Roma

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Prefacio

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Prefacio

Roma se fundó con un homicidio. En el año 753 a.C., los gemelos Rómulo y Remo, al frente de un pequeño grupo de expatriados y descontentos, levantaron las defensas de la diminuta villa que sería la capital de un imperio que se extendería desde Escocia hasta más allá del Sáhara. Pero la emoción pronto se convirtió en tragedia. Los hermanos discutieron y Rómulo mató a Remo.

No tardaría en haber más problemas. Rómulo sólo tenía un puñado de partidarios, así que ¿quiénes eran los ciudadanos destinados a habitar la nueva ciudad? La respuesta fue: todos los que quisieran serlo. Rómulo declaró «refugio» a su ciudad y acogió a todos los expatriados, perseguidos, esclavos fugitivos y delincuentes que quisieron instalarse allí. Roma fue una ciudad habitada totalmente por necesitados de asilo, en el sentido antiguo de la expresión (que no difiere mucho del actual).

Esto solucionó el asunto de los varones. Pero ¿dónde estaban las mujeres que tenían que ser las esposas y madres del nuevo estado? Aquí Rómulo recurrió a un vulgar engaño. Invitó a algunas poblaciones vecinas a una celebración religiosa y, a una señal suya, sus compañeros huyeron con las invitadas jóvenes. Este episodio, llamado «rapto de las sabinas», ha inflamado la imaginación de escritores y artistas que desde siempre lo han presentado como una historia de violencia, lujuria y oportunismo político.

En realidad no sabemos hasta qué punto es cierta esta escandalosa historia. La fecha exacta que se da tradicionalmente, el año 753, es fruto de un cálculo complejo y francamente poco fiable que llevaron a cabo más de quinientos años después los estudiosos romanos, que estaban tan interesados como sus colegas modernos por saber cuándo empezó exactamente Roma; aunque coincide más o menos con los testimonios encontrados por los arqueólogos sobre las etapas más antiguas de la ciudad. El propio Rómulo no fue ni más ni menos histórico que el rey Arturo de Britania.

Pero con exactitud o sin ella, así es como contaron los romanos la historia de los orígenes de Roma durante el resto de su milenaria andadura. En esa historia vieron concentrados muchos de los problemas que luego dominaron toda su vida política y que, para el caso, todavía dominan la nuestra. Tales son los fascinantes temas que subyacen en este libro. ¿Cómo debería gobernarse un estado? ¿Puede justificarse la violencia en política? ¿Quién tiene derecho a la ciudadanía y a beneficiarse de sus privilegios?

Cuando los romanos reflexionaban sobre las guerras civiles que a veces desgarraban su vida política se remitían al enfrentamiento de Rómulo y Remo, y entendían que su ciudad estaba destinada desde el principio mismo a sufrir la forma más vil de conflicto intestino. También la muerte de Rómulo estimuló su intelecto. No acababan de ponerse de acuerdo sobre si al final los agradecidos dioses se lo habían llevado a los cielos o si unos ciudadanos enfurecidos lo habían matado a cuchilladas. Este asunto se debatió con más intensidad aún tras la muerte de Julio César (véase capítulo II) en 44 d.C.: apuñalado por sus enemigos en nombre de la libertad por ser un autócrata, pero convertido en dios por sus partidarios y honrado con un templo propio en el corazón de la ciudad.

Este libro gira alrededor de seis momentos fundamentales de la historia de Roma, desde el siglo II a.C. hasta el V d.C., una época de cambios espectaculares, en ocasiones revolucionarios. Durante este período Roma llegó a dominar en todo el Mediterráneo y mucho más allá, tierra adentro (se han encontrado restos de la presencia de comerciantes romanos incluso en la península indostánica). Si era una república más o menos democrática, pasó a ser un imperio autocrático. Y quizá lo más espectacular de todo, que Roma, ciudad pagana, se convirtió en cristiana. Aunque no fue bautizado formalmente hasta hallarse en su lecho de muerte, en 337, Constantino (véase capítulo V) fue el primer emperador romano que apoyó públicamente el cristianismo. Además, fue el fundador de algunas de las iglesias y catedrales que aún definen el paisaje religioso de Roma en nuestros días, entre ellas el primer San Pedro.

Los momentos fundamentales mencionados se refieren a grandes cambios políticos y a grandes conflictos. La historia de Tiberio Graco (véase capítulo I), por ejemplo, y de sus polémicos intentos de repartir la tierra entre los campesinos pobres pone sobre el tapete el tema del abismo que separa a ricos y pobres y el de quién debería beneficiarse de las ventajas de la sociedad de la abundancia. La historia de Nerón (véase capítulo III) analiza las consecuencias de la autocracia patológica. Pero estos momentos en particular han sido elegidos también por otra razón, porque nos permiten ver a algunos de los personajes clave de la historia romana. Nos permiten acercarnos a personajes individuales, a sus motivos humanos, a sus dilemas políticos y a sus esfuerzos por cambiar el mundo en que vivían.

Los historiadores profesionales modernos tienden a subrayar que sabemos muy poco del mundo romano. Cierto, estamos casi completamente a oscuras en cuanto a cómo era la vida para los habitantes de los barrios más pobres (¡aunque lo podemos imaginar con bastante precisión!) o para los campesinos que se afanaban por sobrevivir en el medio rural. Y no estamos mejor informados en lo que se refiere a los sentimientos de las mujeres y de los esclavos, o sobre cómo funcionaba realmente la balanza de pagos del imperio, ni para el caso sobre lo que llevaban los romanos bajo la toga ni sobre cómo se deshacían de sus aguas residuales (me temo que se han exagerado mucho los milagros del alcantarillado romano). Pero en términos generales es probable que estemos mejor informados sobre Roma que sobre cualquier otra sociedad anterior al siglo XV. Tenemos acceso directo a los escritos, pensamientos y sentimientos de políticos, poetas, filósofos, críticos y comentaristas romanos.

Tomemos por ejemplo a Julio César y su decisión de entrar en Roma, hecho que desencadenó la guerra civil que terminó en realidad con la democracia e introdujo el gobierno personal de los emperadores (véase capítulo II). Su versión de estos sucesos se encuentra en un escrito autobiográfico, De la guerra civil. Este texto contiene alguna extrañeza; por ejemplo, César habla de sí mismo en tercera persona: no «Yo decidí», sino «César decidió…». Por otra parte es una historia de lectura apasionante y una justificación inteligente de sus actos.

Pero no es sólo eso. Disponemos de cartas privadas de uno de los estadistas más decisivos de Roma (o eso le gustaba pensar a él) que son contemporáneas del período prebélico, del estallido de la guerra y del conflicto propiamente dicho. Se trataba de Marco Tulio Cicerón, filósofo y orador notable, además de partidario de Pompeyo, el rival de César. Cómo se conservaron y publicaron estas cartas sigue siendo un misterio, pero desde luego nos dan un extraordinario retrato interior de un hombre que lucha con sus dudas e indecisiones sobre a quién apoyar y cómo sacar el mayor provecho cuando se ve en el bando perdedor, todo mezclado con problemas cotidianos relativos a esclavos desleales, divorcios, la muerte de una hija y oscuras transacciones inmobiliarias.

Al final, César fue generoso con Cicerón; fuera o no despiadado políticamente, «clemencia» era uno de sus lemas. Pero tras el asesinato de César, su veterano secuaz Marco Antonio (famoso por aquello de «Amigos, romanos, compatriotas») lo «destituyó» de manera fulminante. Cuenta la leyenda que, tras la muerte de Cicerón, sus manos y su lengua (sus armas políticas más poderosas) se expusieron en el Foro, y que la mujer de Antonio se entretuvo pinchándolas con sus horquillas. Es una leyenda que informa tanto de la opinión romana sobre las mujeres como del odio de Antonio y su esposa hacia Cicerón.

Por supuesto, ninguna de estas versiones es tan sencilla como parece. Ni los Comentarios de César ni la correspondencia de Cicerón son más fiables que los escritos afines de los políticos modernos. No podemos creer en ellos a pies juntillas. Pero nos llevan directamente al corazón de la historia y la política romanas. Y no son los únicos. Tenemos la información más detallada y vívida de la fracasada revuelta judía contra los romanos (véase capítulo IV), que terminó con la destrucción del Templo de Jerusalén en 70 d.C., en la historia que escribió uno de los participantes (Flavio Josefo), un judío rebelde y después famoso chaquetero que terminó viviendo confortablemente en Roma protegido por el emperador Vespasiano. Casi todas las historias de rebeliones fracasadas están escritas por los vencedores. De hecho, la suya es la historia más detallada que haya escrito un rebelde contra un poder imperial antes de la época moderna.

Y aunque no ha llegado hasta nosotros nada significativo surgido de la boca o la pluma del emperador Nerón, quedan textos extraordinarios de miembros de su círculo cortesano y de personajes clave de la política de aquel infame reinado. Tenemos, por ejemplo, un tratado filosófico dirigido a Nerón por su preceptor, Séneca, dando consejos claros y sensatos sobre cómo ser emperador. La clemencia suele funcionar mejor que la crueldad, era el mensaje general, siguiendo el ejemplo de Julio César. Como veremos, Nerón no fue clemente con Séneca; de hecho lo condenó a sufrir una muerte lenta y dolorosa.

Algunos creen que Séneca, mientras aún disfrutaba del favor de Nerón, escribió también una divertida sátira sobre la divinización del emperador Claudio, antecesor de Nerón. Claudio era aparentemente un candidato a la inmortalidad poco prometedor, según las convenciones de Roma (cojeaba, tartamudeaba y creían que era idiota). Esta sátira, Apocolocynthosis, título que podría traducirse por «La calabacización», se burla con crueldad pero con gracia de él en particular y, más generalmente, de toda la tradición romana de convertir a los «buenos» (y no tan «buenos») emperadores en dioses. Uno de los personajes de la sátira es el primer emperador, Augusto, el modelo dorado con el que se comparaba a todos los futuros emperadores. Fue deificado a su muerte, en 14 d.C., pero han pasado varios decenios, dice Séneca, y todavía no se ha animado a pronunciar su primer discurso en el Senado celestial, hasta tal punto le asustan los dioses propiamente dichos. Es una de las pocas obras antiguas del género cómico que todavía hacen reír a carcajadas. El humor viaja mal entre culturas, pero La calabacización lo consigue, al menos en mi opinión.

Además de esta riqueza y variedad de testimonios sobre algunos personajes predominantes contamos con información detallada de historiadores romanos posteriores sobre los hechos comentados en este libro. En primer lugar está el escéptico análisis de los primeros años del imperio que plasmó Tácito, senador romano de finales del siglo I y principios del II d.C., en sus dos obras principales, los Anales y las Historias. Estas obras son tanto una meditación sobre la corrupción y los abusos de poder como una narración histórica. Contienen, por ejemplo, la escalofriante descripción del asesinato de la madre de Nerón, Agripina, a manos de su propio hijo, cosa que veremos en el capítulo III. Tras un intento fracasado de librarse de ella enviándola por mar en un barco que tenía que hundirse, Nerón recurrió a varios sicarios. El matricidio fue peor que el fratricidio que caracterizó el principio mismo de Roma.

Pero Tácito sólo es una fuente entre otras de la antigua tradición histórica. Más o menos del mismo período que Tácito tenemos las animadas Vidas de los césares de Suetonio, que trabajó durante un tiempo en la burocracia de palacio y al parecer tuvo acceso a los archivos imperiales. Luego están las biografías moralizantes de Plutarco, un griego del imperio que escribió la vida de una serie de romanos famosos, desde Rómulo hasta su presente, que se comparaban con una figura equivalente del mundo griego. Julio César, por ejemplo, se convertía agudamente en el doble biográfico de Alejandro Magno, el conquistador más grande que el mundo había conocido, con un final trágico similar y, aunque sin demostrar, con sospechas de haber sido asesinado.

En conjunto, tenemos mucho que agradecer a aquellos monjes medievales que copiaron concienzudamente estos textos antiguos, de acuerdo con una tradición vigente desde la antigüedad, y así los mantuvieron vivos, y fueron redescubiertos en el Renacimiento y más tarde interpretados y reinterpretados por nosotros.

Son estos preciosos supervivientes del mundo romano los que han hecho posible que la BBC produzca una serie que recrea de forma fascinante y dramatizada algunos de los puntos de inflexión de la historia de Roma. Por supuesto, nunca sabremos exactamente cómo era estar allí, ni seremos capaces de reconstruir todas las complicadas motivaciones y aspiraciones de los personajes implicados. Y hemos de reconocer que los antiguos historiadores de los que dependemos en parte también recurrían a veces a la imaginación y las suposiciones; después de todo, ¿cómo podía saber Tácito lo que realmente sucedió en el asesinato de la madre de Nerón, que se cometió en secreto? En cambio, tenemos suficientes testimonios para empezar a adentrarnos en las mentes romanas, y para entender los problemas, dilemas y conflictos desde su punto de vista. Además, da para contar una excelente historia.

Este libro complementa la serie de televisión, además de ser de agradable lectura por méritos propios. Centrándose en los mismos momentos fundamentales, Simon Baker los ha situado en un contexto más amplio. Ha rellenado el entorno histórico de cada uno y expuesto algunos de los problemas planteados por los testimonios en que se ha basado la reconstrucción dramática. Unas veces nos enfrentamos con versiones conflictivas del mismo suceso. ¿Cómo elegimos una? Otras resulta que el testimonio es insuficiente. Así que, como Tácito y otros historiadores, estamos obligados a hacer suposiciones y a poner en marcha la imaginación. El resultado es una historia de Roma que combina el drama vívido y la trama apasionante con un agudo conocimiento de las grandes cuestiones históricas y con el reto de sacar un hilo narrativo claro de los antiguos testimonios, evocadores, complicados y diversos.

Los occidentales, incluso en tiempos antiguos, contaban y recontaban la historia de Roma, recreándola con fines propios en obras narrativas, pictóricas y operísticas, y últimamente en cine y televisión. Desde siempre ha habido buenas y malas versiones, tanto clichés rancios como imágenes y relatos con fuerza y atractivo. La figura de Julio César ha sido un sugerente catalizador de estas reconstrucciones. Durante siglos ha impulsado algunos de los análisis más perspicaces de la naturaleza de la autocracia y la libertad, y planteado una pregunta que sigue abierta: ¿puede justificarse el asesinato político?

El Julio César de William Shakespeare, basado libremente en la Vida de César de Plutarco, es sólo una entre muchas otras reflexiones sobre lo lícito e ilícito de esta cuestión. El interés del público se divide entre César, asesinado hacia la mitad de la obra, y la suerte de sus asesinos, que ocupa la segunda parte. ¿Estamos de parte de César, un gobernante legítimo condenado ilegalmente? ¿O nuestro héroe es el asesino Bruto, por estar dispuesto a matar incluso a un amigo en defensa de la libertad popular? ¿Hasta dónde exigen el patriotismo y los principios políticos que a veces infrinjamos la ley y pasemos por encima de las amistades y lealtades personales?

Como era de esperar, en el siglo de la Revolución Francesa hubo multitud de respuestas a estas adivinanzas históricas y literarias. Voltaire, por ejemplo, presentó una dramática versión de los hechos, que claramente tenía el ojo puesto en la ejecución de la familia real francesa, acontecimiento que inequívocamente volvía honorable el acto de los magnicidas. Pero los políticos del siglo XX también descubrieron un buen tema de meditación en los dilemas suscitados por los sucesos de los idus de marzo de 44 a.C. La primera producción de Orson Welles para el famoso Mercury Theatre de Nueva York, en 1937, fue una representación de Julio César; fue un experimento con vestuario moderno en el que los partidarios de César parecían matones fascistas de Mussolini.

No todos los personajes comentados en este libro han tenido una memoria tan rica. Tiberio Graco, por ejemplo, no es precisamente un nombre conocido. En realidad, descontando la historia académica, la posterioridad se ha ocupado más de su madre, Cornelia, que de él. Modelo de progenitora devota (y ambiciosa), parece que miró con desdén las ricas joyas que le enseñaba una amiga mientras señalaba a sus hijos para dar a entender dónde estaban las suyas. En este adorable papel maternal protagonizó series enteras de pinturas del siglo XVIII, en las que se retrataba habitualmente con un par de niños a su lado (algo repipis para nuestro gusto) y con cara de despreciar las ristras de perlas y otras joyas que ponían ante ella. No deja de ser sorprendente que, de nuevo en su papel materno, aparezca con otros héroes occidentales, desde el trágico Sófocles hasta el emperador Carlomagno y Cristóbal Colón, en la famosa vidriera conmemorativa de la Universidad de Harvard. Pero incluso Tiberio ha disfrutado recientemente de cierta celebridad, al ser utilizado como término de comparación de ocasionales políticos modernos (como Hugo Chávez de Venezuela), que se hacen famosos por ser reformistas radicales o revolucionarios.

El emperador Nerón, sin embargo, ha tenido en la cultura occidental una posteridad casi tan fecunda como César. Una de las primeras y principales óperas italianas, La coronación de Popea (1642) de Monteverdi, analiza la intensa relación entre el emperador y su amante Popea. Modelo de manipulación patológica, así como de amor pasional desbocado, Popea se deshace cínicamente de todos los obstáculos que impiden su planeada boda con el emperador, incluyendo la oposición del moralizante y virtuoso Séneca. La ópera termina con Popea gloriosamente coronada emperatriz de Roma. Pero el público bien informado sabe que esta victoria será corta, ya que Popea está destinada a morir pronto a manos del mismo Nerón (una escena eficazmente dramatizada en la serie de la BBC). Es una exploración de la pasión, la crueldad y la inmoralidad, no por repetida menos escalofriante.

Nerón, sin embargo, ha encontrado más a menudo un papel decididamente sensacional en la cultura popular moderna, especialmente en el cine. Ejemplo clásico de amante del lujo y gobernante decadente, ha sido retratado con frecuencia consumiendo platos inverosímiles (lirones y jilgueros, como mandaría el cliché de la dieta romana), hartándose de vino, farfullando sus planes megalómanos para reconstruir Roma tras el gran incendio de 64 d.C. y «tocando la lira mientras Roma ardía».

Casi todo esto es fruto de la fantasía moderna y tiene mucho de proyección de nuestros estereotipos sobre el lujo romano y sobre el personaje de Nerón. Pero lo de «tocar la lira» se remonta a una antigua leyenda, según la cual, mientras Roma estaba en llamas, el emperador subió a una torre para ver bien el incendio y recitó unos versos sobre la destrucción de la legendaria Troya. Verdadera o no, sin duda se proponía retratar al emperador como a un artista obsesionado que había perdido totalmente el contacto con la realidad. La verdad es que, como se cuenta en el capítulo III, y al margen de sus ambiciones artísticas, Nerón debió tomar medidas importantes para hacer frente a las consecuencias del incendio.

También circuló la especie de que buscó cabezas de turco para responsabilizarles del incendio y se fijó en la comunidad cristiana de la ciudad, cuya visión de que el fin del mundo estaba próximo bien podría haber hecho las acusaciones más plausibles. Para escarmentar a los cristianos, cuenta Tácito, los crucificó o los quemó vivos (utilizándolos, según se dijo, como lámparas para iluminar la noche). Fue la primera «persecución» cristiana y cabe la posibilidad de que san Pedro fuera una de las víctimas.

Estos hechos han aportado otro tema a los modernos retratos de Nerón. El cine y la ficción se han permitido fantasías muy poco convincentes sobre el heroísmo cristiano frente a la tiranía neroniana, animando a menudo el conjunto con una guapa y joven cristiana que convierte al novio pagano y lo arrastra a una noble aunque sangrienta muerte (a menudo con leones en el programa). Muchas de estas historias son versiones de la novela Quo vadis, del polaco Henryk Sienkiewicz, que fue publicada en el siglo XIX y rápidamente traducida a casi todos los idiomas europeos (el título, que significa «¿Adónde vas?», procede de unas palabras dirigidas por Jesús a Pedro).

La película más famosa basada en esta novela es de 1951, con Peter Ustinov en el malvado Nerón, con acento de inglés de clase alta (el bueno, Robert Taylor, era americano). Pero, como siempre, aunque malo, Nerón también tenía cierto encanto. De hecho, la productora, la MGM, promovió la película lanzando una serie de productos «afines». Entre ellos había unos shorts y pijamas chillones que se anunciaron con el lema «¡Sea como Nerón!». Puede que persiguiera a los cristianos, pero —o al menos eso daba a entender el mensaje— seguía siendo divertido sentirse gobernante del mundo con la marca Nerón en la ropa interior.

Algunas reconstrucciones de la historia de Roma, unas más recientes que otras, pueden parecer, vistas retrospectivamente, extrañas, poco atractivas o francamente ridículas. Cuesta entender que los actores de Shakespeare, pavoneándose en el escenario con la indumentaria de la época isabelina, resultaran alguna vez creíbles como romanos, aunque sospecho que simpatizamos con la caracterización fascista (por incongruente que sea) de la producción de Orson Welles. Es igualmente difícil tomarse en serio a aquellos dechados de virtudes de tantas películas hollywoodienses, todos con sábana blanca y rezando con expresión iluminada, como si hubieran salido directamente de la Cámara de los Comunes del siglo XIX o de un manual de latín para colegiales.

Pero seguimos sintiendo cierta debilidad por las fastuosas imágenes de la decadencia y crueldad romanas, en los baños de lujo, en las celebraciones, en el anfiteatro. Gladiator de Ridley Scott, por ejemplo, tiene algunas escenas realmente convincentes de matanzas y masas apiñadas en el Coliseo; aunque hay que señalar que se basan en gran parte, no en las ruinas conservadas, sino en pinturas del siglo XIX (que a Scott le parecieron más convincentes e impresionantes que la realidad). También tenemos recreaciones ficticias de la vida cotidiana de los romanos, como en el musical clásico A Funny Thing Happened on the Way to the Forum (que se estrenó en Broadway en 1962, se transformó en película en 1966 [en España se tituló Golfus de Roma] y resucitó en el National Theatre de Londres en 2004). Se basa en las tradiciones cómicas de la antigua Roma, pero debe mucho de su atractivo a la imagen que ofrece de lo que debía de suceder bajo la brillante capa de mármol de la ciudad.

Parte del motivo por el que algunas de estas antiguas versiones de Roma nos parecen hoy tan inverosímiles es que nuestro conocimiento de la historia y la cultura romanas ha cambiado mientras tanto. Sigue descubriéndose nueva información al respecto. Por ejemplo, nuestra idea de la vida en un cuartel del ejército romano se ha enriquecido estos últimos años gracias a las cartas privadas y otros documentos (entre ellos la famosa invitación a la fiesta de cumpleaños que envía la mujer de un oficial a otra) que se han encontrado en la plaza fuerte de Vindolanda, al norte de Inglaterra. Uno de los acontecimientos arqueológicos más impresionantes del siglo XX se produjo en Italia y fue el hallazgo de una gran villa en Oplontis, cerca de Pompeya, que al parecer perteneció a la familia de la mujer de Nerón, Popea, lo cual nos permite reconstruir su biografía con mucho mayor precisión. Y hasta mediados del siglo XIX no tuvimos un texto completo y fiable de la autobiografía del emperador Augusto, que se halló escrita en la pared de un templo romano (dedicado al «dios» Augusto) en Ankara.

No menos significativas son las cambiantes interpretaciones de los testimonios antiguos. Un tema que se debate especialmente, y que afecta a lo que vamos a leer sobre Tiberio Graco y Julio César, se refiere a las motivaciones subyacentes de los políticos romanos, sobre todo de los cien años anteriores a la llegada de Julio César al poder.

Durante la mayor parte del siglo pasado se pensaba que había muy poca diferencia ideológica entre los líderes de la oposición política. Lo que se jugaba era el poder personal en bruto. Si un Graco o un César preferían el apoyo del pueblo al del aristocrático Senado era simplemente porque así esperaban llegar antes al puesto de poder que ansiaban. Las últimas generaciones piensan (como nuestros predecesores de los siglos XVIII y XIX) que esto es una forma inadecuada de ver las disputas y luchas políticas de aquella época. Es difícil entender los violentos choques que se producían alrededor de Tiberio Graco si no llegamos a la conclusión de que estaba en juego un conflicto importante sobre la distribución de la riqueza. Y es este nuevo enfoque el que han seguido la serie de televisión y el presente libro.

En muchos aspectos, que haya diferentes imágenes de Roma se debe a que cada generación busca algo diferente en la historia romana. Es cierto que algunas cosas permanecen constantes. Por ejemplo, parece poco probable que desaparezca la idea de que Roma fundó una cultura por encima de toda comparación, para bien o para mal. La sola extensión de su imperio y el tamaño de sus monumentos, como el Coliseo, contribuyen a su perpetuación. Pero los historiadores recientes han tendido a concentrarse en aspectos que sus predecesores apenas abordaron.

Por ejemplo, han preferido mirar más allá del centro monumental de la ciudad. La verdad es que desde el período de Augusto el centro de Roma estuvo atestado de templos, teatros y edificios públicos de todo tipo, construidos no sólo con mármol blanco, sino con preciosos mármoles multicolores con inscripciones en oro y en alguna ocasión con joyas engastadas. Debía de ser un espectáculo asombroso para el visitante de provincias más «bárbaras», como Britania o Germania. Pero siempre había una parte más sórdida. No se trataba sólo del miserable mundo de los suburbios que Golfus de Roma trataba de mostrar, sino de que, antes de la época de Augusto (que presumía de haber transformado la Roma de ladrillo en urbe de mármol), la ciudad entera era mucho menos reluciente y grande, y ciertamente contenía pocos espacios proyectados urbanísticamente, pocos paseos y pórticos que atrajeran al pueblo. Exceptuando un par de barrios, probablemente se parecería más a Kabul que a Nueva York. Y era más o menos igual de violenta.

Una consecuencia de estos cambios de enfoque es la creciente tendencia a cuestionar la idea de que los antiguos romanos eran muy parecidos a nosotros (o quizá más a los ciudadanos de los imperialismos decimonónicos), y que sólo se diferenciaban en que llevaban toga y comían recostados, una costumbre pintoresca pero sin duda incómoda. Los historiadores tienden hoy a descubrir que su fascinación por los romanos se debe tanto al hecho de que son otros como al hecho de que hay cierto parentesco con ellos. Sus normas en conducta sexual, diferencia de géneros y cuestiones raciales eran bastante distintas de las nuestras. Vivían en un mundo (como dijo recientemente un historiador) «lleno de dioses», y la minoría dominante tenía ejércitos de esclavos, una población totalmente subordinada que vivía al margen de los derechos y privilegios de la humanidad. La versión que se ofrece en este libro y en la reconstrucción televisiva trata de encontrar sentido a esa diferencia entre ellos y nosotros.

Por supuesto, todas las reconstrucciones son inevitablemente provisionales. Y el resultado de estos cambios de actitud hacia la cultura romana (que están condenados a seguir existiendo) es que nuestra propia versión de Roma, por muy cimentada históricamente que esté, puede parecer dentro de cien años tan obsoleta como ahora nos parecen a nosotros las reconstrucciones del siglo XIX.

Pero ¿por qué molestarse hablando de los romanos? En parte es porque, al menos en Europa, siguen estando con nosotros. Sus preciosos tesoros, sus obras de arte, sus chucherías y ornamentos llenan nuestros museos. Los monumentos erigidos por algunos protagonistas de este libro aún se ven en Roma: los grandes arcos de Tito y Constantino son los más conocidos; el Coliseo, construido con los beneficios de la guerra judía, recibe millones de turistas cada año; la costosa y subterránea Domus Aurea (Casa Dorada) de Nerón aún puede visitarse. Las huellas de su actividad adornan el paisaje mucho más lejos, en todo el imperio: redes viarias, plantas de ciudades y topónimos (es casi seguro que todas las poblaciones británicas cuyo nombre termina en «chester» se han levantado directamente encima de un campamento romano, castrum en latín, castro en castellano). Y, por supuesto, la literatura que se ha conservado, desde la elegante poesía amorosa hasta la rugiente épica, desde la historia veraz hasta las memorias para quedar bien, es tan impresionante, perspicaz y sugerente como cualquier otra del mundo, y merece toda la atención que podamos prestarle.

Los romanos también tienen mucho que enseñarnos. No quiero decir que su pertinencia sea directa o que sean viables las comparaciones. Aunque es una comparación fascinante, el presidente venezolano Hugo Chávez tiene menos afinidades con Tiberio Graco que puntos de discrepancia. Pero compartimos con los romanos muchos problemas políticos fundamentales y puede ser útil verlos buscar soluciones. Después de todo, fueron casi los primeros en plantearse la aplicación de modelos de ciudadanía, de derechos y obligaciones políticos, a vastas comunidades que rebasaban con creces los límites de una pequeña ciudad donde todo el mundo se conocía. Hacia el siglo I a.C., la población de la ciudad de Roma rondaba el millón de habitantes.

El gobierno unipersonal, en forma de emperadores buenos o malos, sólo fue una de sus muchas soluciones, aunque la más conocida y la menos agradable para nosotros. Fue de crucial importancia que se replantearan el concepto de ciudadanía en lo más parecido a un estado universal que conocería el mundo antiguo. A diferencia del exclusivismo practicado, por ejemplo, en la antigua Atenas, que limitaba la ciudadanía a los nacidos y educados en Atenas, Roma llegó a unificar su inmenso imperio compartiendo derechos políticos. Los esclavos liberados por sus amos, que fueron muchos, pasaban a ser ciudadanos con derechos. La ciudadanía se fue ampliando gradualmente por todo el imperio, hasta que en 212 el emperador Caracalla concedió la ciudadanía a todos los individuos libres que vivían dentro de las fronteras del imperio romano. En otras palabras, Roma fue el primer megaestado multicultural.

Asimismo, inspiró a hombres y mujeres más directamente relacionados con la forma política del mundo actual. Los padres fundadores de los Estados Unidos de América vieron un modelo en la política republicana de Roma anterior al advenimiento del gobierno unipersonal. De ahí sus «senadores» y su «Capitolio» (nombre que procede del templo de Júpiter del monte Capitolino). El movimiento laborista de Gran Bretaña vio ecos de sus propios conflictos con la aristocracia terrateniente e industrial en la lucha del pueblo romano contra el conservadurismo aristocrático. De ahí el periódico izquierdista Tribune (Tiberio Graco y otros políticos radicales fueron «tribunos de la plebe»), y el «Tribune Group», o grupo de los tribunos, los parlamentarios laboristas. Para entender nuestro mundo necesitamos entender cómo está enraizado en Roma.

En muchos aspectos seguimos viviendo con la herencia del asesinato de Remo a manos de Rómulo.

 

MARY BEARD

Junio de 2006

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