Roma

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Augusto

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Augusto

El año 17 a.C., entre el 31 de mayo y el 3 de junio, la ciudad de Roma fue testigo del mayor espectáculo de la tierra. Los Juegos Seculares eran un festival de tal magnitud que ningún romano había visto nada parecido, ni lo volvería a ver. La expectación que los rodeó fue fruto de varias semanas. Heraldos vestidos a la usanza tradicional tomaron las calles de Roma y anunciaron por anticipado la extraordinaria escala del acontecimiento que se iba a celebrar: tres días de espectaculares sacrificios en santuarios y lugares de culto de toda la ciudad, seguidos por siete días de carreras de carros, representación de tragedias y comedias en latín y griego, además de sorprendentes exhibiciones de jinetes, caza de animales y batallas simuladas. Para la ocasión se había compuesto una oda especial, que sería cantada el último día por dos coros, uno de veintisiete chicos y otro de veintisiete chicas, todos vestidos de blanco. El ambiente era de celebración, euforia y optimismo ilimitado. Roma, se decía, estaba en paz, prosperaba y disfrutaba de una nueva edad de oro. Pero las preparaciones para los juegos escondían un fin más serio.

La víspera de las celebraciones, los sacerdotes se dirigieron a la cima del Aventino, una de las siete colinas de Roma, y allí recibieron de los ciudadanos los primeros frutos del año, que tenían que repartirse entre los miles de ciudadanos que asistían al festival. Pero los frutos no fueron las únicas dádivas. También se repartieron azufre, brea y antorchas, para que todos los ciudadanos celebrasen un ritual religioso privado y quedaran limpios antes del comienzo de las celebraciones. El ardid publicitario tan cuidadosamente concebido tuvo su efecto. Pero tras la campaña de relaciones públicas había una poderosa idea política. El objetivo del festival, venían a decir estas actividades preliminares, era la regeneración colectiva, la revitalización de las masas y la purificación de todo el estado.

El director de escena, anfitrión y maestro de ceremonias era Augusto, el primer emperador de Roma. El tema de la expiación y la regeneración era para él el mensaje perfecto, la nota oportuna que pulsar, pues los juegos serían un hito en la historia romana. Fue el momento en que los romanos no sólo celebraron el advenimiento de un nuevo régimen de paz y estabilidad, sino que se purificaron de todo lo que había ocurrido antes: dos decenios de brutal guerra civil. Desde el momento en que Julio César había cruzado el Rubicón, en el año 49, hasta el año 31, Roma había sido devastada por un apocalíptico marasmo social y político, había sido una época en que toda la extensión del imperio había quedado cubierta por la sangre de las batallas continuas. Sangre derramada por romanos, pero no sangre de sus enemigos bárbaros, sino de amigos, primos, hermanos y padres romanos.

Pero Augusto se aseguró de que el festival, por detrás de la purificación, transmitiera otro mensaje político, más sutil. Los Juegos Seculares se celebraban cada 110 años y vinculaban el glorioso momento presente con el principio mismo de la república. Por una parte, la celebración fomentaba la idea de que la república había sido «restaurada», de que existía una continuidad armónica entre la apreciada historia antigua y la actual edad de oro de Augusto. Por otra había una realidad muy diferente, profundamente enterrada en este mensaje. La parte central y más destacada de los juegos era la protagonizada por Augusto. Él había dado el festival al pueblo. Fue él quien, por encima de todo, por la noche y ante un público multitudinario, representó el papel principal cuando sacrificó una cerda preñada a la Madre Tierra. Ser el protagonista de este espectáculo equivalía a comunicar al pueblo, a través de sus emociones y de su corazón, una realidad política completamente nueva. Los juegos fueron a la vez tradicionales y modernizadores de la tradición.

Porque la verdad era que Augusto no había restaurado la república, sino que había conseguido todo lo contrario: estar en proceso de terminar con las libertades políticas de la república. Estaba reconstruyendo el estado romano poniéndose él con su poder en el centro. Estaba, con sutileza y gran habilidad política, forjando una nueva era, la era de los emperadores. Los Juegos Seculares del año 17 a.C. sólo fueron un número de prestidigitación entre otros. Celebraron la mayor revolución de toda la historia romana: la transformación de la república en una autocracia, en un régimen unipersonal.

Para conseguir esta proeza, utilizó una gama completa de recursos, unas veces la fuerza, otras la ley. Pero su instrumento preferido era la persuasión. La desplegó con tal efecto que el pueblo y la oligarquía de los senadores y équites renunciaron a sus queridas libertades voluntariamente para entregar el poder a un solo hombre. Fue una brillante maniobra política, la mayor jugada política de toda la historia romana.

ACCIO

El anestésico que amortiguó las crudas consecuencias de esta revolución subrepticia fue sencillamente la paz. En la consecución de esa paz después de tantos años de guerra, Augusto había desempeñado asimismo un papel primordial. Su participación en la guerra civil puso de manifiesto una agresividad que no tendría luego como emperador. A pesar de todo, fue un papel que representó con empeño y fuerza de voluntad desde el principio.

Cuando Augusto se enteró del asesinato de Julio César, era conocido simplemente como el feo Cayo Octavio. Tenía diecinueve años y una sorprendente figura para ser quien al final ganaría la guerra civil. Su cuerpo pequeño y débil tenía tendencia a contraer enfermedades, llevaba el cabello revuelto y le faltaban varios dientes[1]. Era hijo de un «hombre nuevo» sin distinción, pero esta conexión relativamente humilde con la oligarquía senatorial quedaba totalmente eclipsada por otro lazo familiar. Por parte de su madre Atia, Octaviano (como le llamamos) era sobrino nieto de Julio César y, más importante aún, también era hijo adoptivo y heredero de César. En un intento por conseguir el poder y vengar al mismo tiempo el asesinato de su padre adoptivo, Octaviano reanudó la guerra civil en 43 a.C.

Su primer movimiento fue audaz y calculado. Comenzó a llamarse a sí mismo «César». A los ojos del pueblo, el poderoso nombre de César había sido confirmado por un cometa que fue visto poco antes de la puesta de sol durante siete días seguidos en 44 a.C.[2] Para muchos fue la prueba de que el padre adoptivo de Octaviano era divino sin ningún género de dudas. Tras un período inicial de rivalidad, Octaviano unió sus fuerzas finalmente con el «heredero» político del dictador muerto, Marco Antonio, y juntos fueron a la guerra contra los asesinos de César. Como soldado, Octaviano dejaba mucho que desear al lado de la gigantesca y heroica figura de su nuevo aliado. Decía una anécdota que en una batalla de la guerra civil Octaviano desapareció y pasó escondido dos días en un pantano. Incluso se quitó la coraza y despidió a su caballo, quizá para no ser detectado. Luego volvió con su ejército, aunque mucho después de que la acción hubiera acabado[3]. Pero tras los modales sumisos del joven había un aguijón venenoso. La enclenque constitución del joven heredero de César ocultaba la crueldad y la sangre fría con que decidía llevar a cabo medidas violentas.

Durante la reanudada guerra civil, por ejemplo, Octaviano (junto con Marco Antonio) había decidido hacer una purga selectiva de sus enemigos en la oligarquía. Unos trescientos senadores y dos mil équites fueron incluidos en una lista de proscritos, detenidos y ejecutados[4]. No es más que una escueta estadística que traen las fuentes antiguas; en lo que se refiere a los restantes enemigos, sólo podemos imaginar la severidad del castigo que se les impuso. En el año 42 Octaviano y Marco Antonio derrotaron finalmente a los asesinos de César en la batalla de Filipos. La cabeza de Bruto fue enviada a Roma y arrojada a los pies de la estatua de César. Una vez aplastados los oponentes, los dos hombres se convirtieron en amos de Roma y su imperio. Pero sólo era cuestión de tiempo que los victoriosos aliados se enemistaran y lucharan entre sí para hacerse con el control del mundo romano.

En la actualidad, Accio está en la arbolada costa del noroeste de Grecia, al norte de la isla de Leukada. Hace más de dos mil años, el 2 de septiembre de 31 a.C., aquellas silenciosas y verdes montañas fueron testigos de uno de los momentos claves de la historia romana, la batalla de Accio, que enfrentó a la flota de Octaviano y la flota combinada de Marco Antonio y su aliada Cleopatra, la reina de Egipto. Por entonces era la amante de Marco Antonio y su rica benefactora. Desde la época de su romance con César, Cleopatra se había dado cuenta de que la futura prosperidad de su país dependía de una alianza favorable con Roma. Tras la muerte de César, había ligado sus colores al mástil de Marco Antonio. En aquel momento estaba a punto de averiguar si su jugada había merecido la pena, pues el resultado de esta batalla no sólo significaría el final decisivo de la larga guerra civil. Accio también decidiría el destino del imperio romano.

La escala del enfrentamiento fue ciertamente enorme: 230 barcos de Marco Antonio estaban bloqueados en una bahía por una flota aún mayor a las órdenes del jefe militar de Octaviano, el almirante Agripa. Los noventa barcos más grandes de Marco Antonio estaban equipados con un arma que era lo último en tecnología: un espolón de bronce que pesaba tonelada y media y estaba montado en la quilla de proa. En la antigua Roma, los conflictos navales se ganaban o se perdían clavando estos artilugios en los cascos enemigos para hundirlos. A pesar de esta ventaja tecnológica, las fuerzas de Marco Antonio estaban debilitadas por la malaria y las deserciones: la masa política que le apoyaba en Roma estaba cediendo en favor de Octaviano, y los soldados de Marco Antonio lo sabían. El temple militar de Octaviano había mejorado considerablemente desde su primera batalla. También era el mejor estratega. Tras haber incitado pacientemente a la flota enemiga a entrar en acción, se aprovechó de su debilidad.

Octaviano y Agripa empezaron lanzando bolas de fuego con las catapultas. Luego rodearon los barcos de Antonio y Cleopatra dotados de espolón, los amarraron con garfios y aprovecharon su superioridad numérica para abordarlos y dominar a las fuerzas enemigas. La batalla pronto se convirtió en un decepcionante ataque unilateral. Es posible que la estrategia de Marco Antonio se limitara a romper el bloqueo de Octaviano. Lo que él quería era escapar a Egipto para crearse una posición más fuerte con la que ganar la guerra. Pero cuando Cleopatra huyó con una parte clave de la flota, Marco Antonio cargó en solitario contra la barrera enemiga y fue su perdición. No fue una lucha épica, sino una victoria deplorable y fácil.

Un romano de la época no se habría enterado de esto si hubiera juzgado por el bombo que Octaviano dio al «titánico» enfrentamiento. En la Eneida de Virgilio, escrita en la época de Augusto, la fuga de Cleopatra se describe como un ataque de pánico, típico de un extranjero endeble. Pero eso sólo fue un detalle en la grandilocuente guerra de palabras. La batalla de Accio fue anunciada nada menos que como una lucha entre los valores de Oriente y Occidente, entre los vigorosos y piadosos romanos de Octaviano y la libertina inmoralidad de la unión de Antonio y Cleopatra. Pedía a los romanos que contestaran a una sencilla pregunta: ¿querían que el vasto imperio fuera salvado por un héroe militar romano, tradicional y firme, o que se convirtiera en juguete de un rey oriental castrado y encadenado a una reina exótica y depravada? Era nada menos que un choque mundial de civilizaciones. Al ganarlo, Octaviano obtuvo algo mucho más importante que una victoria militar. Ganó el privilegio del vencedor a explicar el significado de la guerra.

LOS DESPOJOS DE LA GUERRA

Octaviano explotó inmediatamente el rico filón político que había encontrado con su victoria. Fundó una nueva ciudad cerca del escenario de la batalla y la llamó Nicópolis, «ciudad de la Victoria». Donde había estado su campamento construyó un gran monumento a la victoria, entre cuyos restos se han encontrado más datos recientemente. Escenas hermosamente talladas describen la batalla y la entrada triunfal en Roma con que Octaviano celebró la victoria de 29 a.C. Parte del monumento era un muro de 6 metros con deslumbrantes «recuerdos» visuales. Treinta y seis broncíneos espolones de Marco Antonio estaban empotrados en la argamasa, fijos entre los bloques de piedra caliza que formaban el muro. Los «picos» de los barcos enemigos quedaban así inscritos en el paisaje de una montaña que dominaba el lugar de la victoria. Debió de ser un monumento impresionante, apropiado para un triunfo impresionante, de los que no se olvidan. Pues aunque la mustia victoria estuvo muy por debajo de la propaganda de Octaviano, sus consecuencias estuvieron a su altura.

Después de Accio, Octaviano tuvo bajo su mando todos los ejércitos de Roma. La victoria le dejó el camino libre para conquistar Egipto, motivar los suicidios de Marco Antonio y Cleopatra (más tarde novelados por Plutarco y Shakespeare), y añadir a las provincias de Roma toda la extraordinaria riqueza de aquella civilización, mucho más antigua. Finalmente, dotó a Octaviano de la mayor fortuna personal de toda la historia romana, un dinero que no tardó en gastar. Su objetivo era cumplir las promesas que había hecho durante la guerra, y sobre todo, asegurarse la lealtad del ejército y del pueblo. Fue un objetivo que consiguió a base de generosidad.

Al regresar a Roma, celebró el final de la guerra civil con tres desfiles espectaculares, pagó a sus soldados generosas primas en efectivo y entregó pequeñas sumas a cada uno de los ciudadanos. Como si esto no fuera suficiente para ganarse el favor popular, los fértiles campos del valle del Nilo eran ahora el granero de Roma y una fuente segura y fiable de trigo para la ciudad. Octaviano se convirtió así en el hombre más poderoso del mundo romano. «En aquel momento —escribió el historiador Dión Casio— Octaviano tenía todo el poder del Estado, cosa que ocurría por primera vez»[5]. Pero había un problema. Lo único que no tenía Octaviano dentro del Estado era legitimidad.

Ganarla no sería fruto de una sola batalla, sino la ambición de toda su vida. El resultado, y la recompensa personal de Octaviano, sería un imperio gobernado por un solo emperador. Pero a propósito de esta legitimidad hubo una cuestión que acabó desconcertando al mundo antiguo tanto como ha desconcertado al nuestro. ¿Fue Octaviano un malvado tirano que artera y silenciosamente desmanteló la libertad política? ¿O fue por el contrario un benévolo estadista que, primero entre sus iguales, compartió el poder con los senadores y contó con el consentimiento del pueblo? En otras palabras, ¿fue un perverso autócrata en todo menos en el nombre o un emperador modelo que restauró, si no exactamente la república, sí al menos el gobierno constitucional? ¿Quién tenía realmente las riendas del poder?

Puede que fueran preguntas imposibles de responder en la antigüedad, como también lo serían en un estado moderno. En el caso de Octaviano, la respuesta se encuentra en fuentes históricas deficientes o muy parciales. Los testimonios que han quedado (a saber, la historia que escribió el propio Octaviano sobre sus hazañas, más las inscripciones, monumentos y edificios que autorizó en Roma) nos ofrecen únicamente la representación ininterrumpida de una ingeniosa comedia política en la que rara vez se le caía la máscara. Adoptemos el punto de vista que adoptemos, es innegable que supo disfrazar su poder con el ropaje de los antiguos cargos republicanos. Esta estrategia se encuentra detrás de una reunión del Senado en los idus de enero de 27 a.C.

Antes de entrar en la cámara, Octaviano era consciente de la importante lección que se desprendía del asesinato de su padre adoptivo. La república se había fundado en el momento en que el último rey etrusco había sido expulsado por la nobleza. Aquel momento cristalizaba el odio de los nobles a la monarquía y su desconfianza ante cualquier individuo poderoso que dominara el estado. Quien ejerciera el poder supremo explícitamente, evocaría los acontecimientos de los idus de marzo de 44 y lo pagaría con la vida. Si Octaviano acaparaba realmente el poder supremo, tenía que disfrazarlo. Así que en la reunión del Senado, Octaviano renunció a todos sus poderes y territorios y los puso a disposición de los senadores y del pueblo. Pero este extraordinario gesto había sido cuidadosamente calculado. Así como él representó su papel, los senadores representaron el suyo. Concedieron a Octaviano el derecho a presentarse para el consulado, y dieron autorización para que se presentara otra candidatura para el otro consulado. En la superficie al menos, el poder había vuelto al Senado, a las elecciones anuales y a las asambleas del pueblo. La república, al parecer, había sido restaurada.

Pero desmintiendo estas apariencias estaba la realidad del poder. Al igual que en las últimas décadas de la república, el poder de un funcionario residía en los ejércitos que tenía bajo su mando y en la provincia en la que podía ejercerlo. En aquella misma reunión de enero, el Senado concedió a Octaviano una provincia «extensa»: Galia, Siria, Egipto y Chipre quedaron bajo su autoridad y así siguieron no menos de diez años. No fue una coincidencia que estos territorios estuvieran en las fronteras del imperio y por este motivo albergaran la mayoría de las legiones del ejército. Cierto que los senadores elegidos para el consulado por segunda vez acababan de gobernadores provinciales, pero eran provincias pacíficas. Las importantes a nivel militar estaban controladas por Octaviano y gobernadas por lugartenientes nombrados por él. Por esta razón, Octaviano aventajó a todos sus colegas en el consulado.

No era fácil hacer equilibrios en la cuerda floja. El año 23 a.C., por ejemplo, que fuera cónsul año tras año empezaba a oler a poder supremo. Aunque carecemos de testimonios claros, iba adquiriendo impulso una crisis auténtica y algunos senadores planearon matar al nuevo «rey». Octaviano no tardó en responder. Neutralizó la amenaza renegociando su situación y cambiando la forma legal de las palabras que le daban el control de los ejércitos. Para ganar las negociaciones con la oligarquía senatorial, un factor influyó a su favor: su inigualada celebridad entre el pueblo. Después de todo, era el hombre que había llevado la estabilidad a un mundo en caos. Pero él sabía que el pueblo era voluble y que no podía confiar en la vaguedad de la opinión pública para siempre. Así que se centró en consolidar también su talla ante el pueblo.

Octaviano se inspiró una vez más en las figuras de la administración republicana e hizo al Senado una petición sorprendente. Quería ser tribuno de la plebe. En comparación con la autoridad que le daba el control del ejército, era un cargo relativamente modesto. Ciertamente, le daba autoridad para proponer y vetar leyes ante la asamblea del pueblo. Pero éste no era el principal atractivo del cargo. Octaviano había visto su verdadero potencial. Haciendo uso de las evocaciones emocionales de su origen republicano, ampliaría su jurisdicción y lo elevaría a una categoría completamente nueva. Con él no sería sólo un tribuno de la plebe a la antigua, sino el defensor, protector y adalid simbólico de los intereses de todos los ciudadanos, no sólo en Roma e Italia, sino en todo el imperio.

¿Fue el acto improvisado de un hombre que buscaba nuevas formas de asegurar la restauración del gobierno estable y constitucional? ¿O fue algo más siniestro? Desde luego, ser tribuno de la plebe sugería una estrategia que han seguido muchos dictadores a lo largo de la historia: Octaviano había saltado por encima de la oligarquía política y se había alineado directamente con el corazón y la razón del pueblo. Una vez más, el disfraz del viejo cargo republicano fue clave para su eficaz desempeño. Los senadores observaron su salto y consintieron de principio a fin, aunque a regañadientes y con odio.

LA AUTOCRACIA

En 19 a.C. Octaviano tuvo lo único que su padre adoptivo Julio César había sido incapaz de conseguir: poder sin rivales y legitimidad política. Esta posición sin precedente y tan hábilmente creada se resumió en el solemne y sonoro título que le concedieron. Aunque un cambio de nombre podría parecer superficial, en la Roma de Octaviano, como en la política moderna, no se podía desestimar la capacidad de un logotipo nuevo.

Octaviano acarició la posibilidad de ponerse «Rómulo», que le presentaría limpiamente como nuevo fundador de Roma. Este nombre englobaba a un tiempo la tradición antigua y la idea de una nueva era. Pero tras diversas consideraciones, la rechazó. El recuerdo de un hombre que había matado a su hermano para fundar un estado dejaba mal sabor de boca. Entonces inventó un nombre. «Augusto» significa literalmente majestuoso, venerado, respetado, pero no llegaba a decir que era un dios, ya que entonces desmentiría el argumento de que era el principal ciudadano, «el primero entre los iguales» de la república. Pero en el nombre se encontraba la inconfundible insinuación de que había una relación con los dioses. Derivaba de la palabra latina que designaba la interpretación de las señales divinas: augurio. Sugería que Octaviano era en cierto modo un personaje religioso, sagrado y merecedor de un respeto especial y único. El cambio de nombre fue un síntoma de la revolución. Fue discreto pero potente. Mientras proseguía el reinado de Augusto, mientras seguía sujetando firmemente las riendas del poder, los estertores de la libertad política aumentaban de volumen.

Se oyeron, por ejemplo, en las reuniones del Senado. Durante la república había un orden específico en el que los oradores se ponían en pie y discutían los asuntos del día. Augusto mantuvo esta costumbre para que pareciera que todo el mundo tenía voz. Sus opiniones, al parecer, importaban. Para algunos debió de ser un alivio. Tras décadas de luchas de facciones y peleas de personajes como Julio César y Pompeyo, la vida se presentaba mucho más optimista para los senadores jóvenes. Pero el juego acabó volviéndose aburrido. La mayoría de los senadores se dio cuenta de que su opinión apenas contaba frente a los deseos de Augusto. Para dar a los comentarios senatoriales una apariencia de debate, Augusto introdujo innovaciones: en lugar de oír sus opiniones en el orden preestablecido, pidió a los senadores que hablaran al azar. Esta innovación les dificultaba estar de acuerdo resignadamente con lo que había dicho el último orador. También recurrió a las multas por no asistencia y a limitar las reuniones obligatorias a dos mensuales[6].

A pesar de estos esfuerzos, los viejos mecanismos de la república perdieron su fuerza y dieron paso a la autocracia. Augusto confiaba cada vez menos en el Senado a la hora de explicar su política. Ya al principio de su gobierno formó un cuerpo asesor de cónsules y senadores elegidos por sorteo, que se reunían en el palacio imperial y no en el Senado. Este cuerpo, al aumentar en importancia, también disparó el resentimiento de los que habían quedado al margen. Durante el reinado de los emperadores futuros, estos consejos serían el blanco de una acusación típica: el imperio no era gobernado al alimón por el Senado, sino por los compinches, amigos y libertos del emperador. A finales de la vida de Augusto, al Senado se le ocultaba información crítica. En su testamento, Augusto dejó una nota sobre dónde podía encontrarse documentación relacionada con la situación del imperio, la cantidad de soldados y su distribución territorial, y las cuentas del Estado. «Añadió el nombre de los libertos y esclavos de los que podían obtenerse más detalles»[7]. Al parecer, la mayoría de los senadores no sabía nada del funcionamiento del imperio. La información de alto nivel ya no pasaba por sus manos. Estos ejemplos dan a entender cómo se estaba disolviendo el espíritu de la república. Eso sí, las apariencias se guardaban cuidadosamente.

Los altos funcionarios, fueran tribunos o cónsules, seguían siendo elegidos, pero aunque fueran elegidos formalmente, al final eran nombrados por Augusto. En 5 d.C., las listas de candidatos que se presentaron al pueblo durante la jornada de elecciones sólo contenían nombres de lacayos de los que Augusto estaba seguro de que no hundirían la nave. Cuando un candidato independiente se presentaba por su cuenta, la respuesta de Augusto era metódica, apropiada a la lógica tácita del nuevo régimen. Un joven senador llamado Ignatio Rufo, por ejemplo, ganó considerable popularidad por haber fundado un eficaz servicio de bomberos con sus propios esclavos.

Como se negara a retirar su nombre de las listas de candidatos al consulado, sufrió las consecuencias. Fue juzgado por «conspiración» y ejecutado. El amado y fundamental derecho al voto del ciudadano quedó reducido a un gesto vacío.

También en el gobierno del imperio se advertían las señales de la revolución silenciosa. El poder compartido era otra comedia cuidadosamente ensayada. Los hombres con ambición y prestigio podían, al parecer, medrar sin problemas. Augusto respetaba escrupulosamente el derecho de los individuos a presentarse para cargos administrativos en elecciones controladas. Quería tener a raya a los rivales potenciales de la oligarquía senatorial. Y algo más importante aún, no podía gobernar el imperio solo. Necesitaba la experiencia y todos los recursos humanos de los senadores y los équites para celebrar audiencias y administrar justicia en la ciudad, para gobernar las provincias ultramarinas y para supervisar la recaudación de impuestos. También necesitaba mandos militares para librar guerras; durante su gobierno casi se duplicó el número de provincias del imperio. Pero había una delgada línea que ponía coto al poder de los altos funcionarios. Quienes la cruzaban, desafiando la autoridad de Augusto, lo pagaban. En realidad, las dotes que requerían los altos funcionarios estaban más cerca de las del burócrata o de las de un leal lugarteniente de Augusto. Aunque es posible que sus ambiciones quedaran satisfechas por la apariencia de autoridad, la oligarquía sabía que el poder real estaba en otra parte.

Fue un hecho al que los senadores y équites se fueron acostumbrando. Naturalmente, la estrella de los leales al nuevo régimen brillaba; con un cargo en la administración, aunque fuera de responsabilidad limitada, se ganaba su adhesión. Los que tenían inclinaciones más independientes, se retiraban y esperaban un momento más oportuno. Quizá se consolaban pensando que aquel desgraciado estado de cosas era temporal, sólo un síntoma del dominio personal de Augusto. En algún momento desaparecería y en ese momento regresarían tanto la gloriosa república como la libertad política. Había que resistir hasta entonces. Pero Augusto tenía otras ideas.

La vieja e idealizada república, si es que había existido alguna vez, estaba muerta y enterrada para siempre. Muerta estaba también la rivalidad entre la oligarquía senatorial y el buscar gloria a los ojos del pueblo, que según muchos era lo que la definía. Por si acaso, en 6 d.C., Augusto puso en práctica la reforma más influyente de todo su mandato.

LA REFORMA DEL EJÉRCITO

La reforma del ejército fue clave para estabilizar la posición de Augusto y para el advenimiento de los emperadores. El ejército siempre había sido la fuente de la seguridad del imperio, pero en las últimas décadas de la república también había sido la principal fuente de conflictos. Esto se debía a que los legionarios deseaban ir a la guerra, aunque fuera contra otro ejército romano. Reclutados y preparados por generales ambiciosos que les prometían riquezas, botines y tierras, ya no eran leales al Estado romano sino fatalmente al mejor postor (como bajo Julio César). Augusto lo sabía mejor que nadie. En la guerra civil había recompensado a sus oficiales saqueando y expulsando por la fuerza a ciudadanos más humildes para que los soldados se instalaran en pequeñas fincas rurales.

Pero ahora la relación había cambiado y el cordón umbilical que unía a los mandos con la tropa se había roto. El ejército romano quedó fuera de la política y pasó a formar parte del Estado. Los ciudadanos podían ahora integrarse profesionalmente en el ejército, con un salario y oportunidades de ascender. Las legiones, por ejemplo, quedaron fijadas por ley en veintiocho unidades regulares, desplegadas a lo largo de las fronteras del imperio, mientras se apostaba en Italia y en Roma un ejército de nuevo cuño, el de los «pretorianos», compuesto por 9000 soldados de élite. Se les pagaba tres veces más que a los soldados ordinarios y con el tiempo se convertirían en la guardia personal del emperador. Para los muchos que quisieron hacer carrera en el ejército regular, el servicio se fijó en veinte años y, desde el año 6 d.C., se decretó un salario de 900 sestercios, con la promesa de una pensión de 12 000 tras el retiro. (El mínimo para la subsistencia de una familia campesina se ha calculado en 500 sestercios al año.) Al principio, Augusto pagaba al ejército de su propio bolsillo; después de todo, el cargo proconsular le había dado el mando de la mayor parte del ejército, y esta señal de influencia subrayaba su posición suprema. Pero en 6 d.C. llevó la profesionalización del ejército a su conclusión lógica y creó una hacienda militar, primero con una abultada concesión y luego basándola en los impuestos.

Aunque Augusto había mejorado su posición, la reforma del ejército también fue una medida peligrosa. A finales de su gobierno, las legiones de la Galia y Panonia (la actual Hungría hasta el sur de los Balcanes) aprovecharon la oportunidad que les brindó la muerte del emperador para renegociar sus condiciones. Por supuesto, las quejas eran las habituales, bajos sueldos, superiores corruptos y para el final del servicio, si es que vivían para verlo, la triste perspectiva de una miserable parcela lejos de casa; las recompensas ya no eran tan apetitosas como con Julio César. Pero lo que hizo estallar motines fue sobre todo un abuso concreto. Los soldados eran retenidos después de completado el tiempo de servicio; las reformas eran tan caras que las autoridades trataban desesperadamente de ahorrar dinero retrasando los pagos de los pluses de licenciamiento.

La economía de las distintas épocas es muy difícil de comparar, pero un historiador moderno ha calculado el presupuesto mínimo anual del Estado en 800 millones de sestercios. Los gastos militares podían estar alrededor de 445 millones de sestercios. Esto significa que el ejército se llevaba casi la mitad del presupuesto anual del Estado[8]. La donación inicial de Augusto al tesoro fue generosa, pero los emperadores posteriores no siempre pudieron ser tan generosos. La capacidad de un emperador para financiar el ejército profesional sería un factor crítico para la futura seguridad de las fronteras. Augusto había destruido el venenoso aguijón del ejército acabando con su dependencia de generales ambiciosos que perseguían sus propios objetivos políticos. Pero al hacer esto, también había creado el talón de Aquiles del imperio, entonces y durante los cinco siglos siguientes.

Si la primera lección de la guerra civil había sido que el ejército necesitaba ser apartado de los generales ambiciosos, la segunda se infirió de sus consecuencias. Para que el emperador pudiera sufragar el nuevo ejército profesional necesitaba asegurarse los impuestos. El imperio ya no podía permitirse que la riqueza de las provincias quedase en manos de los generales que las gobernaban y se llenaban los bolsillos. Era esencial que los impuestos fluyeran mansamente desde las provincias al centro, a los cofres imperiales de Augusto. Entender esto era decisivo para el gobierno de un emperador.

Pero incluso con este sistema, veintiocho ejércitos era todo lo que Roma podía permitirse. Augusto aprendió también esta lección y la aprendió por experiencia. Durante la mayor parte de su gobierno, sus generales hicieron una dura campaña para someter a los germanos que habitaban entre el Rin y el Elba. Esta política pareció resultar. Pero en 9 d.C. se produjo el desastre. Cuando el general Quintilio Varo estaba concluyendo una campaña triunfal y volvía con su ejército a los cuarteles de invierno del Rin, tomó un camino que cruzaba la selva de Teotoburgo. Pero en aquel inquietante bosque acechaba una serpiente venenosa: los guerreros germanos aparecieron como duendes, de detrás de los árboles, cayeron sobre los romanos y pasaron a cuchillo a no menos de tres legiones. Se dice que Augusto se quedó tan horrorizado por la noticia que «durante varios meses se dejó crecer la barba y el cabello y se golpeaba la cabeza contra la puerta, gritando: “¡Quintilio Varo, devuélveme mis legiones!”»[9].

Aunque estas legiones fueron reemplazadas, las ganancias potenciales no eran suficientes para arriesgarse a proseguir la conquista de Germania. Augusto se lo dijo así a su sucesor. Envió al emperador Tiberio una carta de su propio puño advirtiéndole con energía que conservara Roma con sus actuales fronteras: el océano Atlántico al oeste, Egipto y el norte de África al sur, el canal de la Mancha y los ríos Rin y Danubio al norte, y al este Siria, que lindaba con el reino de los partos. Aunque Tiberio hizo caso a su padre adoptivo, emperadores posteriores desoyeron el consejo. Pero, al menos de momento, Augusto se aseguró de que su ejército profesional mantuviera la seguridad del imperio romano a lo largo de estas fronteras. Fue una sólida plataforma crear su era de paz.

EL CULTO A LA PAZ

Un componente esencial de esta paz fue la creación de la ideología del emperador. Las provincias de habla griega del imperio hacía tiempo que estaban acostumbradas a adorar y glorificar a sus gobernadores romanos; era una herencia cultural de la relación entre los reyes helenísticos y sus súbditos orientales. Bajo Augusto, estas provincias continuaron con la práctica, pero transfiriendo el culto a la figura de Augusto. Era tratado como un dios. Se construían templos para él, y su nombre y el de los miembros de su familia eran glorificados con oraciones, festividades y sacrificios. Sorteada la primera oposición a su gobierno, concibió formas de hacer de su glorificación una tendencia general en todo el imperio. Fue una tarea que podía emprender con estilo.

El genio de Augusto para promoverse impresionaría incluso a los informadores partidistas de nuestros días. Su táctica favorita era servirse de la historia tradicional romana. Para dar publicidad a sus triunfos en política extranjera, por ejemplo, desempolvó una antigua costumbre. En épocas lejanas, las puertas del templo de Jano estaban cerradas en tiempos de paz y abiertas sólo cuando iba a librarse una guerra. Así, cuando Augusto entró en guerra con Hispania en 26 a.C., las puertas fueron abiertas con toda solemnidad. En aquella campaña, Augusto, como los modernos imperialistas, estaba decidido a hablar claro a los «amigos» remolones y cuando sus generales completaron la faena siete años después, llamó «pacificación» a la victoria[10]. Las puertas del pequeño templo del Foro se cerraron con toda ceremonia. Pero el mayor golpe publicitario de Augusto no fue la paz con Hispania, sino la paz con Partia.

El vecino imperio del este había infligido a la república una de las derrotas más innobles y vergonzosas. En 55 a.C. un ejército a las órdenes de un general de la república, Marco Licinio Craso, y de su hijo, fue totalmente aniquilado en el desierto de Arabia gracias a la superioridad táctica de los partos. El símbolo de aquel golpe fue la pérdida de los estandartes militares de Craso, que se convirtieron en trofeo, un emblema del desafío parto y un tótem de museo que se exhibía en la capital de aquel imperio. En 19 a.C. Augusto quiso devolver la jugada. Pero no lo hizo entre el redoblar de los tambores de guerra, sino con la voz normal de quien formaliza un acuerdo diplomático, respaldado por las uñas y los dientes militares y el despliegue del poderío romano. Fue suficiente para aconsejar la firma de un nuevo tratado con Partia y, sobre todo, para recuperar los estandartes.

De nuevo en Roma, Augusto no tardó en ver y explotar el potencial del acontecimiento. Como por arte de magia, el acuerdo con los partos pasó de ser un tratado de paz a ser una victoria romana que rivalizaba con la conquista de la Galia por Julio César. Los estandartes entraron en Roma con mucha pompa y aparato, se les levantó un arco de triunfo y se guardaron. ¿Dónde? En el nuevo templo de Marte el Vengador. El tema de esta «victoria» se repitió en la famosa estatua de Augusto de «Prima Porta». En el centro de la coraza ricamente decorada del emperador se veía a un parto entregando humildemente los estandartes a un romano. Así se llevó a cabo la «venganza» romana, sin derramar ni una gota de sangre.

La historia romana antigua, políticamente reinterpretada, se utilizó en multitud de grandes edificios de mármol mandados construir por Augusto. En la Roma de finales de la república, el mármol se había usado escasamente, y sólo por los muy ricos, en la construcción de monumentos. Era caro porque tenía que transportarse desde Grecia. Pero bajo Augusto se encontró una fuente mucho más cercana y barata en Carrara, en la Toscana actual. Por esto principalmente alardearía Augusto de haber transformado la Roma de ladrillo en ciudad de mármol[11]. Él personalmente supervisó la extraordinaria transformación de aquella conejera sucia y caótica que era Roma al final de la república en una capital merecedora de un imperio que abarcaba todo el Mediterráneo. El Altar de la Paz, el Panteón, el primer anfiteatro de piedra y el nuevo templo de Apolo fueron sólo algunos de los frutos de su programa. Pero quizá fuese el nuevo Foro su mayor logro. En él puede detectarse el mismo talento para el efecto retórico.

A ambos lados del Foro se construyeron dos grandes pórticos que acogían un piadoso desfile de estatuas históricas. A un lado se pusieron las de Rómulo, los primeros reyes de Roma y una serie de grandes republicanos. Enfrente estaban las de los antepasados de Augusto, una formidable colección de individuos de sangre azul. Comenzaba con Eneas, el legendario fundador de Roma, a continuación estaban sus descendientes, los reyes de la ciudad de Alba Longa, fundada por Iulo, el hijo de Eneas, luego sus descendientes, la familia de los Julios, y así hasta Julio César, padre adoptivo de Augusto. No se escatimaba ninguna oportunidad de explotar a los antepasados divinos. En un extremo de los pórticos se alzaba el gran templo de Marte el Vengador. Como se decía que Eneas era hijo de Venus, esta deidad ocupaba el lugar de honor dentro del templo y en el frontón. Dentro estaba acompañada por Julio César y Marte; fuera estaba al lado de Rómulo. No dejaba de ser significativo que todo aquel prolijo y complejo despliegue de historia romana girase alrededor de una figura. Es casi seguro que en el mismo centro se levantaba la estatua de Augusto.

Había allí un claro mensaje político. Augusto era la culminación, el compendio de la historia romana; era el favorito de los dioses, era el guardián de los antiguos valores romanos y la personificación de esos valores en el futuro. El nuevo Foro de Augusto se convirtió así en el precursor de monumentos imperialistas más recientes. Por ejemplo, los ingleses de la época victoriana levantaron monumentos que reflejaban la creencia de que su época era la cima de la civilización, y en los años veinte y treinta del siglo XX, cuando Mussolini quiso consolidar su imperio italiano, también se inspiró en el programa monumentalista de Augusto.

La vida de la ciudad que fluía alrededor de este sofisticado y elegante espacio servía sólo para subrayar el guión cuidadosamente elaborado de Augusto. Dondequiera que mirase un romano que se dirigiera a cumplir con sus obligaciones administrativas en el Foro vería imágenes, nombres y personificaciones de Augusto y sus gloriosos antepasados. El templo de Marte también tenía una función estatal específica. Augusto sugirió que siempre que se reuniera el Senado para decidir sobre la guerra y la paz, lo hiciera en los alrededores de este templo. Aunque las reuniones eran ostensiblemente asuntos internos, a los senadores no se les permitiría olvidar que aquel era el templo de Augusto, y que la gloria de las guerras declaradas y de las paces acordadas era también de Augusto. Su nombre estaba esculpido en el dintel, por encima de las columnas, e incluso la concepción del edificio se remontaba a los comienzos de su trayectoria política. El primer ciudadano del país había prometido piadosamente construir aquel recinto religioso, o eso decía él, tras la batalla de Filipos, en 42 a.C., batalla que puso punto final a la guerra de venganza contra los asesinos de Julio César[12]. De la semilla de esta promesa había crecido un roble de ideología política. Sí, evocaba el pasado tradicional, las antiguas virtudes de la república. Pero también glorificaba a los reyes de Roma, una línea sucesoria responsable que englobó siglos de historia y tuvo su culminación en Augusto.

La manipulación de la historia por parte de Augusto podría compararse por su magnitud con su presunta restauración de la religión romana. Su padre adoptivo, Julio César, había reformado el calendario en las últimas décadas de la república, porque se había desviado tanto del tiempo astronómico que los meses de las estaciones ya no coincidían con las estaciones. César lo sustituyó por un calendario basado en el año solar, que prácticamente es el mismo que utilizamos hoy. En consecuencia, el hijo adoptivo de César quiso reactivar las festividades y acontecimientos religiosos. Se desempolvaron antiguos rituales de los primeros años de la república para celebrarlos en la ciudad e inyectarles nueva vida. Augusto introdujo de nuevo su persona y a su familia en esta resurrección del lado confortable del pasado. Entre las antiguas festividades había momentos menos «vetustos» para que los ciudadanos romanos los conmemorasen. La «restauración» de la república por Augusto en el año 27 a.C., por ejemplo, se vio en una ocasión. También la primera vez que cerró las puertas del templo de Jano. No menos merecedores de celebraciones eran los cumpleaños del primer ciudadano y los días más propicios de la vida de su familia. El toque final fue el cambio de nombre del mes anteriormente llamado sextilis, que pasó a llamarse augustus, agosto. Furtivamente, la nueva época calcaba la vieja.

El tiempo también fue víctima de la implacable ofensiva de Augusto. Lo que simbolizó este ataque no fue el calendario romano, sino el inmenso reloj de sol que construyó en el Campo de Marte, al norte de la ciudad, alrededor del año 10 a.C. El gnomon todavía puede verse en la plaza Montecitorio, enfrente del actual parlamento italiano, pero en la época de Augusto y de los emperadores que le sucedieron era para los ciudadanos el centro de una magnífica exhibición astronómica. Una cuña de bronce empotrada en el suelo empedrado señalaba el meridiano que la sombra del gnomon alcanzaba al mediodía, y las rayas que salían del centro estaban graduadas con trazos cruzados que indicaban la paulatina prolongación y reducción de la sombra a lo largo del año. El sol que salía por el este del imperio y se ponía por el oeste decía la hora en su capital.

Pero Augusto lo convirtió en su reloj de sol. El gnomon era un obelisco de granito rojo procedente de la provincia que más gloriosamente se asociaba con él, Egipto, famosa por su riqueza y que entonces era la tahona del imperio romano. Era la joya del imperio, y el hombre que la había engastado en la corona era Augusto. Pero esta conexión no fue la única huella digital que dejó en el espectáculo astronómico. El cumpleaños de Augusto caía en el equinoccio de otoño (23 de septiembre), y se decía que ese día la sombra del gnomon señalaba el cercano Altar de la Paz de Augusto, otra piedra angular de su ideología. Era como si Augusto no sólo controlara el tiempo, sino también el movimiento de los planetas y los demás cuerpos celestes.

El punto culminante de la asociación de Augusto con los dioses y los cielos fue los Juegos Seculares del año 17 a.C. Su impacto tuvo poco que envidiar a otras medidas que había adoptado ya para reafirmar su piedad con los dioses y la misión de curar el Estado. En la mente de muchos, la guerra civil había tenido lugar porque los romanos habían descuidado a los dioses. Así que cuando la guerra terminó, Augusto volvió a relacionar el Estado con el favor divino restaurando los templos y santuarios de la ciudad. En el templo de Júpiter Capitolino decidió ir más lejos. En la cámara central depositó «dieciséis mil libras de oro, así como perlas y piedras preciosas por valor de cincuenta millones de sestercios»[13]. El año anterior a los Juegos Seculares, la medicina de Augusto para el Estado adoptó la forma, no de regalos a los dioses, sino de reforma de la ley.

LA INVENCIÓN DE LA TRADICIÓN

En 18 a.C. Augusto aprobó una serie de leyes morales y sociales rigurosas y conservadoras. Se trataba básicamente de una serie de castigos e incentivos para fomentar el matrimonio, la natalidad, la fidelidad sexual y la edificación de los jóvenes. Las nuevas leyes públicas sobre el adulterio, hasta entonces un asunto privado, fueron las más famosas. Se fundó un tribunal penal para juzgar delitos sexuales, y en ciertas circunstancias el castigo podía ser tan severo como la pérdida de las propiedades y el destierro. Las mujeres salieron perdiendo con la ley mucho más que los hombres. Mientras que a los hombres aún se les permitía tener relaciones sexuales adúlteras, siempre que fuera con una esclava o un ciudadano de mala reputación, como una prostituta, las ciudadanas respetables no podían tener relaciones sexuales con nadie fuera del matrimonio. La ley incluso sancionaba el derecho de un padre a matar a su hija y a su amante si los sorprendía en su casa copulando sin estar casados, y también autorizaba a un marido para matar al amante de su mujer si dicho amante era un conocido mujeriego. Si la ley era la amarga medicina que fortalecía la cohesión social, el año 17 a.C. la espolvoreó con azúcar.

Los Juegos Seculares se centraron en valores tradicionales romanos como la castidad y la piedad. Una vez más, la tradición fue un útil instrumento político. Los juegos se habían fundado, en teoría, siete siglos antes, al mismo tiempo que Roma, y se celebraban cada 110 años. Por tanto era imposible verlos dos veces en la vida. Por una vez, el aparato publicitario de un espectáculo que nadie había visto y nadie volvería a ver estaba justificado[14]. A causa del carácter cíclico del festival, su celebración prometía un emocionante viaje al pasado. Pero cuando los ciudadanos vieron los juegos del año 17 a.C. no vivía nadie que pudiera decir si eran auténticos. La paleta de Augusto era antigua, pero las pinturas que utilizó eran nuevas, llamativas y brillantes.

En los tres días de sacrificios desaparecieron las ofrendas a los dioses infernales que habían presidido los juegos anteriores. Ahora estaban de moda otros dioses. La diosa Diana (asociada con la fertilidad y los nacimientos) y la Madre Tierra (vegetación, regeneración y abundante producción), junto con el dios Apolo (asociado con la paz y el arte) y el dios Júpiter (patrón de Roma) ocuparon el centro del escenario. Pero la estrella del espectáculo no fue un sacerdote ni un personaje puramente religioso, como podría haber esperado un romano. Fue el mismísimo jefe del Estado romano.

La primera noche, Augusto sacrificó nueve ovejas y nueve cabras a las Parcas. La celebración tuvo un ambiente sagrado y mágico. Recitó una larga oración para que estas deidades favorecieran el poder y la majestad del pueblo romano, su buena salud y prosperidad futuras, el engrandecimiento del imperio, y por último a él y la casa de su familia. La noche siguiente hubo una ceremonia aún más espectacular. El primer ciudadano sacrificó una cerda preñada a la Madre Tierra. Fue como si estuviera grabando a fuego en el corazón y la mente de los espectadores un momento cargado de leyenda. El momento respiraba el aire del remoto pasado, pero fue el momento que alumbró la nueva era de los Césares. El proyecto de una sociedad disciplinada y armónica compuesta por romanos nuevos y moralmente reformados saltó en pedazos[15].

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