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Las siete colinas de Roma » II. César

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II

CÉSAR

En 46 a.C., dos años antes de morir asesinado, el Senado de la república acordó que Julio César recibiera honores extraordinarios. Se decretó que fuera llamado Libertador y que se construyera un Templo de la Libertad en su honor[1]. Y el hombre que había liberado al pueblo romano era ahora su dictador. El hombre que había liberado a los romanos era en parte responsable de miles de muertes en la guerra civil. Además, César, el gran héroe del pueblo, se había convertido en un autócrata y estaba a punto de ser venerado como un dios. Dos años después de concederle el Senado los honores fue asesinado en nombre de la libertad. ¿Cómo había llegado a darse aquel estado de cosas? ¿Qué le había sucedido a la gloriosa república? ¿Qué había sido de sus queridas libertades?

Durante los cien años anteriores a Cristo, la idea de libertad se convirtió en Roma en un motivo de feroz debate en el que chocaban continuamente dos concepciones de la libertad: la de la minoría aristocrática y la del pueblo. Las dos ideas de libertad se convirtieron en dos versiones diferentes de cómo debía ser la república. Este choque de ideas sería el motivo de que la vida de Julio César se cruzara con la de Pompeyo el Grande y de que el mundo romano temblara hasta los cimientos.

Resolver la cuestión de qué libertad era superior llevaría a una sangrienta guerra civil. El antiguo sistema de votación pública, las elecciones populares, la anualidad de los cargos, el gobierno compartido entre el Senado y el pueblo, todo dejó de funcionar para ser reemplazado finalmente por la dictadura de un solo hombre. Las elecciones sí que continuaron bajo César, pero ya no eran libres: el dictador influía en ellas y tenía el voto definitivo. Fue uno de los puntos de inflexión más decisivos de toda la historia romana.

Pero la destrucción de la república no se debió a un simple choque de ideas. Lo que convirtió el debate ideológico sobre la libertad en una revolución sangrienta, violenta y caótica fue una cualidad básicamente personal, que afectaba al mismo corazón de los valores aristocráticos romanos: la dignidad. El sentido del prestigio, el honor y la posición política de un noble romano era primordial para los aristócratas, que lo apreciaban más que ninguna otra cosa. Irónicamente, sería la misma cualidad que llevaría a Julio César a librar una guerra civil y a destruir a la camarilla de aristócratas corruptos que tanto la apreciaban; la misma que alimentaría las titánicas luchas por el poder en los últimos años de la república; la misma que se encontraría en el núcleo de la disolución total de la república.

POLÍTICA POPULAR

El asesinato de los tribunos Tiberio Graco y Cayo Graco creó una división inevitable en la política de finales de la república. Su madre, Cornelia, declaró terreno sagrado el Foro de Roma, donde ambos hombres habían sucumbido a manos de la facción conservadora de la minoría aristocrática. Así, el mismo centro de la ciudad fue el túmulo de ambos, abierto y público, y a su alrededor creció un culto al popular político. Desde entonces, durante los cien años siguientes, los jóvenes ambiciosos y ávidos de medro se enfrentaron a una disyuntiva: utilizar el cargo político conseguido para proteger los intereses de los conservadores o seguir el ejemplo de los Graco y defender leyes que aumentaran el poder del pueblo. Un camino permitía a los senadores nobles quedarse con la tradicional ración de riqueza pública y de influencia política, mientras que el otro procuraba nivelar el desequilibro del poder y la riqueza en favor del pueblo.

Varrón, un autor contemporáneo, llamaba a estas facciones las «dos cabezas» de la república. La imagen es apropiada, pues en la guerra de desgaste que caracterizó las últimas décadas de la república había sorprendentes similitudes entre los dos bandos. Por ejemplo, ambos aseguraban estar defendiendo la república. Por otra parte, disentían profundamente en qué había que defender. Los constitucionalistas conservadores decían que estaban defendiendo la república de los revolucionarios y destructores del Estado, mientras que los populistas decían que la defendían de la corrupción de una minoría aristocrática que sólo servía a sus intereses.

El eslogan político de ambos bandos también era el mismo: «Libertad». Pero como era de esperar, entendían esta palabra de modo muy distinto. Los constitucionalistas luchaban por su tradicional derecho a cultivar su sentido de la dignidad equitativamente y sin que otros se interpusiesen en su gloriosa carrera; a quienes temían era a los tiranos, a los aspirantes a reyes y a los individuos poderosos que ponían sus intereses por encima de los de la república. Por su parte, los populistas luchaban porque el pueblo se liberara del yugo de la oligarquía y tuviera autoridad para dictar sus propias leyes. Entre estos dos grupos políticos, y sus posiciones cada vez más radicales, oscilaría el péndulo, dramática y violentamente.

El campo de batalla de esta lucha fue la Asamblea Popular; el arma elegida por ambos bandos, el voto popular. Era el legado de Tiberio y Cayo Graco, dar a la asamblea del pueblo un papel nuevo y de más autoridad, a expensas del Senado. Pero aunque la Asamblea Popular había conseguido más poder, también era más sensible a la explotación. Casi todos los ciudadanos que formaban parte de las treinta y una tribus del campo y los arrabales vivían lejos del centro, y votar era para ellos impracticable y muy costoso. En consecuencia, la mayoría nunca votaba. Quienes podían permitirse el abandono de sus haciendas solían ser los grandes propietarios, cuyas simpatías estaban con la minoría conservadora y no con los necesitados. Sólo se podía contar con las masas urbanas para determinar la victoria y éstas eran fáciles de manejar: los pobres podían mejorar con un benefactor rico con dinero de sobra; los pequeños comerciantes, con generosos clientes de la aristocracia; los libertos, siendo leales a sus antiguos amos. De una manera u otra se podía sobornar a los votantes. Y con el dinero del imperio que entraba en Roma a raudales, el soborno se convirtió en algo cotidiano. Puede que los Graco descubrieran el potencial del pueblo como arma política, pero en las últimas décadas de la república, el arma fue utilizada por ambos bandos[2].

Armados de esta suerte, los populistas y los conservadores del Senado entraron en batalla. Los populistas estaban ávidos de lucha desde el asesinato de los Graco y descargaron los primeros golpes. En 110 a.C. se aprobaron leyes contra la corrupción para reducir los excesos de los gobernadores provinciales. Hubo senadores juzgados y apartados de la vida pública. Al mismo tiempo, los dos bandos chocaron en otro punto importante: ¿quién debía nombrar los cargos militares, el Senado o el pueblo? Como los generales de la aristocracia resultaron ser un desastre en las guerras del norte de África y las Galias, los senadores responsables fueron juzgados por el pueblo por incompetencia. Pronto fueron reemplazados por hombres que no venían de alta cuna pero eran de probada capacidad, y con el visto bueno del pueblo, no del Senado. Sobre esta base, el general Cayo Mario ganó una serie sin precedentes de consulados entre 108 y 90 a.C., aunque no tenía antepasados senadores.

La causa populista llegó incluso a la guerra abierta. Entre 90 y 89 a.C. los ejércitos de la república se enfrentaron con sus descontentos aliados italianos. Aquella sangrienta y violenta guerra, conocida como Guerra Social, llegó a su fin cuando el Senado accedió a conceder la ciudadanía romana a todas las comunidades italianas al sur del río Po. La ciudadanía romana era una protección contra las arbitrariedades de los funcionarios aristocráticos. Fue otro triunfo de pueblo que conseguían los defensores de la libertad.

El contragolpe se produjo en los años ochenta. Cuando Roma se enfrentó con el rey Mitrídates del Ponto, un rival en la pugna por las provincias del este, el Senado, en 88 a.C., nombró cónsul de la guerra al archiconservador Lucio Cornelio Sila. La campaña prometía mucho botín tanto para el cónsul como para los soldados. Pero el nombramiento duró poco. Un tribuno del pueblo vetó a Sila y propuso en su lugar que rescataran del retiro al gran general Mario y se le volviera a dar el mando. Los generales conservadores obligados a dejar el cargo habrían acatado normalmente la voluntad soberana del pueblo, por muy ultrajante que fuera. Pero Sila no. Su respuesta fue eficaz y devastadora. Primero se ganó la lealtad del ejército bajo su mando. Aseguraba que si Mario obtenía el nombramiento, los elegidos para explotar la victoria en el este serían los veteranos de sus anteriores campañas, no ellos. La alusión a los intereses económicos de los soldados funcionó. Con la lealtad del ejército asegurada, Sila marchó hacia Roma, mató al tribuno responsable del veto, se apoderó de la república en un fulminante golpe de Estado y se nombró a sí mismo dictador. Este puesto derivaba de un antiguo cargo republicano que daba a un hombre poderes excepcionales durante un corto período. Pero Sila decidió utilizar el cargo para un fin concreto: destruir a sus enemigos políticos.

Tras derrotar definitivamente a Mitrídates en 83 a.C. y despojar de riquezas las provincias del este, Sila volvió a Roma, derrotó a sus oponentes en una batalla que se libró a las puertas de la ciudad y luego llevó a cabo una brutal y violenta venganza contra los populistas. En el Foro se colgaron listas de proscritos y los soldados y partidarios de Sila tenían la misión de abatir a sus enemigos. Muchos fueron asesinados en la ciudad y otros obligados a huir tras confiscarse sus propiedades.

La legislación de Sila, pensada para neutralizar el poder de los populistas y reforzar el del Senado, era igualmente reaccionaria.

Entre las nuevas leyes había un decreto que ordenaba que los cargos políticos tenían que obtenerse siguiendo puntillosamente la jerarquía de los magistrados. De esta forma, resultaba imposible para los populistas advenedizos alcanzar directamente el consulado con el voto del pueblo. Además, el Senado pasó de trescientos a seiscientos miembros, casi todos partidarios de Sila. Pero las leyes más incisivas se referían al cargo de tribuno de la plebe. Esta magistratura se convirtió en una sombra de lo que era. Ahora ningún tribuno, una vez elegido, podía presentarse para ningún otro cargo (de esta manera el cargo no tenía ningún atractivo para los ambiciosos); todos los proyectos de ley tenían que contar con el apoyo previo del Senado; y además, el cargo fue despojado de su derecho de veto. El péndulo de la reacción conservadora se había alejado ostensiblemente de los populistas.

Una vez realizada su calculada y sanguinaria labor, Sila devolvió la república al Senado y se retiró a Puzol y a los placeres de la vida privada en 79 a.C. Se tardó casi toda la década siguiente en restaurar las antiguas facultades de los tribunos y desatar las manos de las asambleas populares. El cónsul que en 70 a.C. mereció todas las alabanzas del pueblo por devolver la autoridad a los tribunos pilló por sorpresa a mucha gente. Era el general más victorioso de la época, y lo había demostrado consiguiendo dos triunfos antes de cumplir los cuarenta años. Pero su reputación había germinado en una época más sangrienta y oscura: había sido en tiempos un despiadado esbirro de Sila. Además, como general que, para beneficiar a los conservadores del Senado, había pasado gran parte de los años ochenta guerreando contra los dirigentes populistas, se había ganado el sobrenombre de «Carnicero Adolescente». Su nombre real era Gneo Pompeyo el Grande[3].

Aunque hijo de un cónsul y heredero de la mayor finca privada de Italia, Pompeyo no debería tomarse por un rancio aristócrata del sistema establecido. Era un joven con iniciativa, sin ataduras ni compromisos sentimentales con las tradiciones políticas del pasado republicano. Y por encima de todo era un extraordinario militar. Ambicioso, osado y famoso por su rubia cabellera, sus propios soldados le llamaban el Grande o el Magno, por Alejandro Magno, el héroe de su infancia. Había hecho justicia al apodo cuando, con veintiséis años, había dirigido con brillantez la campaña de África de 80 a.C. Pero su mayor don era su habilidad para encontrar medios de realzar su gloria. Siendo cónsul en 70 a.C., cambió de bando y se pasó a los populistas. No sólo restauró la autoridad de los tribunos, sino que reformó los tribunales para que dejaran de favorecer a los senadores. Además, se encargó de que sesenta y cuatro senadores mediocres, todos nombrados por Sila, fueran tachados del censo. El pueblo se enamoró de él. Aunque muchos senadores se le oponían, el gran general tenía el respaldo del joven senador Cayo Julio César.

Con la entrada de Pompeyo y César en el círculo de la política, el péndulo de la política popular estaba a punto de volver al lado de los populistas, pero esta vez de una manera espectacular. Había una razón muy sencilla. Aprendiendo del implacable ejemplo de Sila, Pompeyo y César, durante las dos décadas siguientes, acumularon más poder e influencia personal en Roma que ningún político anterior a ellos. Aunque, al contrario que Sila, no buscaron incrementar el poder del Senado, sino el de los populistas. No fue casualidad que restauraran la autoridad de los tribunos, porque para conseguir ese poder los necesitaban.

POMPEYO, CÉSAR Y CATÓN

Pompeyo señaló un camino nuevo. En 67 a.C., un tribuno propuso a la Asamblea Popular que el héroe del pueblo, aunque no tenía ningún cargo en aquel momento, fuera recompensado con una autoridad especial para limpiar el Mediterráneo de piratas, que se estaban beneficiando del descontrol que las guerras romanas dejaban a su paso. La situación había llegado a un punto crítico, ya que con el Mediterráneo controlado por los piratas, se había interrumpido el suministro de grano que recibía Roma. No era pequeña hazaña derrotar a las flotas piratas en un marco geográfico tan vasto. Para llevarla a cabo Pompeyo necesitaba más barcos, más soldados y más tiempo en el mando del que se había concedido a un general hasta entonces.

En el Senado sonó la alarma. El poder que Pompeyo tendría a su disposición —500 barcos, 120 000 soldados y la jefatura durante tres años— echaría por tierra la igualdad de los miembros de la oligarquía. Concedérselo sería como nombrar un rey en todos los sentidos menos en el nombre. A pesar de todo, el pueblo ratificó el proyecto y Pompeyo puso manos a la obra. Su triunfo dejó atónito al mundo. No sólo venció a los piratas, sino que lo hizo en sólo tres meses. Luego dedicó el resto de su mandato a sacar partido de la victoria y a apoderarse en solitario del mayor terreno que se había conquistado en el este. Fue una hazaña que rivalizó con la gran conquista de Grecia en el siglo II a.C. En la cima del éxito, el general fue recompensado con otro encargo. Una vez más, un tribuno propuso al pueblo una ley que concedía a Pompeyo el mando de la guerra para aplastar al rey Mitrídates en Asia.

Pompeyo no fue menos ambicioso en esta misión y sus resultados fueron incluso más sorprendentes. En el curso de tres años no sólo venció a Mitrídates, sino que creó y organizó, mediante una combinación de diplomacia y guerra, dos nuevas provincias romanas: Siria y Judea. Como resultado de las dos campañas, Pompeyo pudo presumir de que había capturado mil plazas fuertes, novecientas ciudades y ochocientos barcos piratas. Había fundado treinta y nueve ciudades y, además de los 20 000 talentos que habían engrosado el erario público, los tributos de Oriente casi se habían duplicado, y todo gracias a Pompeyo. Los senadores de Roma oscilaban entre el deleite, el pasmo y el horror. Nombraba a un rey aquí, firmaba un tratado de paz allí, tomaba una ciudad extranjera allá: de verdad parecía un nuevo y todopoderoso Alejandro. El temor de los senadores persistió: ¿se harían él y su ejército con el poder absoluto cuando regresara a Roma?

Pero cuando Pompeyo volvió a Roma, dispersó sus tropas y se puso a las órdenes del Senado. Fue una forma de decir que, a pesar de encontrarse en la cima de la popularidad y el poder, no tenía intención de utilizar estas armas contra la república. Aunque puso condiciones: que sus soldados pudieran instalarse en fincas de suelo italiano en reconocimiento de sus servicios y que se ratificaran los tratados que había firmado en Oriente. Este punto seguía preocupando a los conservadores del Senado. Acceder a estas condiciones era reconocer la preeminencia de Pompeyo en la república. Confirmaría que había ganado la lealtad personal tanto del ejército romano como de los reyes, potentados y pueblos del este. Los conservadores del Senado acabaron concediendo al héroe del pueblo el tercer desfile triunfal, algo sin precedentes, pero no concretaron el momento. Lo fueron posponiendo y dejaron al general con un palmo de narices. Pompeyo el Grande languidecía, sin más compañía que su creciente resentimiento.

También Cayo Julio César, seis años más joven que Pompeyo, se estaba construyendo un poder personal en los años sesenta a.C. Al contrario que Pompeyo, César procedía de una antigua familia patricia que aseguraba descender del troyano Eneas, el legendario fundador de Roma. Se creía que Eneas había sido hijo de Venus, por tanto César podía asegurar que descendía de los dioses. Lo sacaba a relucir siempre que podía; gracias a ese factor, su sangre era la más azul de Roma. En el grandioso y aristocrático funeral común de su tía y su primera esposa tendió los principales puentes de su carrera política con la economía y eficacia de una empresa de relaciones públicas. Elogió a los antepasados divinos de su tía (y por implicación los suyos) y dio a entender por dónde iban sus simpatías políticas, no con palabras, sino con hechos. Como su tía había estado casada con el gran general Mario, se aseguró de que las plañideras desfilaran con las mascarillas de cera del difunto militar. De esta manera César indicaba que la causa de los populistas era la suya. Su indumentaria hacía juego con su actitud. César tenía fama de elegante: se peinaba con raya y se ceñía la toga con un vistoso cinturón holgado[4]. Estas exhibiciones ofendían a los conservadores del Senado. Pocos se dieron cuenta de que les esperaba algo mucho peor.

A principios de los años setenta a.C., César puso al descubierto sus simpatías políticas cuando se encargó de acusar a dos aristocráticos y corruptos gobernadores de las provincias de Macedonia y Grecia. Aunque perdió los juicios, obtuvo gran popularidad entre la plebe. Con su elocuencia, su encanto y sus buenos modales, puso de manifiesto la facilidad con que podía ganarse al pueblo[5]. Pero también se dio cuenta de que, para que el pueblo le permitiera alcanzar los cargos más altos de la república, necesitaba un revuelo mucho mayor. Con esta idea en la cabeza, César explotó hasta donde pudo todos los cargos que consiguió.

El edil curul, por ejemplo, era responsable de organizar los juegos públicos en las fiestas estatales. Elegido para este cargo en 65 a.C., César lo aprovechó como es debido para dar al pueblo los juegos de gladiadores más espectaculares que había visto la ciudad. No menos de 320 parejas de gladiadores con coraza de plata bruñida se prepararon para competir por la gloria y el deleite del público. Los prolegómenos del acontecimiento causaron tal sensación en el pueblo que los conservadores del Senado propusieron inmediatamente una ley para reducir el número de gladiadores que un individuo podía tener en la ciudad[6]. De esta manera trataban de impedir que el político se ganara tan desvergonzadamente el favor popular. Cuando llegó el momento, el pueblo tuvo que conformarse con un espectáculo más modesto, pero el impacto ya había calado.

Semejantes espectáculos necesitaban dinero y mucho. Para librarse de sus muchas deudas, quiso administrar una provincia, para despojarla de sus riquezas y pagar a sus acreedores a la vuelta. Es lo que hizo cuando, después de ser pretor, fue nombrado gobernador de Hispania Ulterior en 61 a.C. Apartándose de sus obligaciones corrientes como gobernador, se dedicó a guerrear contra las tribus independientes del norte de Portugal y demostró ser tan buen combatiente y general en el extranjero como político cordial y desenvuelto en la patria. Obtuvo tantos éxitos que se propuso solicitar un desfile triunfal, el trampolín perfecto, pensaba el joven general, para ganar las elecciones al máximo cargo de la república: el consulado. Pero cuando regresó a Roma, no todo transcurrió de acuerdo con sus planes.

El hombre resuelto a destruir el glorioso camino de César al consulado era el archiconstitucionalista del momento, Marco Porcio Catón. Inflexible, serio y más cascarrabias de lo normal a los treinta y cinco años, Catón quería que su vida encarnara el ideal de la austera y antigua virtud romana. Llevaba el pelo revuelto, a la manera de los campesinos, la barba sin arreglar y, para protestar por la moda aristocrática de la púrpura ligera y lujosa, Catón vestía de negro. Su contemporáneo Cicerón decía que se paseaba por Roma como si viviera «en la república ideal de Platón, no en la cloaca de Rómulo»[7]. Las cenas en casa de Catón no eran de las que tentaban a un senador que se respetase. Además, cuando César regresó a Roma, Catón dio a entender que la constitución era él y que estaba dispuesto a utilizarla para impedir que los populistas alcanzaran el poder.

Fuera de las murallas, César envió un mensaje al Senado solicitando formalmente que distinguieran sus conquistas en Hispania con un desfile triunfal. También afirmaba que deseaba presentarse al consulado en las inminentes elecciones de julio. La respuesta de Catón fue que, según la ley, no podía aspirar a ambas cosas. César quedó atrapado en un dilema. Para celebrar el triunfo tenía que esperar fuera de Roma hasta el día del desfile. Pero para aspirar al consulado tenía que entrar en la ciudad inmediatamente y presentar la candidatura en persona. César, decía Catón, tenía que decidir entre una de dos: la gloria de un gran desfile popular o ser candidato al empleo más importante de la república[8].

César prefirió presentarse para cónsul. Como veremos, fue una decisión que cambiaría para siempre la historia de Roma. Pero el resultado de las elecciones no estaba garantizado y, para asegurarse el cargo de cónsul y recuperar el favor popular que había perdido al renunciar al desfile, César necesitaba urgentemente dinero e influencia. El único hombre de la república con ganas y capacidad de procurarle estas cosas era el resentido Pompeyo el Grande. Los dos grandes populistas del momento hicieron un pacto. Pompeyo le daría a César apoyo económico y popular para ganar las elecciones al consulado y César, una vez elegido cónsul, le daría a Pompeyo lo que más quería. En nombre de Pompeyo, propondría las mismas leyes que los temerosos senadores conservadores llevaban tanto tiempo rechazando: el establecimiento de los veteranos de Pompeyo y la ratificación de sus tratados en Oriente.

La alianza de los dos hombres era potencialmente tan poderosa y amenazadora que en las elecciones al consulado, en verano de 60 a.C., los conservadores, encabezados por Catón, no repararon en medios para impedir que César y Pompeyo se salieran con la suya. Los dos bandos, constitucionalistas y reformistas, conservadores y populistas, se enfrentaron una vez más.

Durante el desarrollo de las elecciones de julio, los hinchados bolsillos de Pompeyo y su rico aliado Marco Licinio Craso hicieron que los sobornos fluyeran por el Campo de Marte, el lugar donde la gente votaba en los comicios consulares. Incluso Catón, el puritano de la ley, recurrió al soborno para promover a un candidato conservador, su yerno Marco Bíbulo[9]. Catón y sus aliados conservadores estaban tan deseosos de que al menos uno de los cónsules parase los pies a César que estaban dispuestos a jugar tan sucio como el bloque populista liderado por César, Pompeyo y Craso. Ganó César por amplia mayoría, pero Catón no salió derrotado. Bíbulo también fue elegido cónsul, aunque por los pelos. Pero la batalla sólo acababa de comenzar.

El año de consulado de César representa la conclusión lógica de la larga lucha entre populistas y constitucionalistas. Sobre todo pone de manifiesto que los populistas tenían la sartén por el mango, pues la novedad más sorprendente del año 59 a.C. fue que el principal populista del momento, el hombre dispuesto a oponerse a la tradición y a los deseos del Senado ya no era un tribuno de la plebe.

Era titular de una de las mayores fuentes de poder de la república, el consulado. Las tácticas radicales de los tribunos se aplicaban ahora desde este cargo. Por ejemplo, cuando César propuso la reforma agraria de Pompeyo para instalar a sus tropas, chocó con un muro de absoluta oposición levantado por Catón, así que en lugar de inclinarse ante la voluntad colectiva de los senadores, como era costumbre en los cónsules, se limitó a salir del Senado, presentó la reforma directamente a la Asamblea Popular y la hizo aprobar allí. Pero César estaba dispuesto a llegar a extremos aún más radicales. En otra ocasión en que se estaba votando el programa de César y Pompeyo, el cónsul Bíbulo trató repetidamente de obstaculizar el procedimiento alegando que los augurios no eran favorables: César no le hizo el menor caso y siguió adelante. ¿Estaba César saltándose la ley? Catón creía que sí.

En la febril tensión de 59 a.C., César y Pompeyo agravaron sus jugadas «ilegales». Introdujeron de nuevo un elemento siniestro utilizado por ambos bandos en la guerra de la política popular: la fuerza bruta. Cuando Catón trataba de obstaculizar una discusión sobre la reforma agraria en el Senado, César ordenaba a sus lictores que detuvieran al vociferante senador y lo encerraran en prisión. Era un pequeño anticipo de lo que llegaría a continuación. La amenaza que suponían los veteranos de Pompeyo, miles de ex soldados leales a un solo hombre, se cernió sobre Roma. Para asegurarse de que el voto sobre la reforma agraria seguía el curso deseado, los partidarios de Pompeyo entraron en el Foro el día de la votación y lo limpiaron de enemigos de la reforma. Durante un encontronazo, expulsaron a Catón y a Bíbulo, dieron una paliza a su círculo de funcionarios y rompieron el cetro de mando del cónsul. Para colmo de humillaciones, vaciaron sobre la cabeza de éste un cubo de excrementos.

Al día siguiente, Bíbulo convocó una reunión en el Senado y se quejó por haber sido tratado tan violenta e ilegalmente. Los senadores que simpatizaban con él no supieron qué responder. Durante el resto del año, Bíbulo estuvo encerrado en su casa, temiendo constantemente por su vida. El enérgico César, mientras tanto, boicoteaba al Senado y los procedimientos habituales en política, y sacó adelante toda su legislación populista sin problemas, consultando directamente a la asamblea del pueblo. Fue un año extraordinario. Y todavía no había terminado.

La costumbre de todo cónsul, una vez finalizado el año de mandato, era gobernar como procónsul una provincia elegida por el Senado. En un desesperado intento por frenar al ambicioso y calculador César, Catón y los conservadores decidieron enviarle a los tranquilos prados de Italia. Allí no habría guerras que librar, ni grandes botines que saquear, ni oportunidad de ganarse la lealtad de un ejército. En poco tiempo sería el prematuro final de la brillante y espectacular carrera de César. Pero éste tenía otras ideas. Instigó a un leal tribuno de la plebe para que presentara un proyecto de ley en la asamblea que le concediera otras provincias más prometedoras: la Galia Cisalpina (la Galia «de esta parte de los Alpes», véase el mapa de la pág. 117), además de Iliria (en la costa de Dalmacia), durante cinco años. Pero debido a un extraordinario golpe de suerte, el gobernador de la Galia Transalpina («del otro lado de los Alpes») murió la primavera de 59 a.C., dejando también aquella provincia necesitada urgentemente de gobierno. Aquella región de la Galia era la puerta de entrada a tierras ajenas al control romano. Ofrecía una apetitosa perspectiva de guerra, conquistas y riquezas.

En el Senado, Pompeyo propuso que César fuera recompensado con el gobierno de Iliria y las provincias galas. Los tristes y abatidos restos de la minoría aristocrática que aún tenían ganas de presentarse en las reuniones del Senado se lo concedieron debidamente. Si se lo hubieran negado, la asamblea del pueblo se lo habría concedido igualmente; entregándole el mando a César ellos mismos, al menos salvaban la cara y daban la impresión de retener cierto poder sobre la asamblea del pueblo[10].

Pero incluso en medio de su tristeza, los tradicionalistas encontraron algo que mereció una débil ovación. Cuando César partió hacia la Galia, se había distanciado no sólo del Senado, sino también de algunos miembros de la plebe. Sus leyes no habían beneficiado a todos los sectores populares y algunos se preguntaban si sus métodos no eran tan corruptos como los de los desacreditados aristócratas de los que decía que estaba librando a Roma. «La verdad es —escribía el senador Cicerón— que el actual régimen es el más infame, vergonzoso y odioso que hayan conocido los hombres, sea cual fuere su clase, edad y condición […] Esos “populistas” han enseñado a abuchear incluso a los más callados»[11]. Pero por encima de todo, César se había ganado la enemistad eterna de un rival decidido: Catón.

El adusto y tenaz senador seguía dispuesto a impedir a toda costa que César siguiera acumulando poder y en aquel momento creía tener el arma que necesitaba. Catón aseguró a sus aliados que tenía causa suficiente para juzgar a César en los tribunales por las ilegalidades cometidas durante su consulado. Lo cierto era que mientras César fuese funcionario, Catón no podía hacer nada contra él. Pero en cuanto terminase su mandato en la Galia y regresara a Roma, César sería llevado ante un tribunal como un delincuente común.

Pero los planes revanchistas de Catón se referían a un futuro lejano. Cuando César partió hacia la Galia en la primavera de 58 a.C., él y su aliado Pompeyo parecían intocables. Los cónsules y tribunos elegidos aquel año eran amigos leales, lo que permitía confiar en que no se revocaría toda la legislación que habían aprobado. Los dos hombres también habían sellado su alianza al viejo estilo aristocrático. César había ofrecido a Pompeyo en matrimonio a su única hija, Julia, y en la primavera de 59 a.C. el anciano general desposó formalmente a su encantadora y joven novia.

Pero la alianza entre los dos hombres estaba a punto de sufrir una dura prueba. Pues mientras Pompeyo permanecía en Roma rodeado de enemigos que ansiaban su muerte, César iba a conquistar una gloria inimaginable. Y con esa gloria llegaría un poder inimaginable.

EL EQUILIBRIO DE PODER

Entenderemos un poco la condición de la Galia Transalpina, una pequeña provincia que abarcaba lo que hoy es el sur de Francia, si sabemos que actualmente se llama Provenza. Los romanos llamaban «Galia peluda» al territorio que quedaba al norte, debido a los horribles y desaseados bárbaros que al parecer vivían allí. El hecho era que aunque el Senado romano había declarado oficialmente «Amigos del Pueblo Romano» a algunos jefes de las tribus más poderosas, y aunque algunos osados mercaderes romanos habían viajado por el Ródano y el Garona para abrir nuevos mercados vinateros, los fríos y húmedos bosques del norte eran como una amenaza desconocida para la mayoría de los romanos civilizados. Peor aún, según muchos era la región más peligrosa para los intereses de Roma[12].

¿Qué producía aquel temor? En 390 a.C., las hordas de los salvajes galos habían conseguido lo que no había llegado a hacer ni siquiera el gran Aníbal. Arrasando Italia a su paso, habían llegado a saquear la ciudad de Roma. El viejo temor romano se había revivido dolorosamente en 102 y 101 a.C., cuando las entrenadas y bien organizadas legiones de Mario habían defendido Italia con todas sus fuerzas de otra feroz invasión de tribus galas y germanas. Pero durante el gobierno de Julio César iba a terminar el legendario temor a la Galia.

Cuando César llegó a la Galia, no tenía instrucciones ni autoridad legal para declarar la guerra. Además, el año anterior habían aprobado una ley para frenar las acciones arbitrarias de los gobernadores provinciales. César debía de conocerla bien, pues era él quien la había ideado y propuesto, siendo cónsul. Sin embargo, aun respetando sus propias leyes populistas, César calculaba concienzudamente el momento de saltárselas. En 58 a.C., la tribu de los helvecios abandonó la tierra que ocupaba en la actual Suiza y pasó cerca de la provincia de César. En respuesta, el procónsul apostó deliberadamente a su ejército dieciséis kilómetros más allá de los límites de su provincia, obstaculizando el camino de la tribu itinerante. Los helvecios mordieron el anzuelo y atacaron a los romanos. Para el caudillo romano fue un regalo. César aprovechó inmediatamente una laguna jurídica consagrada por la tradición: dijo que estaba defendiendo la república de una agresión y reparando la ofensa cometida contra su dignidad[13].

César reunió a sus tres legiones apostadas en Aquilea, al norte de Italia, y a dos legiones más de la Galia Cisalpina, y rápidamente dio una dura lección de guerra a los helvecios. En el Senado hubo revuelo, siendo Catón el que más gritaba. César, dijo, estaba obrando a su antojo: instigando ilegalmente guerras con tribus independientes que no eran súbditas de Roma; reclutando ilegalmente tropas y llenando sus legiones de soldados que no eran ciudadanos de Roma; y concediéndoles ilegalmente la ciudadanía. Se estaba convirtiendo en su propio juez y jurado, amontonando delito tras delito contra la república.

La realidad era que, con la guerra contra los helvecios, César había expresado claramente cuál iba a ser su proceder como gobernador de la Galia. Por cualquier motivo, por cualquier pretexto, por exiguo que fuera, declararía la guerra a las tribus galas situadas más allá de su provincia, hasta que toda la Galia, toda aquella tierra septentrional, desconocida, oscura y siniestra, estuviese completamente pacificada y sometida al dominio romano. En el transcurso de los ocho años siguientes, César se dedicó a cumplir este cometido con confianza y ambición sin límite.

En 57 a.C. demostró a los galos el extraordinario poder de sus legiones derrotando a la tribu de los belgas. Se creía que habían sido los galos más duros y valientes, porque vivían en el norte, «muy lejos de la cultura y la civilización de la Provincia»[14]. Cuando dos tribus germánicas, los usipetos y los tencteros, cruzaron el Ródano en 55 a.C. y atacaron a los romanos, César no se limitó a dirigir a su ejército en la batalla y a hacer pedazos a un contingente enemigo de 400 000 hombres, sino que aprovechó la retirada de los supervivientes hacia Germania para poner en marcha quizá la acción más arriesgada de su mandato.

César ordenó a los ingenieros de su ejército que construyeran un puente que atravesara el Rin, que tenía 350 metros de anchura. Nunca se había pensado siquiera en una hazaña de ingeniería semejante, y mucho menos intentado. Pero cuando los romanos comenzaron a arrastrar troncos hasta el lecho del río para sobrepasarlo, fue como si pudieran controlar a la misma Madre Naturaleza. Terminado el puente, César cruzó el río con su ejército e invadió el país extranjero. Las tribus germánicas de los suevos y los sicambros, que nunca habían visto un puente, estaban tan atemorizadas por aquella hazaña descabellada que se escondieron en la profundidad de los bosques. César incendió y saqueó las tierras de los alrededores y dijo a los supervivientes que transmitieran a las tribus germanas un mensaje muy claro: que nunca volvieran a ser hostiles a Roma. Luego, tan rápidamente como habían llegado, su ejército y él desaparecieron y volvieron a la Galia, desmantelando el puente por el camino. La proeza había durado veintiocho días.

Sabemos lo que hizo César por su propia descripción de los hechos en sus célebres Comentarios a la guerra de las Galias. Construyó un puente porque consideraba que cruzar el río en barca estaba por debajo de «su dignidad»[15]. La dignitas era la principal y primera cualidad de un político romano patricio, y estaba enraizada en un sentido histórico del valor, el rango y el prestigio. Cuanto más antigua y aristocrática era una familia romana, mayor era la dignidad acumulada y más alto tenía que estar el punto al que ese sentido del valor estaba sujeto. El agudo sentido de la dignidad que tenía César había sido fundamental para medrar en el funcionariado, había motivado sus acciones como cónsul y ahora le estaba conduciendo a hazañas y gloria aún mayores en la Galia. Y para coronar estos logros en el extranjero, en 55-54 a.C. preparó una flota, atravesó el canal de la Mancha y lanzó una invasión sobre Britania, una tierra que muchos romanos ni siquiera creían que existiese. Durante el segundo intento se quedó en Britania durante el verano, llegando hasta el río Támesis y consiguiendo el tributo de varias tribus britanas. Aunque no se estableció ninguna base romana, César había vuelto a expresar espectacularmente por dónde iban sus ambiciones.

El resultado fue que César se construyó una plataforma de poder sin precedentes tanto en el interior como en el extranjero. En Roma, las noticias de sus hazañas emocionaban y deleitaban al pueblo: con ellas se confeccionaban cuentos maravillosos, historias de aventuras y las típicas fábulas con que los padres romanos tratarían de aleccionar a sus hijos. César estaba representando para ellos el mayor espectáculo del mundo y el escenario era la Galia: enemigos antiguos y bárbaros estaban siendo derrotados y ni los ríos ni los océanos podían detener el largo brazo del poder romano. A finales de 53 a.C., César pudo anunciar que toda la Galia estaba «pacificada». En consecuencia, no sólo recuperó la gloria, sino que la gloria se disparó[16].

Pero César no se durmió en los laureles de sus hazañas extranjeras para extasiar al pueblo, sino que también desempeñó un papel activo. Cada invierno montaba el campamento tan cerca de la frontera de Italia como lo permitía la amplitud de su provincia. Desde allí hacía circular noticias sobre regalos y beneficios extraordinarios para el pueblo romano. El número central fue el anuncio de que en el corazón de Roma iba a construirse un nuevo Foro, pagado con el botín de la Galia[17]. También entraban a raudales en Roma regalos de una naturaleza más personal. Gracias a los sobornos y a las cartas de recomendación, César influía en la elección de magistrados de ideas afines, dispuestos a ayudarle y a defender su nombre. La corriente también fluía en la dirección opuesta. Jóvenes ambiciosos que buscaban la oportunidad de hacerse ricos y el triunfo militar llegaban en número cada vez mayor al lugar donde estaba la auténtica acción: con César, en la Galia, en campaña. Pero aunque César supo atraerse a la facción más dinámica de la política, Catón y sus aliados constitucionalistas se consolaban pensando que al menos tenían bien fichados a aquellos oponentes. Llevaban décadas luchando contra los populista en el Foro y en el Senado. Pero para lo que no estaban preparados, y que era nuevo y mucho más amenazador para sus intereses, era para la base de poder que César tenía en el extranjero: el ejército.

A pesar de toda la lucha populista, el contencioso de los ciudadanos-soldados que tras servir en largas campañas descubrían que no tenían tierras a las que regresar no se había resuelto satisfactoriamente con la reforma agraria. Los veteranos desmovilizados de Pompeyo pudieron instalarse en parcelas durante el consulado de César, pero fueron la excepción y no la norma. Para colmo, las reformas del ejército habían empeorado el problema de los soldados desarraigados: en 107 a.C., el general Mario había aumentado el número de reclutas aboliendo el requisito de ser propietario, pero el resultado fue que las legiones se llenaron de hombres que no tenían interés alguno por la república. Su única esperanza de riqueza era el salario militar y la oportunidad de conseguir botines en campaña. En la Galia, César podía proveer de ambas cosas en grandes cantidades. El resultado fue la creación de una relación de nuevo cuño, interdependiente y muy peligrosa, entre el general y sus hombres. Los soldados ya no eran leales a la república y su vieja ideología de libertad. Sólo eran leales al benefactor que en aquel momento era responsable de sus intereses: el general. El historiador Salustio lo explica con concisión:

Quien busque el poder no tendrá mejor ayuda que la del hombre más pobre, porque no se siente vinculado a su propiedad, dado que no tiene ninguna, y estima honorable todo aquello por lo que se le paga[18].

Otro tanto y con más razón podía decirse de los germanos y los galos a los que César estaba reclutando. Estos reclutas nunca habían puesto el pie en una provincia romana y mucho menos en la capital. Con el tiempo, las legiones de César pasaron de las tres autorizadas para su proconsulado a diez, lo que supuso tener en la mano el arma más peligrosa que se había visto hasta entonces: un contingente de no menos de 50 000 soldados endurecidos en la batalla, y todos entusiastas de su jefe. No es de extrañar que Catón y sus aliados nobles trataran de poner fin a su poder. Pero César supo acabar con la primera intentona, incluso desde la lejana Galia.

En 56 a.C., un senador llamado Lucio Domicio Enobarbo anunció que se estaba preparando para presentarse al consulado con la idea de despojar a César de su mando en la Galia. Mientras tomaba el pulso a la política romana, César neutralizó rápidamente esta amenaza renovando su alianza con Pompeyo. En una reunión celebrada en Luca, en el norte de Italia, animó a éste y a su aliado Craso a presentarse a las elecciones y ganar a Enobarbo el consulado. Estarían entonces en posición de ayudar a César: con leyes propuestas por ellos en la asamblea popular podían conseguir que a César se le prorrogara el mando otros cinco años. A cambio, Pompeyo y Craso podrían consolidar su poder y su independencia del Senado con lucrativos gobiernos proconsulares en el extranjero. Todos consiguieron lo que querían.

Catón, en Roma, se percató rápidamente de las negociaciones de trastienda que había entre César y Pompeyo y animó a Enobarbo a que no se rindiera, sino que compitiera en las elecciones con uñas y dientes. «No estamos peleando por un simple cargo —dijo Catón—, sino para liberarnos de nuestros opresores»[19]. El día de la votación, los veteranos de Pompeyo volvieron a apalear a Enobarbo y a Catón, impidiéndoles entrar en el Campo de Marte, y pusieron en fuga a sus partidarios. Pompeyo y Craso fueron elegidos cónsules en 55 a.C. y César volvió a estar tranquilo. La amistad y la alianza de César con Pompeyo habían salvado la situación. Pero cuando Catón y sus aliados lanzaran otro ataque contra César, el general no tendría tanta suerte.

En 52 a.C. hubo un giro inesperado en las relaciones de César y Pompeyo. Aquel año se manifestó el peor defecto del carácter de Pompeyo. El deterioro de la alianza había comenzado dos años antes. La esposa de Pompeyo e hija de César, Julia, había muerto al dar a luz y el hijo había seguido a la madre al cabo de unos días. Llenos de dolor, los dos se dieron cuenta de que se había roto el vínculo clave que había fortalecido su alianza con algo más que razón política. Mientras César recibía la triste noticia en la Galia, en Roma se llegó a comentar tanto la profundidad del desproporcionado amor de Pompeyo el Grande por Julia que incluso sus enemigos del Senado se apiadaron brevemente de él[20].

Pero se necesitaba un cataclismo mayor para que los conservadores buscaran activamente el apoyo del hombre al que tanto tiempo habían temido y del que tanto tiempo habían recelado. Este suceso comenzó con el asesinato de Publio Clodio Pulcher, un aliado de César. Como tribuno de la plebe, Clodio se había afianzado como principal agitador y benefactor de la plebe urbana. En esta puja por el poder, el momento le fue oportuno: a mediados de los años cincuenta a.C., los senadores, anegados en un lodazal de acusaciones de soborno y corrupción, cada vez estaban más desacreditados. La brillante y polémica carrera de Clodio sugería que, después de todo, quizá el pueblo no quisiera la libertad, sino sólo amos justos y generosos[21]. Cuando fue apuñalado en una calle, en una trifulca con un grupo rival, su muerte produjo una explosión de furia en toda la ciudad. Sus partidarios, un variopinto ejército de tenderos, pícaros, comerciantes, y los pobres y necesitados de los barrios bajos, unidos por el dolor, salieron a millares a las calles de Roma. Bajaron desde el Foro y procedieron a construir una pira funeraria para su ídolo. ¿Lugar? El Senado. ¿Combustible? Los bancos de madera de los senadores. Nadie podía detenerlos. Mientras el Senado ardía hasta los cimientos, la revuelta se extendió por toda la ciudad.

En 107 a.C., a finales ya de la república, no había ningún cuerpo de policía. Para sofocar la situación de emergencia y restaurar el orden, los alarmados senadores buscaron la ayuda del único hombre capaz de reunir la autoridad y los recursos humanos necesarios. Aquel hombre era la persona a quien la mayoría conservadora tanto había despreciado y del que tanto había recelado: Pompeyo el Grande. Con el Senado convertido en un esqueleto desolado y calcinado, los nobles se tragaron el orgullo y se reunieron en un edificio anexo al flamante anfiteatro de mármol que Pompeyo había construido. Era un lugar adecuado para la reunión. Allí, el senador Bíbulo propuso que se concediera un cargo nuevo a Pompeyo el Grande, el ciudadano más capaz de la república: el consulado individual, con poderes excepcionales para terminar con la anarquía que estaba destruyendo la ciudad. En una vuelta de tuerca aún más sorprendente, Catón, mordiéndose la lengua, se puso en pie y alentó a sus colegas a que accedieran a la propuesta. Aunque a regañadientes, el jefe de los constitucionalistas estaba dándole la mano a su viejo enemigo[22].

Esta invitación fue, secretamente, del agrado de Pompeyo. Que fuera el héroe del pueblo, el general más grande de Roma y el agente en el poder tras el ascenso de César, no era suficiente. La realidad era que Pompeyo siempre había querido pertenecer a la institución senatorial. Pero quería que los senadores le aceptaran una condición: que reconocieran su extraordinaria habilidad, su preeminencia en la república, «su posición especial». Pero reconocerle todo esto iba contra el instinto y la fibra de todo senador noble. Era contrario a su firme creencia en la igualdad de la aristocracia romana, a su convicción de que el límite de todo poder eran las elecciones anuales. Sus antepasados habían fundado la república cuando expulsaron a los reyes. ¿Por qué iban a querer a otro? Pompeyo siempre había estado marginado, en la intemperie. Ahora, por fin, la puerta se había abierto parcialmente. ¿Qué haría el gran general?

Aunque Pompeyo parecía modesto y sin pretensiones, un inteligente contemporáneo ya había calado sus intenciones: «Es capaz de decir una cosa y pensar otra, pero no es lo bastante inteligente para mantener ocultos sus auténticos objetivos»[23]. Pompeyo aceptó el mando y sus tropas entraron ordenadamente en Roma. Diez años después de su extraordinario y triunfal regreso del este, la estrella de Pompeyo el Grande brillaba de nuevo. ¿Eclipsaría a la de su viejo aliado? La respuesta no tardaría en llegar.

ALESIA

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