Roma

Roma


Las siete colinas de Roma » II. César

Página 9 de 26

Mientras César esperaba noticias sobre Pompeyo en su base de invierno, cerca de la frontera con Italia, en el resto de la Galia la noticia sobre la anarquía que reinaba en Roma se extendió como un reguero de pólvora. Los cabecillas de las tribus galas se reunieron en un lugar secreto del bosque. Exagerando los rumores de que Roma estaba al borde del colapso, dieron con una posibilidad: aprovechar la ausencia de César de los campamentos del norte y rebelarse contra sus opresores romanos cuando más debilitados estaban[24]. No había tiempo que perder. Los carnutos juraron tomar la iniciativa y cumplieron su palabra. Cayeron sobre el poblado de Cenabum y mataron a sus ciudadanos romanos. En cuanto otras tribus se enteraron de la noticia, corrieron para ayudarles. Los arvernos tuvieron el honor de estar a las órdenes de un joven noble que se convertiría en jefe de la rebelión. Se llamaba Vercingetórix.

Por medio de embajadas, Vercingetórix pronto estableció alianzas con los senones, los parisios, los cadurcos, los turones, los aulercos, los lemovices, los andes y todos los pueblos galos de la costa atlántica. Se recaudó dinero y se organizaron ejércitos. Vercingetórix demostró rápidamente que tenía la disciplina y determinación que correspondían a sus dotes organizativas. Para escarmentar a los indecisos, cortó orejas, sacó ojos e incluso quemó en la hoguera. César observaba respetuosamente: «En las órdenes que da combina la atención extrema con la extrema severidad»[25]. En pocas palabras, Vercingetórix ponía en práctica las virtudes que más admiraba César: las de un romano. Vercingetórix fue nombrado jefe de la liga de tribus galas y unas semanas más tarde casi todas las tribus del centro y el norte de la Galia se habían unido a la rebelión.

César respondió con la rapidez del rayo. Separado de sus legiones del norte, marchó hacia el sur por territorio enemigo, guarneció su provincia en previsión de un ataque inmediato y volvió al norte para reunirse con sus dos legiones en los cuarteles de invierno. Que consiguiera estabilizar la situación fue lo más extraordinario, porque corría lo más crudo del invierno y en la Galia central tenían dos metros de nieve[26]. Los ríos se habían congelado, los bosques eran impenetrables barreras de hielo, y cuando subía la temperatura, bajaba tanta agua de las montañas que las vegas se convertían en lagos[27]. A pesar de estas desventajas, cuando César consiguió reunir a todo su ejército, comprendió que aquella rebelión general representaba una oportunidad única para él: aplastar la resistencia y pacificar la Galia de una vez para siempre.

Con esta idea en la cabeza, César infligió un revés tras otro a los aliados de Vercingetórix, que, en respuesta, cambió de táctica y decidió, no derrotar a César en la batalla, sino matar de hambre a los romanos destacados destruyendo la comida de las poblaciones cercanas a ellos. El encuentro decisivo en la guerra de voluntades de los dos hombres tuvo lugar finalmente en verano de 52 a.C., cuando Vercingetórix, derrotado en batalla abierta, retiró su ejército a la ciudad de Alesia.

Alesia estaba sobre una meseta, pero a pesar de sus eficaces defensas naturales, César no vaciló en sitiar la ciudad construyendo una enorme e impenetrable muralla a su alrededor. Medía 18 kilómetros y conectaba veintitrés plazas fuertes y ocho campamentos. En el lado oriental había además tres trincheras de unos seis metros de anchura y de profundidad cada una. César ordenó que llenaran de agua la trinchera más cercana al enemigo. A este fin desviaron los dos ríos que fluían a ambos lados de la ciudad. Después de seis años de campaña, preparar el terreno y construir las murallas y las torres de vigilancia eran labores rutinarias para los bien entrenados soldados de César, pero la escala y la concepción del asedio siguen impresionando incluso en nuestros días. Sin embargo, César aún no había terminado. Cuando supo por desertores galos que Vercingetórix estaba esperando refuerzos, ordenó que construyeran detrás de la primera otra muralla para proteger a los sitiadores romanos de los ataques por la retaguardia. Esta muralla exterior tenía unos 22 kilómetros de longitud.

Dentro de la ciudad, Vercingetórix decidió esperar a que llegaran los refuerzos antes de lanzarse al ataque. Pero sabía que el tiempo obraba en su contra. Los galos tenían provisiones para treinta días justos[28]. Conforme pasaban las semanas, las raciones eran menores. Cuando casi se habían acabado y los refuerzos seguían sin aparecer, se convocó una reunión en la que algunos cabecillas propusieron una solución espeluznante: sobrevivir alimentándose de la carne de los demasiado viejos para luchar. Vercingetórix rechazó el plan y le presionaron para que encontrara una vía de escape. Y eso hizo. El resultado de aquella batalla decidiría el destino de la Galia para siempre, dijo. Rendirse sólo significaba una cosa: el fin de la libertad para los galos. Si querían ganar la batalla era vital ahorrar las raciones que quedaban para los que tenían que luchar. Al final decidió entregar las mujeres, los niños y los ancianos a los romanos. Sabía que César se vería obligado a hacerse cargo de los prisioneros y a alimentarlos, lo que reduciría las provisiones del enemigo.

Pero Vercingetórix no había contado con la implacable determinación de César. Mientras millares de galos salían a empujones por las puertas de la ciudad, suplicando a los romanos que los acogieran, César y Vercingetórix se vieron las caras. Ninguno de los dos parpadeó, y durante los días siguientes todos y cada uno de aquellos niños, mujeres y ancianos fueron muriendo de hambre y de frío, atrapados entre las murallas de la ciudad y las del sitio romano. Un autor de la antigüedad dijo que durante la conquista de la Galia murió más de un millón de galos y otro millón acabó en la esclavitud[29]. Casi todos los estudiosos actuales creen que estas cifras son exageraciones. A pesar de todo, en ellas se vislumbra la formidable y terrorífica frialdad de la decisión de César en Alesia, los extremos a los que estaba dispuesto a llegar en nombre de su dignidad y la del pueblo romano.

Los refuerzos galos llegaron por fin y se agruparon en las montañas que daban a la llanura. Eran más de 200 000 infantes y 8000 jinetes. Y aquel caluroso día de verano de 52 a.C. los dos ejércitos galos se lanzaron en tromba para atrapar a los romanos: los aliados atacaron la muralla exterior mientras los hombres de Vercingetórix salían de la ciudad y atacaban las fortificaciones interiores. Los gritos de los aliados galos resonaban y se repetían dentro de Alesia. Los romanos se desplegaron a lo largo de sus murallas y soportaron bastante bien los primeros días de combate. Pero la caballería romana no salió tan bien parada y se salvó gracias a que la caballería germana auxiliar puso en fuga a los galos. Cuando caía la noche, los galos bajaban de la montaña amparados en la oscuridad y llenaban las trincheras de tierra; al amanecer, intentaban de nuevo abrir una brecha en la muralla romana para reunirse con sus aliados. En una ocasión fueron recibidos por descargas de piedras lanzadas con hondas y catapultas y por estacas ocultas en el suelo. El tercer día los espías dijeron a los galos que habían descubierto un punto débil en el campamento romano que se alzaba en una ladera.

Los refuerzos de la caballería gala se reunieron inmediatamente en la cima de la montaña y atacaron desde arriba, mientras lo hombres de Vercingetórix volvían a atacar la muralla por abajo. Los romanos, aterrorizados por el ruido de ambos lados, se estaban quedando sin fuerzas, sin personal y sin armas. Fue el momento crítico de la batalla y ambos bandos lucharon con la máxima ferocidad. César recorría a caballo la muralla para animar personalmente a sus hombres, gritándoles y explicándoles que «todo el fruto de su labor dependía de aquel día y de aquella hora»[30]. Finalmente, desplegó las reservas de caballería para atacar a los galos por la retaguardia y, poniéndose en cabeza, se lanzó a la frenética batalla.

Cuando el color escarlata de su capa anunció su llegada, brotó un rugido de las defensas romanas. Se había dado la vuelta a la tortilla y ahora eran los galos los que estaban atrapados entre los romanos. Cuando vieron llegar la caballería romana, dieron media vuelta y huyeron. El ejército de Vercingetórix, que aún estaba dentro de Alesia, vio cómo el gran ejército aliado era totalmente aplastado y se desvanecía «como un fantasma o un sueño»[31]. La descripción del final de la batalla que da César es propia de su laconismo: «Luego hubo matanzas en masa»[32]. Sólo el agotamiento impidió que los soldados romanos persiguieran y mataran a más personas.

Superado en número, César se había basado en su atrevido genio táctico, en la eficacia de aquel asedio sin precedentes y en la valentía de sus hombres para llevar a cabo una de las mayores victorias de la historia romana. Aunque quedaban algunas bolsas de resistencia por aplastar, la Galia era ya romana, una provincia más de un vasto imperio. Con el tiempo proveería a Roma con un tributo anual de 40 millones de sestercios[33].

La conquista de la Galia también aportó al procónsul inmensas riquezas personales, así como una gloria sin parangón a los ojos del pueblo romano y una fuerza casi privada de diez legiones dispuestas a hacer cualquier cosa que les pidiera. Catón lo sabía, sus aliados en el Senado lo sabían e incluso Pompeyo lo sabía. Este conocimiento sólo generaba inquietud, pues la cuestión que en aquellos momentos predominaba en la mente de César era cómo hacer algo que ningún otro romano, ni siquiera Pompeyo el Grande, había conseguido: traducir aquel poder en poder en Roma.

El día siguiente de la derrota de los galos en Alesia, presentaron a César setenta y cuatro estandartes galos. Vercingetórix en persona salió a caballo de la ciudad, resplandeciente con su broncíneo casco con repujados de figuras animales, la coraza de hierro y el cinturón de láminas de oro. Deteniéndose ante César, se desnudó, le entregó la lanza y la espada y se tendió boca abajo en el suelo, en señal de rendición total[34]. El gran adversario de César había sido derrotado. Pero incluso en aquellos momentos César sabía que la verdadera confrontación no se había producido aún.

EL RUBICÓN

Cuando los despachos de César llevaron a Roma la noticia de la victoria, el Senado decretó veinte días de celebraciones públicas, algo que no había sucedido nunca. César también contribuyó a los festejos: pagó unos combates de gladiadores, además de un fastuoso banquete público en memoria de su hija. Para dar la impresión de que era un regalo especial para el pueblo romano, hizo que parte de la comida se preparase en su casa. Y no dejó pasar ninguna oportunidad de ser generoso. Se repartió grano «sin límite ni medida» entre la plebe y se concedieron créditos a bajo interés a los necesitados de dinero. Los senadores y équites (categoría inferior a senador) que tenían deudas, así como los esclavos y libertos acusados de delitos, todos se aprovecharon de la generosidad de César[35].

Más tarde habría banquetes de una especie más cerebral. Los ocho libros de sus Comentarios a la guerra de las Galias fueron publicados en 50 a.C. Esta obra glorificaba sus impresionantes hazañas, eclipsando la memoria colectiva de las conquistas de Pompeyo en Oriente. Copiadas y distribuidas con facilidad, serían un golpe de relaciones públicas como ningún otro. También pusieron de manifiesto que César no era sólo un general inigualable, sino también un maestro de la técnica literaria. Escritas en un lenguaje claro como el cristal, fácil de citar y accesible a la mayoría, el escrito de César recordaba a todos los lectores las sutilezas de su mente. Incluso llegó a escribir un ensayo sobre gramática. Pero los Comentarios a la guerra de las Galias también eran una oportuna forma de recordar el principio político que defendía César: «Todos los hombres, por naturaleza, desean la libertad y detestan la condición de esclavo»[36]. Y pensando en la libertad del pueblo, al menos en la del pueblo romano, hizo los preparativos para regresar a Roma y enfrentarse a sus enemigos del Senado.

Las líneas de batalla del viejo conflicto entre César y los conservadores de Catón se habían concentrado alrededor de una cuestión de palpitante actualidad: ¿cuándo dejaría César el mando? César sabía que en cuanto pasara a ser ciudadano particular, Catón se abalanzaría sobre él y lo procesaría por sus presuntos delitos como cónsul en Roma y como procónsul en la Galia. Pero la idea de que el hombre que había sudado sangre para conquistar la Galia a mayor gloria y beneficio de la república fuera tratado como un delincuente vulgar resultaba intolerable para el interesado. ¿Quién era el quejica de Catón para decirle a César lo que tenía que hacer? Semejante perspectiva estaba muy por debajo de la dignidad de César.

Sólo había una manera de eludir la trampa de Catón: presentarse de nuevo al consulado. No era costumbre ostentar el cargo más de una vez en diez años, pues chocaba con el principio republicano del poder compartido. Así, con la intención de presentarse al cargo para el año 49, César reunió a todos sus aliados de Roma para superar en número a los conservadores del Senado y propuso una ley especial dirigida al pueblo. La ley en cuestión prorrogaría su mandato en la Galia hasta 49 a.C. y le permitiría presentarse al cargo sin poner siquiera los pies en la ciudad. Aunque sus enemigos del Senado la abuchearon, era tal la popularidad de César en aquellos momentos que los diez tribunos de la plebe apoyaron la ley, que fue aprobada en 52 a.C. Pero la ley fue sólo el principio del debate.

Con el paso de los meses, el mandato de César sufrió un ataque tras otro. Cada vez que un senador trataba de revocar la ley y despojarle del mando, un tribuno vetaba la moción. «Ya conoces la rutina —escribía un observador contemporáneo—. Hay que tomar una decisión sobre la Galia. Uno dice que lo veta. Luego se levanta otro […] Así tenemos asegurada la farsa durante un largo rato»[37]. Como empujados por una fuerza centrífuga, los miembros de la minoría aristocrática se vieron obligados a elegir un bando. La camarilla de cesaristas, jóvenes, ambiciosos y cada vez más numerosos, creían que César era el más fuerte, que la reforma de la república y de los corruptos y desacreditados senadores era primordial y, sobre todo, que con él habría recompensas políticas y financieras. Mientras tanto, Catón congregó a los senadores tradicionalistas bajo el lema de la defensa de la constitución. Llegaron en tropel. Las insólitas exigencias de César permitieron a Catón presentarlo como un posible tirano, como un hombre dispuesto a destruir la república, un hombre que estaba acaparando el poder movido por su grotesca codicia y su ambición. Pero en lo de elegir bando, había un hombre que todavía no había descubierto su juego.

Desde que era cónsul único, Pompeyo se había comportado con su viejo aliado con una gran ambivalencia. En 52, durante sus últimos meses de mandato, había utilizado su influencia para apoyar una propuesta de diez tribunos que garantizaba a César el privilegio especial de presentarse al consulado in absentia. Pero el cálido acercamiento de los constitucionalistas aristócratas y su nombramiento para el consulado individual le habían convencido de que el camino para obtener poder y respeto no dependía exclusivamente de César y sus formas poco convencionales. Por eso, cuando, tras la muerte de Julia, César le ofreció en matrimonio a su sobrina nieta Octavia, Pompeyo la rechazó de plano.

La esposa que finalmente eligió era bella, graciosa y cultivada en literatura, música, geometría y filosofía. El enlace causó un gran escándalo, porque la novia tenía la mitad de años que Pompeyo. Pero Cornelia no era sólo la mujer que quería Pompeyo, sino también la que le daba un lugar en la alta sociedad, pues la sangre que corría por sus venas no podía ser más azul. Era hija de Quinto Cecilio Metelo Escipión, descendiente de una de las grandes familias patricias de Roma, una familia que podía presumir de tener entre sus antepasados a Publio Escipión, el ejecutor de Aníbal; una familia que estaba en el mismo corazón de la institución senatorial.

Así pues, mientras en teoría estaba restaurando el orden en las calles de Roma, Pompeyo se había puesto las guirnaldas nupciales y se había casado con Cornelia. Como para dejar bien claro lo cómodo que estaba entre los constitucionalistas, en agosto de 52, cuando la paz había vuelto a las calles de Roma, Pompeyo renunció voluntariamente al consulado individual antes de que acabara el mandato e invitó a su suegro, Metelo Escipión, a ser su colega en un consulado dual[38]. El antiguo gángster se estaba comportando ahora como una columna de la respetabilidad republicana. Catón supo que tenía a Pompeyo donde quería. Y se preparó para saltar sobre su presa.

En un intento por crear una brecha inequívoca entre Pompeyo y César, comenzó una intensa presión ofensiva. Mientras los cónsules de 51 a.C. atacaban a César públicamente en el Senado por aferrarse a su mandato, Catón se dedicaba en privado a Pompeyo y explotaba la inseguridad del general. César era entonces un hombre mucho más poderoso que Pompeyo, le decía. ¿Pompeyo el Grande iba a quedarse sentado, viendo como su viejo aliado volvía a Roma al frente de un ejército para decirle a todo el mundo lo que tenía que hacer? ¿Qué derecho tenía César a darles órdenes? No había dignidad humana mayor que la de la república. Las pedradas de Catón no tardaron en rendir frutos. En septiembre de 51 Pompeyo hizo una declaración. César, dijo, debía dimitir de su cargo en primavera del año siguiente y permitir que fuera nombrado un sucesor. Pompeyo sufrió presiones por este asunto: ¿y si uno de los tribunos de César vetaba la propuesta? «¿… y si mi hijo quiere golpearme con su cetro?»[39]. Con estas palabras, Pompeyo abandonó la tranquilidad de la barrera y rompió todos los vínculos con César.

Aunque los políticos conservadores tenían ya a su hombre fuerte, era necesaria una masiva demostración de amor y apoyo del pueblo para que Pompeyo se sintiera tal. Cuando se recobró de una seria enfermedad en Nápoles, los ciudadanos de toda Italia lo celebraron con sacrificios y banquetes. Mientras volvía a Roma, fue abordado por personas con guirnaldas y antorchas y que le arrojaban flores. El efecto de esta enorme celebración pública resultó embriagador, incluso cegador: «Pompeyo comenzó a sentir una confianza en sí mismo que iba mucho más allá de lo que podía basarse en hechos»[40].

La falta de contacto de Pompeyo con la realidad empeoró. El Senado solicitó que tanto él como César cedieran una legión para sofocar los disturbios de la frontera con los partos. Como César se había adueñado de una legión de más, ambas legiones debían proceder del ejército de César. La solicitud del Senado le dio la oportunidad de presentarse como amigo de la paz, como hombre que quería conseguir la solución de la crisis. Y César cedió voluntariamente las dos legiones. Cuando llegaron a Italia, un oficial llamado Apio se burló del ejército de César y de sus logros en la Galia. Pompeyo no necesitaba más tropas que aquellas dos legiones, dijo. Eran suficientes para contrarrestar la amenaza que César suponía. La confianza de Pompeyo aumentó todavía más. Había fortalecido fácilmente a César y ahora podía fácilmente derrocarlo. Cuando un senador, alarmado por la falta de preparación de Pompeyo, le preguntó después con cuántas legiones defendería la república si César marchaba sobre Roma, Pompeyo replicó serenamente que no había nada por lo que preocuparse. «Sólo tengo que dar una patada en el suelo —dijo— y acudirán ejércitos de infantería y caballería»[41].

A mediados de los años cincuenta, un aliado disoluto de César llamado Marco Celio Rufo declaró que el idilio de Pompeyo y César había terminado[42]. Sólo había dos palabras en los labios de todo romano, desde el esclavo hasta el recaudador de impuestos, desde el mendigo hasta el senador: guerra civil. Y mientras los dos bandos se aproximaban a la confrontación directa en la segunda mitad del año, la mayoría del Senado quería alejarse del precipicio. En noviembre, los senadores apoyaron la paz por 370 votos contra 22[43]. Pero eso sólo significaba una cosa: ceder ante los deseos de César. Para Catón era algo sencillamente impensable.

La debilidad del Senado sirvió para fortalecer la resolución de Catón y sus más cercanos aliados, moviendo incluso a los archiconstitucionalistas a emprender acciones sin autoridad legal. Tras la votación, el cónsul Cayo Claudio Marcelo exclamó: «¡Adelante! ¡Sed esclavos de César!» y salió bruscamente del Senado. Él y el otro cónsul fueron entonces a casa de Pompeyo, en las afueras de la ciudad, y con grandes ceremonias pusieron una espada en su mano. Con ella le ordenaban tomar partido contra César en defensa de la república y le concedían tanto las dos legiones acuarteladas en Italia como el derecho a reclutar más. Pompeyo hizo lo que pudo para no parecer el agresor y replicó solemnemente: «Si no hay más remedio…». Pero la verdad es que por entonces ya quería la guerra[44].

El primer día del año 49, César se presentó de nuevo como abogado de la paz, creyendo que tenía al Senado intimidado. El recién elegido tribuno Marco Antonio, portavoz de César en Roma, leyó una carta del procónsul: por sus muchos triunfos en la Galia, el pueblo romano le había concedido el derecho legal de presentarse a las elecciones in absentia. Aunque esperaba que este privilegio continuase, estaba dispuesto a deponer las armas con la condición de que Pompeyo también lo hiciera.

Uno de los nuevos cónsules, Lucio Cornelio Léntulo, se encargó de replicarle. No era el momento de ser débiles, dijo. Si los senadores cedían, a los cónsules no les quedaría más remedio que recurrir a Pompeyo y a su ejército. Él era la base de la seguridad de la república y si no obraban ya, no podrían confiar en la ayuda de Pompeyo más tarde. La mayoría quedó tan atónita por estas amenazas que cuando el suegro de Pompeyo, Metelo Escipión, se levantó y propuso que se fijara una fecha para que César depusiera las armas o fuera declarado enemigo del Estado, la mayoría del Senado estuvo de acuerdo. Cuando se presentó la moción en la asamblea popular, Marco Antonio la vetó y la situación siguió en punto muerto[45].

César lo intentó de nuevo. Si el Senado no deponía las armas, él no iba a renunciar a su cargo para entregarse y que lo procesaran. Pero sí estaba dispuesto a hacer concesiones. Propuso renunciar a las dos provincias de la Galia y a las diez legiones apostadas allí a cambio de conservar la provincia de Iliria y su legión. La oferta tropezó de nuevo con la oposición de Catón y su grupo. Por ningún concepto iba César a dictar condiciones al Senado, exclamaron. Así, el proceso político llegó a un callejón sin salida y la guerra fue inevitable. Los cónsules aprobaron un «ultimate decree» en el Senado. Ahora había que dar los pasos necesarios, dijo, para asegurar que la república no sufriera daño. Soltando amenazas e improperios a gritos, el cónsul Léntulo expulsó a Marco Antonio y sus seguidores de la Cámara del Senado[46].

Las vidas de los partidarios de César en Roma estaban en peligro. A Marco Antonio, Celio y el antiguo tribuno Cayo Escribonio Curión les dieron seis días para abandonar la ciudad o si no los matarían. Ellos se disfrazaron de esclavos y escaparon escondidos en carros. Una salida tan poco decorosa fue un final apropiado para el punto muerto, pues dio a César la prueba final de la injusticia del Senado, una última pieza de propaganda. Los desdeñosos, corruptos y arrogantes senadores habían vuelto a insultar la libertad del pueblo romano amenazando a los tribunos y violando la santidad de sus personas. Para ilustrar el tema, César hizo que sus amigos humillados desfilaran ante el ejército, vestidos aún con el disfraz de esclavos[47].

La acción se movió hacia el sur. El Rubicón es un pequeño río que en otro tiempo había señalado la frontera entre la Galia e Italia. Era contrario a la ley que los generales romanos destinados en provincias entraran con sus tropas en Italia, así que la decisión de cruzar el río con hombres de armas significaba una irrevocable declaración de guerra. Pero el 10 de enero de 49 a.C., tras oír las noticias de Roma, César envió al Rubicón un destacamento compuesto por sus soldados más audaces. Fue muy típico de él. Estaba en contra de concentrar a sus diez legiones al otro lado de los Alpes porque «pueden obtenerse mejores resultados con la sorpresa, arriesgándose y aprovechando la ventaja del momento»[48]. La tarde antes de partir del campamento para unirse a la avanzadilla, César estuvo viendo unos ejercicios de gladiadores. Luego se bañó, se puso la toga de su rango y se sentó a conversar educadamente con sus amigos mientras cenaban. Era como si no tuviera miedo. Cuando llegó la noche, se despidió tranquilamente de sus invitados y se marchó discretamente.

No se sabe dónde estaba el Rubicón, ni siquiera si existe todavía. Para aumentar el misterio, el río ni siquiera se menciona en los escritos de César. Sin embargo, todos los historiadores griegos y latinos han centrado su respectiva versión en el momento anterior al paso del Rubicón. Que se fijaran en este hecho refleja el interés del mundo antiguo por descubrir qué pasaba por la cabeza de César en aquel crítico momento. Algunos dicen que vaciló y casi perdió los ánimos, al pensar que iba a entrar en guerra con sus compatriotas[49]. Otros dicen que apareció un fantasma, le quitó la trompeta a un soldado y, soplándola con fuerza, cruzó al otro lado; César lo entendió como una señal e hizo lo mismo[50]. Pero todos están de acuerdo en que dijo: «La suerte está echada», y con estas palabras cruzó el río.

La república, con su antiguo sistema de elecciones libres, democracia y concordia entre las clases, estaba en manos de Pompeyo y César. Aunque no lo sabían aún, el objetivo por el que los dos bandos estaban luchando sería el mismo que acabarían destruyendo. La lucha por la libertad iba a resonar en todo el mundo romano.

LA LUCHA POR LA LIBERTAD

El avance de la decimotercera legión de César por Italia fue tan veloz y limpio como el del rayo. Pero igual de efectiva fue la inteligente campaña de César. Su lema era «clemencia». En menos de un día se plantó en Arímino (la actual Rímini); la ciudad abrió voluntariamente sus puertas y los ciudadanos se dirigieron a César sin la menor muestra de hostilidad. Otras ciudades, como Auximum, Asculum, Piceno y Corfinium, siguieron su ejemplo, aunque habían acuartelado tropas reclutadas en nombre de Pompeyo. Los enfrentamientos se desarrollaban siempre del mismo modo. Los oficiales pompeyanos hacían amago de resistir; una vez capturados, eran liberados inmediatamente y podían decidir en qué bando quedarse; casi todos los soldados se pasaban al ejército de César y éste mostraba su agradecimiento con las ciudades. El mismo general describió su ofensiva en una carta de la época: «he decidido mostrar toda la clemencia posible y reconciliarme con Pompeyo […] Que éste sea un nuevo estilo de conquista, hacer de la compasión y la generosidad nuestro escudo»[51]. Este estilo resultaría ser de lo más efectivo.

En Roma, los enemigos de César estaban muertos de miedo. Habían esperado que las clases respetables de las ciudades de Italia se levantaran como un solo hombre en defensa de la república. Pero mientras César continuaba con su guerra relámpago, sin una oposición significativa, se dieron cuenta rápidamente de que habían malinterpretado el punto de vista de la mayoría. El senador Cicerón estaba atónito por la brusca inversión que había experimentado el equilibrio de fuerzas entre Pompeyo y César:

¿Comprendes qué clase de hombre es ese en cuyas manos ha caído el Estado, qué astuto es, qué alerta y bien preparado está? Creo sinceramente que si no ejecuta a nadie ni confisca ninguna propiedad, quienes le temían acabarán siendo sus admiradores más entusiastas. Hablo mucho con gente de los pueblos y del campo. Sólo piensan en sus tierras, sus pequeñas casas de labor y sus inversiones. ¡Y mira cómo han cambiado las tornas! Temen al hombre en el que confiaban y aman al que temían[52].

También en el aspecto militar los constitucionalistas fueron pillados totalmente desprevenidos. Pompeyo no esperaba que César atacara tan rápidamente, pues creía que sus fuerzas no iban a llegar hasta la primavera[53]. Cegados por la arrogancia, los adversarios de César no habían terminado el reclutamiento de fuerzas en Italia, y las legiones hispanas de Pompeyo estaban muy lejos para llegar a tiempo. Las dos legiones que Pompeyo tenía dentro de las murallas de la ciudad no podían competir con las once de César.

En la facción senatorial estalló una epidemia de discusiones y recriminaciones rabiosas que acabó contagiando a su héroe. En realidad lo dejó paralizado. Un senador gritaba que la culpa de que César tuviera poder militar la tenía la vieja amistad de Pompeyo con su enemigo común. ¿Y dónde estaban aquellos ejércitos que iban a acudir al oír sus jactanciosas patadas en el suelo? ¿Cuántas patadas estaba dando Pompeyo ahora?[54] Hay una versión poética de la repercusión de la anarquía del Senado en las calles de Roma. Los magistrados se quitaban las túnicas, las gentes circulaban por las calles como almas en pena, con pesar y miedo, y los templos estaban llenos de mujeres quejumbrosas que se arrojaban al suelo y se tiraban de los cabellos[55]. Todos tenían miedo de ver a romanos luchando contra romanos, del imparable e implacable avance de César hacia Roma.

Finalmente, Pompeyo ideó un plan, aunque penoso y sorprendente para los oídos de los senadores. Para defender la república, dijo, era necesario abandonar Roma, evacuar sus legiones y poner rumbo al este, donde con la ayuda de sus aliados de Grecia acabaría de organizar su ejército. Sólo con el apoyo de los amigos del pueblo romano podría plantearse la posibilidad de enfrentarse a César, antes imposible. Todo el que se quedara, añadió Pompeyo, sería considerado traidor y partidario de César[56].

Aquella medida hundió aún más en la desesperación a los senadores. Aunque Pompeyo estaba proponiendo una retirada táctica, tenían la sensación de que estaba huyendo de un déspota. César les había obligado a aceptar aquel desdichado plan. Para colmo de humillaciones y frustraciones, sabían que tendrían que abandonar todo recuerdo físico de la querida república, los amados templos, morada de los dioses de la ciudad y, sobre todo, las propiedades de sus antepasados. ¿Qué era la república sino la ciudad de Roma?, decían a Pompeyo en son de queja. Catón iba y venía como en un velatorio, lamentándose y llorando por las pérdidas de los senadores y la suerte de Roma. Cicerón, que todavía no había decidido si quedarse o irse, se quejaba por la indignidad de tener que vagar «como un mendigo». Cualquier tratado de paz, escribió, era mejor que dejar la madre patria a merced de César y su banda de parias deshonrados y sin un sestercio[57]. A pesar de todo, se dieron cuenta de que estaban entre la espada y la pared, y no les quedaba más remedio que irse.

Así pues, casi todos los senadores, sus esclavos, sus amigos y sus empleados hicieron a toda prisa el equipaje en plena noche, llevándose todos lo que podían, «como si estuvieran robando a los vecinos», cerraron las casas a cal y canto, besaron el suelo, invocaron a los dioses y huyeron de Roma. Los cónsules ni siquiera tuvieron tiempo de hacer los habituales sacrificios. Los pobres se quedaron, muchos llorando, cariacontecidos y resignados a ser hechos prisioneros[58]. Daba la impresión de que César tenía razón: los ricos no se preocupaban por el pueblo, sólo por ellos mismos.

Pero pocos prestaban atención a los reproches del pueblo. Los pompeyanos formaban una inmensa columna de evacuados que avanzaba por las rectas carreteras que atravesaban el campo italiano. Su punto de destino era Brindisi; su objetivo, hacerse con la flota romana atracada allí y ponerse a salvo lo antes posible. El puerto de Brindisi estaba situado en el tacón de la bota de Italia, y era el punto desde donde la distancia a Grecia era más corta. También pasó a ser objetivo de César. Cuando se enteró de la estrategia de Pompeyo, supo que lo único que tenía que hacer para llegar a un final rápido e incruento era cortarle la retirada en el puerto. La carrera había empezado.

Cuando César llegó a Brindisi con sus seis legiones, Pompeyo había requisado ya varios barcos y evacuado a la mitad de su ejército. La otra mitad se había quedado con su general. El problema al que se enfrentaban era inquietante: defenderse de las legiones de César hasta que los barcos regresaran. César hizo el primer movimiento. Con su típica ambición y determinación, bloqueó inmediatamente el puerto de Brindisi cerrando la bocana con un puente de balsas. Pompeyo contraatacó inmediatamente requisando todos los barcos que pudo y construyendo sobre sus cubiertas torres de asalto de tres pisos. Desde esta gran altura sus legionarios atacaban y bombardeaban las barricadas con flechas, bolas de fuego y otros proyectiles[59].

Mientras la batalla del puerto se recrudecía, César consiguió una ligera ventaja y envió a uno de sus oficiales, Caninio Rebilo, a proponer negociaciones de paz. Pero si César esperaba que Pompeyo aceptase, no tardó en quedar decepcionado. El retirado general, que hacía más de diez años que no entraba en acción, prefirió jugársela. Creyendo que podía llevar a cabo una evacuación extraordinaria, despidió a Rebilo diciendo que sin la presencia de los cónsules no podía llegar a un acuerdo con el enemigo. César se dio cuenta de lo que había detrás de esta lamentable excusa. Su veredicto no fue precisamente sentimental: «César finalmente decidió abandonar estos repetidos y vanos esfuerzos para conseguir la paz, y librar la guerra en serio»[60].

Ante el alborozo de Pompeyo, los barcos que regresaban de Grecia aparecieron en el horizonte. Pronto llegarían al puerto. Mientras César organizaba a sus legionarios para lanzar un ataque frontal, Pompeyo hizo los preparativos para repelerlo y proteger la evacuación. Se parapetaron las puertas de la ciudad, cavó en las calles trincheras que llenó de estacas puntiagudas y apostó honderos y arqueros sobre las murallas. En la oscuridad de la noche, los soldados de Pompeyo subieron a los barcos y buscaron la forma de escapar. Los habitantes de Brindisi, furiosos por el trato que les había dado Pompeyo, tenían otros planes. Desde las azoteas indicaron mediante señales a los hombres de César que Pompeyo estaba preparándose para soltar amarras. Luego les ayudaron a subir por las escalas y a saltar por encima de las defensas, les indicaron dónde estaban las trampas y les enseñaron atajos para dirigirse al puerto. Atravesando precipitadamente la ciudad, los legionarios de César consiguieron finalmente alcanzar algunos esquifes y pequeñas embarcaciones y hundieron dos barcos de Pompeyo que estaban atacando el puente de César. Pero al hacerse de día, los demás barcos habían desaparecido[61].

Mientras las proas de sus naves cubrían de espuma el azul del mar Adriático, Pompeyo era consciente de que había escapado de las fauces del desastre y de que ya podía recurrir tranquilamente a los amigos y aliados, a los reyes, dinastías y potentados de Grecia y Asia, que le darían más hombres con que luchar contra César. Para Pompeyo era toda una sorpresa que el plan de abandonar Roma estuviera funcionando. Pero también César estaba en condiciones de reflexionar sobre lo que había conseguido hasta la fecha. En sesenta días y sin derramar una sola gota de sangre, se había convertido en el amo de toda Italia. Y si no hubiera sido por su falta de barcos, habría perseguido sin vacilar y atacado a Pompeyo y sus hombres, antes de que tuvieran tiempo de hacerse fuertes en el extranjero. Pero tras posteriores reflexiones, se dio cuenta de que no era el momento de perseguir a Pompeyo, pues de ese modo dejaría a la Galia y a Italia a merced de las cuatro legiones de Pompeyo que aún estaban en Hispania[62]. La verdad es que César se arriesgaba a perder todo lo que había ganado para la república si no se enfrentaba a esta amenaza inmediatamente. Y antes de reunir a todas sus legiones y marchar hacia el norte para derrotar al ejército hispano de Pompeyo, hizo un breve alto en el camino.

Cuando César entró en Roma, a finales de marzo de 49 a.C., no fue recibido por una multitud jubilosa que le vitoreaba y celebraba el regreso del héroe, sino por los rostros huraños de un población muda de terror. En esta guerra civil —se preguntaban—, ¿vería César a Roma como otra ciudad extranjera que tenía que capturar totalmente, para saquear sus riquezas y ofender a sus dioses?[63] Durante los diez días siguientes, a pesar de la ausencia de cónsules y pretores y de que nadie los reemplazó, César hizo lo que pudo para mantener una fachada de gobierno legítimo. Convocó una reunión del Senado en un templo y aparecieron unos cuantos senadores descontentos. Pero cuando les pidió que cooperasen en las gestiones de gobierno, vacilaron, pues aún no estaban dispuestos a tomar partido. Después de tres días de discusión y excusas, César, despreciando la debilidad de aquellos hombrecillos, renunció a la carta legal y obró según su propia dignidad[64].

Para enfrentarse a los ejércitos de Pompeyo y Catón, dijo César al Senado, necesitaba dinero del erario público. Un tribuno de la plebe llamado Metelo vetó la petición, aduciendo que iba contra la ley. César gruñó, abandonó precipitadamente la reunión y declaró que iba a llevarse el dinero de todas formas para librar la guerra contra los enemigos de la república. Como no encontrara las llaves del templo de Saturno, el general ordenó a sus soldados que las derribaran con un ariete. Pero el tribuno Metelo trató de detener a César poniéndose en medio. El político popular, el hombre cuya carrera había dependido por completo de los tribunos de la plebe y la defensa de sus sagrados derechos, obligó a Metelo a hacerse a un lado diciéndole: «Es más fácil matarte que discutir contigo»[65]. Las reservas de oro de la ciudad pasaron a manos de César. Pero antes de abandonar Roma, tuvo tiempo de cometer otra ilegalidad. Como si fuera un rey, nombró a un pretor para que se hiciera cargo de Roma en su nombre. Tras esto, César y su ejército se dirigieron al oeste.

Tardó meses en derrotar a los tres ejércitos de Pompeyo que estaban en Hispania. Pero si César llevaba a sus legionarios al límite del agotamiento y la resistencia, no pudo decirse lo mismo de Pompeyo. En Grecia formó a su ejército con holgura. Tenía los cofres llenos, pues había obligado a las compañías que recaudaban los impuestos del este a darle su oro[66]. Aunque sabía que Pompeyo contaba con estas grandes ventajas, César volvió a Brindisi el invierno de 49-48 a.C. Allí Marco Antonio había reunido una flota y juntos se prepararon para lanzarse a la gran confrontación con Pompeyo. La república estaba en una encrucijada: ¿caería en manos de la vieja guardia constitucionalista o en las del nuevo orden de César? ¿En manos de quienes protegían la libertad de la oligarquía o de los que defendían la libertad del pueblo?

Aunque se encontraban en lo más crudo del invierno y el Adriático estaba atestado de barcos de Pompeyo, la flota de César, desplazándose entre las costas de Italia y la actual Albania, burló el bloqueo enemigo y desembarcó siete legiones cerca de Dyrrachium (Durres). Al ver que el resto se retrasaba por culpa de la flota enemiga, César, decidido a agrupar a sus hombres, se puso un disfraz y obligó al capitán de un pesquero de doce remos a llevarle a la costa italiana en medio de una violenta tormenta[67]. A punto de naufragar, abandonó su plan y lo dejó en manos de su segundo, que estaba al otro lado del agua. Marco Antonio reaccionó debidamente y transportó con éxito las legiones de César.

Ya en el norte de Grecia, los dos bandos adoptaron una táctica dictada por una condición de la guerra: el aprovisionamiento. Pompeyo estaba en territorio amigo, se había asegurado varias líneas de avituallamiento y controlaba los mares. En cambio, César tenía menos soldados y vituallas, y estaba en territorio enemigo. El resultado fue que Pompeyo quiso librar una guerra de desgaste, es decir, rendir a los hombres de César eludiendo el combate y esperando que el hambre destruyera todo su vigor. Sí, los soldados de César tenían experiencia y estaban curtidos en la batalla, pero los años de guerra, de largas marchas, de construcción de campamentos y asedio de ciudades también se habían cobrado su parte. César trató una y otra vez de incitar a Pompeyo a presentar batalla para obtener una rápida victoria. Pompeyo resistió la tentación.

Se entabló pues una batalla psicológica en la que los soldados pompeyanos probaban la resistencia de los enérgicos y resueltos legionarios de César. Cuando César sitió el campamento de Pompeyo, cerca de Dyrrachium, Pompeyo sospechó que el ejército de César andaba escaso de provisiones. Pero los soldados, más animales que humanos, estaban dispuestos a mantener el bloqueo a pesar de las enfermedades, la fatiga y la privación extrema. Encontraron la solución en una raíz autóctona llamada chara, cuyas hojas cocinaban e ingerían. Cuando el ejército pompeyano provocaba a sus enemigos recordándoles el hambre que pasaban, los cesaristas replicaban lanzando por encima de la muralla del campamento hogazas de pan, para poner nervioso al enemigo con su tenacidad, para demostrar que eran invencibles y su fuerza sobrehumana[68]. Sin embargo, el nerviosismo de los legionarios pompeyanos no duró mucho.

Cuando Pompeyo se enfrentó por fin a su enemigo en Dyrrachium, aplastó el ejército de César. La novena legión sufrió casi todas las bajas. Pero Pompeyo no aprovechó su ventaja, sino que dejó que el enemigo escapara y se pusiera a salvo. Consternado por su primera derrota después de tantos años, César llegó a una difícil conclusión. Necesitaba agotar a su enemigo, arrastrar a Pompeyo lejos del mar, a territorio montañoso donde los dos ejércitos estarían escasamente abastecidos. Así que César, corriendo aún un gran riesgo, apostó por una estrategia cercana al suicidio: llevar a sus legiones cansadas, hambrientas y enfermas tierra adentro, a un territorio hostil donde la oportunidad de encontrar comida era aún más remota. En agosto de 48, aunque la orden era contraria a todo lo aconsejable, los soldados de César se levantaron y avanzaron por las boscosas y pedregosas montañas de Tesalia. Por el camino tomaron las ciudades griegas de Gonfi y Metrópolis, y las saquearon en busca de vino y comida. Una vez recuperados la salud y el ánimo, los legionarios acamparon finalmente cerca de una población llamada Farsalia.

Creyendo que había hecho huir al enemigo y que ahora tenía todos los triunfos en la mano, Pompeyo siguió sin demora a César. Tras su primer éxito en la batalla estaba jubiloso, exultante y aturdido por la previsible victoria, pero cuando su ejército acampó cerca de Farsalia, Pompeyo había pasado por alto su único defecto crítico: el valor que daba a la opinión de la institución senatorial. Aquel talón de Aquiles quedó fatalmente al descubierto. Como los días pasaban y Pompeyo no hacía nada, Catón y sus partidarios perdieron la paciencia y empezaron a presionarle. Pompeyo tenía a César donde quería, le decían. ¿Por qué no se enfrentaba a él y le daba el golpe definitivo? ¿Era demasiado viejo? ¿Había perdido el juicio? ¿O estaba tan contento por ser general otra vez, tan embriagado de poder que ni siquiera quería ganar la guerra, sino seguir con el mando eternamente?[69]

Aunque cansado, Pompeyo resistió con firmeza. ¡Lo único que preocupaba a los senadores, replicó con acritud, era el dinero y si se perdería la cosecha del higo en Túsculo! Pero lo que él quería era reducir al mínimo las bajas romanas. La estrategia de la demora era la mejor manera de asegurarla. Además, ¿qué sabían ellos de la guerra, con sus modales elegantes y urbanos, y sus preocupaciones? ¡Nada! Pero mientras pasaba el tiempo y los improperios iban en aumento, Pompeyo dio señales de ceder[70]. Mientras tanto, proseguía el baile cotidiano: César y Pompeyo se ponían al frente de sus ejércitos formados, se hacía amago de presentar batalla, pero Pompeyo no mordía el anzuelo.

La luminosa mañana del 9 de agosto de 49 a.C., de nuevo con escasas provisiones y una estrategia que no funcionaba, César decidió levantar el campamento y marchar de nuevo hacia el interior. Pero cuando estaban desmantelando las tiendas y cargando los animales, llegaron exploradores diciendo que habían notado algo. Los soldados de Pompeyo se habían separado de las murallas más de lo habitual[71]. La señal era inconfundible. Por fin Pompeyo el Grande estaba listo para la batalla. Había mordido el anzuelo. César estaba desbordante de alegría y como señal de que se preparaba para la guerra, ordenó que desplegaran su túnica roja delante de la tienda.

La oleada de actividad que rodeaba a los dos generales no podía haber sido más diferente. Los políticos del campamento de Pompeyo gritaban «¡A Farsalia!» y se frotaban las manos ante la perspectiva de presenciar una gloriosa victoria. Discutían jovialmente sobre quién sería designado sacerdote al regresar triunfalmente a Roma, quién se presentaría a los cargos de pretor y cónsul, y quién alquilaría las villas del Palatino a quién. En cambio, César y sus oficiales estaban centrados en lo que tenían por delante. Animados, sabían que se les había tendido una cuerda de salvación. Una cuerda que estaban a punto de sujetar[72].

Cuando las dos líneas de batalla estuvieron frente a frente, el paisaje resplandecía con el brillo de las lanzas, las espadas cortas, los arcos, las hondas y las aljabas llenas de flechas[73]. Los 22 000 infantes de César se enfrentaban a un ejército dos veces mayor que el suyo, mientras que sus 1000 jinetes tenían delante un oponente siete veces superior. Pero aunque su ejército era más reducido, su estrategia era más astuta. Al ver que la caballería de Pompeyo estaba alineada en el flanco izquierdo de su general, César supo que el plan de su viejo aliado era cercar uno de los flancos de César. Para neutralizar esta amenaza, César apartó varias cohortes de cada una de las legiones y creó con ellas una cuarta línea de infantería. Situándolas detrás de las tres líneas existentes, les dio las siguientes instrucciones: a una señal de su bandera y no antes, avanzarían y se enfrentarían a la caballería de Pompeyo. Por encima de todo, tenían que utilizar las lanzas como picas y golpear con ellas la cara del enemigo. Aquel día, les dijo, la victoria dependía de su valor.

Ir a la siguiente página

Report Page