable. El helenófilo Adriano se tomaba en serio el papel de amante maduro. Mientras estuvo en el círculo personal de Trajano, se sabía que a Adriano le atraían mucho los jóvenes del séquito imperial. El séptimo año de su mandato, Adriano viajaba con su mujer por Turquía cuando conoció al joven y atractivo Antínoo. El emperador estaba loco por él. Antínoo se integró en su séquito y durante los siete años siguientes, para vergüenza de muchos romanos, no se separó de su amante. (El problema no era el sexo, sino más bien el hecho de que el emperador pareciera dedicado completamente al muchacho.) Aunque treinta años más joven, Antínoo compartía los gustos helénicos de Adriano; debatían en el Museo de Alejandría y, mientras estuvieron juntos, visitaron las tumbas de Alejandro Magno y de Pompeyo el Grande.

En realidad, el mundo sobre el que mandaba Adriano era en gran parte griego. La cultura de los romanos había surgido en parte de la antigua cultura griega, en parte de una reflexión sobre la cultura griega y en parte por oposición a la cultura griega. La Eneida de Virgilio no habría podido existir sin la Ilíada y la Odisea de Homero. Sin los estoicos griegos, el espíritu filosófico de Cicerón y Séneca no habría tenido de qué nutrirse. Sin Epicuro (el filósofo favorito de Adriano) no habría existido Lucrecio. Además, la mitad del mundo romano (la mitad oriental) tenía por lengua principal el griego, no el latín. Al frente de este imperio grecorromano había ahora un hombre de otra clase. Era un caudillo victorioso, un soldado entre soldados y muy popular en el ejército. Poseía un legítimo e indiscutible derecho al trono, y se tomaba sus inclinaciones helenófilas muy en serio. Además, tenía el deseo obsesivo de ser el mejor. Durante el mandato de este hombre desapareció la vieja idea de que el mundo romano se forjaba sólo con la guerra y la conquista.

El cambio fue patente desde el principio. Adriano abandonó las campañas orientales de Trajano. Su fracaso había desacreditado la política de expansión y cambiar de rumbo encajaba con la voluntad del Senado. La prioridad no era ya la conquista, sino mantener las fronteras existentes y reforzarlas. En 121 Adriano salió de Italia y fue a la frontera del Rin. Su importancia estratégica se reflejaba en las legiones que la vigilaban, ocho, y eso sólo en Germania. Tras llegar a la frontera, Adriano pasó el resto del año vigilando el perfeccionamiento de las fortificaciones, plazas fuertes y torres de vigilancia y comprobando el adiestramiento y la disciplina de las legiones de esta frontera y la del Danubio. La determinación de aplicar la misma estrategia en la frontera más septentrional condujo a Adriano a Britania en el año 122. Es posible que iniciara la construcción del impresionante Puente Elio, llamado así por su nombre de pila, que cruzaba el ancho estuario del Tyne a la altura de Newcastle. En la orilla norte estuvo donde estaría luego uno de los conjuntos históricos del Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, el gran símbolo de la política romana de contención que lleva su nombre en la actualidad: la Muralla de Adriano.

LAS FRONTERAS

La sola escala de la ambición de Adriano aún nos deja estupefactos. Con sus 118 kilómetros de longitud, entre el Mar del Norte y el de Irlanda, la muralla fronteriza tardó diez años en construirse. Supervisó las obras el nuevo gobernador de la Britania romana, Aulo Platorio Nepote. Aunque dos terceras partes de la muralla fueron de piedra, la tercera (la más oriental) se construyó al principio con tierra y madera. Las proporciones eran tan impresionantes como su longitud. La parte de piedra tenía 3 metros de anchura y 4,2 de altura; la parte de tierra igualaba en altura a la de piedra, pero tenía 6 metros de espesor. A unos veinte pasos al norte de la muralla, y en sentido paralelo a ella, había un foso de 8 metros de anchura y 3 de profundidad. Sobre la muralla había una calzada protegida por un parapeto con almenas. Un soldado que la hubiese recorrido andando habría pasado por una puerta fortificada cada milla romana (aproximadamente kilómetro y medio), y cada tercio de milla (medio kilómetro) junto a una torreta de vigilancia. Para abastecer y proteger la muralla había dieciséis fortalezas.

Un resumen histórico del gobierno de Adriano dice simplemente que la muralla separaba «a los romanos de los bárbaros»[5]. Si la recorremos hoy, tienta verla como una estructura poderosa y totalmente defensiva frente a un amorfo enemigo bárbaro. Pero ésta no fue la intención de Adriano, como han averiguado recientemente los historiadores. Resulta revelador compararla con otra proeza de la ingeniería romana. Trajano, el predecesor de Adriano, había construido una presa en el río Danubio y luego un puente espectacular para cruzarlo, y ese puente fue la puerta por la que entró en Dacia. (En Mesopotamia intentó construir un canal entre el Tigris y el Éufrates para navegar con su flota entre los dos ríos.) Como el puente de Julio César en el Rin, la estructura de Trajano en Dacia imponía la voluntad romana en el paisaje y prestaba un servicio al imperio. En el metódico y majestuoso lenguaje de la arquitectura y la ingeniería, proclamaba en voz alta el poder romano.

Quizá debería verse así la Muralla de Adriano, como un intento de transmitir un mensaje de esa naturaleza[6]. Otras pruebas sugieren también que es engañoso considerar la muralla como una estructura puramente defensiva. Por ejemplo, podía utilizarse para el ataque; aparte de ser un complejo y poderoso baluarte, también podía ser un punto de partida para hacer incursiones en el norte. La muralla no era sólo una barrera, sino también un camino, una importante línea de comunicación conectada con una amplia red de vías y puntos de paso que cruzaba todo el imperio. El gobierno y dominio del mundo romano dependía de estas líneas de comunicación. Testimonios posteriores desmienten la impresión de que fuera la última frontera, ya que durante el mandato de Adriano se construyeron muchas fortificaciones más al norte. En la época de la construcción de la muralla, el ejército romano estaba en términos relativamente pacíficos con los britanos nativos de ambos lados. No se sabía bien si la gente que vivía al norte y al sur era «bárbara» o «romana»; como en muchas regiones fronterizas de la actualidad, existía una mezcla cultural más real de lo que estos términos sugieren. Por tanto, la idea de defensa era sólo uno de los aspectos de un proyecto que de hecho era orgulloso, versátil y dinámico.

La muralla aumentó el poder romano sobre todo en un aspecto. Dio a las guarniciones el poder de la observación, del que surgía a su vez el control de quién entraba o salía del mundo romano, la capacidad de inspeccionar quién comerciaba en él, hablaba su lengua y llevaba sus ropas, y los medios de regular quién pagaba los impuestos y cómo se gastaban. En resumen, aumentaba el control romano sobre su propio mundo. Sólo más tarde, en una época menos próspera y más inestable, cambiaría el significado de la muralla, como le ha ocurrido a todas las murallas a lo largo de la historia. Sólo entonces se convertiría en un símbolo de contención, un sello hermético, vestigios de la avanzada de una entidad antaño esplendorosa.

Así pues, aunque la muralla se puede ver como un símbolo del nuevo rumbo que imprimía Adriano a la nave del imperio, este rumbo no significó una marcha atrás. No se construyó con espíritu de vulnerabilidad o repliegue, sino todo lo contrario.

LA MECÁNICA DEL IMPERIO

¿Qué próspero imperio internacional limitaba al norte con la muralla de Adriano? Una breve descripción de aquel imperio en paz podría comenzar por los soldados que vivían en los cuarteles próximos a ella. Los acentos latinos y las lenguas secundarias que se oirían compondrían un cuadro de extraordinaria fluidez. Los soldados no solamente procedían de Britania, sino de Bélgica, Hispania, la Galia y Dacia. En Arbeia (la plaza fuerte de lo que hoy es South Shields) había incluso una unidad naval auxiliar de Mesopotamia[7]. La bella tumba de la britana Regina, esposa de un hombre llamado Barates, cuenta una historia igualmente fascinante. Dice que este hombre, posiblemente un soldado o un proveedor de campamentos, llegó procedente de la siria Palmira, se enamoró de esta esclava de Hertfordshire, la liberó y se quedó a vivir con ella en Britania. La inscripción con que se despide de su difunta esposa está en arameo, su lengua materna. El nombre de un tal Arterio Nepote también es revelador. Aparece en registros tanto de Armenia como de Egipto, antes de verse en el norte de Britania.

El tema de la fluidez es importante. Los ejércitos romanos de las fronteras no eran guarniciones fijas. Las legiones y las unidades auxiliares se reclutaban y distribuían con gran flexibilidad a nivel local y provincial; estaban constantemente en movimiento. La visibilidad y presencia que esta movilidad les daba era un factor clave para que el ejército romano controlara con eficacia una zona mucho mayor de la que podía ocupar.

En 1970-1980 se produjo en Vindolanda, una plaza fuerte cercana a la muralla, un descubrimiento sin precedentes, varios centenares de tablillas de madera escritas, y todas en el mismo sitio. Muchas registran asuntos administrativos, como cuentas económicas y peticiones de permiso. Otras son más entretenidas de leer. Por ejemplo, la mujer del jefe de una guarnición invita afectuosamente a la de otro a una fiesta de cumpleaños, y un soldado firma un recibo a cambio de calcetines, sandalias y ropa interior para combatir el frío invernal. Estas notas llegarían a las plazas fuertes desde cualquier punto del imperio gracias al servicio postal imperial. Por una red viaria de unos 90 000 kilómetros que enlazaba Carlisle con Asuán, las cartas llegaban a la muralla de Adriano por cortesía del cursus publicus (el correo para asuntos oficiales). Las respuestas se despachaban exactamente de la misma forma. Los correos que recogían y entregaban estas cartas se alojaban en posadas, las carreteras por las que viajaban se habían construido expresamente para que la lluvia no las encharcara y estaban señalizadas con mojones.

La correspondencia que circulaba por los canales del correo oficial también pone de manifiesto cómo se gobernaba el imperio de Adriano. Es extraordinario pensar que cualquiera de los 70 millones de ciudadanos del imperio podía pedir ayuda al emperador, al menos teóricamente. Él era el árbitro definitivo.

No es menos sorprendente que los ciudadanos esperaran una respuesta. Como veremos, a los emperadores como Adriano les gustaba cultivar la imagen de la accesibilidad. Por supuesto, la realidad era muy diferente. La cantidad de peticiones y solicitudes de favor de esta comunidad o aquella, para tomar decisiones en cuestiones legales sobre este o aquel individuo, debió de ser espeluznante. No se conoce la cifra exacta, pero en esta edad de oro, el gobernador de Egipto, según una fuente, respondió a 1208 peticiones en un solo día. Cuesta imaginar cuántas recibiría el emperador en Roma.

Es innegable que para atender todas las solicitudes, el emperador y sus gobernadores provinciales disponían de una inmensa burocracia de consejeros administrativos con amplia jurisdicción sobre asuntos concretos. La correspondencia entre Plinio el Joven, gobernador de Bitinia-Ponto, y Trajano, refleja la vitalidad de esa relación y dónde estaba el límite de la responsabilidad. Las cartas de Plinio a Trajano y a otras personas son monumentos literarios. Y eso que no había espacio para las elegancias creativas en el grueso de la correspondencia funcional y administrativa. En una carta, Plinio se queja porque una de las obligaciones de ser funcionario público era escribir una tremenda cantidad de «cartas incultas»[8].

Aunque podemos imaginar al emperador, al gobernador o al general correspondiente firmando de manera mecánica las respuestas a la masa de solicitudes mundanas que o ellos o sus subordinados tenían que atender, una cosa es cierta. La respuesta y la solución a los problemas presentados, fuera una disputa por tierras, un divorcio o la ciudadanía, transformaba la vida de los solicitantes. Por tanto la buena marcha del imperio y la felicidad de los ciudadanos dependía en gran medida de la delegación de responsabilidades.

¿Cómo podían estar seguros el emperador, el gobernador o el general de que los que nombraban para ocupar puestos en la administración imperial eran personas decentes y dignas, capaces de cumplir sus obligaciones con eficacia? Como revelan las tablillas de madera descubiertas en Vindolanda, el correo imperial también entregaba las cartas de recomendación, que eran de la máxima importancia. Entre ellas hay una en que un amigo defiende ante otro las virtudes y cualidades de un tercero. Tales referencias eran vitales para la selección de individuos que ocupaban puestos en la pirámide de la administración. En resumen, lo que determinaba la reputación y la honradez era lo que los amigos decían de uno. La lógica de este sistema era simple y eficaz. Cuanto más quería alguien proteger su reputación, menos probable era que recomendara a un mal sujeto y arriesgara así su propio prestigio en el futuro.

En las manos de funcionarios nombrados por este sistema de contratación tan personal, casi todos los asuntos se resolvían a nivel local. Sólo cuando un asunto se volvía crítico merecía la atención y la decisión del emperador. Adriano también encontró una forma de acercar el gobierno a los ciudadanos, al margen de esta fórmula básica de administración. Durante su mandato, su presencia y su visibilidad fueron mayores que bajo sus predecesores, por una sencilla razón: le gustaba viajar.

Adriano pasó en el extranjero más de la mitad de sus veintiún años de gobierno. Entre 121 y 125 viajó del norte de Britania al sur de Hispania, y luego por el norte de África, Siria, el Mar Negro y Asia Menor. Entre 128 y 132 estuvo en Grecia, Judea y Egipto. Se encontrara en York, en Sevilla, en Cartago, en Luxor, en Palmira, en Trebisonda o en Éfeso, Adriano siempre estaba dentro de una misma entidad política en la que el griego y el latín eran las lenguas principales y de la que era el gobernante supremo. Siempre viajaba con su esposa, Sabina, y con su comitiva imperial de amigos, porteadores, guardias, esclavos y secretarios, y se alojaba en el palacio del gobernador local o de algún personaje prominente de la oligarquía local. A veces se planeaba y ejecutaba cuidadosamente el itinerario y la comunidad imperial montaba un campamento.

En consecuencia, y a diferencia de Nerón, que sólo abandonó Italia una vez (para ir a Grecia), Adriano fue visto y tratado personalmente por muchos más súbditos que la mayoría de los emperadores. Esto contribuyó a su popularidad y a su imagen de emperador accesible y asequible. Una anécdota revela lo importante que era esta visibilidad. Se contaba que una anciana había visto el séquito del emperador en un camino. Avanzando discretamente, trató de detener a Adriano para hacerle una pregunta. Pero la comitiva no se detuvo y la mujer se quedó hablando al viento. Sin acobardarse, volvió a avanzar, llegó a la altura de Adriano y le dijo que si no tenía tiempo de pararse para escuchar la pregunta, tampoco tenía tiempo de ser emperador. Adriano se detuvo obedientemente y escuchó. Su prestigio y popularidad, como la de todos los emperadores en el apogeo del imperio, dependía de la opinión pública. Pero ser muy «visible» no le hacía «buen emperador» a los ojos de nadie. Estar lejos de Roma durante tanto tiempo también era una negligente característica de los «malos emperadores».

Adriano sentía una gran predilección por Atenas, aquel antiguo centro del saber, y la visitó tres veces. «En casi todas las ciudades construyó algún edificio y celebró juegos públicos», dice una historia de su gobierno[9]. El plan urbanístico de Atenas da fe de su favoritismo y de su helenofilia. Dio a la ciudad una gran biblioteca, un foro totalmente nuevo y una gloriosa puerta de mármol. El antiguo casco urbano se remodeló y pasó a ser romano. Pero Adriano dejó una huella indeleble en otros aspectos. El santuario más famoso, por ejemplo, estaba dedicado a Zeus, el mayor de los dioses griegos, y el equivalente del romano Júpiter. Este templo había sido comenzado al principio del período clásico, en el siglo VI a.C.; fue terminado en 132 d.C. y consagrado en persona por el hombre cuyo gobierno concluye esta época. Los progresos de las dos culturas, la antigua y la del presente imperial, se fusionaron y celebraron como una sola.

En los templos, edificios y monumentos clásicos que inauguró (no sólo en Atenas, sino en lugares tan alejados como Esmirna, en la actual Turquía, y en la hispana Itálica, patria de su familia) se puso el nombre del emperador y una inscripción. En respuesta, los principales consejeros municipales de las ciudades favorecidas por Adriano le devolvían el cumplido erigiendo estatuas, santuarios y bustos. Se veían en las casas, los templos y los mercados. En su amada Atenas había una estatua suya en el Teatro de Dioniso. Los ciudadanos honraban el culto al dios emperador incluso en lugares que no recibieron el favor de Adriano. Era una manera de expresar su lealtad, de mejorar el prestigio de la comunidad a los ojos del emperador, y de obligar al emperador a ayudarles. En estos símbolos del culto imperial se apoyaba su elevado prestigio incluso en lugares donde no estuvo. Lo mismo puede decirse de las monedas, acuñadas con su efigie y que circulaban por todo el imperio.

CIVILIZACIÓN Y ESCLAVITUD

Así pues, la muralla de Adriano era el límite norte de un imperio que tenía en común no sólo la moneda, sino también la lengua y la civilización grecorromana clásica. Dentro de las fronteras los romanos hablaban latín y griego; fuera estaba el «bar-bar-bar» de los bárbaros. (Hacía mucho que los griegos habían dado ese nombre a todos los que quedaban fuera de su civilización debido a su forma incomprensible de hablar, y los romanos les imitaron rápidamente.) Los 270 773 ciudadanos varones adultos que había en Roma en 234 a.C., momento de la primera gran revolución de la historia romana con la que comenzó este libro, en la época de Adriano se habían multiplicado por 3,2. Con una esperanza de vida breve y poco crecimiento demográfico, la vida del imperio dependía de la sangre nueva y de la predisposición del Estado a absorber otras poblaciones.

Por ejemplo, Tácito describe con algo de desparpajo cómo su suegro Agrícola había «romanizado» a los hijos de la oligarquía británica. Durante su enérgico gobierno, los britanos aprendieron a hablar la lengua de los romanos y a vestir la toga «frecuentemente», y se dejaron seducir por los «vicios» romanos: bañarse, relajarse bajo los pórticos y asistir a fiestas nocturnas. La cultura romana no era en realidad otra cosa que esclavitud con otro nombre, decía Tácito. La nueva «civilización» tenía un precio[10]. En cambio, en oriente, la «romanización» era en realidad «helenización»: hombres de la oligarquía oriental utilizaban su educación y el legado filosófico, oratorio, epistolar y artístico de Grecia para conseguir ascendiente político en Roma. Pero esta civilización grecorromana ocultaba un mundo de bárbara crueldad y fuertes contrastes.

El civilizado y culto Adriano, por ejemplo, era también un ávido cazador. Su gusto por el antiguo deporte aristocrático se tradujo al lenguaje popular en los espectaculares y sangrientos juegos que celebró durante su mandato. Con motivo de su cumpleaños, en enero del año 119, los ciudadanos lo celebraron siendo testigos de la muerte de cien leones y cien leonas. En el apogeo del imperio, el listón para entusiasmar al público en los juegos estaba cada vez más alto, y era una continua competición por superarse. Para ello, toda la variada geografía de las provincias contribuía con exóticos animales salvajes para entretener a los ciudadanos de la metrópoli.

Por ejemplo, los leones y los tigres procedían de Siria y del Oriente romano, los jabalíes de Alemania y la Galia, los toros de Grecia, los caballos de Hispania, los camellos, los rinocerontes, los leopardos, los asnos salvajes, las jirafas y las gacelas del norte de África. Trajano estaba encariñado con los cocodrilos de Egipto y en una ocasión inundó el Coliseo para que los gladiadores lucharan con ellos. No había límite para estas extravagancias: con Adriano, el imperio tuvo más fiestas que en ninguna otra época de su historia. Al final de los juegos celebrados por su cumpleaños hubo un broche final para rematar el sangriento espectáculo: organizó una lotería en el teatro y en el Circo Máximo. Los participantes, llenos de esperanza, se fueron a casa con el boleto, que era una pequeña bola de madera[11].

Otros contrastes de la época eran de una naturaleza mucho más sobria. El próspero y pacífico imperio de Adriano era, por encima de todo, de una desigualdad extrema. Por ejemplo, los esclavos superaban en número a los ciudadanos, y este simple hecho ponía nerviosos a los últimos. Si los esclavos se organizaban, podían convertirse en una poderosa fuerza colectiva. Otra cuestión defectuosa era la propiedad. El gobierno servía y protegía principalmente los intereses de los terratenientes y no los de los campesinos que trabajaban la tierra. Mientras los ricos apenas explotaban las trilladas rutas comerciales del Mediterráneo y sorprendían a sus amistades con cenas a base de pavo de Arabia, la mayoría de los pobres vivía miserablemente de lo que podía producir. Los derechos civiles no eran iguales para los que tenían que para los que no tenían; los que no tenían la ciudadanía podían conseguirla, pero para la mayoría esto equivalía a pasarse la vida en el ejército.

Puede que el imperio disfrutara de un largo período de paz, pero también seguía siendo un mundo peligroso y precario. Aparte de las grandes ciudades y de los pueblos, había muchas zonas habitadas en las que no había seguridad ni podía haberla. La mecánica de la justicia no ayudaba. El sistema favorecía a los que tenían dinero; las indemnizaciones eran principalmente para los privilegiados que tenían la capacidad, el tiempo y los recursos para presentar una demanda. Esta realidad quedó plasmada en derecho romano. Con Adriano comenzó a desarrollarse un inquietante sistema de justicia de dos niveles, que distinguía entre dos clases de personas. Los castigos legales, por ejemplo la flagelación, la tortura, la decapitación, la crucifixión y la deportación estaban reservados a los ciudadanos «humildes», sin propiedades; en cambio, los ciudadanos más «respetables», es decir, los veteranos del ejército, los consejeros municipales, los équites y los senadores estaban protegidos del lado negro de la ley[12]. Esta división se agudizaría con el tiempo.

La edad de oro de Adriano no se había liberado ni mucho menos de la rigurosa jerarquía social característica de la república de doscientos años antes. A pesar de la homogeneidad de la lengua, casi todos los habitantes del imperio eran analfabetos. Aunque muchos tenían los conocimientos imprescindibles para llevar registros del ejército o las cuentas de un taller de artesanía, y la gente que vivía en la ciudad tenía evidentemente conocimientos suficientes para escribir grafitos en las paredes y encontrarlos graciosos, la capacidad de la minoría para escribir y comunicarse por carta le daba una importante ventaja sobre los demás. Sin embargo, un estudio más atento de la jerarquía social podría deparar sorpresas. La oligarquía rica se enorgullecía de sus bibliotecas privadas. Para sacarles partido, a menudo necesitaban esclavos que copiaran textos y trabajaran de secretarios. En consecuencia, los no libres a veces estaban mucho mejor educados y cualificados que los millones de ciudadanos pobres pero libres. Tirón, el secretario de Cicerón, era uno de éstos; se convirtió en amigo íntimo del senador, tenía una posición influyente en su casa y con el tiempo fue liberado. Durante el gobierno de Adriano, unos 150 años después, había muchos más Cicerones ricos, no «hombres nuevos» de las provincias italianas, sino de todo el imperio. Seguro que cada uno tenía un pequeño círculo de Tirones con estudios.

El final del gobierno de Adriano estuvo caracterizado por la tristeza. Mientras viajaba por Egipto con Antínoo, en 130, su joven amante se ahogó en el Nilo en un misterioso accidente de navegación. Para mitigar el dolor, Adriano distinguió la muerte del amor de su vida fundando allí una ciudad llamada Antinópolis y anunciando la deificación del joven. Desde entonces Antínoo fue adorado como un dios en todo el imperio. Los viajes de Adriano llegaron a su fin en 132. Después se retiró a su suntuosa villa de Tívoli, a 25 kilómetros de Roma. Era un lugar adecuado para despedirse. Con sentido de la elegancia, la desenvoltura y el arte, su planta era como un mapa de los lugares que había visitado. En una parte había unos edificios llamados la Academia, por la escuela de Platón en Atenas; en otra, para pasar el rato, un lugar llamado Canopo, por un santuario de Alejandría. La otra vida, que fascinaba a Adriano, también estaba representada en lugares a los que puso nombre según los reinos del más allá: los «Campos Elíseos» y el «Hades». Además, había un estanque de peces con vistosos y nuevos especímenes de todo el imperio, un teatro griego, un pórtico, baños y una biblioteca privada lujosamente abastecida. No se reparó en gastos para su construcción y este retiro de unas 100 hectáreas había tardado en construirse tanto como su muralla de Britania.

La rica y compleja edad de oro de que gozó el imperio protegido por esta muralla continuó mucho después de la muerte de Adriano, en 138. Con el emperador Antonino Pío hubo más paz y estabilidad, pero en el gobierno de Marco Aurelio, otro emperador-filósofo con barba, la pax romana corrió serio peligro por culpa de las oleadas de invasores germanos. La historia de Marco Aurelio está llena de amargas ironías: el hombre de paz descubrió que para salvar su imperio tenía que estar casi continuamente en guerra con los ejércitos bárbaros que lo atacaban por el norte. Su hijo Cómodo, un emperador perezoso y frívolo, más interesado por los juegos y los gladiadores que por la seguridad romana, vio hundirse el triunfo de su padre en las guerras germanas. La dinastía fundada en 193 por Septimio Severo, el primer emperador africano de Roma, consiguió resucitar la edad de oro de Adriano. Pero no fue suficiente para detener la inevitable pendiente hacia la decadencia. A mediados del siglo III Roma entró en un nuevo período de crisis total y estuvo a punto de hundirse.

Para alejar al imperio del precipicio, el hombre responsable de la siguiente gran revolución de Roma necesitaba, sobre todo, valor militar y capacidad para mandar ejércitos. Cuando subió al poder, una moda imperial murió bruscamente. Las barbas desaparecieron. Había vuelto el estilo del soldado-emperador con el pelo corto y bien afeitado.

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